24

El dooslarm basadlarm de Adikor Huld se suspendió temporalmente, en principio para la cena, pero también porque la adjudicadora Sard quería darle una oportunidad de calmarse, de recuperar la compostura y de consultar con otros cómo paliar el daño de su estallido violento.

Cuando el dooslarm basadlarm se reemprendió, Adikor se sentó de nuevo en el taburete. Se preguntó a qué genio se le había ocurrido sentar al acusado en un taburete mientras los demás daban vueltas a su alrededor. Tal vez Jasmel lo supiera; estaba estudiando historia, después de todo, y esos procedimientos eran de origen antiguo.

Bolbay avanzó hacia el centro de la sala.

—Deseo que nos traslademos al pabellón de archivos de coartadas —dijo, dirigiéndose a la adjudicadora.

Sard miró el reloj montado en el techo, evidentemente preocupada por lo mucho que estaba tardando todo aquello.

—Ya ha establecido usted que el archivo de coartadas del sabio Huld no puede mostrar nada que lleve a la desaparición de Ponter Boddit. —Frunció el ceño, y añadió, en un tono que no admitía discusión—: Estoy segura de que el sabio Huld y quienquiera que vaya a hablar en su favor estarán de acuerdo en que esto es cierto sin tener que trasladarnos todos allí para demostrarlo.

Bolbay asintió respetuosamente.

—En efecto, adjudicadora. Pero no es el cubo de coartadas del sabio Huld lo que deseo abrir. Es el de Ponter Boddit.

—No mostrará tampoco nada acerca de su desaparición —dijo Sard, y parecía exasperada—, y por el mismo motivo: las mil brazadas de roca que bloqueaban sus transmisiones.

—Cierto, adjudicadora —respondió Bolbay—. Pero no es la desaparición del sabio Boddit lo que deseo revisar. Más bien, quiero mostrarle acontecimientos que datan de hace doscientos veintinueve meses.

—¡Doscientos veintinueve! —exclamó la adjudicadora—. ¿Cómo puede algo tan antiguo tener relación con este procedimiento?

—Si me lo permite —dijo Bolbay—, creo que verá que tiene gran importancia.

Adikor se daba golpecitos sobre el arco ciliar con el pulgar, pensando. Doscientos veintinueve meses; eso era hacía poco más de dieciocho años y medio. Ya conocía a Ponter entonces: los dos pertenecían a la generación 145, y habían entrado al mismo tiempo en la Academia. Pero ¿qué hecho del pasado podía…?

Adikor se puso en pie.

—Digna adjudicadora, me opongo a esto.

Sard lo miró.

—¿Se opone? —dijo, sorprendida de oír algo semejante durante un proceso legal—. ¿Sobre qué base? Bolbay no está proponiendo abrir su archivo de coartadas… sólo el del sabio Boddit. Y como él ha desaparecido, abrir su archivo es algo que Bolbay, como tabant de sus familiares vivos más cercanos, tiene derecho a solicitar.

Adikor se enfureció consigo mismo. Sard podría haber denegado la petición de Bolbay si él hubiera mantenido cerrada la boca. Pero ahora sin duda sentía curiosidad por lo que Adikor quería que se mantuviera oculto.

—Muy bien —dijo Sard, tomando su decisión. Miró a la multitud de espectadores—. Ustedes tendrán que quedarse aquí, hasta que yo decida si esto es algo que tenga que ser visto públicamente. La familia inmediata del sabio Boddit, el sabio Huld y quien vaya a hablar en su favor pueden acompañarnos, siempre y cuando ninguno sea exhibicionista. —Por último, sus ojos cayeron sobre Bolbay—. Muy bien, Bolbay. Será mejor que esto merezca mi tiempo.

Sard, Bolbay, Adikor y Jasmel, con Megameg de la mano, recorrieron el ancho pasillo cubierto de hiedra que conducía al pabellón de coartadas. Bolbay al parecer no pudo resistirse a pinchar a Adikor mientras caminaban.

—No hay nadie que hable en tu favor, ¿eh? —dijo.

Por una vez, Adikor consiguió mantener cerrada la boca.


No había mucha gente viva todavía que hubiera nacido antes de la introducción de los Acompañantes: los pocos pertenecientes a la generación 140 y los aún menos de la 139 que no habían muerto todavía.

Para todos los demás, un Acompañante había formado parte de sus vidas desde justo después de nacer, cuando se instalaba el implante infantil inicial. La celebración del milésimo mes desde el principio de la Era de la Coartada tendría lugar al cabo de poco: se planeaban grandes festejos por todo el mundo.

Incluso allí, en Saldak, muchos miles habían nacido y habían muerto ya desde que se instalara el primer Acompañante; ese implante inicial había sido colocado en el antebrazo de su propio creador, Lonwis Trob. El gran pabellón de archivos de coartadas, junto al edificio del Consejo Gris, estaba dividido en dos alas. La del sur se topaba con un macizo de antigua roca; sería extraordinariamente difícil ampliar esa ala, y por eso se empleaba para almacenar los cubos de coartadas activos de los vivos, un número que era siempre una constante. El ala norte, aunque no era mucho más grande que la otra, podía agrandarse mucho, como se requería; cuando alguien moría, su cubo de coartadas se desconectaba del receptor y se llevaba allí.

Adikor se preguntó en qué ala estaría almacenado el cubo de Ponter ahora. Técnicamente, la adjudicadora tenía todavía que fallar si se había producido un asesinato. Esperaba que fuera en el ala de los vivos; no estaba seguro de poder mantener la compostura si tenía que enfrentarse al cubo de Ponter en el otro lado.

Adikor ya había estado en los archivos. El ala norte, el ala de los muertos, tenía una sala para cada generación, con arcadas abiertas entre sí. La primera era diminuta y sólo contenía un cubo, el de Walder Shar, el único miembro de la generación 131 que todavía vivía en Saldak cuando se introdujeron los Acompañantes. Las siguientes cuatro salas eran sucesivamente más grandes, y albergaban cubos de miembros de las generaciones 132, 133, 134 y 135, cada una diez años más joven que la precedente. A partir de la generación 136, todas las salas eran del mismo tamaño, aunque muy pocos cubos de generaciones posteriores a la 144 habían sido transferidos, pues casi todos sus miembros seguían vivos.

En el ala sur había una única sala, con treinta mil receptáculos para cubos de coartadas. Aunque en un principio en el ala sur reinaba un perfecto orden, con la colección inicial de cubos clasificados por generación y, cada generación por sexos, se había desbaratado mucho con el tiempo. Los niños nacían por grupos, de un modo ordenado, pero la gente moría a edades muy distintas, y por eso los cubos de las generaciones siguientes habían sido colocados en receptáculos vacíos, dondequiera que hubiese uno.

Eso hacía que encontrar un cubo concreto entre los más de veinticinco mil que componían la población de Saldak fuera imposible sin un directorio. La adjudicadora Sard se presentó a la mantenedora de coartadas, una gruesa mujer de la generación 143.

—Día sano, adjudicadora —dijo la mujer, sentada a horcajadas en una silla de montar tras una mesa en forma de riñón.

—Día sano —respondió Sard—. Quiero acceder al archivo de coartadas de Ponter Boddit, físico de la generación 145.

La mujer asintió y le habló a un ordenador. La pantalla cuadrada de la máquina mostró una serie de números.

—Síganme —dijo, y Sard y los demás así lo hicieron.

A pesar de su envergadura, la mantenedora iba a paso vivo. Los condujo por una serie de pasillos cuyas paredes estaban cubiertas de hileras de nichos, cada uno con un cubo de coartadas, un bloque de granito reconstituido del tamaño de la cabeza de una persona.

—Aquí lo tenemos —dijo la mujer—. Receptáculo número 16.321: Ponter Boddit.

La adjudicadora asintió, luego volvió su arrugada muñeca con su propio Acompañante hacia el brillante ojo azul del cubo de Ponter.

—Yo, Komel Sard, adjudicadora, ordeno la apertura del receptáculo de coartadas 16.321, para investigaciones legales justas y adecuadas. Sello temporal.

El ojo del receptáculo se volvió amarillo. La adjudicadora se apartó y la mantenedora alzó su Acompañante.

—Yo, Mabla Dabdalb, mantenedora de coartadas, acepto la apertura del receptáculo 16.321, para investigaciones legales justas y adecuadas. Sello temporal.

El ojo se volvió rojo, y sonó una nota.

—Aquí tiene, adjudicadora. Puede usar el proyector de la sala doce.

—Gracias —dijo Sard, y volvieron a la entrada. Dabdalb señaló la sala que les había asignado, y Sard, Bolbay, Adikor, Jasmel y Megameg se dirigieron hacia allí y entraron.

La habitación era grande y cuadrada, con una pequeña galería de sillas de montar contra una pared. Todos se sentaron, excepto Bolbay, que se acercó a la consola de control adosada a la pared. Sólo se podía acceder a los archivos de coartadas dentro de ese edificio; como protección contra cualquier visionado no autorizado, el pabellón de archivos estaba completamente aislado de la red de información planetaria, y no tenía líneas de telecomunicaciones externas. Aunque a veces era incómodo tener que ir físicamente a los archivos para acceder a las grabaciones propias, el aislamiento se consideraba una protección conveniente.

Bolbay miró al grupito allí reunido.

—Muy bien —dijo—. Voy a solicitar los acontecimientos sucedidos en 146/120/11.

Adikor asintió, resignado. No estaba seguro del undécimo día, pero la luna centésimo vigésima desde el nacimiento de la generación 146 parecía la adecuada.

La habitación se obscureció y una esfera casi invisible, como una burbuja de jabón, pareció flotar ante ellos. Bolbay evidentemente consideró que el tamaño por defecto no era lo bastante dramático para sus propósitos; Adikor la oyó toquetear las clavijas de control y el diámetro de la esfera creció hasta que tuvo más de una brazada de longitud. Tocó más controles y la esfera se llenó con tres esferas más pequeñas unidas, cada una teñida de un color distinto. Luego esas tres esferas se subdividieron en otras tres y ésas volvieron a subdividirse, y así sucesivamente, como un vídeo acelerado de la mitosis de alguna extraña célula. Mientras la esfera principal se llenaba de esferas cada vez más y más pequeñas, éstas adquirieron más y más colores, hasta que, finalmente, el proceso se detuvo y una imagen de un joven de pie en una sala de pensamiento de presión positiva de la Academia de Ciencias llenó la esfera visora, como una escultura tridimensional de cuentas.

Adikor asintió: aquella grabación se había realizado hacía tanto tiempo que los avances en resolución no estaban disponibles todavía. Con todo, podía verse.

Bolbay estaba manejando evidentemente más controles. La burbuja giró de modo que todos pudieran ver la cara de la persona representada. Era Ponter Boddit. Adikor había olvidado lo joven que era Ponter entonces. Miró a Jasmel, sentada junto a él. Su mirada era de asombro. Probablemente no se le escapaba que su padre tenía entonces aproximadamente la misma edad que ella.

—Ése, naturalmente, es Ponter Boddit —dijo Bolbay—. Con la mitad de su edad actual… o de la que sería su edad actual si todavía estuviera vivo.

Continuó rápidamente antes de que la adjudicadora pudiese amonestarla.

—Ahora voy a avanzar…

La imagen de Ponter caminó, se sentó, se puso en pie, deambuló por la sala, consultó un bloque de datos, se frotó contra un poste rascador, todo a velocidad frenética. Y entonces la puerta hermética de la sala se abrió (la presión positiva impedía el paso de feromonas que pudieran distraer el estudio) y entró un joven Adikor Huld.

—Pausa —dijo la adjudicadora Sard.

Bolbay congeló la imagen.

—Sabio Huld, ¿confirma que ése es efectivamente usted?

Adikor se sintió mortificado al ver su propio rostro; había olvidado que durante un breve periodo de tiempo había adoptado la moda de afeitarse la barba. Ah, si fuera la única locura de su juventud que había quedado grabada…

—Sí, adjudicadora —reconoció Adikor, en voz baja—. Ése soy yo.

—Muy bien —dijo Sard—. Continúe.

La imagen de la burbuja empezó a avanzar de nuevo a toda velocidad. Adikor se movía por la sala, como hacía Ponter, aunque la imagen de Ponter permanecía siempre en el centro de la esfera: era el espacio que lo rodeaba lo que cambiaba.

Adikor y Ponter parecían estar hablando amistosamente… Y luego menos amistosamente…

Bolbay redujo la reproducción a velocidad normal.

Ponter y Adikor estaban discutiendo en ese punto.

Y entonces…

Adikor quería cerrar los ojos. Sus propios recuerdos del hecho eran bastante vívidos. Pero nunca lo había visto desde esa perspectiva, nunca había visto la expresión de su rostro…

Y por eso miró.

Y vio cómo cerraba el puño…

Vio cómo echaba atrás el brazo, el bíceps hinchado…

Vio cómo impulsaba el brazo hacia delante…

Vio cómo Ponter alzaba la cabeza justo a tiempo…

Vio cómo su puño alcanzaba la mandíbula de Ponter…

Vio cómo la mandíbula de Ponter se torcía…

Vio cómo Ponter retrocedía tambaleándose, la sangre manándole por la boca…

Vio cómo Ponter escupía dientes.

Bolbay congeló de nuevo la imagen. Sí, en su favor, la expresión en el rostro del joven Adikor era ahora de sorpresa y remordimiento. Sí, se inclinaba para ayudar a levantarse a Ponter. Sí, era evidente que lamentaba lo que había hecho, que por supuesto había sido…

Había sido estar a un pelo de matar a Ponter Boddit, al golpearlo en el cráneo con un puñetazo refrendado por toda la fuerza de Adikor.

Megameg estaba llorando. Jasmel se había agitado en su asiento, apartándose de Adikor. La adjudicadora Sard meneaba lentamente la cabeza adelante y atrás, incrédula. Y Bolbay…

Bolbay estaba de pie, los brazos cruzados delante del pecho.

—Bien, Adikor —dijo Bolbay—, ¿debo reproducirlo con sonido, o le gustaría ahorrarnos a todos el tiempo y contarnos por qué peleaban usted y Ponter?

Adikor sintió náuseas.

—Esto no es justo —dijo en voz baja—. No es justo. Me he sometido a tratamiento para controlar mi temperamento… a ajustes de los niveles de neurotransmisores. Mi escultor de personalidad lo confirmará. Nunca había golpeado a nadie con anterioridad en toda mi vida, y no he vuelto a hacerlo.

—No ha respondido a mi pregunta —dijo Bolbay—. ¿Por qué estaban peleando?

Adikor guardó silencio, meneando lentamente la cabeza adelante y atrás.

—¿Bien, sabio Huld? —exigió saber la adjudicadora.

—Era por algo trivial —dijo Adikor, mirando ahora el suelo cubierto de hiedra—. Era… —Inspiró profundamente, luego dejó escapar el aire muy despacio—. Era un asunto filosófico, relacionado con la física cuántica. Ha habido muchas interpretaciones de los fenómenos cuánticos, pero Ponter se aferraba a lo que sabía perfectamente que era un modelo incorrecto. Yo… ahora sé que me estaba pinchando, pero…

—Pero resultó ser demasiado para usted —dijo Bolbay—. Dejó que una simple discusión de ciencia… ¡de ciencia!, se le fuera de las manos, y se enfadó tanto que la resolvió de un modo que podría haberle costado a Ponter la vida si lo hubiera golpeado una fracción de palmo más arriba.

—Esto no es justo —repitió Adikor, mirando ahora a la adjudicadora—. Ponter me perdonó. Nunca presentó una acusación pública: sin la acusación de la víctima, por definición no se ha cometido ningún crimen. —Su tono era ahora suplicante—. Ésa es la ley.

—Vimos esta mañana en la cámara del Consejo lo bien que controla Adikor Huld su temperamento hoy en día —dijo Bolbay—. Y ahora hemos visto que intentó matar una vez a Ponter Boddit. Fracasó en esa ocasión, pero creo que hay motivos para creer que recientemente tuvo éxito, allá en las instalaciones de cálculo cuántico, bajo tierra.

Bolbay hizo una pausa, luego miró a Sard.

—Creo —dijo, complaciente— que hemos establecido los hechos suficientemente para que este asunto sea enviado a un tribunal pleno.

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