33

—¿Qué era eso? —preguntó Ponter.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —exigió saber Mary.

—Un rato.

—¿Por qué no has dicho nada?

—No deseaba molestarte dijo Ponter—. Parecías… concentrada en lo que pasaba en la pantalla.

Bueno, pensó Mary, en cierto modo, ella le había usurpado la habitación: el sofá donde dormía era el que ella ocupaba ahora. Ponter entró por fin en el despachito de Reuben y se acercó al sofá, presumiblemente para sentarse a su lado. Mary se desplazó hasta un extremo, apoyándose contra uno de los reposabrazos tapizados.

—¿Qué era eso? —repitió Ponter.

Mary se encogió levemente de hombros.

—Una ceremonia eclesiástica.

La Acompañante de Ponter pitó.

—Iglesia —dijo Mary—. Un lugar de oración.

Otro pitido.

—Religión. Adorar a Dios.

Hak intervino en este punto, empleando su voz femenina.

—Lo siento, Mare. No conozco el significado de ninguna de esas palabras.

—Dios —repitió Mary—. El ser que creó el universo.

Hubo un momento durante el cual la expresión de Ponter permaneció neutral. Pero entonces, al parecer tras oír la traducción de Hak, sus ojos dorados se abrieron de par en par. Habló en su idioma, y Hak tradujo, usando la voz masculina:

—El universo no tuvo ningún creador. Ha existido siempre. Mary frunció el ceño. Sospechaba que a Louise (si salía alguna vez del sótano) le encantaría explicarle a Ponter la cosmología del Big Bang. Por su parte, Mary simplemente dijo:

—Esa no es nuestra creencia.

Ponter sacudió la cabeza, pero evidentemente estaba dispuesto a no insistir.

—Ese hombre —dijo, indicando el televisor— habló de «vida eterna». ¿Tiene tu especie el secreto de la inmortalidad? Nosotros tenemos especialistas en prolongación de la vida, y llevan mucho tiempo buscando eso, pero…

—No —contestó Mary—. No, no. Está hablando del cielo. —Alzó una mano con la palma hacia afuera, y consiguió evitar el pitido de Hak—. El cielo es el lugar donde supuestamente continuamos existiendo después de la muerte.

—Eso es un oxímoron.

Mary se maravilló de la eficacia de Hak. Ponter había dicho una docena de palabras en su idioma, presumiblemente algo parecido a «eso es una contradicción de términos», pero la Acompañante había advertido que había una forma más sucinta de expresarlo en inglés, aunque no fuera en la lengua del Neanderthal.

—Bueno —respondió Mary—, no todo el mundo en la Tierra… En esta Tierra, quiero decir, cree en la otra vida.

—¿Lo cree la mayoría?

—Bueno… sí, supongo que sí.

—¿Y tú?

Mary frunció el ceño, pensando.

—Sí, supongo que sí.

—¿Basándote en qué evidencia? —preguntó Ponter. El tono de sus palabras en Neanderthal era neutral: no estaba intentando ser despectivo.

—Bueno, dicen que…

Mary se calló. ¿Por qué lo creía? Era científica, una pensadora lógica, racionalista. Pero, naturalmente, su adoctrinamiento religioso había tenido lugar mucho antes de su formación en biología. Finalmente, se encogió de hombros, consciente de que su respuesta no sería convincente.

—Lo dice la Biblia.

Hak pitó.

—La Biblia —repitió Mary—. Las escrituras.

Bliip.

—El libro sagrado.

Bliip.

—Un libro santo de enseñanzas morales. La primera parte es compartida por mi gente, llamados cristianos, y por otra religión importante, los judíos. La segunda parte sólo la siguen los cristianos.

—¿Por qué? —preguntó Ponter—. ¿Qué ocurre en la segunda parte?

—Cuenta la historia de Jesús, el hijo de Dios.

—Ah, sí. Ese hombre habló de él. ¿Así que este… este creador del universo tuvo de algún modo un hijo humano? ¿Era Dios humano, entonces?

—No. No, es incorpóreo: sin cuerpo.

—Entonces, ¿cómo pudo…?

—La madre de Jesús era humana, la Virgen María. —Hizo una pausa—. En cierto modo, me pusieron mi nombre por ella. Ponter sacudió levemente la cabeza.

—Lo siento: Hak ha estado haciendo un trabajo admirable, pero está claro que aquí está fallando. Mi Acompañante interpretó algo que dijiste como referido a alguien que nunca ha tenido una relación sexual.

—Virgen, sí —dijo Mary.

—¿Pero cómo puede una virgen ser también madre? —preguntó Ponter—. Eso es otro…

Y Mary lo oyó pronunciar la misma sarta de palabras que Hak había traducido antes como «oxímoron».

—Jesús fue concebido sin relación previa. Dios más o menos lo plantó en su vientre.

—Y esa otra facción… ¿judíos, dijiste? ¿Rechaza esta historia?

—Sí.

—Parecen… menos crédulos, digamos. —Miró a Mary—. ¿Tú crees eso? ¿Esa historia de Jesús?

—Yo soy cristiana —respondió Mary, confirmándolo tanto para ella como para Ponter—. Una seguidora de Jesús.

—Ya veo —dijo Ponter—. ¿Y también crees en esa existencia después de la muerte?

—Bueno, nosotros creemos que la verdadera esencia de la persona es el alma…

Bliip.

—Una versión incorpórea de la persona, y que el alma viaja a uno de dos destinos después de la muerte, donde la esencia seguirá viviendo. Si la persona ha sido buena, el alma va al cielo… un paraíso, en presencia de Dios. Si la persona ha sido mala, el alma va al infierno…

Bliip.

—Y es torturada…

Bliip.

—Atormentada para siempre.

Ponter guardó silencio un buen rato, y Mary trató de leer sus anchos rasgos.

—Nosotros… —dijo Ponter por fin—. Mi gente… no creemos en otra vida.

—¿Qué creéis que pasa después de la muerte? —preguntó Mary.

—Para la persona que ha muerto, absolutamente nada. Deja de ser, total y completamente. Todo lo que fue desaparece para siempre jamás.

—Eso es muy triste.

—¿Lo es? —preguntó Ponter—. ¿Por qué?

—Porque tenéis que continuar viviendo sin ellos.

—¿Vosotros tenéis contacto con aquellos que habitan en esa otra vida?

—Bueno, no. Yo no. Algunas personas dicen que sí, pero nunca se ha demostrado.

—Que me zurzan —dijo Ponter; Mary se preguntó dónde habría aprendido Hak esa expresión—. Pero si no tenéis acceso a esa otra vida, a ese reino de los muertos, entonces, ¿por qué le dais crédito?

—Nunca he visto ese mundo paralelo de donde vienes —dijo Mary—, y sin embargo creo en él. Y tú ya no puedes verlo… pero sigues creyendo también en él.

Una vez más, Hak sacó la máxima nota.

—Touché —dijo, resumiendo perfectamente una docena de palabras pronunciadas por Ponter.

Pero las revelaciones de Ponter habían intrigado a Mary.

—Nosotros sostenemos que la moralidad proviene de la religión, de la creencia en un bien absoluto y de, bueno, el miedo, supongo, a la condena… a ser enviado al infierno.

—En otras palabras —dijo Ponter—, los humanos de vuestra especie os comportáis bien sólo porque se os amenaza si no lo hacéis. Mary ladeó la cabeza, conviniendo.

—Es la prueba de Pascal —dijo—. Verás, si crees en Dios y él no existe, entonces has perdido muy poco. Pero si no crees, y existe, entonces te arriesgas al tormento eterno. Vistas así las cosas, es prudente ser creyente.

—Ah —dijo Ponter; la interjección era la misma en su lenguaje que en el de Mary, así que no hizo falta ninguna traducción por parte de Hak.

—Pero mira —continuó Mary—, aún no has contestado a mi pregunta sobre la moralidad. Sin un Dios… sin la creencia de que seréis recompensados o castigados tras el final de vuestra vida… ¿qué impulsa la moralidad entre vuestra gente? Me he pasado bastante tiempo contigo ya, Ponter, y sé que eres una buena persona. ¿De dónde procede esa bondad?

—Me comporto como lo hago porque es lo adecuado.

—¿Según qué parámetros?

—Según los parámetros de mi gente.

—¿Pero de dónde proceden esos parámetros?

—De…

Y aquí Ponter abrió mucho los ojos, grandes orbes bajo una ondulada barrera de hueso, como si hubiera tenido una epifanía… en el sentido laico de la palabra, naturalmente.

—¡De nuestra convicción de que no hay vida ninguna después de la muerte! —dijo, triunfante—. Por eso vuestra creencia me preocupa, ahora lo veo. Nuestra valoración es directa y congruente con todos los hechos observados: la vida de una persona termina por completo con la muerte; no hay ninguna posibilidad de reconciliarse con los muertos, de enmendar nada cuando se han ido, y no hay ninguna posibilidad de que, porque hayan llevado una vida moral, estén ahora en el paraíso, olvidados los problemas de esta existencia. —Hizo una pausa, y sus ojos se movieron a derecha e izquierda escrutando el rostro de Mary, buscando al parecer signos de que ella comprendía a dónde quería llegar—. ¿No lo ves? —continuó Ponter—. Si yo le hago daño a alguien… si le digo algo feo o, no sé, quizá le quito algo que le pertenece… según vuestra visión del mundo puedo consolarme con el convencimiento de que, después de muerta, todavía se puede contactar con esa persona: pueden repararse las cosas. Pero según mi visión del mundo, cuando una persona ha muerto… cosa que podría sucedernos en cualquier momento, por accidente o por un ataque al corazón o por cualquier otra causa… entonces tú, que hiciste el mal, debes vivir sabiendo que toda la existencia de esa persona terminó sin que jamás hicieras las paces con ella…

Mary reflexionó sobre esto. Sí, a la mayoría de los esclavistas no les había importado el asunto, pero sin duda algunas personas con conciencia, atrapadas en una sociedad basada en la compra y la venta de seres humanos, debieron de sentir algún remordimiento… pero ¿se habían consolado acaso con la idea de que la gente a la que estaban maltratando sería recompensada por su sufrimiento después de la muerte?

Sí, los líderes nazis eran la esencia del mal, pero ¿cuántos de los miembros de la tropa, al seguir las órdenes para exterminar a los judíos, habían conseguido dormir de noche gracias a la creencia de que los recién fallecidos estaban ahora en el paraíso?

Y no tenía que tratarse de algo de tanta envergadura. Dios era el gran compensador: si te perjudicaban en vida, se te compensaba en la muerte: el principio fundamental que había permitido a los padres enviar a sus hijos a morir en incontables guerras, una tras otra. De hecho, no importaba si le arruinabas la vida a otra persona, porque esa persona bien podía ir al cielo. Oh, tú mismo podías condenarte al infierno, pero nada de lo que le hicieras a nadie era realmente dañino a la larga. Esta existencia era un mero prólogo: la vida eterna estaba todavía por venir.

Y, en efecto, en esa existencia infinita, Dios compensaría todo lo que le hubieran hecho… a ella.

Y aquel hijo de puta, aquel hijo de puta que la había atacado, ardería en el infierno.

No, no importaba si no denunciaba nunca el delito: no había forma de que pudiera escapar a su juicio final.

Pero… pero…

—Pero ¿qué hay de tu mundo? ¿Qué les ocurre allí a los delincuentes?

Bliip.

—La gente que vulnera las leyes —dijo Mary—. La gente que intencionadamente hace daño a los demás.

—Ah —dijo Ponter—. Tenemos pocos problemas con eso ya, tras haber limpiado la mayoría de los genes malos de nuestro poso genético hace generaciones.

—¿Qué? —exclamó Mary.

—Los delitos serios se castigaron con la esterilización no sólo del perpetrador, sino también de cualquiera que compartiese el cincuenta por ciento de su material genético: hermanos y hermanas, padres, hijos. El efecto fue doble. Primero, erradicó esos genes malos de nuestra sociedad y…

—¿Cómo descubre la genética una sociedad sin agricultura? Quiero decir: nosotros lo hicimos a través del cultivo de plantas y la cría de ganado.

—Puede que nosotros no hayamos criado animales o plantas para alimentarnos, pero sí que domesticamos lobos para que nos ayudaran a cazar. Yo tengo una perra llamada Pabo a la que quiero mucho. Los lobos se adaptaban muy bien a la cría controlada: los resultados fueron obvios.

Mary asintió: eso parecía bastante razonable.

—¿Dijiste que la esterilización tuvo un doble efecto sobre vuestra sociedad?

—Oh, sí. Además de eliminar directamente los genes defectuosos, las familias tenían un fuerte incentivo para que ninguno de sus miembros se comportara de un modo demasiado antisocial.

—Supongo que era de esperar.

—Así es —dijo Ponter—. Como genetista, sin duda sabes que la única inmortalidad que realmente existe es genética. La vida es impulsada por genes que quieren asegurarse su propia reproducción, o proteger copias existentes de sí mismos. Así que nuestra justicia apuntó a los genes, no a las personas. Nuestra sociedad está ahora prácticamente libre de delitos porque nuestro sistema judicial apuntó directamente a lo que realmente impulsa toda vida: no al individuo, ni a las circunstancias, sino a los genes. Lo hicimos así, de modo que la mejor estrategia de supervivencia para los genes es obedecer la ley.

—Richard Dawkins lo aprobaría, supongo —dijo Mary—. Pero estabas hablando de esa… práctica de esterilización en pasado. ¿Ha terminado?

—No, pero ahora hay poca necesidad de aplicarla.

—¿Tanto éxito tuvo? ¿Ya nadie comete delitos graves?

—Casi nadie lo hace por desórdenes genéticos. Hay, naturalmente, desórdenes bioquímicos que causan una conducta antisocial, pero ésos se pueden tratar con fármacos. La esterilización sólo se emplea ya raramente.

—Una sociedad sin delitos —dijo Mary, meneando lentamente la cabeza, asombrada—. Eso debe de ser… —Hizo una pausa, preguntándose cuánto quería bajar la guardia. Entonces añadió—: Eso debe de ser fabuloso. —Frunció el entrecejo—. Pero sin duda un montón de delitos quedarán sin resolver. Quiero decir, si no sabéis quién lo cometió, entonces puede quedar sin castigo… o si tenía un desorden bioquímico, no ser tratado.

Ponter parpadeó.

—¿Delitos sin resolver?

—Sí, ya sabes: delitos que la policía —bliip—, o lo que sea que tengáis para hacer cumplir la ley, no pueda averiguar quién los cometió.

—No existen esos delitos.

Mary se enderezó. Como la mayoría de los canadienses, estaba en contra de la pena capital… precisamente porque era posible ejecutar a la persona equivocada. Todos los canadienses vivían con la vergüenza del injusto encarcelamiento de Guy Paul Morin, que había pasado diez años pudriéndose en la cárcel por un asesinato que no cometió; de Donald Marshall Jr., que estuvo encarcelado once años por un crimen que tampoco cometió; de David Milgaard, que pasó veintitrés años encarcelado por una violación con asesinato de la que era inocente. La castración era el menor de los castigos a los que Mary le hubiera gustado ver sometido a su propio violador… pero si, en su búsqueda de venganza, se le aplicaba a la persona equivocada, ¿cómo podría vivir consigo misma? ¿Y qué había del caso de Marshall? No, no eran todos los canadienses los que vivían con esa vergüenza; eran los canadienses blancos. Marshall era un indio mi'kmaq cuyas protestas de inocencia ante un tribunal blanco, al parecer, no fueron creídas simplemente porque era indio.

De todas formas, tal vez estaba pensando ahora más como una atea que como una creyente. Una creyente debería sostener que Milgaard, Morin y Marshall acabarían por recibir su justa recompensa celestial que compensaría lo que hubieran soportado aquí en la Tierra. Después de todo, el propio hijo de Dios había sido ejecutado injustamente, incluso según los parámetros de Roma: Poncio Pilatos no creía que Cristo fuera culpable del crimen del que se le acusaba.

Pero el mundo de Ponter empezaba a parecer peor aún que el juicio de Pilatos: brutales esterilizaciones forzosas con el absoluto convencimiento de que siempre encontrabas el verdadero culpable. Mary reprimió un escalofrío.

—¿Cómo podéis estar seguros de haber castigado a la persona adecuada? Más concretamente, ¿cómo podéis estar seguros de que no habéis castigado a la persona equivocada?

—Por los archivos de coartadas —dijo Ponter, como si eso fuera lo más natural del mundo.

—¿El qué?

Ponter, todavía sentado a su lado en el sofá del despacho de Reuben, alzó el brazo izquierdo y lo giró para mostrar el interior de su muñeca. Los extraños dígitos de la Acompañante parpadearon.

—Los archivos de coartadas —repitió—. Hak transmite constantemente información sobre mi localización, además de imágenes tridimensionales de lo que estoy haciendo exactamente. Naturalmente, ha estado fuera de contacto con el receptor desde que llegué aquí.

Esta vez Mary no contuvo el escalofrío.

—¿Quieres decir que vives en una sociedad totalitaria? ¿Que estás constantemente sometido a vigilancia?

—¿Vigilancia? —dijo Ponter, alzando las cejas—. No, no, no. Nadie está vigilando los datos transmitidos.

Mary parpadeó, confusa.

—Entonces, ¿qué se hace con eso?

—Se registra en mi archivo de coartadas.

—¿Y qué es eso, exactamente?

—Un archivo de memoria informatizado; un bloque de material en cuyas capas cristalinas grabamos registros inalterables.

—Pero si nadie lo controla, ¿para qué sirve?

—¿Estoy usando mal la palabra «coartada»? —dijo Hak, con la voz femenina que utilizaba para hablar por su cuenta—. Tenía entendido que una coartada era la prueba de que una persona estaba en otro lugar cuando se cometía un acto.

—Um, sí —dijo Mary—. Eso es una coartada.

—Bien, pues —continuó Hak—. El archivo de Ponter le proporciona una coartada irrefutable para cualquier crimen del que pudiera ser acusado.

Mary sintió que el estómago se le encogía.

—Dios mío… ¿Ponter recurre a ti para que tú demuestres su inocencia?

Ponter parpadeó, y Hak tradujo sus palabras con la voz masculina.

—¿A quién más debería recurrir?

—Quiero decir que aquí, en la Tierra, una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

Mientras decía esas palabras, Mary se dio cuenta de que había muchos lugares donde eso no era cierto, pero decidió no enmendar su comentario.

—¿Y yo tengo que entender que no tenéis nada comparable a nuestros archivos de coartadas? —preguntó Ponter.

—Eso es. Oh, hay cámaras de seguridad en algunos sitios. Pero no están en todas partes, y casi nadie tiene una en casa.

—Entonces, ¿cómo os aseguráis de si alguien es culpable? Si no hay ningún registro de lo que sucedió en realidad, ¿cómo podéis estar seguros de que vais a ocuparos de la persona adecuada?

—A eso me refería al mencionar los crímenes sin resolver —dijo Mary—. Si no estamos seguros… y a menudo no tenemos ni idea, entonces la persona se libra.

—Eso no parece un sistema mejor —dijo Ponter lentamente.

—Pero nuestra intimidad está protegida. Nadie nos está mirando continuamente por encima del hombro.

—Ni en mi mundo tampoco… al menos, si no eres un… No conozco la palabra. Alguien que lo muestra todo a los otros para que lo vean.

—¿Un exhibicionista? —dijo Mary, alzando sorprendida las cejas.

—Sí. Su contribución es permitir que los demás vean las transmisiones de sus Acompañantes. Tienen implantes ampliados que perciben con mayor resolución y a mayor distancia, y van a diversos lugares interesantes para que los demás puedan ver lo que está sucediendo en ellos.

—Pero sin duda, en teoría, alguien podría comprometer la seguridad de las transmisiones de cualquiera, no sólo las de un exhibicionista.

—¿Por qué querría nadie hacer eso?

—Bueno… um, no sé. ¿Porque puede?

—Yo puedo beber orina —dijo Ponter—, pero nunca he sentido la necesidad de hacerlo.

—Nosotros tenemos personas que consideran un desafío comprometer las medidas de seguridad… sobre todo las relacionadas con los ordenadores.

—Eso difícilmente parece una contribución a la sociedad.

—Tal vez no —dijo Mary—. Pero, mira, ¿y si la persona que es acusada no quiere abrir su… cómo lo llamaste? ¿Su archivo de coartadas?

—¿Por qué no iba a querer?

—Bueno, no lo sé. ¿Por una cuestión de principios?

Ponter parecía perplejo.

—O —dijo Mary— porque lo que estaban haciendo de verdad en el momento del crimen era embarazoso.

Bliip.

—Embarazoso. Ya sabes, algo de lo que sentirse avergonzado. Bliip.

—Quizás un ejemplo me ayudará a entender lo que quieres decir —dijo Ponter.

Mary arrugó los labios, pensando.

—Bueno, um, vale, digamos que yo… digamos que estaba, ya sabes, practicando, um, el sexo con el compañero de otra persona. El hecho de que lo estuviera haciendo podría ser mi coartada, pero no querría que la gente lo supiera.

—¿Por qué no?

—Bueno, porque creemos que el adulterio —bliip— está mal.

—¿Mal? —dijo Ponter, después de que Hak dedujera al parecer el significado de la palabra sin traducir—. ¿Cómo puede ser, a menos que se presente una demanda de falsa paternidad? ¿A quién hace daño eso?

—Bueno, no sé. Quiero decir que nosotros, ah, consideramos que el adulterio es un pecado.

Bliip.

Mary se esperaba aquel pitido, al menos. Si no tenías ninguna religión, ninguna lista de cosas que, aunque no hicieran realmente daño a otra persona siguieran siendo conductas indeseables (uso de drogas, masturbación, adulterio, ver vídeos porno), entonces tal vez no fueras tan fanático en lo concerniente a tu intimidad. La gente insistía en ella porque, al menos en parte, había cosas que hacía y que no deseaba que los demás supieran. Pero en una sociedad permisiva, una sociedad abierta, una sociedad cuyos únicos delitos eran los que tenían víctimas específicas, tal vez no fuese tan gran cosa. Y, por supuesto, Ponter no había demostrado ningún pudor por la desnudez (una idea religiosa, nuevamente) y ningún deseo de aislarse en el cuarto de baño.

Mary sacudió la cabeza. Todas las veces que se había sentido cohibida y avergonzada en su vida, todas las veces en que se había alegrado de que nadie pudiera ver lo que estaba haciendo… ¿eran cosas incómodas simplemente porque se trataba de normas impuestas por la Iglesia? La vergüenza que sintió por dejar a Colm; la vergüenza que le impedía divorciarse; la vergüenza que sentía a la hora de afrontar sus propios impulsos ahora que no tenía ningún hombre en su vida; la vergüenza que sentía a causa del pecado… Ponter no soportaba nada de eso, parecía; mientras no le hiciera daño a nadie, nunca se sentía incómodo de hacer las cosas que le daban placer.

—Supongo que vuestro sistema podría funcionar —dijo Mary, dubitativa.

—Funciona —replicó Ponter—. Y recuerda que para los delitos serios, los que implican ataques a otra persona, suele haber al menos dos registros de coartadas disponibles: el de la víctima y el del perpetrador. La víctima normalmente presenta su archivo como prueba, y la mayor parte del tiempo muestra claramente al perpetrador.

Mary se sentía a la vez fascinada y repelida. Sin embargo…

Aquella noche en York…

Si se hubieran grabado imágenes, ¿podría habérselas mostrado a nadie?

Sí, se dijo con firmeza. Sí. Ella no había hecho nada malo, nada de lo que avergonzarse. Ella era la víctima inocente. Todos los folletos que Keisha le había dado en el centro de crisis por violación lo decían, y ella de verdad intentaba creerlo.

Pero… pero aun en el caso de que hubiese un registro de lo que ella había visto, ¿podría haber sido utilizado para capturar al monstruo? Llevaba pasamontañas: no le había visto en ningún momento la cara, aunque un millar de rostros distintos habían acosado sus sueños desde entonces. ¿A quién habría acusado? ¿De quién habría sido el archivo de coartadas que hubiesen ordenado abrir los tribunales? Mary no tenía ni idea de por dónde empezar, ni de quién sospechar.

Sintió el estómago revuelto. Tal vez ése era el verdadero problema, la situación que el pueblo de Ponter había evitado: tener demasiados sospechosos, demasiada población, demasiado anonimato, demasiada saña y agresividad en los… hombres, pensó. Hombres. Todos los académicos de su generación procuraban utilizar un lenguaje neutro en lo concerniente a los géneros. Pero los crímenes de naturaleza violenta eran de manera abrumadora obra de varones.

Y, sin embargo, ella se había pasado la vida rodeada de hombres buenos y decentes. Su padre; sus dos hermanos; tantos colegas que le habían ofrecido su apoyo; el padre Caldicott, y el padre Belfontaine antes que él; muchos buenos amigos; un puñado de amantes.

¿Qué proporción de hombres constituía realmente el problema? ¿Cuántos eran violentos, coléricos, incapaces de controlar sus emociones, incapaces de refrenar sus impulsos? ¿Era un grupo tan grande que no podría haber sido «limpiado» (era la palabra que había empleado Ponter, una palabra positiva, una palabra esperanzada) del poso genético hacía generaciones?

No importaba lo grande o pequeña que fuera la población de varones violentos, pensó Mary, había demasiados. Una sola bestia ya sería demasiado y…

Y allí estaba ella, pensando como el pueblo de Ponter. En efecto, al poso genético le vendría bien una buena limpieza, una purga terapéutica.

Sí, sin duda.

Загрузка...