25

Mary se acercó a la ventana principal de la casa de Reuben y se asomó al exterior. Aunque eran más de las seis de la tarde, todavía habría luz durante un par de horas en esa época del año y…

¡Santo Dios! El productor de Discovery Channel no era el único que había descubierto dónde estaban. Dos furgonetas de televisión con antenas parabólicas en el techo, y tres coches con logotipos de emisoras de radio estaban aparcados fuera, además de un cascado Honda con un guardabarros de color distinto al resto del coche: presumiblemente pertenecía a un periodista de prensa escrita. Desde que el teletipo había confirmado la autentificación del ADN de Ponter, al parecer todo el mundo había empezado a tomarse en serio aquella historia demencial.

Reuben soltó por fin el teléfono. Mary se volvió a mirarlo.

—No estoy preparado para tener invitados —dijo el doctor—, pero…

—¿Qué? —preguntó Louise, sorprendida.

Mary ya lo había deducido.

—No vamos a ir a ninguna parte, ¿verdad? —dijo.

Reuben negó con la cabeza.

—El CLCE ha ordenado la cuarentena de este edificio. Nadie entra ni sale.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Louise, los ojos muy abiertos.

—Eso es cosa del Gobierno —respondió Reuben—. Varios días, como mínimo.

—¡Días! —exclamó Louise—. Pero… pero…

Reuben extendió las manos.

—Lo siento, pero no podemos saber qué anda flotando en la corriente sanguínea de Ponter.

—¿Qué fue lo que acabó con los aztecas? —preguntó Mary.

—La viruela, principalmente —respondió Reuben.

—Pero la viruela… —dijo Louise—. Si él la tuviera, ¿no debería tener pústulas en la cara?

—Aparecen dos días después de la fiebre —dijo Reuben.

—Pero, de todas formas, la viruela ha sido erradicada.

—En este universo, sí —dijo Mary—. Y por eso nosotros ya no nos vacunamos contra ella. Pero es posible…

Louise asintió, comprendiendo.

—Es posible que no haya sido eliminada en su universo.

—Exactamente —dijo Reuben—. Y aunque lo haya sido, podría haber incontables patógenos que han evolucionado en su mundo contra los cuales nosotros no tenemos ninguna inmunidad.

Louise tomó aire, al parecer para intentar conservar la calma.

—Pero yo me siento bien —dijo.

—Y yo también. ¿Mary?

—Bien, sí.

Reuben negó con la cabeza.

—Pero no podemos correr ningún riesgo. Tienen muestras de sangre de Ponter en el St. Joseph's. La mujer del CLCE con la que estoy tratando dice que hablará con su jefe de patología y harán pruebas de todo lo que se les ocurra.

—¿Tenemos suficiente comida? —preguntó Louise.

—No contestó Reuben—. Pero nos traerán más, y… ¡Dingdong!

—¡Oh, Cristo! —dijo Reuben.

—¡Hay alguien en la puerta! —declaró Louise, asomándose a la ventana.

—Un periodista —dijo Mary, al ver al hombre.

Reuben corrió escaleras arriba. Durante medio segundo, Mary pensó que iba a buscar una escopeta, pero entonces lo oyó gritar, aparentemente desde una ventana que había abierto allí arriba.

—¡Márchese! ¡Esta casa está en cuarentena!

Mary vio que el periodista retrocedía unos pasos y echaba atrás la cabeza para mirar a Reuben.

—Me gustaría hacerle unas preguntas, doctor Montego —dijo.

—¡Márchese! —gritó Reuben—. El Neanderthal está enfermo, y este lugar ha sido declarado en cuarentena por orden de Sanidad de Canadá. Mary vio que llegaban más vehículos por la carretera y unas luces rojas y amarillas empezaban a barrer la escena.

—Vamos, doctor —respondió el periodista—. Sólo unas cuantas preguntas.

—Hablo en serio —dijo Reuben—. Estamos conteniendo una enfermedad infecciosa, aquí.

—Tengo entendido que la profesora Vaughan está ahí también —gritó el periodista—. ¿Puede hacer algún comentario sobre el ADN del Neanderthal?

—¡Márchese! ¡Por el amor de Dios, hombre, márchese!.

—Profesora Vaughan, ¿está usted ahí dentro? Soy Stan Tinbergen, del Sudbury Star. Me gustaría…

—¡Mon Dieu! —exclamó Louise, señalando hacia la calle—. ¡Ése hombre tiene un rifle!

Mary miró hacia donde señalaba Louise. En efecto, allí había alguien, apuntando con un arma a la casa desde unos treinta metros de distancia. Un segundo después, el hombre que había a su lado se llevó un megáfono a la boca.

—Habla la Real Policía Montada del Canadá —dijo la voz amplificada y reverberante del hombre—. Apártese de la casa.

Tinbergen se dio media vuelta.

—Esto es una propiedad privada —gritó—. Nadie ha cometido ningún delito y…

—Apártese —ordenó el policía, que iba vestido de paisano, aunque Mary vio que su coche blanco estaba en efecto rotulado con las letras RPMC y el equivalente francés, GRC.

—Si el doctor Montego o la profesora Vaughan responden unas cuantas preguntas yo…

—¡Última advertencia! —dijo el policía a través del megáfono—. Mi compañero sólo tratará de herirle, pero…

Tinbergen no quería renunciar a su reportaje.

—¡Tengo derecho a hacer preguntas!

—Cinco segundos —tronó la voz del oficial de policía.

Tinbergen no se movió.

—¡Cuatro!

—¡El público tiene derecho a saber! —gritó el periodista.

—¡Tres!

Tinbergen se dio de nuevo media vuelta, al parecer decidido a hacer una última pregunta.

—Doctor Montego —gritó, alzando la cabeza—, ¿supone esta enfermedad algún riesgo para la gente?

—¡Dos!

—Responderé a todas sus preguntas —gritó Reuben—. Pero no así. ¡Márchese!

—¡Uno!

Tinbergen se volvió, levantando las manos hasta la altura del pecho.

—¡Muy bien, vale!

Empezó a apartarse de la casa.

En cuanto el periodista llegó al otro extremo del camino de acceso, el teléfono empezó a sonar en casa de Reuben. Mary cruzó el salón y lo atendió, pero Reuben debía de haber descolgado ya en una extensión de arriba.

—Doctor Montego —oyó decir a una voz de hombre—, soy el inspector Matthews, de la RPMC.

En otro caso, Mary hubiese colgado el teléfono, pero se moría de curiosidad.

—Hola, inspector —dijo la voz de Reuben.

—Doctor, Sanidad nos ha pedido que le prestemos toda la ayuda que precise.

La voz del hombre se oía débil; Mary supuso que llamaba desde un teléfono móvil. Torció el cuello para asomarse por la ventana; el hombre que había usado el altavoz estaba ahora en efecto de pie junto a su coche blanco, hablando por un móvil.

—¿Cuánta gente hay dentro de la casa?

—Cuatro personas —contestó Reuben—. Yo mismo, el Neanderthal y dos mujeres: la profesora Mary Vaughan, de la Universidad de York, y Louise Benoit, una estudiante de física pos-doctorada que trabajaba para el Observatorio de Neutrinos de Sudbury.

—Tengo entendido que uno está enfermo —dijo Matthews.

—Sí, el Neanderthal. Tiene fiebre alta.

—Déjeme que le dé el número de mi móvil —dijo el policía. Leyó una serie de dígitos.

—Lo tengo —dijo Reuben.

—Voy a estar aquí hasta que llegue mi relevo, a las once —dijo Matthews—. El relevo tendrá el mismo teléfono; llame si necesita cualquier cosa.

—Necesito antibióticos para Ponter. Penicilina, eritromicina… unas cuantas cosas.

—¿Tiene correo electrónico en casa? —preguntó Matthews.

—Sí.

—Haga la lista. Envíela a Robert Matthews, con doble «t», a rpmcgrc.gc.ca. ¿Lo tiene?

—Sí —dijo Reuben—. Lo necesitaré tan pronto como sea humanamente posible.

—Lo tendrá ahí esta noche, si son cosas que pueden tener en una farmacia corriente o el St. Joseph's.

—Vamos a necesitar más comida también.

—Les traeremos lo que quieran. Mándeme un mail con una lista de alimentos, artículos de aseo, ropa, lo que necesite.

—Magnífico —dijo Reuben—. Yo debería tomar muestras de sangre de todos nosotros, y enviarlas al St. Joseph's y otros laboratorios.

—Bien.

Acordaron en llamarse mutuamente si las circunstancias cambiaban de algún modo, y Reuben colgó. Mary lo oyó bajar las escaleras.

—¿Bien? —preguntó Louise… revelando que Mary había estado escuchando al mirarlos a ambos.

Reuben resumió la llamada.

—Lo siento —dijo—. Lo siento de veras.

—¿Y los demás? —dijo Mary—. ¿Los otros que estuvieron en contacto con Ponter?

Reuben asintió.

—Le diré al inspector Matthews que los localicen. Probablemente los pondrán en cuarentena en el St. Joseph's en vez de aquí.

Entró en la cocina y regresó con una libreta y un trozo de lápiz que parecía usar para la lista de la compra.

—Muy bien, ¿quién más ha estado expuesto a Ponter?

—Un estudiante graduado que trabajaba conmigo —dijo Louise—. Paul Kiriyama.

—La doctora Mah, naturalmente —dijo Mary—, y… Dios mío, ya está camino de Ottawa. ¡Será mejor que impidamos que se reúna con el primer ministro esta noche!

—También había un puñado de gente del St. Joseph's —dijo Reuben—. Los camilleros de la ambulancia, el doctor Singh, un radiólogo, enfermeras…

Continuaron haciendo la lista.

Ponter seguía tendido en la alfombra de color champaña. Parecía inconsciente; Mary veía subir y bajar su enorme pecho. Tenía la frente inclinada cubierta de sudor, y sus ojos se movían tras los párpados como animales subterráneos en el fondo de madrigueras.

—Muy bien —dijo Reuben—. Creo que están todos. —Miró a Mary, luego a Louise, luego al yaciente Ponter—. Tengo que hacer una lista de los medicamentos que necesito para tratar a Ponter. Si tenemos suerte…

Mary asintió y miró también a Ponter. Si tenemos suerte, pensó, ninguno de nosotros va a morir.

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