34

Adikor Huld yacía en su cama, mullida, en el suelo, contemplando el reloj montado en el techo. El sol llevaba fuera varios diadécimos ya, pero no encontraba ningún motivo para levantarse.

¿Qué había pasado ese día, allá en el laboratorio de cálculo cuántico? ¿Qué había salido mal?

Ponter no se había evaporado; no lo habían consumido las llamas; no había explotado. Todas aquellas cosas habrían dejado huellas abundantes.

No, sin duda, Ponter había sido transferido a otro universo… pero…

Pero eso le sonaba ridículo incluso a él: comprendía lo escandaloso que debía de haberle parecido a la adjudicadora Sard. Y sin embargo, ¿qué otra explicación había?

Ponter había desaparecido.

Y una inmensa cantidad de agua pesada había aparecido en su lugar.

Presumiblemente, pensó Adikor, había sido un intercambio equilibrado: masas idénticas pero volúmenes radicalmente diferentes. Después de todo, no había sido sólo Ponter lo que había desaparecido; Adikor había oído el aire saliendo de la cámara de cálculo cuántico, como si también hubiera sido absorbido a otro lugar. Pero incluso una habitación llena de aire tenía poca masa, mientras que el agua en estado líquido (incluso el agua pesada líquida) se encontraba en el estado de más densidad de esa sustancia, más incluso que el sólido cuando estaba congelada.

Así pues, un gran volumen de aire y un hombre habían desaparecido de ese universo, y una masa idéntica, pero de volumen mucho más pequeño, de agua pesada había venido a reemplazarlos desde… desde el otro lado. Ése era el planteamiento que no abandonaba la mente de Adikor.

Pero…

Pero entonces eso significaba que había agua pesada en el mismo emplazamiento en el otro universo. Y el agua pesada pura no se producía de modo natural.

Lo cual significaba que… el portal, otra palabra que se le ocurrió de pronto, tenía que haberse abierto en un tanque de almacenamiento de agua pesada. Y si el agua pesada había sido transferida desde allí hasta aquí, entonces Ponter había sido transferido de aquí hasta allí, lo que quería decir…

Lo que quería decir que probablemente se habría ahogado.

Las lágrimas llenaron las profundas cuencas de los ojos de Adikor, como agua de lluvia acumulándose en pozos.


Ponter se agitó en el sofá y miró de nuevo a Mary.

—Los archivos de coartadas no sólo resuelven delitos —dijo—. Tienen muchos otros usos. Por ejemplo, vi ayer en la televisión que dos excursionistas se habían perdido en el parque Algonquino.

Mary asintió.

—Perderse así es imposible en mi mundo. Tu Acompañante triangula las señales de varios transmisores colocados en la cima de las montañas para detectar tu posición, y si estás herido o atrapado por un alud o algo parecido, es fácil que los equipos de rescate conecten con tu Acompañante. Alzó una mano, copiando lo que Mary había hecho antes, cortando la esperada objeción—. Naturalmente, sólo un adjudicador puede ordenar que te localicen de esa forma, y sólo cuando lo solicitas enviando una señal de emergencia, o cuando lo pide un miembro de la familia.

Por la mente de Mary cruzaron los titulares que había visto con demasiada frecuencia: «La policía abandona la búsqueda»; «Suspendido el rastreo de la muchacha desaparecida»; «Víctimas de alud presumiblemente muertas».

—Supongo que disponer de una señal de emergencia como ésa sería muy útil —dijo.

—Lo es —replicó Ponter con firmeza—. Y el Acompañante puede enviar la señal automáticamente, si tú eres incapaz de hacerlo. Monitoriza los signos vitales, y si sufres un ataque al corazón (o estás a punto de tener uno) puede pedir ayuda.

Mary sintió un retortijón. Su propio padre había muerto de un ataque cardíaco, solo, cuando ella tenía dieciocho años. Encontró su cuerpo al llegar a casa del colegio.

Ponter evidentemente confundió la tristeza del rostro de Mary con duda continuada.

—Y sólo un mes antes de que viniera aquí, extravié un escudo para la lluvia queme gustaba mucho: era un regalo de Jasmel. Habría sido…, ¿devastador?, si lo hubiera perdido para siempre. Pero simplemente visité el pabellón de archivos donde se guardan mis grabaciones y revisé los acontecimientos del día anterior. Vi exactamente dónde había perdido el escudo y pude recuperarlo.

Mary desde luego se había pasado horas y horas buscando libros extraviados y trabajos de estudiantes y tarjetas de visita y llaves de la casa y cupones a punto de expirar. Tal vez valorabas más esas cosas si estabas seguro de que tu existencia era finita: tal vez ese conocimiento te impulsaba a hacer algo que evitara esas pérdidas de tiempo.

—Una caja negra personal —dijo Mary, en realidad para sí, pero Ponter respondió.

—Lo cierto es que el material de registro es rosa. Usamos granito reprocesado.

Mary sonrió.

—No, no. Una caja negra es como llamamos al registro de vuelo: un aparato a bordo de un avión que registra la conversación telemétrica y de la cabina, por si hay un accidente. Pero la idea de tener mi propia caja negra no se me había ocurrido nunca. —Hizo una pausa—. ¿Cómo se toman entonces las imágenes? —Miró la muñeca de Ponter—. ¿Tu Acompañante lleva una lente?

—Sí, pero sólo se usa para captar cosas fuera del espacio de grabación normal del Acompañante. El Acompañante utiliza campos sensores para registrar todo lo que rodea a la persona, y a la persona misma también. —Ponter emitió el sonido grave que era su risa—. Después de todo, no serviría de mucho si sólo grabáramos lo que es visible desde la lente del Acompañante: montones de imágenes de mi muslo izquierdo o el interior de mi faltriquera. De esta forma, cuando se reproduce mi archivo, puedo verme a mí mismo desde cierta distancia.

—Sorprendente —dijo Mary—. Nosotros no tenemos nada parecido.

—Pero he visto productos de vuestra ciencia, de vuestra industria. Sin duda, si os hubierais propuesto como prioridad desarrollar esa tecnología…

Mary frunció el ceño.

—Bueno, supongo. Quiero decir: pasamos de poner el primer objeto en el espacio a llevar al primer hombre a la Luna en menos de doce años y…

—Vuelve a decir eso.

—He dicho que quisimos con tantas ganas poner a alguien en la Luna…

—La Luna —repitió Ponter—. ¿Quieres decir la Luna de la Tierra? Mary parpadeó.

—Ajá.

—Pero… pero… eso es fantástico —dijo Ponter—. Nosotros nunca hemos hecho nada igual.

—¿No habéis estado en la Luna? ¿Ningún Neanderthal ha llegado a la Luna?

Ponter tenía los ojos muy abiertos.

—No.

—¿Y a Marte o los otros planetas?

—No.

—¿Tenéis satélites?

—No, sólo uno, igual que aquí.

—No, me refiero a satélites artificiales. Mecanismos sin tripulación que se ponen en órbita, ya sabes, para ayudar a predecir el tiempo, para las comunicaciones y esas cosas.

—No. No tenemos nada de eso.

Mary reflexionó durante un momento. Sin el legado de las V2, sin las bombas volantes de la Segunda Guerra Mundial, ¿habrían podido los humanos poner algo en órbita?

—Nosotros hemos lanzado… bueno, no sé, muchos cientos de cosas al espacio.

Ponter alzó la cabeza, como si intentara visualizar el rostro de la Luna a través del techo de la casa de Reuben.

—¿Cuántas personas viven ahora en la Luna?

—Ninguna —respondió Mary, sorprendida.

—¿No tenéis un asentamiento permanente allí?

—No.

—Entonces la gente va simplemente a ver la Luna y luego vuelve a la Tierra. ¿Cuántos van cada mes? ¿Es una cosa popular?

—Umm, no va nadie. Nadie ha ido desde… bueno, supongo que desde hace más de treinta años. Sólo hemos enviado a doce personas a la superficie de la Luna. Seis grupos de dos.

—¿Por qué lo dejasteis?

—Bueno, es complicado. El dinero fue sin duda un factor.

—Me lo imagino.

—Y, bueno, estaba la situación política. Verás, nosotros… —Hizo una breve pausa—. Vaya, es difícil de explicar. Lo llamamos la Guerra Fría. No hubo ninguna lucha, pero Estados Unidos y otra nación grande, la Unión Soviética, estaban enzarzados en un severo conflicto ideológico.

—¿Sobre qué?

—Umm, sobre sistemas económicos, supongo.

—No parece una lucha que merezca la pena —dijo Ponter.

—Parecía muy importante en su época. Pero, de todas formas, el presidente de Estados Unidos fijó el objetivo en… ¿cuándo fue?, en 1961, supongo, de poner a un hombre en la Luna al final de esa década. Verás, los rusos (la gente de la Unión Soviética) habían puesto en el espacio el primer satélite artificial, y luego al primer hombre, y Estados Unidos iba por detrás, así que, bueno, se dispusieron a derrotarlos.

—¿Y lo hicieron?

—Oh, sí. Los rusos nunca consiguieron poner a nadie en la Luna. Pero, bueno, una vez que derrotamos a los rusos, la gente perdió el interés.

—Eso es ridículo… —empezó a decir Ponter, pero entonces se detuvo—. No, debo pedir disculpas. Ir a la Luna es una hazaña magnífica y, lo hicierais una vez o un millar de veces, sigue siendo digno de alabanza. —Hizo una pausa—. Supongo que es simplemente una cuestión de prioridades.

Загрузка...