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Louise Benoit oyó el sonido de la puerta al abrirse. Alguien entraba en la sala situada sobre la cámara de detección.

—¡Eh! —exclamó, llamando la atención del doctor Montego—. ¡Por aquí!

Reuben Montego, un jamaiquino-canadiense de treinta y tantos años, corrió hacia ellos. Se rapaba la cabeza al cero (gracias a eso era el único en el ONS a quien se le permitía no usar redecilla), pero, como todos tenía que usar casco. El doctor se agachó, giró la muñeca izquierda del hombre herido y…

—¿Qué demonios es esto? —dijo Reuben con su marcado acento.

Louise lo vio también: algo insertado, al parecer, en la piel de la muñeca del hombre; una pantalla rectangular de alta definición y acabado mate de unos ocho centímetros de alto por dos de ancho. Mostraba una hilera de símbolos, los situados más a la izquierda cambiaban una vez por segundo. Seis pequeñas cuentas, cada una de un color distinto, formaban una ristra bajo la pantalla, y algo (tal vez una lente) estaba situado en el borde del aparato más alejado del brazo del hombre.

—¿Una especie de reloj a la moda? —dijo Louise.

Reuben decidió claramente aplazar la solución de ese misterio por el momento; colocó los dedos índice y medio sobre la arteria radial del hombre.

—Tiene buen pulso —anunció. Entonces le dio una leve palmadita en una mejilla al hombre, luego en la otra, intentando conseguir que recuperara el conocimiento—. Vamos —dijo, animándolo—. Vamos. Despierta.

Por fin el hombre se sacudió. Tosió violentamente y escupió más agua por la boca. Entonces abrió los ojos. Sus iris eran de un asombroso marrón dorado; Louise nunca había visto nada parecido. Tardaron un segundo o dos en enfocar y entonces se abrieron de par en par. El hombre parecía absolutamente asombrado de ver a Reuben. Volvió la cabeza y vio a Louise y Paul, y su expresión continuó siendo de asombro. Se movió un poco, como si intentara apartarse de ellos.

—¿Quién es usted? —preguntó Louise.

El hombre la miró, sin expresión.

—¿Quién es usted? —repitió Louise—. ¿Qué estaba intentando hacer?

—Dar —dijo el hombre, elevando su grave voz como si formulara una pregunta.

—Tengo que llevarlo al hospital —dijo Reuben—. Obviamente ha recibido un buen golpe en la cabeza. Tendremos que hacerle radiografías del cráneo.

El hombre contemplaba la cubierta metálica, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—¿Dar barta dulb tinta? —dijo—. ¿Dar hoolb ka tapar? Louise se encogió de hombros.

—¿Ojibwa? —dijo. Había una reserva ojibwa no muy lejos de la mina.

—No —dijo Reuben, negando con la cabeza.

—Monta has palap— ko —dijo el hombre.

—No le comprendemos —le dijo Louise al desconocido—. ¿Habla usted inglés?

Nada.

—Parlez vous francais?

Tampoco nada.

—¿Nihongo ga dekimasu ka? —dijo Paul, y Louise supuso que significaba: «¿Habla usted japonés?»

El hombre los miró alternativamente, con los ojos todavía muy abiertos, pero no respondió.

Reuben se levantó entonces y le tendió una mano al hombre. Éste la contempló durante un segundo, luego la tomó en su propia mano, que era enorme, con los dedos como salchichas y un pulgar extraordinariamente largo. Dejó que el otro lo ayudara a ponerse en pie. Reuben rodeó entonces con un brazo la ancha espalda del hombre, ayudándolo a sostenerse. Pesaba treinta kilos más que Reuben, todos ellos músculo. Paul se situó al otro lado del hombre y usó un brazo para ayudar también a sostener al desconocido. Louise se adelantó a los tres y mantuvo abierta la puerta de la sala de control, que se había cerrado automáticamente después de que Reuben entrara.

Dentro de la sala de control, Louise se puso sus botas de seguridad y un casco, y Paul hizo lo mismo; los cascos tenían lámparas incorporadas y orejeras con las que podían protegerse los oídos en caso necesario. También se pusieron gafas de seguridad. Reuben todavía llevaba su casco. Paul encontró uno encima de una taquilla de metal y se lo ofreció al herido, pero antes de que éste pudiera responder, el doctor lo rechazó.

—No quiero presión alguna en su cráneo hasta que hayamos hecho esas radiografías —dijo—. Muy bien, vamos a llevarlo a la superficie. He pedido una ambulancia cuando venía de camino.

Los cuatro salieron de la sala de control, bajaron por un pasillo y entraron en la zona de llegada a las instalaciones del ONS. En el Observatorio imperaba la higiene: ya tanto daba, pensó Louise abatida. Dejaron atrás la cámara de aspiración, un cubículo parecido a una ducha que limpiaba el polvo y la tierra de los que entraban en el ONS. Luego pasaron junto a una hilera de duchas de verdad: todo el mundo tenía que lavarse antes de entrar en el ONS, pero eso tampoco era necesario para salir. Había un puesto de primeros auxilios allí, y Louise vio que Reuben miraba brevemente la taquilla que indicaba «Camillas». Pero el hombre caminaba bastante bien, así que el médico les indicó que continuaran hacia el ascensor.

Entonces conectaron las luces de sus cascos y se dispusieron a recorrer el kilómetro y cuarto del oscuro túnel de tierra. Las paredes lisas estaban jalonadas de barras de acero y cubiertas con malla de alambre: a esas profundidades, con el peso de dos kilómetros de corteza presionando sobre ellas, las paredes de roca sin reforzar hubiesen estallado en cualquier espacio abierto.

Mientras recorrían el túnel, topándose de vez en cuando con charcos de barro, el hombre empezó a caminar con más soltura. Era evidente que se estaba recuperando de su ordalía.

Paul y el doctor Montego se enzarzaron en una animada discusión sobre cómo podía haber entrado aquel individuo en la cámara sellada. Por su parte, Louise estaba sumida en sus pensamientos sobre el detector de neutrinos destrozado… y lo que eso iba a influir en la financiación de su investigación. El aire les daba en la cara durante todo el camino: ventiladores gigantescos insuflaban constantemente atmósfera de la superficie.

Finalmente, llegaron al ascensor. Reuben había ordenado que dejaran allí estacionada la cabina, en el nivel de seis mil ochocientos pies (la rotulación de la mina era anterior al cambio canadiense al sistema métrico decimal). Todavía les estaba esperando, sin duda para mortificación de los mineros que querían bajar o subir.

Entraron en la cabina y Reuben activó repetidamente el comunicador que permitiría que el operario de la superficie supiera que era el momento de empezar a subir. El ascensor se puso en movimiento. La cabina no tenía luces internas, y Reuben, Louise y Paul habían apagado las lámparas de sus cascos para no cegarse unos a otros con el resplandor. La única iluminación procedía de los destellos de los apliques en los túneles que pasaban cada doscientos pies, visibles a través de la parte delantera descubierta de la cabina. Sumida en la extraña luz parpadeante, Louise veía atisbos intermitentes de los rasgos angulosos y los ojos hundidos del desconocido.

Mientras subían más y más, Louise notó que los oídos le zumbaban varias veces. Pronto pasaron el nivel de los cuatro mil seiscientos pies, el favorito de Louise. Inco cultivaba árboles allí para reforestar proyectos alrededor de Sudbury. La temperatura se mantenía a unos veinte grados constantes; la luz artificial añadida lo convertía en un invernadero fabuloso.

Por la cabeza de Louise pasaron pensamientos desquiciados, extrañas ideas de Expediente X sobre cómo había podido entrar el hombre en la esfera con la trampilla cerrada. Pero se los guardó para sí: si Paul y Reuben tenían ideas similares, se sentían también demasiado cortados para expresarlas en voz alta. Tenía que haber una explicación racional, se dijo Louise. Tenía que haberla.

La cabina continuó su largo ascenso, y el hombre pareció recuperarse. Sus extrañas ropas estaban todavía algo húmedas, aunque el aire que soplaba en los túneles las había secado bastante. Trató de escurrirse la camisa y unas cuantas gotas cayeron sobre el suelo metálico pintado de amarillo de la cabina del ascensor. Entonces usó su enorme mano para apartarse el pelo mojado de la frente y revelar, para sorpresa de Louise (jadeó, aunque el sonido seguramente fue inaudible con los chasquidos de la cabina) un prodigioso arco ciliar sobre cada ojo, como una versión aplastada del logo de McDonald's.

Por fin el ascensor se detuvo con un estremecimiento. Paul, Louise, el doctor Montego y el desconocido desembarcaron, dejando atrás a un pequeño grupo de mineros perplejos e irritados que estaban esperando para bajar. Los cuatro subieron la rampa que conducía a la sala grande donde los trabajadores colgaban cada día su ropa de calle y se ponían el mono. Dos enfermeros de la ambulancia estaban esperando.

—Soy Reuben Montego, el médico de la mina. Este hombre casi se ahoga y ha sufrido un trauma craneal…

Los dos enfermeros y el doctor continuaron discutiendo sobre el estado del hombre mientras lo sacaban del edificio al caluroso día de verano.

Paul y Louise los siguieron, vieron cómo el doctor, el herido y los enfermeros subían a la ambulancia y se perdían por el camino de grava. —¿Y ahora qué? —dijo Paul.

Louise frunció el ceño.

—Tengo que llamar a la doctora Mah —respondió. Bonnie Jean Mah era la directora del ONS. Su despacho estaba en la Universidad de Carleton en Ottawa, a casi quinientos kilómetros de distancia. Rara vez se la veía en el Observatorio: las operaciones del día a día quedaban en manos de los posdoctorados y los estudiantes graduados, como Louise y Paul.

—¿Qué vas a decirle? —preguntó Paul.

Louise miró en dirección a la ambulancia y su increíble pasajero.

—Je ne sais pas —dijo, sacudiendo lentamente la cabeza.

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