22

El dooslarm basadlarm de Adikor Huld continuaba. La adjudicadora Sard seguía sentada en el extremo sur, y Adikor en el centro, con Daklar Bolbay caminando en círculos a su alrededor.

—¿Se ha cometido un crimen de verdad? —preguntó Bolbay, mirando ahora a la adjudicadora Sard—. No se ha encontrado ningún cadáver, y por eso podría argumentarse que éste es simplemente un caso de desaparición, no importa lo improbable que esa circunstancia parezca hoy. Pero hemos registrado la mina con detectores de señales portátiles, ypor eso sabemos que el implante de Ponter no transmite. Si estuviera herido, estaría transmitiendo. Incluso si hubiera muerto por causas naturales, continuaría transmitiendo durante días, usando la energía almacenada, durante días después de que cesaran los propios procesos bioquímicos de Ponter. Nada que no sea una acción violenta puede explicar la desaparición de Ponter y el silencio de su Acompañante.

Adikor sintió un nudo en el estómago. Bolbay tenía razón en su razonamiento: los Acompañantes estaban diseñados a prueba de engaños. Antes de que existieran, la gente a veces desaparecía, y sólo después de muchos meses se los declaraba muertos, a menudo simplemente porque no había una explicación mejor. Pero Lonwis Trob había prometido que sus Acompañantes cambiarían eso, y así había sido. Ya no desaparecía nadie.

Sard estaba obviamente de acuerdo.

—Acepto que la ausencia de cadáver y de transmisiones por parte del Acompañante sugieren una actividad criminal —dijo—. Prosigamos.

—Muy bien dijo Bolbay. Miró brevemente a Adikor, y luego se volvió hacia la adjudicadora—. El asesinato nunca ha sido común. Terminar con la vida de otro, poner un total y completo fin a la existencia de alguien, es atroz más allá de ninguna comparación. Sin embargo, hay casos conocidos, la mayoría, lo reconozco, de antes de la época de los Acompañantes y los registros del archivo de coartadas. Y en casos anteriores, los tribunales pidieron que se demostraran tres cosas para confirmar un cargo de asesinato.

»La primera es la oportunidad para cometer el crimen…, y en este caso Adikor Huld la tuvo, de un modo que no tuvo nadie en este planeta, pues estaba más allá de las capacidades de su Acompañante para transmitir sus acciones.

»La segunda es una técnica, un modo en que el crimen pudiera haberse cometido. Sin cadáver, sólo podemos especular acerca del modo en que se cometió, aunque, como verán más tarde, hay un método probable.

»Y, finalmente, hay que demostrar un motivo, una razón para el crimen, algo que impulsara a alguien a cometer un acto tan horrible y definitivo. Y ésa es una cuestión que me gustaría tratar ahora, adjudicadora.

La vieja hembra asintió.

—Estoy escuchando.

Bolbay se volvió para mirar a Adikor.

—Usted y Ponter Boddit vivían juntos, ¿no es cierto?

Adikor asintió.

—Desde hace seis diezmeses.

—¿Lo amaba?

—Sí. Mucho.

—Pero su mujer-compañera había muerto recientemente.

—Ella era también su mujer-compañera, Daklar Bolbay —dijo Adikor, aprovechando la oportunidad para recalcar el conflicto de intereses de Bolbay.

Pero Bolbay estaba preparada para la ocasión.

—Sí. Klast, mi amada. Ya no vive, y por eso siento un gran pesar. Pero no le echo la culpa a nadie: no hay nadie a quien echar la culpa. La enfermedad se presenta, y los prolongadores de vida hicieron todo lo posible para que sus últimos meses fueran cómodos. Pero para la muerte de Ponter Boddit sí que hay alguien a quien echar la culpa.

—Tenga cuidado, Daklar Bolbay —dijo la adjudicadora Sard—. No ha demostrado que el sabio Boddit esté muerto. Hasta que yo decida eso, puede hablar de esa posibilidad sólo en términos hipotéticos.

Bolbay se volvió hacia Sard y asintió.

—Mis disculpas, adjudicadora —dijo. Se volvió de nuevo hacia Adikor—. Estábamos discutiendo otra muerte, otra sobre la cual no existe ninguna duda: la de Klast, que fue la mujer-compañera de Ponter… y la mía propia. —Bolbay cerró los ojos—. Mi pena es demasiado grande para expresarla, y no la exhibiré ante nadie. Klast hablaba a menudo de él; sé cuánto amaba a Ponter, y cuánto él la amaba a ella. —Bolbay guardó silencio un instante, tal vez para recuperarse—. Sin embargo, a la luz de esta reciente tragedia, debemos plantear otra posibilidad respecto a la desaparición de Ponter. ¿Podría haberse quitado la vida, desesperado por la muerte de Klast? —Miró a Adikor—. ¿Cuál es su opinión, sabio Huld?

—Estaba muy triste por la pérdida, pero la pérdida fue hace ya algún tiempo. Si Ponter hubiera sentido impulsos suicidas, estoy seguro de que yo lo habría sabido.

Bolbay asintió razonablemente.

—No pretendo decir que conocía al sabio Boddit tan bien como usted, sabio Huld, pero comparto su valoración. Con todo, ¿podría haber habido otros motivos para que cometiera suicidio?

Adikor se sorprendió.

—¿Cómo cuáles?

—Bueno, su trabajo… perdóneme, sabio Huld, pero no veo otra forma de expresarlo: su trabajo conjunto era un fracaso. Era inminente una sesión del Consejo Gris en la cual ustedes tendrían que haber discutido sus contribuciones a la sociedad. ¿Podría haber temido tanto que su trabajo fuera cancelado que, bueno, decidió poner fin a su vida?

—No —dijo Adikor, anonadado por la sugerencia—. No, de hecho, si alguien hubiera olido mal ante el Consejo, habría sido yo, no él. Bolbay dejó que este comentario calara, y entonces continuó:

—¿Sería tan amable de profundizar en esa idea?

—Ponter era el teórico —dijo Adikor—. Sus teorías no han sido probadas ni rebatidas, así que todavía había trabajo válido que hacer con respecto a ellas. Pero yo era el ingeniero: yo era quien se suponía que tenía que construir los aparatos experimentales para comprobar las ideas de Ponter. Y fue ese aparato, nuestro prototipo de ordenador cuántico, lo que falló. El Consejo podría haber considerado inadecuada mi contribución, pero desde luego no habrían pensado lo mismo de la de Ponter.

—Entonces la muerte de Ponter no puede haber sido un suicidio —dijo Bolbay.

—Una vez más —intervino Sard—, hablará usted del sabio Boddit como si estuviera vivo, hasta que yo decida lo contrario.

Bolbay inclinó de nuevo la cabeza ante la adjudicadora.

—Una vez más, mis disculpas. —Se volvió hacia Adikor—. Si Ponter quisiera matarse, ¿es justo decir, sabio Huld, que no se habría quitado la vida de un modo que pudiera implicarlo a usted?

—La sugerencia de que él pudiera quitarse la vida es tan improbable… —empezó a decir Adikor.

—Sí, estamos de acuerdo en eso —dijo Bolbay, tranquilamente—, pero, hipotéticamente, si lo hiciera, sin duda no habría elegido hacerlo de un modo que dejara una sospecha de juego sucio, ¿no está usted de acuerdo?

—Sí, estoy de acuerdo.

—Gracias —dijo Bolbay—. Ahora, este asunto que mencionó usted respecto a que su propia contribución tal vez fuera inadecuada… Adikor se agitó en su taburete.

—¿Sí?

—Bueno, yo, naturalmente, no tenía ninguna intención de sacar este tema —dijo Bolbay. A Adikor le pareció captar una vaharada de falsedad en ella—. Pero como lo ha mencionado usted, deberíamos quizás ahondar en esta cuestión… sólo para descartarla, ya me entiende.

Adikor no dijo nada y, al cabo de un instante, Bolbay continuó.

—¿Cómo se sentía, viviendo a sotavento de él? —preguntó amablemente.

—Yo… ¿perdone?

—Bueno, acaba usted de decir que la contribución de Ponter no era probable que fuera puesta en duda, pero la suya sí.

—En el Consejo concreto que se avecina, sí —dijo Adikor—. Pero en general…

—En general —dijo Bolbay, y su voz grave era relamida—, debe usted admitir que su propia contribución era una fracción de la suya. ¿No es cierto?

—¿Está esto relacionado con el caso?

—De hecho, adjudicadora, creo que sí dijo Bolbay.

Sard parecía dudosa, pero asintió para que Bolbay continuara. Así lo hizo.

—Sin duda, sabio Huld, debe usted saber que cuando las generaciones todavía por nacer estudien física y cálculo informático, el nombre de Ponter será mencionado a menudo, mientras que el suyo rara vez lo será, ¿no?

Adikor notó que el pulso se le aceleraba.

—Nunca me he planteado tal cosa.

—Oh, vamos —dijo Bolbay, como si los dos supieran lo contrario—. La disparidad de sus contribuciones era obvia.

—Se lo advierto de nuevo, Daklar Bolbay —dijo la adjudicadora—. No veo ningún motivo para humillar al acusado.

—Estoy simplemente tratando de explorar su estado mental —replicó Bolbay, inclinándose de nuevo. Sin esperar a que Sard respondiera, se volvió hacia Adikor—. Así pues, sabio Huld, díganos: ¿qué se sentía al estar haciendo una contribución menor?

Adikor inspiró profundamente.

—No es asunto mío sopesar nuestro valor relativo.

—Por supuesto que no, pero acerca de la diferencia entre el suyo y el de él no cabe duda —dijo Bolbay, como si Adikor estuviera obsesionado con algún detalle sin importancia, en vez de ver el panorama general—. Es bien sabido que Ponter era el brillante. —Bolbay sonrió solícita—. Así pues, una vez más, díganos por favor qué sentía al saber eso.

—Sentía —dijo Adikor, tratando de mantener un tono pausado-antes de que Ponter desapareciera exactamente lo mismo que hoy. Lo único que ha cambiado es que ahora estoy triste y sin palabras por la pérdida de mi mejor amigo.

Bolbay se había colocado ahora tras él. El taburete era giratorio; Adikor podría haberla seguido mientras andaba, pero decidió no hacerlo.

—¿Su mejor amigo? —dijo Bolbay, como si eso fuera una admisión sorprendente—. ¿Su mejor amigo, dice? ¿Y cómo hizo honor a esa amistad cuando desapareció? Anunciando que eran su software y su equipo, no sus teoremas, lo importante de sus experimentos.

Adikor se quedó boquiabierto.

—Yo… yo no he dicho eso. Le dije a un exhibicionista que sólo haría comentarios sobre el papel del software y el hardware, porque eran mi responsabilidad.

—¡Exactamente! Desde el momento en que él desapareció, quitó usted importancia a las contribuciones de Ponter.

—¡Daklar Bolbay! —exclamó Sard—. Tratará al sabio Huld con el debido respeto.

—¿Respeto? —desdeñó Bolbay—. ¿Cómo el que él mostró a Ponter una vez desaparecido?

A Adikor le daba vueltas la cabeza.

—Podemos acceder a mi archivo de coartadas, o al del exhibicionista —dijo. Señaló a Sard, como si fueran viejos aliados—. La adjudicadora puede oír las palabras exactas que empleé.

Bolbay hizo un ademán, descartando esta sugerencia como si fuera una locura absoluta.

—No importa qué palabras dijera: lo que importa es lo que nos dicen sobre lo que estaba usted sintiendo. Y lo que estaba sintiendo era alivio porque su rival había desaparecido…

—No —dijo Adikor bruscamente.

—Se lo advierto, Daklar Bolbay —dijo Sard, bruscamente.

—Alivio porque ya no seguiría eclipsado por otro —continuó Bolbay.

—¡No! —dijo Adikor, la furia creciendo en su interior.

—Alivio —continuó Bolbay, alzando la voz— porque ahora podría empezar a reclamar como única toda contribución que hubieran hecho en conjunto.

—¡Basta, Bolbay! —ladró Sard, golpeando el brazo de su sillón con la palma de la mano.

—¡Alivio —gritó Bolbay— porque su rival estaba muerto! Adikor se puso en pie y se volvió para enfrentarse a Bolbay. Contrajo los dedos en un puño y echó atrás el brazo.

—¡Sabio Huld! —tronó la voz de la adjudicadora Sard en la sala.

Adikor se detuvo. El corazón se le salía del pecho. Bolbay, advirtió, se había colocado sabiamente a sotavento, de modo que los ventiladores ya no impulsaran sus feromonas hacia él. Miró su propio puño cerrado: un puño que podría haber roto el cráneo de Bolbay de un solo golpe, un puño que podría haberle aplastado el pecho, roto las costillas, reventado el corazón con un buen impacto. Era como si fuese algo ajeno a él, algo que ya no formara parte de su cuerpo. Adikor bajó el brazo, pero todavía había tanta furia en él, tanta indignación, que durante varios latidos fue incapaz de abrir los dedos. Se volvió hacia Sard, implorante.

—Yo… adjudicadora, sin duda comprende… Yo… yo no podría haber… —Negó con la cabeza—. Ha oído lo que me ha dicho. Yo… nadie podría…

Los ojos violeta de la adjudicadora Sard mostraban espanto mientras miraba a Adikor.

—Nunca he visto una exhibición semejante, dentro o fuera de un proceso legal —dijo—. Sabio Huld, ¿qué le ocurre?

Adikor todavía se rebullía por dentro. Bolbay tenía que conocer la historia, por supuesto que sí. Era la mujer-compañera de Klast, y Ponter estaba con Klast incluso en aquellos días. Pero… pero… ¿era por eso por lo que Bolbay lo perseguía con tanta saña? ¿Era ése su motivo? Sin duda debía de saber que Ponter nunca habría querido eso.

Adikor se había sometido a una terapia intensiva para resolver su problema para controlar la cólera. Su querido Ponter había reconocido que era una enfermedad, un desequilibrio químico, y (para crédito de aquel hombre maravilloso) había permanecido junto a Adikor durante todo su tratamiento.

Pero ahora…, ahora Bolbay lo había engañado, lo había provocado, lo había empujado más allá del límite para que todos lo vieran.

—Digna adjudicadora —dijo Adikor, intentando parecer tranquilo. ¿Debería explicarlo? ¿ Podría? Adikor agachó la cabeza—. Pido disculpas por mi estallido.

La voz de Sard todavía temblaba de asombro.

—¿Tiene alguna prueba más que apoye su acusación, Daklar Bolbay?

Bolbay, después de haber conseguido el efecto exacto que quería, se había convertido en la viva imagen de la razón.

—Si se me permite, adjudicadora, hay un pequeño detalle…

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