10 Las preocupaciones de Diana Clayton

Diana Clayton miró a su hija y pensó que, aunque había mucho que temer, en cierto modo era importante no mostrar abiertamente su miedo, por muy profundo que fuera. Se sentó imperturbable en un rincón del raído sofá de algodón blanco en su sala de estar pequeña y decididamente estrecha, bebiendo con parsimonia de una botella de cerveza fría de importación. Cuando la apartó de sus labios, se la apoyó en el muslo y se puso a deslizar los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella, un movimiento que en la mujer más joven habría resultado auténticamente provocativo, pero que en ella sólo delataba los restos de su nerviosismo.

– No hay manera de saber realmente si hay una conexión -dijo de pronto-. Puede haber sido cualquiera.

Susan estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la habitación para sentarse en una mecedora de respaldo rígido; después, al no sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro de la habitación con un estilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez grande que forcejea contra un sedal tirante.

– Claro -dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que ofender a su madre, la inquietaría-. Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que casualmente llevaba encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbécil, cosa que hizo con gran pericia y entusiasmo. Después, convencido de que me había rescatado de un destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento para largas presentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don de gentes normalmente. -Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala-. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido él. -Exhaló despacio-. Sea quien sea. -La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje críptico del hombre-. «Siempre he estado contigo» -dijo con hosquedad-. Es una suerte que haya estado allí esta noche.

A Diana le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de la habitación.

– Ibas armada-señaló-. ¿Qué habría ocurrido?

– Ese pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba a pegarle un tiro entre los ojos o entre las piernas, lo que fuera más apropiado según las circunstancias.

Susan masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de palmera caídas en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle encharcados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensificado, reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo que creía más probable.

No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.

– Lo que de verdad me molestaba -dijo pausadamente, volviéndose hacia su madre-, conforme más vueltas le daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.

Diana asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era precisamente lo que la molestaba también.

– Prosigue -dijo la mujer mayor.

– Verás, actuó sin vacilar ni por un momento -dijo Susan-, o al menos, esa impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la cabeza, pero como mínimo la de violarme, insultándome y aporreando la puerta. Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir «¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pasando, pensárselo dos veces o hacer algún amago o tal vez simplemente amenazar al tipo. Debió de dar un paso al frente y ¡pum!

Susan avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con el brazo, como si asestara una cuchillada.

– «Pum» no es la expresión adecuada -murmuró-. No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.

Diana se mordió con fuerza el labio antes de hablar.

– Piensa -dijo-. ¿Había algo allí que pudiera indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había algo…?

– ¡No! -la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se quedó pensativa, visualizando la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la sangre que formó un charco debajo del muerto y el contraste tan fuerte con el linóleo de tonos claros del suelo-. Le robó -añadió despacio-. Al menos, su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y tenía la bragueta abierta.

– ¿Algo más?

– Que yo recuerde, no. Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó sobre la cartera vacía.

– Creo que deberíamos llamar a Jeffrey -aseveró-. Él sabría decirnos con certeza qué pasó.

– ¿Por qué? Esto es mi problema. Sólo conseguiremos asustarlo. Innecesariamente.

Diana abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de idea. Contempló a su hija, intentando ver más allá de su expresión de rabia y sus hombros tensos, y un enorme y lúgubre abatimiento se apoderó de ella, pues comprendió que en otro tiempo había estado tan obsesionada con salvarlos físicamente que no había sido consciente de otras cosas que también había que salvar. «Daños colaterales -se dijo-. La tormenta derriba un árbol que cae encima de un cable de alta tensión, que a su vez cae en un charco y carga el agua de una electricidad letal que mata al hombre que pasea a su perro sin sospechar nada cuando escampa y aparecen las estrellas en el cielo. Eso es lo que les ha ocurrido a mis hijos -pensó con amargura-. Los salvé de la tormenta, pero nada más.» La duda imprimió dureza a su voz.

– Jeffrey es un experto en homicidios. En toda clase de homicidios. Y, si de verdad nos están amenazando (cosa que no sabemos con seguridad pero que es una posibilidad real), tiene derecho a saberlo, porque quizá posea conocimientos que nos ayuden en esa situación también.

Susan soltó un resoplido.

– Tiene su propia vida y sus propios problemas. Deberíamos estar seguras de que necesitamos ayuda antes de pedírsela.

Pronunció estas palabras como estableciendo una verdad irrebatible, como demostrando algo, aunque su madre no sabía muy bien qué.

Diana se disponía a replicar algo, pero notó una punzada repentina y aguda en las entrañas y tomó una bocanada anhelosa del aire de la habitación para mitigarla. El dolor fue como una descarga que estremeció su organismo, poniéndole las terminaciones nerviosas de punta. Esperó a que la oleada se estabilizase y luego remitiese, cosa que ocurrió al cabo de unos momentos. Se recordó a sí misma que al cáncer que la corroía por dentro le preocupaban poco los sentimientos, y desde luego le importaban un bledo los otros problemas que pudiera tener. Era justo lo contrario del homicidio que su hija había presenciado esa noche. Era lento y cruelmente paciente. Podía causar tanto dolor como el cuchillo del hombre, pero se tomaría su tiempo antes. No habría nada rápido en ello, aunque pudiera resultar tan singularmente letal como una cuchillada o un tiro.

Se sentía un poco mareada, pero se recuperó con una serie de respiraciones profundas, como las de un buceador que se dispone a sumergirse.

– De acuerdo -dijo con cautela-. ¿Qué te dice esa cartera abierta que viste?

Susan se encogió de hombros y, antes de que pudiera responder, su madre prosiguió:

– Lo que tu hermano te diría es que vivimos en un mundo violento en que hay demasiado poco tiempo y demasiadas pocas ganas como para que alguien realmente llegue a resolver un crimen. La función de la policía es intentar mantener el orden, cosa que hace de forma algo despiadada. Y cuando se comete un crimen que tiene una solución fácil, lo solucionan, porque así consiguen que la rutina continúe su accidentada marcha. Pero casi siempre, a menos que el muerto sea importante, hacen caso omiso de él y simplemente lo entierran como una víctima más de esta época anárquica. Y el asesinato de algún ejecutivo de segunda categoría obseso y medio borracho no me parece un caso al que la policía vaya a darle mucha importancia. Además, aunque supongamos por un momento que algún inspector se interesaría en el caso, ¿qué es lo que encontraría? Una cartera abierta y una cremallera de pantalón bajada. Un homicidio por robo, y ya está. Bingo. Y su conclusión sería que había algunas chicas del oficio en ese bar que no es precisamente de clase alta, y que una de ellas, o su chulo, se cargó al tipo. Y para cuando ese inspector agobiado de trabajo se dé cuenta de que eso que parece tan obvio no fue lo que pasó en realidad, el interés por el asunto se habrá enfriado mucho ya y tendrá pocas ganas de hacer otra cosa que archivarlo debajo de una pila de casos. Sobre todo cuando descubra que no había ninguna cámara de seguridad que grabase imágenes útiles de todas las idas y venidas. En fin, esto es lo que tu hermano te diría que el asesino consiguió con sólo embolsarse el dinero del hombre y dejar la cartera ahí tirada. Así de sencillo.

Susan la escuchó, y luego vaciló antes de responder.

– Todavía podría acudir yo misma a la policía.

Diana negó con la cabeza enérgicamente.

– ¿Y cómo crees que nos ayudarán si les pones en bandeja a una sospechosa perfecta del asesinato? Me refiero a ti, porque ni en broma se van a creer que había alguien más que te vigilaba de forma anónima, a escondidas; alguien sin una cara, un nombre o algo que lo identifique salvo un par de mensajes crípticos que te dejó delante de nuestra casa, y que resulta ser lo bastante hábil para quitar de en medio a alguien que se presenta y te amenaza. Es como una especie de ángel guardián excepcionalmente diabólico.

Entonces Diana se interrumpió de golpe.

La cabeza le daba vueltas y el dolor le atenazaba el cuerpo.

Había un frasco de píldoras en la mesa de centro que tenía delante. Lenta y pausadamente extendió el brazo hacia él y lo sacudió para dejar caer dos cápsulas sobre la palma de su mano. Se las tragó y las bajó con el resto amargo y tibio de cerveza que quedaba en el fondo de la botella.

Pero lo que de verdad le dolía no era que la enfermedad hiciese notar su presencia, sino las últimas palabras que había pronunciado: «un ángel guardián excepcionalmente diabólico». Y es que sólo se le ocurría una persona con las características necesarias para encajar en esta descripción.

«¡Pero está muerto, maldita sea! -gritó para sus adentros- ¡Murió hace años! ¡Estamos libres de él!»

No dijo nada de esto en voz alta. En cambio, dejó que este temor súbito se instalara en su interior, en un lugar desagradablemente cercano a las punzadas constantes que la atormentaban.


Esa noche cenaron en relativo silencio, sin mencionar los mensajes ni el asesinato y, por supuesto, sin hablar más sobre lo que debían hacer. Luego se retiraron a sus respectivas habitaciones de la pequeña casa.

Susan se quedó a los pies de su cama, consciente de que estaba agotada y a la vez pletórica de energía. Era esencial que durmiese, pensó, pero no le resultaría fácil. Se encogió de hombros, se apartó de la cama y se dejó caer en su silla de trabajo. Toqueteó el teclado de su ordenador y se dijo que debía componer otro mensaje para quien ella creía que la había salvado.

Apoyó la cabeza en las manos y la meció adelante y atrás.

«Salvada por el hombre que me amenaza.»

Sonrió con ironía, pensando que seguramente aquello la divertiría mucho más si le estuviera pasando a otra persona. A continuación, alzó la cabeza y encendió el ordenador.

Jugueteó con palabras y frases, pero no encontró nada que le gustara, principalmente porque no sabía qué quería comunicar.

Llena de frustración, se apartó del escritorio y se dirigió a su armario. En la pared del fondo guardaba todas sus armas, el fusil de asalto, varias pistolas y cajas de cartuchos. En un estante adyacente había varias bobinas de hilo de pescar, un cuchillo para filetear en una funda y tres cajas transparentes con cebos de colores llamativos y moscas para tarpones, camarones artificiales, anzuelos con plumas de colores y cangrejos artificiales parduzcos que utilizaba cuando pescaba palometas. Cogió una caja y la agitó.

Le pareció curioso: las moscas que daban mejor resultado rara vez eran las que tenían un aspecto más real. A menudo el cebo que atraía al mejor pez sólo tenía una forma y un color vagamente similares a los del original; era un espejismo, no una realidad, que ocultaban un anzuelo de acero endurecido por el agua salada y mortífero.

Susan devolvió la caja al estante y alargó la mano para coger el largo cuchillo para filetear. Lo sacó de la funda negra de piel artificial y lo sujetó frente a sí. Deslizó el dedo por el borde romo. La hoja era angosta, ligeramente curva, como la sonrisa ufana de un verdugo en el momento de la muerte, y estaba afilada como cuchilla de afeitar. Le dio la vuelta al cuchillo y tocó delicadamente el filo con el dedo, procurando no moverlo hacia uno u otro lado, pues se haría un corte profundo. Mantuvo la mano en esta posición precaria durante varios segundos. Luego, de golpe, movió el cuchillo hacia arriba y lo blandió a pocos centímetros de su rostro.

«Algo así», se dijo. Lanzó una cuchillada al aire ante sí, con un gesto parecido al que había hecho en la sala de estar, delante de su madre. Sin embargo, ahora escuchó con atención mientras esa hoja, que era de verdad, hendía el aire inmóvil.

«No hace ruido -pensó-. Ni siquiera un susurro que te advierta que la muerte se acerca.»

Se estremeció, guardó el cuchillo en su funda y lo depositó en el estante. Luego, volvió a su ordenador. Escribió rápidamente:

«¿Por qué me sigues?

»¿Qué es lo que quieres?»

Luego añadió, en un tono casi lastimero:

«Quiero que me dejes en paz.»

Susan contempló las palabras que acababa de escribir y, tras respirar hondo, comenzó a traducirlas en un acertijo que pudiera publicar en su columna de la revista. «Mata Hari -le musitó a su álter ego-, busca algo realmente críptico y difícil que le lleve un tiempo descifrar, porque necesito unos días libres para decidir qué debo hacer a continuación.»

Diana yacía en el borde de la cama, meditando sobre el cáncer que le devoraba imparable las entrañas. Pensaba que era interesante, de una manera perversa, esta enfermedad extraña que se había aferrado a su páncreas en lo que a ella le parecía fruto de una decisión arbitraria y caprichosa. Después de todo, se había pasado buena parte de su vida preocupándose por muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido imaginar que ese órgano situado en lo profundo de su cuerpo acabaría por revelarse como un traidor. Se encogió de hombros, preguntándose, como tantas veces antes, qué aspecto tendría en realidad su páncreas. ¿Sería rojo, verde, morado? Las minúsculas motas de cáncer ¿eran negras? ¿De qué le había servido antes de empezar a matarla lentamente? ¿Para qué lo necesitaba, de entrada? ¿Por qué necesitaba el resto de las cosas, el hígado, el colon, el estómago, los intestinos, los riñones? ¿Y por qué no se habían infectado? Intentó visualizar sus propios tejidos y órganos como una especie de máquina, un motor que no funcionaba bien a causa de la mala calidad del combustible. Por un instante, deseó poder introducir la mano en su cuerpo, arrancar el órgano díscolo y luego tirarlo al suelo y desafiarlo a que la matara. La llenaba de rabia, de una furia virulenta y atronadora, que un órgano oculto e insignificante pudiera arrebatarle la vida. «Debo tomar las riendas -se dijo-. Tengo que tomar el control.»

Recordó el momento en que se había hecho cargo de su futuro y pensó: «Debo hacer lo mismo con mi muerte.»

Se levantó y atravesó su pequeña habitación.

«La lluvia en los Cayos es torrencial -pensó-. Cae como una descarga repentina y violenta, como esta tarde, y entonces parece que el cielo esté furioso y desata un diluvio totalmente negro que ciega y sacude al mundo entero.» Había sido distinta la noche que había huido de su marido: caía una lluvia fría e inclemente que repiqueteaba alrededor de ella, inquietante, alimentando los temores que surgían en su interior. Carecía de la contundencia de las tormentas de los Cayos, que tan familiares habían llegado a resultarle con el tiempo; la noche que había escapado de su hogar, de su pasado y de todo vínculo que había tenido jamás con nadie o con nada durante sus primeros treinta años, había caído una lluvia de dudas.

En un rincón del armario de su dormitorio tenía un pequeño cofre de seguridad que rebuscó detrás de los lienzos, los viejos tubos de pintura y los pinceles. Dedicó unos segundos a reprenderse: «No hay razón para dejar de pintar -dijo-. Aunque te estés muriendo.»

No era consciente de que sus movimientos imitaban inadvertidamente los de su hija, pero mientras Susan sacaba un cuchillo de su armario, Diana cogía una caja pequeña llena de recuerdos bien guardados.

La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerraba con un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos por una tapa de lo más frágil.

De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí. Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento -en el que repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales entre sus hijos-, una póliza de un seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escritura de la casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista breve y escrita a máquina de nombres y direcciones, una carta de un abogado y una página de papel satinado arrancada de una revista.

Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»

En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana posó la mirada en ella:


Ha causado un hondo pesar a la Academia la noticia del fallecimiento reciente del ex profesor de Historia Jeffrey Mitchell. Muchos alumnos y colegas recuerdan al profesor Mitchell, violinista notable, por la energía, la diligencia y el ingenio que de mostró durante los pocos años en que dio clases en la Acade mia. Todos los amantes de la historia y de la música clásica lo echarán en falta.


A Diana le vinieron ganas de escupir. La boca le sabía a bilis.

– Lo echarán mucho en falta todos aquellos a quienes no tuvo la oportunidad de matar -susurró con rabia para sí.

Sujetando la página de la revista, recordó las sensaciones que la habían asaltado el día que vio el artículo. Asombro. Alivio. Y luego, curiosamente, había esperado sentirse libre, eufórica, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima porque la nota le decía que su peor temor -que la encontraran- ya no tenía razón de ser. Sin embargo, la angustia no la había abandonado. Por el contrario, la duda había perdurado en su interior. Las palabras le indicaban una cosa, pero ella no se permitía el lujo de creérselas del todo.

Dejó la hoja de papel y cogió la carta.

En la parte superior aparecía el membrete de un abogado que tenía un bufete pequeño en Trenton, Nueva Jersey. La destinataria era una tal señora Jane Jones, y la carta había sido enviada a un apartado de correos en el norte de Miami. Había conducido hacia el norte durante dos horas desde los Cayos con el único propósito de alquilar una casilla en la oficina de correos más grande y concurrida de la ciudad, sólo para recibir esa carta.


Querida señora Jones:

Tengo entendido que éste no es su nombre verdadero, y por lo general sería reacio a comunicarme con una persona ficticia, pero, dadas las circunstancias, intentaré cooperar.

El señor Mitchell, su marido, del que estaba separada, se puso en contacto conmigo dos semanas antes de su muerte. Curiosamente, me dijo que había presentido su muerte y que por eso quería asegurarse de disponer de forma adecuada de sus escasos bienes. Preparé un testamento para él. Legó una colección sustanciosa de libros a una biblioteca local, y los beneficios de la venta del resto de sus posesiones se donaron a la asociación de música de cámara de una iglesia local. Tenía algunas inversiones, así como unos ahorros modestos.

Me avisó de que tal vez llegaría un día en que usted buscase información sobre su muerte, y me indicó que revelara lo que sabía sobre su fallecimiento y que hiciese una declaración adicional.

Esto es lo que he averiguado respecto a su muerte: fue repentina. Murió al colisionar su coche con otro vehículo a altas horas de la noche. Ambos circulaban a gran velocidad, y chocaron de frente. Fue necesario consultar la ficha dental para identificar a las víctimas. La policía de la pequeña población de Maryland donde se produjo el suceso concluyó, basándose en los testimonios de supervivientes, que su marido interpuso su vehículo en la trayectoria del tractor remolque que circulaba en la dirección contraria. El caso se clasificó como el de un conductor suicida.

El cuerpo del señor Mitchell se incineró posteriormente, y las cenizas se enterraron en el cementerio de Woodlawn. No había tomado disposiciones previas sobre una lápida, sólo respecto a unos servicios funerarios mínimos. Hasta donde tengo conocimiento, nadie asistió al entierro. El había dejado claro que no le quedaban parientes vivos ni amigos de verdad.

Durante nuestras breves conversaciones, nunca mencionó que tuviera hijos ni dio a entender en modo alguno que deseara dejarles algo.

La declaración que me pidió que tuviese lista para presentarle a usted en caso de que algún día se pusiera en contacto con este bufete es, de acuerdo con sus instrucciones, su legado para usted. Dicha declaración dice: «Para bien o para mal, en la riqueza o en la pobreza, en la salud o en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.»

Lamento no poder facilitarle más información.


El abogado había firmado la carta con rúbrica: H. Kenneth Smith. Ella había querido telefonearlo, pues le parecía que en la carta había más insinuaciones que respuestas, pero había resistido la tentación. En cambio, en cuanto hubo leído la misiva, dio de baja su apartado de correos sin indicar otra dirección para que le enviaran la correspondencia.

Ahora, depositó la carta en la cama junto a la nota necrológica de la academia St. Thomas More y se quedó mirando las dos cosas.

Le vinieron imágenes a la memoria. En cierto modo, sus hijos todavía parecían bebés cuando llegaron al sur de Florida. Eso había deseado ella; quería encontrar una manera de erradicar todos los recuerdos de los primeros tiempos en la casa de Nueva Jersey. Había hecho un esfuerzo consciente por cambiarlo todo: la ropa que llevaban, los alimentos que comían. Se había deshecho de toda tela, todo sabor y todo olor que pudiera recordarles el lugar del que habían huido. Incluso había cambiado su acento. Se había esmerado por adoptar algunos de los localismos que se usaban en los Cayos Altos. El habla bubba, como la llamaba la gente del lugar. Hizo todo cuanto pudo por conseguir que, al crecer, tuvieran la impresión de que llevaban allí toda la vida.

Metió la mano en la caja de seguridad y extrajo una lista escrita a máquina de nombres y un pequeño fajo de fotografías. Las manos le temblaron al ponérselas sobre el regazo. Hacía muchos años que no las miraba. Las sostuvo en alto, una por una.

Las primeras eran de sus padres, de su hermana y de su hermano, de cuando ellos mismos eran jóvenes. Las habían hecho en una playa de Nueva Inglaterra, y tanto los trajes de baño como las tumbonas, las sombrillas y las neveras portátiles se veían ahora pasados de moda y, por tanto, resultaban ligeramente ridículos. Había un foto de su padre con una caña larga, botas de pescador y una gorra con el dibujo de un pez espada echada hacia atrás de modo que le dejaba la frente al descubierto, luciendo una sonrisa de oreja a oreja y señalando la enorme lubina americana que sujetaba por las branquias. «Ahora está muerto -pensó ella-. Debe de estarlo. Han pasado demasiados años. Ojalá lo supiera con seguridad, pero tiene que estarlo. Le enorgullecería saber que su nieta es una pescadora tan experta como lo era él. Le encantaría que ella lo llevara consigo, al menos una vez, en esa barca que tiene.»

Dejó esta fotografía a un lado y examinó otra, en la que aparecía su madre de pie junto a sus dos hermanos. Estaban cogidos del brazo, y saltaba a la vista que ella había logrado apretar el disparador justo en el momento en que alguien contaba el final de un chiste, porque los tres tenían la cabeza hacia atrás, riendo de forma inconfundible y desenfadada. Eso es lo que le gustaba a Diana de su madre, que parecía capaz de reírse de cualquier situación, por muy dura que hubiese sido. «Una mujer que plantaba cara a las malas noticias -pensó Diana-. Seguro que he salido a ella en lo tozuda. Seguramente ella también es tara muerta dentro de poco, o quizá será muy mayor y tendrá problemas de memoria.» Al bajar la vista para mirar la fotografía por segunda vez, la invadió una sensación de soledad absoluta y, por un instante, deseó poder recordar el chiste que habían contado en ese momento. «No pediría ninguna otra cosa -pensó-; me conformaría con saber cómo era ese chiste.»

Exhaló un suspiro profundo. Contempló a sus hermanos y les susurró «lo siento» a los dos. Por un momento se preguntó si el hecho de que ella desapareciera había sido más duro para ellos. Cumpleaños, aniversarios, Navidades. Seguramente también bodas, nacimientos, entierros, los avatares habituales en la vida de una familia, le habían sido arrancados de un tajo psicológicamente letal. No les había dirigido ni una palabra a título de explicación, ni siquiera una sílaba para dar señales de vida. Era lo único que ella sabía con toda certeza que ocurriría la noche que había huido de Jeffrey Mitchell y de la casa en que había convivido con él.

Si quería una nueva vida para sí y para sus hijos, debía buscarla en algún sitio seguro. Y la única manera en que podía garantizar su seguridad era permanecer siempre a la sombra, pues de lo contrario él la encontraría. Lo sabía con toda certeza.

«Morí aquella noche. Y volví a nacer también.»

Dejó las fotografías y echó un vistazo a la lista escrita a máquina. Contenía los nombres y las últimas direcciones que conocía de sus parientes. Algún día sus hijos la heredarían, o eso esperaba. Creía que llegaría un día en que sería posible recuperar el contacto.

Pensaba que tal vez ese día llegaría pronto cuando recibió la carta del abogado. Una prueba de su muerte. Llevaba décadas guardada en la caja de metal. Y era lo que tanto había estado esperando. De pronto se preguntó por qué no había salido a la luz cuando la había recibido.

Sacudió la cabeza.

Porque una parte de ella no se lo creía. Una parte lo bastante importante como para que ella no pusiera en riesgo la vida de sus hijos ni la suya propia, por muy convincente que pareciera la carta del abogado.

En el fondo de la caja había un sobre pequeño de papel de Manila, el último objeto que quedaba. Lo retiró con cuidado, como si fuera frágil. Lo abrió despacio, por primera vez en muchos años.

Se trataba de otra fotografía.

En ella, Diana aparecía mucho más joven y sentada en un sillón. Frunció el entrecejo cuando se fijó en su cara. Parecía muy poquita cosa. Oculta tras unas gafas. Tímida e indecisa. Débil. Susan, con cinco años de edad, se aferraba a su regazo, toda ella energía contenida. Jeffrey, de siete años, estaba de pie a su lado, pero inclinado hacia ella, con expresión muy seria y preocupada, como si ya supiese de algún modo que había madurado mucho para su edad. Le sujetaba la mano con fuerza a su madre.

De pie a la espalda de los tres, tras el respaldo de la silla, ligeramente separado, estaba Jeffrey padre. La cámara, accionada por medio del disparador automático, estaba colocada frente a ellos, y, por haberse situado él unos centímetros por detrás de ellos, aparecía con las facciones borrosas.

Nunca quería que le hicieran fotos. Diana contempló su rostro por un momento. «Cabrón», pensó.

«Jeffrey sabría cómo», se dijo, dándose cuenta de repente. El sabría cómo escanear la imagen y procesarla de modo que los rasgos quedaran más nítidos y mejor definidos. Después podrían envejecerlo digitalmente para saber qué aspecto tendría en la actualidad.

Interrumpió estos pensamientos.

– Pero si estás muerto -dijo en voz alta. El rostro de la fotografía no respondió.

Ella había hecho todo cuanto había podido, pensó. Había intentado, en la medida de sus posibilidades, seguirle la pista a él; leía diligentemente los boletines de la academia St. Thomas More, y se había suscrito en secreto al Princeton Packet, el semanario que publicaba noticias de Hopewell. Había acariciado la idea de contratar a un detective privado, pero, como siempre, había sido consciente de un hecho fundamental: la información puede fluir en dos direcciones. Todo paso que ella diera para saber de él, por muy sutil que fuera, podría acabar por volverse en su contra. Así pues, a lo largo de los años, se había limitado a seguir las pocas vías en las que se sentía relativamente segura. Se trataba sobre todo de medios a disposición del público, como periódicos y boletines. Seleccionaba las revistas de ex alumnos de todos los centros de enseñanza a los que él había asistido o en los que había impartido clases. Leía esquelas y diarios y prestaba especial atención a las transacciones de bienes inmuebles. Pero, en general, todo ello había resultado infructuoso, especialmente en los muchos años que habían transcurrido desde que el abogado le enviara aquella carta. Aun así, perseveró. Estaba orgullosa de ello. La mayoría de la gente habría concluido que estaba a salvo, pero ella no, ni por asomo.

Alzó la vista y se dirigió a su marido como si se encontrara en aquella habitación con ella. Que fuera un fantasma o un hombre de carne y hueso le daba igual.

– Creías que podrías engañarme. Pensabas en todo momento que yo haría precisamente lo que querías, lo que esperabas, lo que deseabas. Pero no lo hice, ¿verdad?

Sonrió.

«Eso debe de dolerte lo indecible», pensó.

«Si estás vivo, debe de ser una herida abierta y terrible para ti.

«Y si efectivamente estás muerto, espero que eso te haga rabiar en ese infierno con que te hayas encontrado, esté donde esté.»

Diana Clayton respiró hondo otra vez.

Se levantó y juntó los objetos esparcidos sobre su cama para guardarlos de nuevo en la caja de seguridad. Reflexionó sobre lo que le había ocurrido a su hija y sobre los mensajes que había recibido.

«Todo es un juego», pensó con amargura. Siempre era un juego.

En ese momento decidió llamar a Jeffrey, por mucho que se enfadara su hija. «Si quien está enviando los mensajes es quien yo me temo -se dijo-, si al cabo de todos estos años nos ha encontrado al fin, Jeffrey tiene derecho a saberlo, pues corre el mismo peligro que nosotras. Y tiene derecho a participar también en este juego.»

Se acercó a una mesita de noche y descolgó el auricular del teléfono. Vaciló por unos instantes y marcó el número de su hijo en Massachusetts.

Los tonos de llamada sonaron repetidamente y de forma exasperante. Contó diez, y luego esperó a que sonaran otros diez. Después colgó.

Se dejó caer sobre la cama.

Diana sabía que no podría dormir esa noche. Alargó el brazo para coger sus pastillas para el dolor y se tomó un par sin agua, tragando con dificultad, consciente de que no aliviarían el dolor que de verdad la embargaba por dentro, un miedo repentino, terrible, teñido de negro.

Загрузка...