18

Adikor y Jasmel regresaron de la mina a casa de Adikor, la casa que había compartido con Ponter. Las costillas de iluminación se encendieron a una orden de Adikor, y Jasmel lo contempló todo con interés.

Era la primera vez que Jasmel visitaba lo que fuera la residencia de su padre; Dos siempre se convertían en Uno con los hombres cuando los hombres acudían al Centro, en vez de las mujeres visitar el Borde.

Jasmel se sintió fascinada y melancólica mientras recorría la casa, mirando la colección de esculturas de Ponter. Sabía que le gustaban los roedores de piedra y, en efecto, solía regalarle tallas de ese tipo cada vez que había un eclipse lunar. Jasmel sabía que a Ponter le gustaban especialmente los roedores hechos de minerales que no eran propios de la zona del animal: su orgullo y alegría, a juzgar por el lugar que ocupaba junto a la plancha wadlak era un castor a la mitad de su tamaño natural, un animal local, moldeado con malaquita importada de Evsoy central.

Mientras continuaba curioseando, el Acompañante de Adikor emitió un sonidito.

—Día sano —le dijo él—. Oh, maravilloso, amor. ¡Magnífica noticia! Espera un latido… —Se volvió hacia Jasmel—. Querrás oír esto: es mi mujer-compañera, Lurt. Ha analizado ese líquido que encontré en el laboratorio de cálculo cuántico después de que desapareciera tu padre.

Adikor sacó una clavija de control de su Acompañante, activando el altavoz externo.

—Jasmel Ket, la hija de Ponter, está conmigo —dijo Adikor—. Adelante.

—Día sano, Jasmel —dijo Lurt.

—También para ti —respondió Jasmel.

—Muy bien —continuó Lurt—. Esto debería sorprenderos. ¿Sabes qué es el líquido que me trajiste?

—Creía que era agua —dijo Adikor—. ¿Lo es?

—Más o menos. En realidad es agua pesada.

Jasmel alzó la ceja.

—¿De veras? —dijo Adikor.

—Sí —contestó Lurt—. Pura agua pesada. Naturalmente, las moléculas de agua pesada se dan en la naturaleza; componen aproximadamente el 0,1% del agua de lluvia normal, por ejemplo. Pero conseguir una concentración como ésta… bueno, no estoy segura de cómo se haría. Supongo que se podría idear una técnica para fraccionar agua natural, basándose en el hecho de que el agua pesada es un diez por ciento más pesada, pero habría que procesar una enorme cantidad de agua para separar la cantidad que dijiste que encontraste. No conozco ninguna instalación capaz de hacer eso, y no se me ocurre ningún motivo de por qué querría nadie hacerlo.

Adikor miró a Jasmel, y luego de nuevo a su muñeca.

—¿No hay ninguna posibilidad de que suceda de modo natural? ¿De que pueda haberse filtrado de las rocas?

—Ninguna posibilidad —dijo la voz de Lurt—. Estaba ligeramente contaminada con lo que al final identifiqué como la solución limpiadora que se usa en los suelos de tu laboratorio; debe de haber quedado un residuo seco que se disolvió en el agua. Pero por lo demás es absolutamente pura. El agua filtrada del suelo contendría minerales disueltos dentro: ésta es fabricada. Por quién, no lo sé, y cómo, no estoy segura… pero desde luego no es algo que sucediera naturalmente.

—Fascinante —dijo Adikor—. ¿Y no había ni rastro del ADN de Ponter?

—No. Había un poco del tuyo: sin duda se te desprendieron algunas células al recoger el agua, pero de nadie más. No había rastros de plasma sanguíneo ni de nada más que pudiera haber surgido de él tampoco.

—Muy bien. ¡Muchas gracias!

—Día sano, querido —dijo la voz de Lurt.

—Día sano —repitió Adikor, y tiró de la clavija de control que ponía fin a la conversación.

—¿Qué es agua pesada? —preguntó Jasmel.

Adikor se lo explicó.

—Debe de ser la clave —concluyó.

—¿Estás diciendo la verdad sobre el origen del agua pesada? —preguntó Jasmel.

—Sí, por supuesto. La recogí del suelo de la cámara de los ordenadores después de que Ponter desapareciera.

—No es venenosa, ¿verdad?

—¿El agua pesada? No veo por qué.

—¿Qué uso se le da?

—Ninguno, que yo sepa.

—¿No hay modo alguno en que el cuerpo de mi padre pudiera haber sido, no sé, convertido de algún modo en agua pesada?

—Lo dudo mucho —dijo Adikor—. Y tampoco hay restos de los elementos químicos que componían su cuerpo. No se desintegró ni entró en combustión espontánea: simplemente desapareció. —Adikor sacudió la cabeza—. Tal vez mañana, en el dooslarm basadlarm, podamos explicarle al adjudicador por qué tenemos que bajar al laboratorio. Hasta entonces, espero que Ponter se encuentre bien, dondequiera que esté.


Después de dejar a Mary Vaughan instalada en el laboratorio de genética de la universidad, Reuben Montego tomó un bocado en un Taco Bell y luego se dirigió al centro de salud St. Joseph's. En el vestíbulo vio a Louise Benoit, la hermosa estudiante francocanadiense de pos-doctorado. Estaba discutiendo con alguien que parecía pertenecer al departamento de seguridad del hospital.

—¡Pero yo le salvé la vida! —la oyó Reuben exclamar—. ¡Sin duda querrá verme!

Reuben se acercó a la joven.

—Hola —dijo—. ¿Cuál es el problema?

La mujer volvió su hermoso rostro hacia él, los ojos marrones se ensancharon de gratitud.

—¡Oh, doctor Montego! —dijo—. Gracias a Dios que está usted aquí. Venía a ver cómo está nuestro amigo, pero no me dejan subir a su planta.

—Soy Reuben Montego —le dijo Reuben al hombre de seguridad, un tipo pelirrojo y musculoso—. Soy el… —Bueno, ¿por qué no?—, el medico de cabecera del señor Ponter. Puede confirmarlo con el doctor Singh.

—Sé quién es usted dijo el hombre de seguridad—. Y, sí, está usted en la lista de admitidos.

—Bueno, esta joven me acompaña. Es verdad que le salvó la vida a Ponter en el Observatorio de Neutrinos de Sudbury.

—Muy bien —dijo el hombre—. Lamento dar la lata, pero tenemos periodistas y curiosos intentando colarse a todas horas y…

En ese momento llegó el doctor Naonihal Singh, con un turbante marrón oscuro.

—¡Doctor Singh! —llamó Reuben.

—Hola —dijo Singh, acercándose y estrechando la mano de Reuben—. Escapando del teléfono, ¿no? El mío ha estado sonando sin parar.

Reuben sonrió.

—El mío también. Parece que todo el mundo quiere saber cosas de nuestro señor Ponter.

—Sabe, me encanta que esté bien —dijo Singh—, pero la verdad es que me gustaría darle de alta. No tenemos suficientes camas en el hospital, gracias a Mike Harris.

Reuben asintió, comprensivo. El cicatero antiguo primer ministro de Ontario había clausurado o fusionado muchos hospitales por toda la provincia.

—Y —continuó Singh—, no está bien que yo lo diga, pero si él pudiera marcharse de aquí, tal vez a mí dejarían de incordiarme los periodistas.

—¿Adónde podríamos llevarlo? —preguntó Reuben.

—Eso no lo sé —repuso Singh—. Pero si está bien, no tiene nada que hacer en un hospital.

Reuben asintió.

—Muy bien, vale. Nos lo llevaremos al salir. ¿Hay algún modo de largarse sin que nos vea la prensa?

—La idea es más bien que la prensa sepa que se ha ido —dijo Singh.

—Sí, sí—contestó Reuben—. Pero nos gustaría llevarlo a algún lugar seguro antes de que se den cuenta.

—Ya veo —dijo Singh—. Sáquelo por el garaje subterráneo. Aparque allí; tome el ascensor de personal hasta la B2, y salga por el pasillo. Mientras Ponter mantenga la cabeza gacha dentro del coche, nadie lo verá marcharse.

—Excelente —dijo Reuben.

—Por favor, lléveselo hoy —dijo Singh.

Reuben asintió.

—Lo haré. —Gracias.

Reuben y Louise se encaminaron escaleras arriba.

—Hola, Ponter —dijo Reuben al entrar en la habitación del hospital. Ponter estaba sentado en la cama. Llevaba la misma ropa con la que lo habían encontrado.

Al principio Reuben pensó que Ponter había estado viendo la televisión, pero luego el doctor advirtió la manera en que tenía levantado el brazo izquierdo, con el ojo de cristal de Hak vuelto hacia la pantalla. Lo más probable era que la Acompañante hubiera estado escuchando más muestras de lenguaje, intentando comprender más palabras por el contexto.

—Hola, Reuben —dijo Hak, presumiblemente de parte de Ponter. Ponter se volvió para mirar a Louise. Reuben advirtió que no reaccionaba como lo habría hecho un varón humano normal; no había ninguna sonrisa de deleite ante la inesperada visita de una hermosa joven.

—Louise —dijo Reuben—. Éste es Ponter.

Louise dio un paso adelante.

—¡Hola, Ponter! Soy Louise Benoit.

—Louise te sacó del agua —dijo Reuben.

Ponter sonrió ahora cálidamente; tal vez allí todos le parecían iguales, pensó Reuben.

—Lou… —dijo la voz de Hak. Ponter se encogió de hombros, como pidiendo disculpas.

—No puede pronunciar la i larga de tu nombre —dijo Reuben. Louise sonrió.

—No importa. Puedes llamarme Lou; muchos de mis amigos lo hacen.

—Lou —repitió Ponter, hablando por sí mismo con su voz grave—. Yo… tu… yo…

Reuben miró a Louise.

—Todavía estamos construyendo su vocabulario. Me temo que no hemos llegado a las amabilidades sociales todavía. Estoy seguro de que está intentando darle las gracias por salvarle la vida.

—No hay de qué —dijo Louise—. Me alegro de que estés bien. Reuben asintió.

—Y hablando de estar bien —dijo—. Ponter, te vas de aquí. La ceja continua de Ponter se alzó sobre su frente.

Sí! —dijo Hak, hablando otra vez por él—. ¿Dónde? ¿Dónde ir? Reuben se rascó un lado de su cabeza afeitada.

—Ésa es una buena pregunta.

—Lejos —dijo Hak—. Lejos.

—¿Quieres ir lejos? —preguntó Reuben—. ¿Por qué?

—El… el… —Hak se calló, pero Ponter movió una mano, cubriendo su gigantesca nariz: tal vez el equivalente Neanderthal de tapársela con dos dedos.

—¿El olor? —dijo Reuben. Asintió y se volvió hacia Louise—. Con una nariz como ésa, no me extraña que tenga un agudo sentido del olfato. Yo mismo odio el olor de los hospitales, y me paso un montón de tiempo en ellos.

Louise miró a Ponter, pero le habló a Reuben.

—¿Sigue sin tener ni idea de dónde procede?

—No.

—Yo creo que de un mundo paralelo —dijo Louise, simplemente.

—¿Qué? —exclamó Reuben—. ¡Oh, vamos!

Louise se encogió de hombros.

—¿De dónde si no podría ser?

—Bueno, ésa es una buena pregunta, pero…

—Y si viene de un mundo paralelo —dijo Louise—, supongamos que ese mundo no tiene motores de combustión interna, ni cualquiera de las otras cosas que contaminan nuestro aire. Si uno tuviera realmente una nariz muy sensible, no desarrollaría jamás tecnologías apestosas.

—Tal vez, pero eso no significa que tenga que proceder de otro universo.

—De cualquier forma —dijo Louise, apartándose el pelo largo y castaño de los ojos—, probablemente quiera alejarse de la civilización. Ir a algún lugar que no huela tan mal.

—Bueno, yo puedo conseguir un permiso en Inco —dijo Reuben—. Lo bueno de ser el jefe del personal médico es que puedes redactar tus propias autorizaciones. Me gustaría seguir trabajando con él.

—Yo tampoco tengo nada que hacer mientras secan las instalaciones del ONS —dijo Louise.

Reuben sintió que su corazón redoblaba. ¡Maldición, seguía siendo un perro de presa! Pero sin duda Louise estaba pensando en ir con ellos por su interés científico en Ponter. En cualquier caso, sería magnífico pasar más tiempo con ella; su acento era increíblemente sexy.

—Me pregunto si las autoridades intentarán retenerlo otra vez —dijo Reuben.

—Sólo ha pasado un día desde que llegó aquí —dijo Louise—, y apuesto a que nadie en Ottawa se lo ha tomado todavía en serio. Es sólo otra historia sensacionalista del tipo de las del National Enquirer. Los agentes federales y los militares no aparecen cada vez que alguien dice que ha visto un OVNI. Estoy segura de que todavía no les ha dado por pensar que esto podría ser una realidad.


Los olores son de verdad horribles, pensó Ponter, mientras miraba a Lou y Reuben. Hacían un contraste absoluto: él con la piel obscura y completamente calvo, y ella con la piel aún más clara que la de Ponter y el pelo castaño tupido que le caía en cascada por debajo de los estrechos hombros.

Ponter todavía estaba asustado y confundido, pero Hak le susurraba palabras tranquilizadoras en los implantes de su oído cada vez que la Acompañante detectaba que los signos vitales de Ponter se agitaban demasiado. Sin la ayuda de Hak, Ponter estaba seguro de que ya se habría vuelto loco.

¡Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo! Sólo el día antes se había despertado en su propia cama con Adikor, le había dado de comer a su perra, había acudido al trabajo…

Y ahora estaba allí, dondequiera que eso pudiera ser. Hak tenía razón: tenía que ser la Tierra. Ponter sospechaba que había otros planetas habitables en las infinitas extensiones del espacio, pero parecía pasar lo mismo allí que en casa, el aire era respirable… ¡respirable, en el sentido en que la cocina de su querido Adikor podía considerarse comestible! Había aromas hediondos, olores gaseosos, olores frutales, olores químicos, olores que ni siquiera podía identificar. Pero, tenía que admitirlo, el aire lo mantenía, y la comida que le habían dado era (¡en su mayor parte!) químicamente compatible con su sistema digestivo.

Así pues: la Tierra. Y seguramente no la Tierra del pasado. Había partes de la Tierra moderna, sobre todo en las regiones ecuatoriales, que estaban poco exploradas, pero, como había señalado Hak, la vegetación que veían era prácticamente igual que en Saldak, lo que significaba que era improbable que estuviera en otro continente, o en el hemisferio sur. Y aunque hacía calor, la mayoría de los árboles que había visto eran de hoja caduca; esto no podía ser una zona ecuatorial.

¿El futuro, entonces? Pero no. Si la humanidad dejara de existir, por algún motivo insondable, no serían los gliksins quienes ocuparan su lugar. Los gliksins se habían extinguido; su resurgimiento era tan improbable como el de los dinosaurios.

Si no era sólo la Tierra, sino de hecho la misma parte de la Tierra de donde había venido el propio Ponter, entonces ¿dónde estaban las vastas nubes de palomas pasajeras? No había visto ninguna desde su llegada. Tal vez, pensó Ponter, los olores nauseabundos las habían espantado.

Pero no.

No.

Eso no era ni el futuro ni el pasado. Era el presente… un mundo paralelo, un mundo donde, increíblemente, a pesar de su innata estupidez, los gliksins no se habían extinguido.


—Ponter —dijo Reuben.

Ponter alzó la cabeza, con una expresión vagamente perdida en el rostro, como si hubiera perdido la concentración.

—¿Sí?

—Ponter, vamos a llevarte a otro lugar. No estoy seguro de dónde. Pero, bueno, para empezar, te sacaremos de aquí. Tú… puedes venir a alojarte conmigo.

Ponter ladeó la cabeza, sin duda escuchando la traducción de Hak. Pareció asombrado un par de veces: presumiblemente Hak no estaba segura de cómo traducir algunas de las palabras que había empleado Reuben.

—Sí —dijo Ponter, por fin—. Sí. Nos vamos de aquí.

Reuben hizo un gesto para que Ponter abriera la marcha.

—Abro puerta —dijo Ponter, hablando por sí mismo, con evidente placer, mientras abría la puerta de la habitación del hospital—. Atravieso puerta —dijo, acompañando las palabras con la acción adecuada.

Esperó a que Louise y Reuben salieran también.

—Cierro puerta —dijo, cerrando la puerta tras ellos. Y sonrió de oreja a oreja, y cuando Ponter sonreía de oreja a oreja, su boca medía casi un palmo de una comisura a otra—. ¡Ponter fuera!

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