31

Adikor salió por fin de la sala del Consejo, tras atravesar lenta y tristemente la puerta. Todo aquello era una locura, ¡una locura! Había perdido a Ponter y, como si eso no fuera lo bastante devastador, ahora tendría que enfrentarse a un tribunal pleno. La confianza que pudiera tener en el sistema judicial (una entidad de la que sólo había sido vagamente consciente hasta entonces) había quedado destrozada. ¿Cómo podía una persona inocente y dolida ser acosada de esa forma?

Adikor se encaminó por un largo pasillo de cuyas paredes pendían retratos cuadrados de grandes adjudicadores del pasado, hombres y mujeres que habían desarrollado los principios de la ley moderna. ¿Era esa… esa burla lo que realmente tuvieron en mente? Continuó su camino, sin prestar mucha atención a la gente con la que se encontraba ocasionalmente… hasta que un destello naranja le hizo volverse.

Bolbay, todavía vestida con el color de los acusadores, estaba al fondo del pasillo. Se había entretenido en el edificio del Consejo, tal vez para evitar a los exhibicionistas, y ahora buscaba la salida.

Antes de poder pensárselo, Adikor echó a correr hacia ella, sintiendo el musgo de la alfombra bajo sus pies. Cuando Bolbay salía por la puerta del fondo al sol de la tarde, la alcanzó.

—¡Daklar!

Daklar Bolbay se volvió, sobresaltada.

—¡Adikor! —exclamó, los ojos muy abiertos. Alzó la voz—. ¡Quienquiera que esté monitorizando a Adikor Huld para su escrutinio judicial que preste atención! ¡Ahora se está enfrentando a mí, su acusadora!

Adikor negó lentamente con la cabeza.

—No estoy aquí para hacerte daño.

—He visto que tus hechos no siempre casan con tus intenciones —dijo Bolbay.

—Eso fue hace años —dijo Adikor, empleando la palabra que más enfatizaba la cantidad de tiempo—. Nunca había golpeado a nadie antes y nunca he vuelto a hacerlo desde entonces.

—Pero lo hiciste —dijo Bolbay—. Perdiste el control. Te desataste. Intentaste matar.

—¡No! No, nunca quise hacerle daño a Ponter.

—No está bien que estemos hablando —dijo Bolbay—. Tienes que disculparme.

Se dio la vuelta.

Adikor extendió la mano, agarrando a Bolbay por el hombro.

—¡No, espera!

El rostro de ella mostró pánico mientras se volvía a mirarlo, pero rápidamente cambió de expresión, mirándole significativamente la mano. Adikor la apartó.

—Por favor —dijo—. Por favor, tan sólo dime por qué. ¿Por qué me persigues con tanta… con tanta saña? En todo el tiempo que hace que nos conocemos, nunca te hice ningún mal. Tienes que saber que yo amaba a Ponter, y que él me amaba a mí. Él no querría que me acosaras de esta forma.

—No te hagas el inocente conmigo —dijo Bolbay.

—¡Pero es que soy inocente! ¿Por qué estás haciendo esto?

Ella simplemente negó con la cabeza, se dio media vuelta y se marchó.

—¿Por qué? —preguntó Adikor tras ella—. ¿Por qué?


—Tal vez podamos hablar sobre tu gente —le dijo Mary a Ponter—. Hasta ahora, sólo hemos tenido fósiles de Neanderthal para estudiarlos. Se ha debatido sobre muchas cosas, como, bueno, por ejemplo, para qué sirven vuestros arcos ciliares prominentes.

Ponter parpadeó.

—Protegen mis ojos del sol.

—¿De veras? —dijo Mary—. Supongo que eso tiene sentido. Pero entonces, ¿por qué no los tenemos nosotros? Quiero decir: los Neanderthales evolucionaron en Europa, mis antepasados procedían de África, donde hay mucho más sol.

—Nosotros nos preguntamos lo mismo cuando examinamos los fósiles de los gliksins —dijo Ponter.

—¿De Gliksins?

—El tipo de homínido fósil de mi mundo al que más os parecéis. Los gliksins no tenían el ceño prominente, así que supusimos que eran nocturnos.

Mary sonrió.

—Supongo que gran parte de lo que se deduce a partir de unos huesos es erróneo. Dime, ¿qué pensáis de esto? —Se dio golpecitos con el índice en la barbilla.

Ponter pareció incómodo.

—Ahora sé que no es así, pero…

—¿Sí?

Ponter usó una mano abierta para acariciarse la barba, mostrando su mandíbula sin barbilla.

—Nosotros no tenemos esas proyecciones, así que supusimos…

—¿Qué? —dijo Mary.

—Supusimos que era una protección contra la baba. Tenéis la cavidad bucal tan pequeña, que pensamos que la saliva se os salía constantemente. Además, tenéis el cerebro más pequeño que nosotros y, bueno, los idiotas babean a menudo…

Mary se echó a reír.

—Santo cielo —dijo—. Pero, dime, hablando de mandíbulas, ¿qué le pasó a la tuya?

—Nada —dijo Ponter—. Es igual que era antes.

—Vi las radiografías que te sacaron en el hospital —dijo Mary—. Tu mandíbula muestra una reconstrucción extensa.

—Oh, eso —dijo Ponter, en tono de disculpa—. Me golpearon en la cara hace un par de cientos de meses.

—¿Con qué te golpearon? —preguntó incrédulamente Mary—. ¿Con un ladrillo?

—Con un puño.

Mary se quedó boquiabierta.

—Sabía que los Neanderthales eran fuertes, pero… ¿Un puñetazo hizo eso?

Ponter asintió.

—Tienes suerte de que no te matara —dijo Mary.

—Tuvimos suerte los dos… el golpeado, como podríamos decir, y el golpeador.

—¿Por qué te golpearon?

—Una discusión estúpida —dijo Ponter—. Desde luego, él no debería haberlo hecho, y me pidió muchas disculpas. Decidí no insistir en el asunto. Si lo hubiera hecho, lo habrían juzgado por intento de asesinato.

—¿Podría haberte matado de un solo puñetazo?

—Oh, sí. Yo reaccioné a tiempo y alcé la cabeza: por eso me dio en la mandíbula en vez de en el centro de la cara. Si me hubiera golpeado ahí, podría haberme hundido el cráneo.

—Oh, vaya —dijo Mary.

—Estaba furioso, pero yo lo había provocado. Fue tanto culpa mía como suya.

—¿Podrías… podrías matar a alguien con las manos desnudas? —preguntó Mary.

—Desde luego. Sobre todo si me acercara por detrás. —Ponter entrelazó los dedos, alzó los brazos, e hizo el gesto de descargar con los puños enlazados—. Podría aplastar un cráneo así desde atrás. Desde delante, si descargara un buen puñetazo o una patada en el centro del pecho de alguien, podría aplastarle el corazón.

—Pero… pero… no te ofendas, pero los simios son muy fuertes también, y rara vez se matan entre sí cuando pelean.

—Eso es porque la lucha dentro de un grupo de simios en busca de dominación se basa en el ritual y el instinto, simplemente se abofetean… es sólo una exhibición de conducta. Pero los chimpancés sí que matan a otros chimpancés, aunque suele ser con los dientes. Cerrar los dedos y formar un puño es algo que sólo hacen los humanos.

—Oh… vaya —Mary advirtió que se estaba repitiendo, pero no se le ocurría nada mejor para resumir sus sentimientos—. Aquí los humanos pelean constantemente. Algunos incluso lo hacen por deporte: el boxeo, la lucha libre.

—Locura —dijo Ponter.

—Bueno, estoy de acuerdo, sí. Pero casi nunca se matan entre sí. Quiero decir: es casi imposible que un humano mate a otro con las manos desnudas. Supongo que no somos lo bastante fuertes.

—En mi mundo —dijo Ponter—, golpear es matar. Y por eso nunca nos golpeamos. Porque cualquier violencia puede ser fatal, y no podemos permitirlo.

—Pero a ti te golpearon.

Ponter asintió.

—Sucedió hace mucho tiempo, cuando yo era todavía estudiante en la Academia de Ciencias. Estaba discutiendo como sólo puede hacerlo un joven, como si ganar importara. Noté que la persona con laque discutía se estaba enfureciendo, pero continué con mi argumento. Y él reaccionó de… una manera desafortunada. Pero lo perdoné.

Mary miró a Ponter, imaginándolo volviendo la otra larga y angulosa mejilla hacia la persona que lo había golpeado.


Adikor había hecho que su Acompañante llamara un cubo de viaje para que lo llevara a casa, y ahora estaba sentado en la parte trasera, en el patio, solo, estudiando procedimientos legales. Alguien podría en efecto estar monitorizando las transmisiones de su Acompañante, pero todavía podía usarlo para conectar con el conocimiento acumulado de todo el mundo, transfiriendo los resultados a un bloque de datos para verlos más fácilmente.

Su mujer-compañera, Lurt, había accedido de inmediato a hablar en su defensa delante del tribunal. Pero aunque ella y los demás (se le permitiría llamar a testigos esta vez) podrían defender el carácter de Adikor y la estabilidad de su relación con Ponter, parecía improbable que eso fuera suficiente para convencer a la adjudicadora Sard y sus asociados para que no continuaran con el proceso. Y por eso Adikor había empezado a repasar la historia legal, buscando otros casos de acusación de asesinato sin que hubiera llegado a encontrarse un cadáver, con la esperanza de localizar un juicio previo que pudiera ayudarlo.

El primer caso similar que descubrió databa de la generación 17. El acusado era un hombre llamado Dassta, y se decía que había matado a su mujer-compañera tras irrumpir supuestamente en el Centro. Pero el cadáver de ella no se localizó nunca: desapareció sin más un día. El tribunal declaró que, sin un cadáver, no podía decirse que se había cometido asesinato.

Adikor se entusiasmó con ese descubrimiento… hasta que siguió leyendo la ley.

Ponter y Adikor habían escogido sillones normales: sillones frágiles, de hecho. Era un signo del inquebrantable convencimiento de Ponter de que Adikor estaba curado, de que su temperamento nunca volvería a estallar en violencia física. Pero Adikor se sintió ahora tan frustrado que aplastó el reposabrazos de su sillón con un golpe del puño, haciendo volar astillas de madera. Para que los casos previos tuvieran peso legal, leyó en su bloque de datos, tenían que ser de las últimas diez generaciones; la sociedad siempre avanzaba, decía el Código de Civilización, y lo que la gente había hecho hacía mucho tiempo no tenía relación con la sensibilidad de hoy en día.

Adikor continuó investigando y acabó por encontrar un caso intrigante de la generación 140, sólo ocho generaciones antes de la actual. Un hombre había sido acusado de matar a otro durante una disputa porque el segundo había construido una casa demasiado cerca de la del primero. Pero, una vez más, no se encontró ningún cadáver. En ese caso, también, el tribunal declaró que la falta de cuerpo era suficiente para descartar la acusación. Eso animó a Adikor, aunque…

La generación 140. Era de la época… veamos, entre 1.100 y 980 meses antes: de ochenta y ocho a setenta y ocho años atrás. Pero los Acompañantes habían sido introducidos hacía poco menos de mil meses: las celebraciones para conmemorarlo se avecinaban.

¿Databa el caso de la generación 140 de antes o de después de la introducción de los Acompañantes? Adikor siguió leyendo.

De antes. ¡Cartílagos! Bolbay sin duda alegaría que aquello no era pertinente. Claro, diría, los cadáveres e incluso la gente con vida podía desaparecer fácilmente durante los tiempos oscuros, antes de que el gran Lonwis Trob nos liberara a todos, pero un caso en el que no podía haber habido registro de las actividades del acusado no tenía nada que ver con otro en que el acusado había ideado una situación específicamente para evitar que se registraran.

Adikor investigó un poco más. Por un momento le pareció que podría ser conveniente que hubiera gente especializada en ocuparse de los asuntos legales de otros: eso, parecía, sería una buena contribución. Habría intercambiado alegremente trabajo con alguien familiarizado con este campo y que pudiera realizar aquella investigación por él. Pero no: seguramente era una mala idea. La mera existencia de gente que trabajara en exclusiva en cosas legales sin duda aumentaría el número de demandas y…

De repente, Pabo salió corriendo de la casa, ladrando. Adikor alzó la cabeza y, como siempre esos días, el corazón le dio un vuelco. ¿Podría ser? ¿Podría ser?

Pero no, no lo era. Por supuesto que no. Y sin embargo era alguien a quien Adikor no esperaba ver: la joven Jasmel Ket.

—Día sano —dijo ella, cuando estuvo a diez pasos de distancia.

—Día sano —respondió Adikor, intentando mantener un tono neutral.

Jasmel se sentó en el otro sillón, el que usaba su padre. Pabo conocía bien a Jasmel; la perra había acudido a menudo al Centro cuando Dos se convertían en Uno, y estaba claramente contenta de ver otro rostro familiar. Pabo se frotó el hocico en las piernas de Jasmel, y la muchacha rascó la piel castaño rojiza de la cabeza del animal.

—¿Qué le ha pasado a tu sillón? —preguntó Jasmel.

Adikor apartó la mirada.

—Nada.

Jasmel prefirió evidentemente no insistir. Después de todo, lo que había sucedido era obvio.

—¿Accedió Lurt a hablar en tu favor? —preguntó.

Adikor asintió.

—Bien —dijo Jasmel—. Estoy segura de que hará todo lo que pueda. Guardó silencio un rato, y luego, tras mirar de nuevo la silla rota, añadió:

—Pero…

—Sí dijo Adikor—. Pero…

Jasmel contempló el paisaje. En la distancia deambulaba un mamut, estoico, plácido.

—Ahora que este asunto ha sido transferido a un tribunal pleno, el cubo de coartadas de mi padre ha sido trasladado al ala de los muertos. Daklar se pasó toda la tarde revisando partes, mientras se prepara para presentar su caso contra ti. Es su derecho, naturalmente, como acusadora que habla en defensa de una persona muerta. Pero yo insistí en que me dejara ver también el archivo de coartadas de Ponter. Y os he visto a mi padre y a ti juntos, en los días anteriores a su desaparición.

Volvió a mirar a Adikor.

—Bolbay no puede verlo, pero claro, lleva sola mucho tiempo. Aunque… bueno, ya te dije que había un joven que se interesaba por mí. A pesar de lo que dijiste de que todavía no tengo lazos, sé cómo es el amor… y en mi mente no hay ninguna duda de que amabas verdaderamente a mi padre. Después de verte como él te veía, no puedo creer que le hicieras ningún daño.

—Gracias.

—¿Hay… hay algo que yo pueda hacer para ayudarte a presentarte ante el tribunal?

Adikor negó con la cabeza tristemente.

—No estoy seguro de que haya ya nada que pueda salvarnos, ni a mí ni a mis parientes.

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