El agente Martin había conseguido un despacho pequeño, situado aparte del cuartel general del Servicio de Seguridad del Estado, una planta por encima de la guardería, en el edificio de las Oficinas del Estado. Era allí donde los dos hombres debían poner en marcha su investigación. El inspector había mandado instalar ordenadores, ficheros, una línea de teléfono segura y un sistema de acceso por identificación de la palma de la mano diseñado para que nadie pudiera entrar excepto ellos dos. En una pared, había colocado un mapa topográfico grande del estado número cincuenta y uno, y al lado, una pizarra. Había un escritorio sencillo, de acero, pintado de color naranja, para cada hombre; una mesa de reunión pequeña, de madera, una nevera, una cafetera y, en una habitación contigua, dos camas plegables, un aseo y una ducha. Era un espacio funcional, minimalista. A Jeffrey Clayton le gustó que no estuviese atestado de cosas. Y cuando se sentó frente a su pantalla de ordenador por la mañana, cayó en la cuenta de que los revoltosos sonidos de los niños al jugar penetraban la capa de aislamiento acústico bajo sus pies y llegaban hasta sus oídos. Le resultaba reconfortante.
Le parecía que tenía un problema doble.
La primera incógnita, por supuesto, era si el hombre que había dejado tres cadáveres con las extremidades extendidas a lo largo de veinticinco años en zonas desoladas era su padre. A Clayton lo invadió una especie de mareo, como el causado por la embriaguez, cuando se planteó esa pregunta mentalmente. El erudito pedante que llevaba dentro inquinó: «¿Qué sabes tú de esos crímenes?» Él respondió para sí: sólo que se encontraron tres cadáveres en una posición muy característica que, en un mundo regido por las probabilidades, demostraba casi sin lugar a dudas que el mismo hombre los había colocado así. Sabía también que su compañero en la investigación estaba obsesionado con el primer asesinato, que, por algún motivo que guardaba en secreto, le había dejado una huella profunda hacía veinticinco años.
Jeffrey exhaló un suspiro largo, soltando el aire como un globo dado de sí.
Se sentía acosado por las preguntas. Sabía poco de ese primer asesinato, de la relación del agente Martin con los hechos, de la posible implicación de su padre. Tenía miedo de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, pues el miedo a lo que podría descubrir prácticamente lo paralizaba. Jeffrey se sorprendió a sí mismo debatiendo interiormente, manteniendo conversaciones enteras entre facciones enfrentadas de su imaginación, intentando negociar con las pesadillas más atroces que llevaba dentro.
Centró sus pensamientos en la reunión que había mantenido con los tres funcionarios, Manson, Starkweather y Bundy. «Al menos me pagarán bien por desvelar mi pasado.»
La ironía de su situación resultaba casi cómica, y casi imposible también.
«Encuentra a un asesino. Encuentra a tu padre. Encuentra a un asesino. Exculpa a tu padre.»
De pronto le entraron ganas de vomitar.
«Menuda herencia me dejó», pensó.
– «Y ahora -dijo en voz alta-, mi última voluntad es legar a mi hijo, a quien hace muchos años que no veo, todos mis…»
Se interrumpió a media frase. ¿Qué? ¿Qué le había legado su padre?
Se quedó mirando los documentos que empezaban a amontonarse sobre su escritorio. Tres crímenes. Tres carpetas. Sólo ahora comenzaba a entender cuan profundo era realmente su dilema. La cuestión secundaria a la que se enfrentaba era igual de problemática: independientemente de quién fuera el autor de los asesinatos, ¿cómo iba a dar con él? El científico que llevaba dentro le exigía que estableciese un protocolo, una lista de tareas, una serie de prioridades.
«Eso puedo hacerlo -insistió-. Tiene que haber algún plan para descubrir al asesino. El secreto está en determinar qué puede funcionar.»
Entonces cayó en la cuenta: dos planes. Porque encontrar a su padre -su difunto padre, el padre que una parte de él creía desterrado de su vida hacía un cuarto de siglo y muerto de forma anónima y apartado de la familia- requeriría una investigación distinta que encontrar a un asesino desconocido y por el momento indefinido.
«Otra ironía -pensó-. Les facilitaría mucho las cosas al agente Martin y al Servicio de Seguridad del Estado que el responsable de esos crímenes fuera de verdad mi padre.» Tomó nota mentalmente de que los funcionarios aprovecharían la menor oportunidad para llevar la investigación por ese camino. Después de todo, era la razón aparente de que lo hubiesen llevado allí. Y la alternativa -que se tratara únicamente de un tipo nuevo, anónimo y terrorífico- representaría la peor de dos pesadillas posibles para ellos, pues alguien sin identificar resultaría mucho más difícil de detener.
Él sabía, por supuesto, que para atrapar a cualquiera de los dos tendría que familiarizarse con ciertos datos, los detalles de los asesinatos, a fin de llegar a entender al asesino. Si lograse llegar a esa comprensión, podría cotejar ese conocimiento con las pruebas recogidas y ver adónde lo conducía todo ello.
El proceso lo fascinaba tanto como lo horrorizaba. Se comparaba a sí mismo con los científicos enloquecidos pero entregados que se inoculaban cuidadosamente alguna enfermedad tropical virulenta para estudiar a fondo sus efectos y llegar a comprender del todo la naturaleza de ese mal.
«Deberás infectarte de esos asesinatos y luego comprenderlos.»
Con el entusiasmo de un estudiante que se prepara para un examen final tras un curso en el que su asistencia a clase fue cuando menos irregular, Jeffrey se puso a leer de principio a fin los expedientes de los casos, dejando para el final la entrevista entre el agente Martin y su padre.
Cuando llegó a esas últimas páginas, sintió un vacío interior. Oía la voz de su padre -locuaz, sarcástica, sin asomo de miedo, siempre con un toque de rabia-, que resonaba en su mente, inmune al paso de las décadas. Hizo una pausa por un momento para examinar su propia memoria. «¿Qué recuerdo de esa voz? Recuerdo que siempre humeaba con una especie de ira contenida. ¿ Gritaba? No. Una rabia exteriorizada habría sido muy preferible. Sus silencios resultaban mucho peores.»
Las palabras del hombre se destacaban sobre el papel.
«¿Qué le hace pensar que puedo ayudarle, inspector? ¿Qué le hace pensar que yo participo en este juego?»
«¿Acaso no es el asesinato un medio de encontrar la verdad, sobre uno mismo, sobre la sociedad? ¿La verdad sobre la vida?»
«¿No es usted también un filósofo, inspector? Yo creía que todos los policías eran filósofos del mal. Tienen que serlo. Forma una parte esencial de su territorio.»
Y, finalmente: «Me sorprende, inspector. Me sorprende que no tenga usted nociones elementales de historia. Mi campo, la historia. La historia europea moderna, para ser exactos. El legado de hombres blancos y brillantes. Grandes hombres. Visionarios. ¿Y qué nos enseña la historia de esos hombres, inspector? Nos enseña que el impulso de destruir es tan creativo como el deseo de construir. Cualquier historiador competente le diría que, en definitiva, seguramente se han construido más cosas a partir de las cenizas y los escombros que sobre los cimientos de la paz y la opulencia.»
Las réplicas del agente Martin -y sus preguntas- habían sido neutras, breves. Sólo buscaba respuestas, sin entrar en el debate. A Clayton le pareció una buena técnica. De libro, como Martin le había dicho antes. Una técnica que habría debido dar resultado. Que probablemente había dado resultado en noventa y nueve de cada cien casos.
Pero esta vez no.
Cuanto más interrogaba a su padre, más indirectas y abstrusas eran sus respuestas. Cuantas más preguntas le hacía, más distante y elusivo se volvía. No mordió uno solo de los anzuelos que el inspector le lanzó a lo largo de la entrevista, ni hizo declaraciones comprometedoras.
A menos, pensó Jeffrey, que uno considerase que todo lo que decía era comprometedor.
Se meció en su asiento, repentinamente nervioso. Notaba las gotas de sudor que le corrían por debajo de los brazos. De pronto, extendió el brazo y agarró un bolígrafo que tenía sobre el escritorio.
Lo tiró al suelo, levantó el pie y lo aplastó de un fuerte pisotón. La furia se había apoderado de él. «Está ahí-pensó-. Lo que decía era sencillo: "Sí, soy quien usted cree… pero no puede demostrarlo."»
Jeffrey dejó caer la entrevista sobre la mesa, incapaz de seguir leyendo. «Te conozco», pensó.
Pero, casi en el acto, lo puso en duda para sus adentros: «¿De verdad lo conozco?»
Se produjo una ligera corriente cuando la puerta de la oficina se abrió a su espalda. Dio media vuelta en su silla y vio al agente Martin entrar a toda prisa y dar un portazo. La cerradura electrónica emitió un sólido chasquido.
– ¿Ha hecho progresos, profe? -preguntó-. ¿Se está ganando ya su sueldo? ¿Va camino de amasar su primer millón?
Clayton se encogió de hombros, intentando disimular la oleada de emociones que acababa de invadirlo.
– ¿Dónde ha estado?
El inspector se desplomó en una silla, y su tono cambió.
– Investigando la desaparición de nuestra segunda adolescente. Aquella de quien le hablé en Massachusetts. Diecisiete años, bonita como una animadora: rubia, de ojos azules, una piel tan tersa que debía de parecer recién salida de la cuna, y desaparecida el martes de hace dos semanas. Los agentes que llevan el caso no han conseguido nada que se asemeje remotamente a la prueba de un crimen. No hay testigos presenciales, ni señales de lucha, ni marcas de neumáticos reveladoras, huellas dactilares sospechosas ni chaquetas manchadas de sangre. No se ha encontrado una bolsa de libros tirada junto a la carretera, ni una nota de rescate de algún secuestrador. Iba camino de casa, y al momento siguiente se esfumó. La familia todavía espera una llamada lacrimógena de una hija descarriada, pero creo que usted y yo sabemos que eso no sucederá. Varios boy scouts y voluntarios rastrearon el bosque adyacente durante un par de días, pero no encontraron nada. ¿Quiere oír algo patético? Después de que se diera por concluida la búsqueda a pie, la familia contrató un servicio de helicóptero privado con un detector de infrarrojos para peinar de manera sistemática la zona en la que desapareció. Se supone que la cámara capta cualquier fuente de calor. Tecnología militar aplicada. El caso es que debía detectar la presencia de animales silvestres, cuerpos en descomposición, lo que sea. De momento, han encontrado algún que otro ciervo y un par de perros salvajes mientras vuelan por allí cobrando más de cinco mil por día. Un buen trabajo, para quien puede conseguirlo. Patético.
Jeffrey tomó algunas notas.
– Quizá debería entrevistarme con la familia. ¿En qué circunstancias desapareció la chica?
– Iba caminando de regreso a casa, del colegio. La escuela está en una zona poco urbanizada del estado, una de esas áreas de expansión de las que le hablaba, en las que apenas se ha empezado a edificar. Una bonita campiña. En dos años será el típico barrio residencial de las afueras, con un campo de béisbol para chavales, un centro social y un par de pizzerías. Pero todo eso está todavía en proyecto. Hay un montón de planos de diseñadores en diferentes fases de desarrollo. Ahora mismo está todo bastante verde. No hay mucho tráfico en las carreteras cercanas, sobre todo después de que enviaran a los trabajadores de la construcción locales a sus barracones. Ella se había quedado trabajando hasta tarde en la decoración para un baile del instituto y había declinado la oferta de sus amigos de llevarla en coche. Dijo que necesitaba algo de aire fresco y estirar las piernas. Aire fresco. Eso la mató. -Martin soltó estas palabras removiéndose en su asiento con frustración-. Por supuesto, nadie está seguro de eso todavía. El hecho de que ese maldito helicóptero no haya dado con el cadáver anima a todo el mundo a pensar que está viva, pero en otro sitio. La familia está sentada en la cocina intentando determinar si llevaba alguna vida secreta adolescente, con la esperanza de que se haya fugado con un novio, tal vez a Las Vegas o a Los Ángeles, y de que lo peor que pueda pasarle sea que acabe con un tatuaje morado de un dragón, o quizá de una rosa, grabado a fuego en la piel del muslo. Han puesto la habitación de la niña patas arriba, intentando encontrar un diario oculto en el que figure una expresión manida de amor eterno hacia algún chico que ellos no conocen. Quieren creer que se ha escapado. Rezan por que se haya escapado. Insisten en que se ha escapado. De momento, no ha habido suerte.
– ¿Se había escapado alguna vez?
– No.
– Pero, aun así, es posible, ¿no?
El inspector se encogió de hombros.
– Sí. Y tal vez algún día los cerdos vuelen. Pero lo dudo. Y usted también.
– No se lo niego. Pero ¿cómo sabemos que la raptó nuestro… -titubeó- sospechoso? Hay equipos de construcción por la zona, ¿no? ¿Los ha interrogado alguien?
– No somos idiotas. Sí. Y se han comprobado los antecedentes. Una de las pequeñas medidas de seguridad adicionales que tenemos aquí es que a todos los trabajadores que vienen de fuera se les exige una fianza. Además, los de seguridad los vigilan constantemente mientras están allí. Todos los que vienen a trabajar a este estado tienen que llevar una de esas prácticas pulseras electrónicas, para que sepamos dónde están en todo momento. Por supuesto, les pagamos a los obreros de la construcción cerca del doble de lo que suelen cobrar en los otros cincuenta estados, y eso les compensa por las molestias. Aun así, pese a las precauciones de todo tipo, fue el primer sitio que investigamos. Hasta ahora, los resultados han sido negativos, negativos, negativos. -El agente Martin hizo una pausa y luego prosiguió con su estilo sarcástico y desenfadado-: Así pues, ¿qué tenemos? Una adolescente que desaparece un buen día sin dejar rastro y de forma inexplicable. ¡Abracadabra! ¡Señoras y señores, tachan! El asombroso número de la desaparición. No nos engañemos, profesor. Está muerta. Tuvo una muerte dura, tras unos momentos de terror insoportables para cualquiera. Y, ahora mismo, está en algún lugar lejano, con los brazos extendidos como si la hubieran crucificado, el maldito dedo cercenado y un mechón de pelo cortado de su cabellera y de la entrepierna. Y ahora mismo, como no se me ocurre otra gran idea, albergo la creencia de que su padre… ah, perdón: su difunto padre, el tipo que seguramente usted sigue dando por muerto… es la persona que buscamos.
– ¿Alguna prueba? -preguntó Jeffrey. Sabía que había hecho la misma pregunta antes, pero aun así se le escapó de los labios, cargada de buena parte del sarcasmo escéptico que debió de mostrar su padre cuando se abordó el tema de una adolescente desaparecida-. Aún no he oído nada que vincule de manera fehaciente a mi viejo con este caso, o con ninguno de los otros.
– Vamos, profesor. Sólo sé que ella encaja en el perfil general de mujer joven, y que ha desaparecido sin otra explicación verosímil. Es como esas viejas historias de abducciones extraterrestres que abundaban en la prensa amarilla. ¡Zap! Luces cegadoras, un ruido ensordecedor, ciencia ficción y se acabó. El problema es que no hay ningún ser venido de otro mundo. Al menos del tipo de mundo al que se referían esos plumíferos. Jeffrey asintió con la cabeza.
– Tiene que entender el lugar donde se encuentra, profesor -continuó el inspector-. Cuando todos esos peces gordos de las multinacionales concibieron la idea de crear un estado libre de crímenes hace más de una década, su objetivo era simple y precisamente eso: la seguridad. Aquí, tiene que haber una explicación evidente para cualquier suceso que se salga de lo normal, pues ésa es la base sobre la que se sustenta todo el Territorio. Joder, incluso legislamos lo que es normal. La normalidad es la ley que rige esta tierra. Está en cada bocanada de aire que respira aquí. Es lo que hace que este lugar resulte tan jodidamente atractivo. Así que, en cierto modo, sería más razonable para mí presentarme ante los padres de esa adolescente y decirles: «Sí, señora, y sí, señor, su tesorito realmente fue abducida por alienígenas. Estaba caminando al aire libre cuando de repente la succionó un puto platillo volante enorme.» Y es que eso al final tendría mucho más sentido, pues nuestra razón de existir es la de ser lo contrario al resto del país. Los padres lo comprenderían… -Se interrumpió para tomar aliento y añadió-: Apuesto a que en su pequeña población universitaria, cuando esa chica desapareció de su clase, por muy desagradable que fuera lo ocurrido, no le hizo perder el sueño, ¿verdad, profesor? Porque al fin y al cabo no se trataba de algo tan raro. Sucede todos los días, o tal vez no todos, pero sí muy a menudo, ¿me equivoco? No fue más que una desgracia al viejo estilo. La chica tuvo mala suerte. Le tocó sufrir en carne propia una pequeña muestra de la versión corriente y local del salvajismo y la tragedia. Algo cotidiano. Nada excepcional, en un sentido u otro. La vida sigue tal como es. Seguramente ni siquiera saltó a los titulares, ¿verdad?
– Correcto.
– En cambio aquí, profesor, garantizamos la seguridad. Garantizamos que es seguro volver andando a casa a solas, de noche; que uno no tiene por qué cerrar la puerta con llave, que puede dejar las ventanas abiertas. De modo que, cuando el estado no consigue estar a la altura de su promesa, bueno, eso debería salir en primera plana, ¿no? ¿No cree que a algún periodista del New Washington Post le parecería una noticia sensacional?
– Entiendo adónde quiere llegar.
– ¿Ah, sí? Bueno, aunque no sea verdad, pronto lo entenderá. Lea las ordenanzas, lea las normas que debemos cumplir los que vivimos aquí. Se hará una idea. La gente no desaparece. Aquí no. No sin una explicación procedente del resto del mundo.
– Pues esa chica desapareció -señaló Jeffrey-, y eso nos dice algo importante, ¿no?
– ¿Qué nos dice, profe?
Jeffrey bajó la voz de modo que parecía surgir de algún rincón profundo y ronco de su interior.
– Alguien se está saltando las normas.
El agente Martin frunció el entrecejo.
Jeffrey respiró hondo.
– Por supuesto, si al final resulta que la joven se fugó con algún novio que lleva chaqueta de cuero y conduce una moto grande, se anulan las apuestas. En el caso de la otra chica, aquella cuyo cadáver sí consiguieron encontrar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre la desaparición y el hallazgo?
– Un mes.
– ¿Y en los otros dos casos?
– Una semana.
– ¿Y hace veinticinco años?
– Tres días.
Jeffrey hizo un gesto de afirmación.
– Supongamos, inspector, que es el mismo hombre quien comete estos crímenes. Es una suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es así?
El agente Martin asintió.
– Eso parece. -Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora-: A tener paciencia.
Jeffrey se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.
– Me pregunto cómo ha aprendido eso -dijo.
Martin no contestó.
El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo y se inclinó sobre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la cara y, mirándose a los ojos en el pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»
Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Estudió con atención su reflejo, como para cerciorarse de que no quedaran restos de angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a otro en su silla, sonriendo ante su desazón.
– Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícilmente podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en absoluto…
Jeffrey se sentó en su propia silla y por un instante hizo un esfuerzo por pensar.
– Supongo que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea, inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a actuar como un investigador.
Martin dejó de balancearse en su asiento.
Jeffrey señaló el ordenador.
– Dígame. Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?
– Es un ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del estado.
– Pues echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a alguien de sesenta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de raza blanca.
Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.
– Puedo cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de Inmigración -dijo.
– ¿Exactamente qué datos recoge Inmigración? -preguntó Jeffrey mientras el inspector trabajaba.
– Fotografía, huellas digitales, mapa de ADN… aunque esto llevan pocos años haciéndolo… declaraciones de Hacienda de los últimos cinco años, referencias personales, historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica. Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.
El agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.
– Según esto hay veintidós nombres que responden más o menos a esa descripción: varón de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.
– Tal vez esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra, despacio.
– ¿Usted cree?
– No, no lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No creo que reconociera a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, supongo.
El inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.
Por unos instantes, Jeffrey estuvo fascinado.
Eso era el no va más en voyeurismo, pensó.
Los pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un subdirector había atravesado un complicado proceso de divorcio hacía más de una década, y su ex esposa había presentado una denuncia por malos tratos que fue desestimada; el entrenador del equipo de fútbol americano no había declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un profesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al menos eso parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios; el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y el hermano del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se sucedían en la pantalla, ante sus ojos.
Cada informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y otra del izquierdo, junto con el historial clínico completo. Trastornos cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón, intentando determinar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emocional de su interior.
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se tranquilizó y exhaló a través de unos labios ligeramente fruncidos. Le sorprendió descubrir que se sentía aliviado.
– No. No está ahí. Hasta donde yo sé. -Se frotó los párpados con los dedos-. De hecho, no hay nadie que se le parezca ni remotamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.
El inspector hizo un gesto de asentimiento.
– Habría sido un auténtico golpe de suerte.
– De todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.
– Claro que sí, profe.
– ¿Eso cree? Yo no. Veinticinco años es mucho tiempo. La gente cambia. A la gente se la puede cambiar.
Martin no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la pantalla. Era de un administrador escolar de cabello cano cuyos padres habían sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.
– No, ya lo recordará -aseguró-. Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero hay dos personas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pantalla para ir bien encaminados. -El inspector apartó la mirada del ordenador-. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? -Se reclinó en el asiento-. ¿Quiere echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos hacerlo.
Jeffrey sacudió la cabeza.
– Lo imaginaba -comentó Martin-. Entonces, ¿qué?
Jeffrey vaciló, luego habló en voz baja y cortante.
– Déjeme hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para localizarlo? Es decir, ¿qué pasos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?
El inspector hizo una ligera mueca.
– No habría acudido a usted, profesor, si no hubiese agotado esas vías. No soy idiota.
– Entonces, si no es usted idiota -dijo Jeffrey, no sin cierta satisfacción-, tendrá usted en algún sitio un dossier que no me ha facilitado, con los detalles sobre todo lo que ha hecho usted hasta ahora para encontrarlo y los motivos de su fracaso.
El inspector movió la cabeza afirmativamente.
– Quiero que me lo dé -dijo Jeffrey-. Ahora.
El agente Martin titubeó.
– Sé que es él -dijo con suavidad-. Lo sé desde el momento en que vi el primer cadáver.
Se agachó y abrió despacio la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Extrajo un sobre amarillo cerrado de papel de Manila y se lo tiró a Clayton.
– La historia de mi frustración -dijo el inspector con una risita-. Léala cuando le venga bien. Descubrirá que su viejo dominaba una técnica que al parecer me ha derrotado. Al menos hasta ahora.
– ¿Qué técnica?
– Desaparecer -respondió el inspector-. Ya lo comprobará. En fin, volvamos al presente. ¿Qué desea hacer primero, profesor? Estoy a su disposición.
Jeffrey reflexionó por un instante mientras toqueteaba la cinta adhesiva que mantenía el sobre cerrado.
– Quiero ver el sitio donde encontraron el último cadáver. El que figura en el tercer lugar de la lista. Luego, elaboraremos un plan de investigación. Y, como ya le he dicho, podríamos hablar con los familiares de la desaparecida más reciente.
– ¿Para averiguar qué?
– Todas tienen algo en común, inspector. Algo las une. ¿La edad? ¿El aspecto? ¿El lugar? O quizás algo más sutil, como, por decir algo, que todas sean rubias y zurdas. Sea lo que sea, hay algo que llevó al asesino a convertirlas en sus presas. El reto está en descubrir de qué se trata. En cuanto lo sepamos, quizá comprendamos las reglas de juego por las que se rige. Y entonces, quizá podamos jugar con él.
El inspector asintió con la cabeza.
– De acuerdo -dijo-. Suena como el principio de un plan. Además, así podrá conocer usted un poco el estado.
Jeffrey recogió el expediente de la víctima de asesinato. Advirtió que su nombre, Janet Cross, estaba escrito con rotulador negro en el exterior de la carpeta que contenía el análisis de la escena del crimen, el informe de la autopsia y notas sueltas de la investigación policial. «No quiero saber cómo te llamabas -se dijo-. No quiero saber quién eras. No quiero saber nada de tus ilusiones, tus sueños o tus creencias, ni si eras la querida hija de alguien, o quizá la esperanza de alguien para el futuro. No quiero que tengas un rostro. Quiero que seas la número tres, y nada más que eso.» Guardó el expediente y el sobre cerrado en una cartera de piel.
El profesor se puso en pie y se acercó a la pizarra. Trazó una línea vertical en medio de la superficie verde con un trozo romo de tiza amarilla. Le dio la impresión de que había algo vagamente divertido en lo que estaba haciendo; en un mundo que dependía en gran medida de la instantaneidad electrónica de los ordenadores, una pizarra al viejo estilo seguramente seguía siendo el mejor utensilio para esbozar teorías; retroceder unos pasos, contemplarlas y luego borrar las ideas que no dan fruto. El había solicitado la pizarra; había utilizado una en la investigación de Galveston, y también en Springfield. Le gustaban las pizarras; eran una reliquia, como el asesinato en sí.
Jugueteó con el trozo de tiza por unos instantes, consciente de que el inspector lo observaba. Luego, en la parte superior derecha de la pizarra, escribió: «SOSPECHOSO A: Si el asesino es alguien a quien conocemos.» a continuación, en el lado izquierdo, escribió: «SOSPECHOSO B: Si el asesino es alguien a quien no conocemos.» Subrayó la palabra «no».
El agente Martin asintió con la cabeza, acercándose a la pizarra.
– Eso tiene sentido. Llegará un punto en el que tendremos que borrar uno u otro lado. Para empezar, encontremos algo que nos ayude a hacerlo. -Dio un golpecito con el dedo en la mitad izquierda, levantando una nubecilla de polvo de la palabra «no -. Apuesto a que borraremos esta parte primero.