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Suponiendo que Lurt pudiera conseguirlo, Adikor tendría acceso al laboratorio de cálculo cuántico al día siguiente. Pero antes necesitaba tomar unas cuantas medidas.

Saldak era una ciudad grande, pero Adikor conocía a la mayoría de los científicos y técnicos de su Borde, y a buena parte de los que vivían en el Centro. En particular, era amigo de uno de los ingenieros que mantenían los robots mineros. Dern Kord era un hombre gordo y jovial: había quienes decían que dejaba que los robots hicieran demasiado de su labor. Pero un robot era lo que necesitaba ese trabajo. Adikor fue a ver a Dern; ahora que había atardecido, Dern ya tenía que haber vuelto a casa.

La casa de Dern era grande y espaciosa; el árbol que formaba el grueso de su forma debía de tener un millar de meses de edad, remontándose a los mismos principios de la arboricultura moderna.

—Día… bueno, tarde sana —dijo Adikor al llegar. Dern estaba sentado en el patio, leyendo algo en un bloque de datos iluminado. Una fina malla entre el suelo del patio y la abertura sobre él mantenía a raya a los insectos.

—¡Adikor! Pasa, pasa… cuidado con la lona, no dejes que los bichos te sigan. ¿Quieres beber algo? ¿Carne?

Adikor negó con la cabeza.

—No, gracias.

—Entonces ¿qué te trae por aquí? —preguntó Dern.

—¿Cómo están tus ojos? —preguntó Adikor—. Tu visión. Dern hinchó las aletas de la nariz al oír la extraña pregunta. —Bien. Tengo gafas, naturalmente, pero no las necesito para leer… al menos no este bloque: sólo hace falta elegir los símbolos más grandes.

—Ponte las gafas —dijo Adikor—. Hay algo que quiero mostrarte.

Dern parecía desconcertado, pero entró en la casa. Un momento después salió con un par de gafas unidas a una ancha banda de tela elástica. Se pasó la banda elástica por encima de la cabeza, hasta llevarla al hueco tras su entrecejo. Las lentes estaban sujetas con goznes; se las colocó sobre los ojos y miró a Adikor, expectante.

Adikor metió la mano en la faltriquera que llevaba sujeta a la cadera izquierda y sacó la hoja de fino plástico que había escrito aquella tarde. Adikor había trazado los símbolos lo más pequeños posible: había tenido que buscar un punzón con la punta muy fina. La resolución de los escáneres había mejorado desde que se habían grabado aquellas imágenes de Adikor golpeando a Ponter, pero todavía había un límite a los detalles que podían distinguir. A Adikor le había dado calambres en la mano derecha escribiendo los ideogramas más pequeños de lo que pudiera leer nadie en el edificio de archivos.

—¿Qué es esto? —dijo Dern, tomando la hoja y mirándola—. ¡Oh! —exclamó mientras empezaba a leer—. ¡De verdad! ¿Eso crees? Bueno, bueno… No puedo dejarte uno nuevo, por supuesto… no si hay posibilidades de que vayas a perderlo. Pero tengo varios antiguos que van a ser decomisados. Uno de ésos valdrá.

Adikor asintió.

—Gracias.

—Ahora, ¿cuándo y dónde lo necesitas?

Adikor estuvo a punto de hacerlo callar, pero a pesar de toda su charlatanería, Dern no era ningún idiota. Asintió tras encontrar la información que buscaba en la hoja.

—Sí, eso está bien. Estaré aquí, esperándote.


Después de cenar, subieron al coche de Mary y se dirigieron hacia Sudbury.

—Me lo he pasado bien hoy —dijo Ponter—. Pero supongo que ahora debería ver otros lugares.

Mary sonrió.

—Hay todo un ancho mundo ahí fuera esperando a conocerte.

—Lo comprendo —dijo Ponter—. Y debo aceptar mi nueva vida como una… curiosidad.

Mary abrió la boca para protestar, pero no se le ocurrió nada que decir. Ponter era una curiosidad: en un siglo más cruel, habría acabado como rareza de circo. Finalmente, dejó pasar el comentario y dijo:

—Nuestro mundo tiene mucha variedad. Quiero decir, geográficamente no será más variado que el tuyo, estoy segura, pero tenemos muchas culturas, muchos tipos de arquitectura, muchos edificios antiguos.

—Comprendo que debo viajar; que debo contribuir —dijo Ponter—. Había pensado en quedarme aquí, quedarme cerca de Sudbury, por si acaso, de algún modo, el portal volviera a abrirse, pero ya han pasado demasiados días. Estoy seguro de que Adikor lo ha intentado; por tanto, debe de haber fracasado… las condiciones no serán reproducibles.

Mary notó el creciente tono de reacia aceptación tras sus palabras.

—Sí, iré a donde tenga que ir. Me iré lejos de aquí.

Estaban ya lejos de las luces del albergue y del pueblecito del que formaba parte. Mary miró por su ventanilla, contemplando el cielo.

—Dios mío —dijo.

—¿Qué? —preguntó Ponter.

—¡Mira todas esas estrellas! ¡Nunca he visto tantas!

Mary aparcó el coche a un lado de la carretera comarcal, internándose en el arcén y apartándose del tráfico que pudiera venir.

—Tengo que echar un vistazo.

Salió del coche, y Ponter hizo lo mismo.

—Es precioso —dijo Mary, echando atrás la cabeza.

—Siempre me gusta el cielo de noche —dijo Ponter.

—Nunca puedo verlo así —explicó Mary—. No en Toronto —bufó—. Vivo en una calle llamada Observatory Lane, pero tienes suerte si puedes ver unas pocas docenas de estrellas incluso en la noche más obscura del invierno.

—Nosotros no iluminamos el mundo exterior de noche.

Mary sacudió asombrada la cabeza, imaginando cómo sería no necesitar farolas, no necesitar protegerte de tu propia especie. Pero de pronto su corazón dio un brinco.

—Hay algo en los matorrales —dijo en voz baja.

En realidad no podía ver a Ponter más que como un vago contorno, pero lo oyó inhalar profundamente.

—Sólo una mofeta —dijo él—. Nada de lo que preocuparse.

Mary se relajó y alzó la cabeza para seguir contemplando el cielo. Le crujió un poco el cuello al hacerlo, pues no era una postura cómoda. Pero entonces recordó sus años adolescentes. Se acercó a la parte delantera del Neon, se subió a la capota y se acomodó contra el parabrisas en la parte del conductor. Palpó la capota junto a ella.

—Ven, Ponter. Siéntate.

Ponter se movió en la oscuridad y se subió también a la capota, y el metal gruñó mientras aceptaba su peso. Se apoyó contra el cristal junto a Mary.

—Solíamos hacer esto cuando yo era niña. Cuando mi padre nos llevaba de acampada.

—Es una forma magnífica de mirar el cielo —dijo Ponter.

—¿Verdad que sí? —dijo Mary. Dejó escapar un largo suspiro de placer—. ¡Mira la Vía Láctea! ¡Nunca la había visto así!

—¿Vía Láctea? Oh, ya veo, sí. Nosotros lo llamamos el Río Nocturno.

—Es preciosa —dijo Mary. Miró a su derecha. La Osa Mayor se extendía por el cielo sobre los árboles.

Ponter volvió la cabeza también.

—Esa forma de allí —dijo—. ¿Cómo la llamáis?

—El Carro —dijo Mary—. Bueno, al menos esa parte… esas siete estrellas brillantes. Así es como la llamamos en Norteamérica. Los ingleses lo llaman «el Arado».

Bliip.

—Un apero de labranza.

Ponter se echó a reír.

—Tendría que haberlo sabido. Nosotros lo llamamos la Cabeza del Mamut. ¿Ves? Es un perfil. Ése es el tronco, que sale de la cabeza en forma de bloque.

—Oh, sí… lo veo. ¿Y esa otra en zigzag?

—La llamamos el Hielo Resquebrajado.

—Sí. Ya veo. Nosotros la llamamos Casiopea. Es el nombre de una antigua reina. La forma se supone que representa su trono.

—Um, ¿no le lastima el culo esa parte puntiaguda del centro? Mary se echó a reír.

—Ahora que lo mencionas… —Continuó mirando la constelación— . Oye, ¿cuál es esa mancha que tiene debajo?

—Eso es… no sé cómo la llamáis. Es la galaxia más cercana a la nuestra.

—¡Andrómeda! —declaró Mary—. ¡Siempre he querido ver Andrómeda! —Suspiró de nuevo y continuó mirando las estrellas. Había más de las que había visto en toda su vida—. Es tan hermoso, y… oh, vaya. ¡Oh, cielos! ¿Qué es eso?

La cara de Ponter estaba ahora ligeramente iluminada.

—Las luces nocturnas —dijo.

—¿Luces nocturnas? ¿Te refieres a la aurora boreal, las luces del norte?

—Están asociadas con el polo, sí.

—Guau —dijo Mary—. ¡La aurora boreal! Nunca la había visto tampoco.

Había sorpresa en la voz de Ponter.

—¿No?

—No. Yo vivo en Toronto. Eso está más al sur que Portland, Oregón. —Era un hecho que a menudo sorprendía a los estadounidenses, pero que probablemente no significaba nada para Ponter.

—Yo la he visto miles de veces. Pero nunca me canso de verla.

Los dos guardaron silencio un rato, disfrutando de las ondulantes cortinas de luz.

—¿Es lo corriente que tu gente no la vea?

—Supongo que sí —dijo Mary—. No muchos de nosotros vivimos en el extremo norte… o en el sur, ya puestos.

—Quizás eso lo explique.

—¿Qué?

—Que tu gente no sea consciente de los filamentos electromagnéticos que dan forma al universo: Lou y yo hablamos de esto. Esos filamentos estaban en las primeras luces nocturnas que identificamos. Ellas, en vez de ese Big Bang vuestro, son nuestra forma de explicar la estructura del universo.

—Bueno —dijo Mary—. No creo que vayas a convencer a mucha gente de que el Big Bang no tuvo lugar.

—Muy bien. Sentir la necesidad de convencer a los demás de que uno tiene razón es algo que procede de la religión, creo: yo simplemente me contento con saber que tengo razón, aunque los demás no lo sepan.

Mary sonrió en la oscuridad. Un hombre que lloraba abiertamente, un hombre que no siempre tenía que demostrar que tenía razón, un hombre que trataba a las mujeres con respeto y como iguales. Todo un hallazgo, como diría su hermana Christine.

Y, pensó Mary, estaba claro que Ponter la apreciaba… y, por supuesto, tenía que ser por su mente; debía de parecerle tan atractiva como él para… no, no para ella, ya no, sino para otras mujeres de la Tierra. Imagina: un hombre que la apreciaba por lo que era, no por lo que parecía.

Todo un hallazgo, en efecto, pero…

El corazón de Mary latió con más fuerza. La mano izquierda de Ponter había encontrado su mano derecha en la oscuridad, y había empezado a acariciarla suavemente.

Y de repente ella sintió cada músculo de su cuerpo tensarse. Sí, podía estar a solas con un hombre; sí, podía abrazar y consolar a un hombre, pero…

Pero no, era demasiado pronto para eso. Demasiado pronto. Mary apartó la mano, saltó de la capota del coche y abrió la puerta, las luces del cielo picoteándole en los ojos. Ocupó el asiento del conductor, y, al cabo de un momento, Ponter ocupó el de al lado, con la cabeza gacha. Viajaron en silencio el resto del camino hasta Sudbury.

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