43

Adikor Huld contempló el robot minero que le había proporcionado Dern. Era un aparato de aspecto penoso: apenas un conjunto de marchas y poleas y pinzas mecánicas, que se parecía vagamente a un pino grueso sin agujas. El robot había soportado algún tipo de incendio; se había producido uno en la mina hacía unos cuatro meses, recordó Adikor. Algunos de los componentes del robot se habían fundido, otras partes de metal estaban bastante dañadas y todo el aparato tenía un aspecto ennegrecido y sucio de hollín. Dern había dicho que esa unidad iba a ser enviada a los patios de reciclaje, de todas formas, así que a nadie le importaría si se perdía.

Pero era difícil determinar cómo controlar al robot. Aunque había robots con inteligencia artificial, eran muy caros. Éste no tenía la inteligencia para hacer por su cuenta lo que era necesario hacer: tendría que ser manejado por control remoto. No podían usar señales de radio, pues interferirían en los registros cuánticos, estropeando el intento de reproducir el experimento. Dern, finalmente, decidió tender un cable de fibra óptica desde el torso del robot hasta una pequeña caja de control, que colocó en una consola de la sala de control de cálculo cuántico. Usó dos barras gemelas para mover las manos del robot y que el aparato apretara la parte superior del registro 69, como había hecho originalmente Ponter.

Adikor miró a Dern.

—¿Todo listo?

Dern asintió.

Miró a Jasmel, que también estaba presente.

—¿Preparada?

—Sí.

—Diez —dijo Adikor, de pie junto a su unidad de control; gritó la cuenta atrás como había hecho la primera vez, aunque no había nadie en la sala de cálculo para oírlo.

—Nueve.

Deseaba desesperadamente que aquello funcionara… por el bien de Ponter, y por el suyo propio.

—Ocho. Siete. Seis.

Miró a Dern.

—Cinco. Cuatro. Tres.

Sonrió a Jasmel para darle ánimos.

—Dos. Uno. Cero.

—¡Eh! —gritó Dern. Su caja de control cayó de la mesa y chocó contra el suelo, por donde se deslizó mientras el cable de fibra óptica que surgía de su parte trasera se tensaba.

Adikor sintió un gran viento arremolinarse, pero sus oídos no zumbaron; no hubo ningún cambio significativo en la presión. Fue como si el aire simplemente se intercambiara…

La boca de Jasmel formó las palabras «no puedo creerlo», pero el sonido que pudiera estar haciendo quedó ahogado por el viento.

Dern, tras echar a correr, había impedido que la consola siguiera alejándose al detener el cable con el pie derecho. Adikor corrió a la ventana para asomarse a la sala de cálculo.

El robot había desaparecido, pero…

Pero el cable seguía tenso, a media brazada de altura sobre el suelo, extendiéndose desde la puerta abierta de la sala de control hasta tres cuartas partes del camino de la instalación informática, hasta que…

Hasta que desaparecía, en el aire, como si atravesara un agujero invisible en una pared invisible, junto a la columna de registro número 69.

Adikor miró a Dern. Dern miró a Jasmel. Jasmel miró a Adikor. Corrieron al monitor, que tenía que estar mostrando lo que estuviese viendo el ojo de la cámara del robot, pero sólo era un cuadrado negro y vacío.

—El robot ha sido destruido —dijo Jasmel—. Igual que mi padre.

—Tal vez —contestó Dern—. O tal vez las señales de vídeo no pueden atravesar eso… sea lo que sea.

—O tal vez haya salido a una habitación completamente obscura —dijo Adikor.

—Bueno… ¿qué suponéis que debemos hacer? —preguntó Jasmel.

Dern encogió levemente sus hombros redondos.

—Tiremos de él, para ver si algo sobrevive… al pasar —dijo Adikor.

Se dirigió a la sala de cálculo y agarró suavemente el cable, que desaparecía a unos pocos pasos en la nada, a la altura de la cintura. Añadió la otra mano y empezó a tirar con suavidad.

Jasmel se situó tras él, y empezó a tirar también.

El cable volvía fácilmente, pero quedó claro, para Adikor al menos, que había un peso colgando del otro extremo, como si, en algún lugar al otro lado del agujero, el robot colgara sobre un precipicio.

—¿Qué fuerza tienen los conectores del otro lado del cable? —preguntó Adikor, dirigiendo una mirada a Dern, quien, ahora que ya no tenía que sostener su caja de control, había salido también a la sala de cálculo.

—Son enchufes bedonk estándar.

—¿Se soltarán?

—Si tiras con mucha fuerza. Son como pequeños clips que se enganchan en el conector del cable para mantenerlo en su sitio. Adikor y Jasmel continuaron tirando con suavidad.

—¿Y enganchaste los clips?

—Yo… no estoy seguro —dijo Dern—. Tal vez. Estuve enganchando y desenganchando el cable un rato mientras preparaba el robot…

Adikor y Jasmel ya habían tirado de unas tres brazadas de cable y…

—¡Mira! —dijo Jasmel.

La forma cuadrada del robot emergía a través… bueno, no podían decir a través de qué. Pero la base de la máquina era ahora visible, como si de algún modo atravesara un agujero en mitad del aire que encajara exactamente con el torso del robot.

Dern salió corriendo a la cámara de cálculo, los extremos sueltos de sus pantalones dando fuertes golpes contra el pulido suelo de roca. Extendió la mano y agarró uno de los brazos giratorios del robot, que ahora sobresalían parcialmente del aire. Llegó justo a tiempo, porque el conector del cable se soltó, y Adikor y Jasmel cayeron de espaldas, él sobre ella. Rápidamente se pusieron en pie y vieron a Dern, que acababa de traer al robot de… la frase acudió de nuevo a la mente de Adikor: del otro lado.

Adikor y Jasmel corrieron a reunirse con Dern, que ahora estaba sentado en el suelo, con el robot, volcado, a su lado. No parecía más dañado que antes de atravesar. Pero Dern se estaba mirando la mano izquierda, con una expresión de desconcierto en la cara.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Adikor.

—Mi mano…

—¿Qué le pasa? ¿Está rota?

Dern alzó la cabeza.

—No, está bien. Pero… pero cuando he agarrado el robot… cuando el cable se ha soltado, y el robot ha caído hacia atrás, mi mano ha atravesado… He visto la mitad desaparecer a través de… a través de lo que sea.

Jasmel tomó la mano de Dern y la miró.

—Parece estar bien. ¿Qué has sentido?

—No he sentido nada. Pero parecía cortada, justo en la base de los dedos, y el borde era absolutamente recto y liso, pero no había hemorragia, y el borde ha arrastrado mis dedos cuando he apartado la mano.

Jasmel se estremeció.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Adikor.

Dern asintió.

Adikor dio medio paso adelante, hacia el lugar donde estaba la abertura. Extendió lentamente el brazo derecho y lo movió adelante y atrás. La puerta parecía haberse cerrado.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Jasmel.

—Bueno, no sé —dijo Adikor—. ¿Podríamos ponerle una linterna al robot?

—Claro —dijo Dern—. Podríamos usar un protector de cabeza. ¿Tenéis repuestos?

—En un estante del comedor.

Dern asintió, y luego alzó la mano y la giró, palma arriba, palma abajo, como si nunca se la hubiera visto antes.

—Ha sido increíble —dijo en voz baja. Luego, sacudiendo ligeramente la cabeza para librarse de su propio ensimismamiento, se marchó por la linterna.

—Sabes lo que sucedió, naturalmente —dijo Jasmel mientras esperaban a que regresara Dern—. Mi padre atravesó eso, sea lo que sea. Por eso no hay ningún rastro de su cuerpo.

—Pero el otro lado no está a ras de suelo —dijo Adikor—. Debe de haberse caído y…

Jasmel alzó la ceja.

—Y tal vez se rompió el cuello. Lo cual… lo cual significa que lo que podríamos ver en el otro lado es…

Adikor asintió.

—Es su cadáver. Ya lo he pensado, lamento decirlo… pero, la verdad es que esperaba verlo ahogado en un tanque de agua pesada.

Reflexionó un momento sobre eso, y luego se acercó al robot, que estaba completamente seco.

—Había una reserva de agua pesada en el otro lado cuando Ponter atravesó y… ¡cartílagos!

—¿Qué?

—Tenemos que haber conectado con un universo diferente, no al que fue Ponter.

El labio inferior de Jasmel tembló.

Adikor puso derecho al robot. Comprobó el cable conector, pero por lo que podía ver, se encontraba en buen estado. Jasmel, mientras tanto, se había apartado, caminando despacio, la cabeza gacha, a recoger el extremo suelto del cable de fibra óptica; se lo trajo a Adikor, que lo puso en su sitio. Luego ajustó las dos abrazaderas que encajaban en los huecos del borde del conector, ayudando a mantenerlo en su sitio.

Dern regresó entonces con dos linternas eléctricas y las pilas esféricas que les suministraban energía. También traía un rollo de cinta adhesiva, que utilizó para sujetar con fuerza las linternas a cada lado del ojo de la cámara del robot.

Volvieron a colocar al robot exactamente en la misma posición que antes, junto al registro 69, y los tres regresaron a la sala de control. Adikor amontonó algunas cajas de equipo y se subió a ellas para poder manejar simultáneamente la consola y mirar por encima del hombro la sala de cálculo.

Fue marcando una vez más la cuenta atrás.

—Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

Esta vez, Adikor lo vio todo. El portal se abrió como si fuera un aro de fuego azul. Oyó el aire revolotear de nuevo, y el robot, que parecía estar justo en el borde de un precipicio, dio un vuelco y desapareció. El cable de control se tensó, y el aro azul se contrajo alrededor de su perímetro y luego desapareció.

Los tres se volvieron al unísono hacia el monitor de vídeo. Al principio pareció de nuevo que no había ninguna señal, pero luego los rayos de luz parecieron captar algo (cristal o plástico) y vieron brevemente un reflejo. Pero eso fue todo: el espacio donde colgaba el robot debía de ser enorme.

La luz les mostró algo más (¿tubos metálicos que se entrecruzaban?), mientras el robot oscilaba a un lado y a otro como un péndulo. Y entonces, de pronto, hubo iluminación en todas partes, como si…

—Alguien debe de haber encendido las luces —dijo Jasmel. Ahora quedó claro que el robot estaba girando, colgado del extremo de su cable. Vieron un atisbo de paredes rocosas, y más paredes rocosas, y…

—¿Qué es eso? —exclamó Jasmel.

Sólo lo vieron un instante: una especie de escalerilla apoyada contra el lado curvo de una enorme cámara y, bajando por la escalerilla, una figura delgada vestida con una especie de ropa azul.

El robot continuó rotando y vieron que en el suelo había un gran entramado geodésico, con cosas como flores metálicas en sus intersecciones.

—Nunca he visto nada parecido —dijo Dern.

—Es precioso —comentó Jasmel.

Adikor contuvo la respiración. La visión seguía girando; mostró de nuevo la escalerilla, dos figuras más bajando por ella, y entonces, para su desesperación, las figuras desaparecieron cuando el robot siguió girando.

Su rotación ofreció dos atisbos más de figuras que vestían trajes sueltos azules, con caparazones amarillo vivo en la cabeza. Eran de hombros demasiado estrechos para ser hombres; Adikor pensó que tal vez fuesen mujeres, aunque eran delgadas incluso para ser mujeres. Pero sus caras, vistas tan brevemente, parecían carentes de vello y…

Y la imagen se sacudió de repente, y luego se aquietó, y el robot dejó de girar. Una mano apareció desde un lado, dominando brevemente el campo de visión de la cámara, una mano extraña y de aspecto débil con un pulgar corto y una especie de círculo de metal en un dedo. La mano había agarrado al robot, sujetándolo. Dern manejaba frenéticamente su caja de control, moviendo la cámara lo más rápido posible, y vieron bien por primera vez al ser que ahora extendía la mano y agarraba al robot colgante.

Dern jadeó. Adikor sintió un nudo en el estómago. La criatura era horrible, deforme, con una mandíbula inferior que sobresalía como si el hueso interior estuviera incrustado de bultos.

El repulsivo ser seguía sujetando el robot, tratando de bajarlo al suelo; los cables parecían estar a una distancia de medio cuerpo por encima del suelo de la enorme sala.

Cuando la cámara del robot se ladeó, Adikor vio que había una abertura al pie de la esfera geodésica, como si parte de ella hubiera sido desmontada. En el suelo de la sala había gigantescas piezas curvas de cristal o plástico transparentes apiladas unas encima de otras; seguramente lo que iluminaron al principio las linternas del robot. Esas piezas curvas de cristal parecían haber formado antes parte de una enorme esfera.

Ahora pudieron ver de manera intermitente a tres de los mismos seres, todos igualmente deformes. Dos de ellos carecían también de vello facial. Uno señalaba directamente al robot: su brazo parecía un palo.

Jasmel se llevó las manos a las caderas y sacudió lentamente la cabeza.

—¿Qué son? —Adikor movió la cabeza, asombrado.

—Son una especie de primates —dijo Jasmel.

—No son chimpancés ni bonobos —dijo Dern.

—No —respondió Adikor—, aunque son muy flacuchos. Pero casi carecen de pelo. Se parecen más a nosotros que a los simios.

—Lástima que lleven esas extrañas cosas en la cabeza —dijo Dern—. Me pregunto para qué son.

—¿Para protección? —sugirió Adikor.

—Si es así, no son muy eficaces —respondió Dern—. Si algo les cae en la cabeza, su cuello, no sus hombros, soportará todo el peso.

—No hay ni rastro de mi padre —dijo Jasmel, apenada.

Los tres guardaron silencio un momento. Entonces Jasmel volvió a hablar.

—¿Sabéis qué parecen? Parecen humanos primitivos… como esos fósiles que se ven en las cuevas galdarab.

Adikor retrocedió un par de pasos, literalmente conmocionado por la idea. Encontró una silla, la hizo girar sobre su base y se sentó.

—Gente de Gliksin —dijo, recordando el término. Gliksin era la región donde se habían encontrado por primera vez aquellos fósiles de los únicos primates conocidos sin arco ciliar y con aquellas ridículas protuberancias en la mandíbula inferior.

¿Podría su experimento haber atravesado fronteras de mundos, accediendo a universos que se habían separado mucho antes de la creación del ordenador cuántico? No, no. Adikor sacudió la cabeza. Era demasiado, una locura. Después de todo, los gliksins se habían extinguido… bueno, la cifra de medio millón de meses apareció en su cabeza, pero no estaba seguro de si era correcta. Adikor se pasó el borde de la mano una y otra vez por encima del arco ciliar. El único sonido era el zumbido del equipo purificador de aire; los únicos olores, su propio sudor y feromonas.

—Esto es bestial —dijo Dern en voz baja—. Es descomunal. Adikor asintió lentamente.

—Otra versión de la Tierra. Otra versión de la humanidad.

—¡Está hablando! —exclamó Jasmel, señalando a una de las figuras visibles en la pantalla—. ¡Subid el sonido!

Dern tendió la mano hacia un control.

—Habla —dijo Adikor, sacudiendo asombrado la cabeza—. Había leído que los gliksins eran incapaces de hablar, debido a su lengua demasiado corta.

Escucharon al ser hablar, aunque las palabras no tenían ningún sentido.

—Resulta muy extraño —dijo Jasmel—. No se parece a nada que yo haya oído antes.

El gliksin situado en primer plano había dejado de tirar del robot, pues evidentemente se había dado cuenta de que no había más cable del que tirar. Se apartó, y otros gliksins se asomaron a echar un vistazo. Adikor tardó un instante en darse cuenta de que había machos y hembras; ambos tenían los rostros lampiños, aunque unos pocos hombres lucían barbas. Las hembras parecían más pequeñas por regla general, pero, a unas cuantas al menos, se les notaban perfectamente los pechos bajo la ropa.

Jasmel se asomó a la sala de cálculo.

—El portal parece que permanece abierto sin problemas —dijo—. Me pregunto cuánto tiempo podrá mantenerse.

Adikor se estaba preguntando lo mismo. La prueba, la evidencia que lo salvaría a él, y a su hijo Dab, y a su hermana Kelon, estaba allí mismo: ¡Un mundo alternativo! Pero Daklar Bolbay sin duda diría que las imágenes, al estar grabadas en vídeo, eran falsas, sofisticadas imágenes generadas por ordenador. Después de todo, diría, Adikor tenía acceso a los ordenadores más potentes del planeta.

Pero si el robot podía traer algo… cualquier cosa. Un objeto manufacturado tal vez, o…

Distintas zonas de la cámara fueron visibles por partes a medida que la gente se movía y revelaba lo que tenía detrás. Era una caverna en forma de tonel, tal vez de unas quince veces la altura de una persona, abierta directamente en la roca.

—Desde luego, son variados, ¿no? —dijo Jasmel—. Parece que tienen diversos tonos de piel… ¡y mirad a esa hembra de allí! Tiene el pelo naranja… ¡igual que un orangután!

—Uno de ellos se marcha corriendo —señaló Dern.

—Así es —dijo Adikor—. Me pregunto adónde va.


—¡Ponter! ¡Ponter!

Ponter Boddit alzó la cabeza. Estaba sentado en una mesa del comedor de la universidad, con dos personas del departamento de física que le ayudaban mientras comían a elaborar un itinerario por las instalaciones de ciencias físicas de todo el mundo, incluidos el CERN, el Observatorio Vaticano, Fermilab y el Super Kamiokande de Japón, el otro principal detector de neutrinos del mundo que recientemente había sufrido daños en un accidente. Un centenar de estudiantes de verano contemplaban al Neanderthal desde cerca, fascinados.

—¡Ponter! —gritó de nuevo Mary Vaughan, con la voz entrecortada. Casi se desplomó contra la mesa cuando llegó hasta ella—. ¡Ven rápido!

Ponter se dispuso a levantarse. Lo mismo hicieron los otros dos físicos.

—¿Qué ocurre? —preguntó uno de ellos.

Mary ignoró al hombre.

—¡Corre! —le jadeó a Ponter—. ¡Corre!

Ponter empezó a correr. Mary le agarró la mano y corrió también. Todavía jadeaba en busca de aire: había venido corriendo desde el laboratorio de genética, en el edificio de Ciencia Uno, donde había recibido la llamada del ONS.

—¿Qué está pasando? —preguntó Ponter.

—¡Un portal! Ha llegado un aparato… una especie de robot. ¡Y el portal sigue abierto!

—¿Dónde?

—En el observatorio de neutrinos.

Mary se llevó la mano al pecho, que subía y bajaba rápidamente. Sabía que Ponter podía dejarla atrás fácilmente. Todavía corriendo, consiguió abrir su bolso y sacó las llaves del coche y se las ofreció.

Ponter negó ligeramente con la cabeza. Durante un segundo, Mary pensó que estaba diciendo: no sin ti. Pero sin duda era más que eso: Ponter Boddit nunca había conducido un coche. Siguieron corriendo, Mary intentando mantener su ritmo, pero sus zancadas eran más largas y acababa de empezar a correr y…

Él la miró. Estaba claro que también se daba cuenta del dilema: no tenía sentido dejar atrás a Mary en el aparcamiento, ya que no podía hacer nada hasta que ella llegara.

—¿Puedo? —dijo Ponter.

Mary no tenía ni idea de qué quería decir, pero asintió. El extendió sus enormes brazos y la levantó del suelo. Mary cerró los suyos alrededor del grueso cuello y Ponter empezó a correr, sus piernas golpeando como pistones el enlosado. Mary podía sentir sus músculos hincharse mientras corría. Los estudiantes y profesores se detenían a ver pasar aquel espectáculo.

Llegaron al callejón de los bolos y Ponter corrió entonces con todas sus fuerzas, el sonido de sus pisadas tronando en el pasillo de cristal. Más y más lejos, dejando atrás el kiosco, los Tim Hortons y…

Un estudiante entraba por la puerta. Se quedó boquiabierto, pero mantuvo abierta la puerta de cristal para que Ponter y Mary pasaran mientras salían a la luz del día.

Mary miraba hacia atrás y vio cómo se levantaba el césped tras la estela de Ponter. Se agarró con más fuerza, sujetándose. Ponter conocía su coche bien, no tuvo dificultad para localizar el Neon rojo en el diminuto aparcamiento: una de las ventajas de una universidad pequeña. Siguió corriendo y Mary oyó y sintió el cambio de terreno cuando pasó de la hierba al asfalto del aparcamiento.

Una docena de metros más allá, redujo el ritmo y bajó a Mary. Ella estaba mareada por la salvaje carrera, pero consiguió recuperarse rápidamente para cubrir la corta distancia que los separaba del coche. Como tenía en la mano la llave electrónica, abrió las puertas a distancia.

Mary ocupó el asiento de conductor y Ponter el del acompañante. Ella metió la llave en el encendido, pisó a fondo y se pusieron en marcha, dejando atrás la universidad. Pronto salieron de Sudbury y se dirigieron hacia la mina Creighton. Mary no solía conducir rápido (no había muchas ocasiones de hacerlo en las calles de Toronto), pero alcanzó los ciento setenta kilómetros por hora en carretera.

Finalmente, llegaron a la mina, dejaron atrás el gran cartel de Inco, atravesaron la verja de seguridad y recorrieron dando tumbos los serpenteantes caminos que llevaban al gran edificio que albergaba el ascensor que conducía a la mina. Mary detuvo el coche, levantando una lluvia de grava, y Ponter y ella salieron deprisa.

Ahora ya no había ninguna necesidad de que Ponter esperase a Mary, y el tiempo seguía siendo esencial. Quién sabía cuánto tiempo permanecería el portal abierto; de hecho, quién sabía si estaría abierto todavía. Ponter la miró, y luego se lanzó hacia delante y la envolvió en un abrazo.

—Gracias —dijo—. Gracias por todo.

Mary le devolvió con fuerza el abrazo. Con fuerza para ella, tanta como pudo, pero presumiblemente apenas nada para lo que podría haber hecho una mujer Neanderthal.

Y entonces lo soltó.

Y él echó a correr hacia el edificio del ascensor.

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