Jeffrey Clayton, paralizado en su asiento, sin saber muy bien de entrada qué hacer, seguía contemplando el mensaje en la pantalla del ordenador cuando el agente Martin irrumpió por la puerta, furioso y con el rostro congestionado.
– Te pillé -murmuró Clayton para sí mientras el inspector daba un portazo y acto seguido prorrumpía en improperios.
– ¡Clayton, hijo de puta, le expliqué las normas! ¡Tenemos que ir juntos siempre, como culo y mierda! ¡Nada de excursioncitas sin llevarme a mí también! Maldita sea, ¿adónde ha ido? Le he estado buscando por todas partes.
El profesor no respondió de inmediato a la pregunta ni a la rabia de Martin. Dio media vuelta en su silla y clavó la vista en el inspector. Entendía los motivos de su ira. Después de todo, ¿de qué sirve una carnada si uno no la vigila más o menos constantemente, de modo que, cuando la presa surja de las profundidades en que se esconde y quede al descubierto, uno esté preparado para aprovechar la oportunidad? Su propia furia ante el hecho de que lo utilizaran de ese modo le formó un nudo en la garganta, pero tuvo la capacidad de contenerla. Supo por instinto que no le convenía desvelar que había averiguado la auténtica razón por la que se encontraba allí, en el estado número cincuenta y uno. Por otra parte, la prueba de que el plan de Martin no era una tontería estaba allí, bien a la vista, en el monitor sobre el escritorio. Por un momento pensó en ocultar el mensaje que había recibido, pero sin haber tomado una decisión consciente, alzó la mano lentamente e hizo un gesto hacia las palabras que tenía delante.
– Está aquí -dijo Jeffrey en voz baja.
– ¿Qué? ¿Quién está aquí?
Jeffrey señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía el título: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos.»
– No lo necesitaremos -comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras por momentos.
– Carajo -farfulló Martin.
– ¿Puede averiguar desde dónde se envió? -preguntó Jeffrey de pronto-. El mensaje llegó a través de una línea telefónica. Deberíamos poder rastrear el número del que proviene.
– Sí -respondió Martin, ansioso-. Sí, maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. -Se encorvó sobre el teclado y comenzó a pulsar teclas-. Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?
Jeffrey creía que era posible, pero no estaba seguro.
– No lo sé -dijo-. Seguramente algún genio de los ordenadores de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimientos de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué descubre.
Martin continuó tecleando, y vaciló por un momento.
– Ahí está -dijo de repente-. Creo que ya tenemos al maldito cabrón. -Soltó una risotada desprovista de humor-. Ha sido más fácil de lo que pensaba -aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire-. Magia -afirmó.
Jeffrey se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mostraba un número de teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió una contraseña, que Martin escribió.
– Es para que el sistema de seguridad nos dé acceso a la información -explicó.
Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio aparecer un nombre y una dirección debajo del número de teléfono.
– Te tenemos, cabronazo -dijo de nuevo Martin con aire triunfante-. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto papaíto! -exclamó, enfadado.
Clayton leyó los datos:
Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer; hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13, Lakeside.
Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente familiar.
Había información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial, y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya estaba cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:
– Eso es normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!
La persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque el inspector dijo:
– Aquí Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se reúna conmigo en Lakeside. Ahora mismo. Prioridad máxima.
La impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de papel salieron por la rendija. El inspector las cogió, las contempló brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial médico moderadamente detallado, los números de la Seguridad Social y de carnet de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la cuenta de que había información suficiente para que cualquier policía competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden de búsqueda.
– Salude a su padre -dijo Martin con brusquedad-. Salúdelo y luego despídase.
Mientras Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar una metralleta Ingram negra y reluciente.
– De fabricación americana -dijo-, aunque algunos de los otros agentes prefieren modelos extranjeros. No entiendo por qué. Yo no. Me gusta que mis armas estén hechas en Estados Unidos, como Dios manda. -El inspector sonrió de oreja a oreja mientras insertaba con un sonoro «clic» un cargador lleno de balas de calibre.45, rechonchas, de aspecto diabólico, con punta de teflón, y se echaba el arma al hombro con un gesto rebosante de seguridad.
La subcomisaría del Servicio de Seguridad de Lakeside tenía un diseño tradicional, al estilo de Nueva Inglaterra; por fuera una oficina de policía de ladrillo rojo, con contraventanas blancas, y por dentro un observatorio moderno e informatizado, un mundo de taquillas de acero gris y ordenadores de plástico beige, todo ello bajo fluorescentes empotrados en el techo y sobre unas moquetas marrones, gruesas, de resistencia industrial, que amortiguaban todos los sonidos. Las ventanas que daban al exterior no eran más que accesorios decorativos, pues el sistema auténtico que se seguía en la subcomisaría para observar el mundo que se hallaba fuera de las paredes era electrónico. Ordenadores, monitores de videovigilancia y dispositivos sensores. Martin aparcó en una zona trasera oculta y se dirigió a toda prisa a la entrada, donde se abrieron unas puertas con un zumbido para franquearle el paso a un pequeño vestíbulo donde se encontraba reunido el equipo de Operaciones Especiales, esperándolo.
El equipo constaba de seis miembros, cuatro hombres y dos mujeres. Iban vestidos de paisano. Las mujeres lucían modernos atuendos de corredoras de colores vivos. Uno de los hombres llevaba un traje conservador azul marino y corbata; otro, un chándal gris raído que había humedecido para que pareciera que había estado haciendo ejercicio. Los otros dos hombres iban vestidos como técnicos de compañía de teléfonos, con téjanos, camisas de trabajo, cascos y cinturones portaherramientas de cuero. Todos estaban ocupados con sus armas cuando Jeffrey los vio, acoplando el cerrojo a sus Uzis, comprobando que los cargadores estuviesen llenos. Advirtió, asimismo, que todas las armas podían llevarse ocultas: el ejecutivo guardó la suya en un maletín; las dos mujeres escondieron las suyas en cochecitos de bebé parecidos, y los operarios en sus juegos de herramientas.
Martin repartió al equipo copias de las fotografías. Se acercó a una pantalla de ordenador y al cabo de unos segundos había introducido la dirección y había aparecido en el monitor una representación topográfica en tres dimensiones de la finca situada en el número 13 de Cottonwood Terrace. Otra orden dio como resultado planos arquitectónicos de la casa. Una tercera entrada produjo una imagen de satélite de la vivienda y su terreno. Los agentes de seguridad se reunieron en torno a ellas y, momentos después, habían decidido dónde se apostaría cada miembro del equipo.
– Llevaremos a cabo un acercamiento estándar de alta precaución -dijo Martin.
– ¿Algún modelo en particular? -preguntó uno de los agentes disfrazados de técnicos.
– El modelo tres -respondió Martin enérgicamente.
Todos los integrantes del equipo asintieron. Martin se volvió hacia Clayton y le explicó:
– Se trata de un modelo de asalto habitual. Varios objetivos, una sola ubicación, diversas salidas. Probabilidad moderada de que dispongan de armas. El riesgo para los agentes es medio. Hemos ensayado estas operaciones un huevo de veces.
El jefe del equipo, el hombre del traje azul, tosió mientras estudiaba el plano de la casa en la pantalla y se arregló la corbata como si se preparase para asistir a una reunión de ejecutivos. Hizo una sola pregunta:
– ¿Detenemos o eliminamos?
Martin miró de reojo a Clayton.
– Los detenemos. Por supuesto -contestó.
– Bien -dijo uno de los operarios, moviendo el mecanismo de su pistola atrás y adelante con un chasquido irritante-. ¿Y qué nivel de fuerza estamos autorizados a utilizar en el transcurso de esta detención?
Martin respondió atropelladamente:
– El máximo.
– Ah. -El técnico movió la cabeza afirmativamente-. Lo suponía. ¿Y de qué se acusa a nuestro objetivo?
– De crímenes del nivel máximo. Rojo uno.
Esta respuesta ocasionó que algunas cejas se arquearan.
– ¿Crímenes de nivel rojo? -preguntó una de las mujeres-. Que yo sepa, nunca he participado en la detención de un criminal de nivel rojo. Desde luego no del nivel rojo uno. ¿Qué hay de su familia? ¿Son también de nivel rojo? ¿Cómo lidiamos con ellos?
Martin tardó unos instantes en contestar.
– No hay pruebas concluyentes de su implicación en actividades criminales, pero debemos dar por sentado que tienen conocimiento y han prestado apoyo. Después de todo, son la familia de ese cabrón. -Miró a Clayton, que no respondió-. Eso los convierte en cómplices de un nivel rojo. Deben ser detenidos también. Tenemos muchas preguntas que hacerles. Así que neutralicemos a todo aquel que se encuentre en la casa, ¿de acuerdo?
El jefe del equipo asintió y comenzó a repartir chalecos antibalas. Una de las mujeres observó que era día de colegio y que seguramente los chicos estaban en clase, por lo que quizá podrían ir a buscarlos allí. Sin embargo, una comprobación informática de la lista de asistencia del instituto de Lakeside reveló que ninguno de los dos había ido a clase. El agente Martin se conectó también con la base de datos de armas, y descubrió que no había ninguna registrada a nombre del sujeto Wray ni de su esposa, Archer. Realizó otras consultas rápidas sobre los tipos de vehículo y los horarios de trabajo. El ordenador mostró que el sujeto trabajaba desde su despacho en casa, cosa que Martin señaló al equipo como indicio de que seguramente se hallaba en su hogar en ese momento. Comprobó rápidamente si el sujeto Wray había llevado a cabo planes de viaje, pero su nombre no figuraba en las listas de las líneas aéreas ni de trenes de alta velocidad. Tampoco encontró en los registros del Departamento de Inmigración pruebas de que hubiese salido o entrado al estado en coche recientemente. Cuando el ordenador arrojó todos esos resultados negativos, Martin se encogió de hombros.
– Al carajo con todo esto -dijo-. Por lo visto es un tipo de lo más hogareño. Vayamos a por él, que ya averiguaremos lo demás después.
Martin, al levantarse de su asiento, le alargó a Jeffrey una pistola de nueve milímetros cargada.
– Bueno, profesor -le dijo con sarcasmo mientras le tendía el arma-, ¿está seguro de que quiere participar en esta pequeña juerga? Ya se ha ganado su sueldo, o al menos parte de él. ¿Prefiere pasar esta vez?
Jeffrey negó con la cabeza y levantó la pistola, como para calcular su peso. En su fuero interno le agradecía a Martin que le hubiese dado la semiautomática. Las metralletas que llevaban los agentes lo hacían saltar todo en pedazos, y él prefería dejar tanto a las personas como el escenario intactos en el número 13 de Cottonwood Terrace.
– Quiero verlo.
Martin sonrió.
– Por supuesto. Ha pasado mucho tiempo.
Jeffrey adoptó un tono académico.
– Podemos aprender mucho de esto, inspector. -Apuntó con la mano a la Ingram que colgaba del hombro de Martin por medio de una correa-. Procuremos no olvidarlo.
El detective hizo un gesto de indiferencia.
– Claro. Lo que usted diga. Pero contribuir al progreso de la ciencia no es mi prioridad. -Sonrió de nuevo-. Aun así, comprendo su preocupación. Ésta no es exactamente la clase de reencuentro familiar que yo habría elegido, pero en fin, uno no puede limpiar su propia sangre, ¿verdad?
Martin giró sobre los talones, le hizo una seña al equipo y salió a paso veloz de la silenciosa subcomisaría. El sol empezaba a ponerse al oeste, y cuando Jeffrey se volvió hacia él, tuvo que protegerse los ojos del deslumbrante resplandor final. Al cabo de pocos minutos, media hora como máximo, habría oscurecido. Primero lo envolvería todo un manto gris que se iría desvaneciendo para dejar paso a la noche. Debían moverse con rapidez para aprovechar la luz que quedaba.
El equipo se distribuyó en dos vehículos. Sin una palabra, Jeffrey se colocó en el asiento junto a Martin, que ahora tarareaba sin venir al caso una vieja melodía que Clayton reconoció, Cantando bajo la lluvia. No llovía, y Clayton no estaba muy seguro de que hubiese motivos para estar tan alegre. El inspector aceleró y los neumáticos chirriaron cuando salieron del aparcamiento de la subcomisaría. A Clayton se le ocurrió entonces que la detención seguramente era un asunto de menor importancia para el inspector. Por un momento recordó intrigado la conversación que había escuchado sobre los niveles de los crímenes.
– Bueno, ¿y qué demonios significa eso de «crimen de nivel rojo»? -preguntó.
Martin tarareó unos compases más antes de contestar.
– Del mismo modo que las diferentes zonas de viviendas se clasifican por colores, lo mismo ocurre con las actividades antisociales en el estado. El color define la respuesta del estado. El rojo, obviamente, es el más alto. O el peor, supongo. Es poco frecuente por aquí. Por eso los miembros del equipo estaban tan sorprendidos.
– ¿Qué es un crimen rojo?
– De índole económica, por lo general. Como desfalcar dinero de tu empresa. O social, como que un adolescente consuma drogas en el centro social. Son delitos lo bastante graves para que el delincuente reaccione violentamente a la detención. De ahí la necesidad de actuar en equipo. Pero en la historia del estado, sólo se han cometido una docena de homicidios más o menos, y siempre han sido entre cónyuges. Todavía tenemos problemas con los casos de atropellamiento en que el conductor se da a la fuga, que, según el viejo sistema judicial, se consideran homicidio sin premeditación. También son crímenes rojos, pero de nivel más bajo. Dos o tres.
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente, consciente de las mentiras que acababa de oír, pero sin decir nada al respecto.
– Lo que ocurre -prosiguió el inspector- es que se supone que el Departamento de Inmigración debe detectar esa propensión a la violencia y al alcoholismo por medio de tests psicológicos que realiza a quienes solicitan permiso para residir en el estado. También ha habido casos de adolescentes que se pelean, por chicas o durante partidos de baloncesto en el instituto, donde hay una fuerte rivalidad. Eso puede resultar en crímenes de nivel rojo.
– Pero mi padre…
– Deberíamos tener un color especial sólo para él. Escarlata, tal vez. Eso le daría un bonito toque literario, ¿no cree?
– ¿Y la detención? ¿A qué se refería el jefe del equipo con «eliminar»? Me parece que ha preguntado algo…
Martin no respondió enseguida. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió en medio de un verso.
– Clayton, no sea ingenuo. El meollo de la cuestión es que su viejo no se va. Si alguien tiene que recurrir a la fuerza letal, pues que lo haga. Ya ha vivido usted esto antes en otros casos. Conoce las reglas. En esta situación, no se diferencian una mierda de las de Dallas, Nueva York, Portland o cualquiera de esos sitios donde a los malos les gusta joderle la vida a la gente. Lo entiende, ¿verdad? Así que, en cuanto usted me lo pida, lo dejaré a un lado de la carretera para que se quede esperándome en esta bonita zona verde a la agradable sombra de un árbol, matando el tiempo mientras yo voy a aprehender al cabrón de su padre. Si quiere echarse atrás, no tiene más que decirlo. Si no, pasará lo que tenga que pasar.
Jeffrey cerró la boca y no hizo más preguntas. En cambio, contempló las sombras que proyectaban los altos pinos en los patios bien cuidados de aquel mundo residencial tranquilo, remilgado y perfecto.
El inspector Martin detuvo el coche a media manzana de la casa. Se puso un auricular de radio, realizó una comprobación rápida con los miembros del equipo de Operaciones Especiales y ordenó a todos que ocuparan sus puestos. Los dos operarios debían situarse frente a un cuadro de conmutación telefónica al norte de la casa; el ejecutivo y el hombre del chándal en el extremo sur. Las dos mujeres con cochecitos de bebé cubrían la parte posterior mientras paseaban despacio, aparentemente enfrascadas en chismorreos superficiales. Martin y Clayton debían llegar en coche hasta la puerta principal y llamar a la puerta mientras el equipo se acercaba. Sería una operación sencilla, rápida, de libro. Si la ejecutaban debidamente, ni siquiera los vecinos se darían cuenta de que se estaba llevando a cabo una detención hasta que llegaran las unidades de refuerzo. Cuatro vehículos del Servicio de Seguridad con agentes uniformados aguardaban órdenes, alineados a una manzana de distancia.
– ¿Listo? -preguntó Martin, pero avanzó sin esperar respuesta.
A Jeffrey se le aceleró la respiración.
Era consciente de que, en algún rincón recóndito de su ser, lo castigaban los sentimientos. También era consciente de que su excitación creciente prevalecía sobre todas las dudas que se planteaba y eclipsaba sus emociones. Notaba una frialdad extraña, casi como la de un niño en el momento en que descubre que Papá Noel no existe y no es más que un mito inventado por los adultos. Rebuscó en su interior tratando de encontrar algún sentimiento razonablemente concreto al que aferrarse, pero fue en vano.
Se sentía como si apenas le corriese sangre por las venas, helado y rígido.
El inspector enfiló con el coche un camino de acceso circular que conducía a una casa moderna de dos plantas y cuatro habitaciones que, como la población de la que venían, imitaba el estilo colonial de Nueva Inglaterra. El mundo era de un color gris poco definido, y la claridad a su alrededor se apagaba a ojos vistas, de modo que los faros de los coches de policía sin marcar, más que iluminar la casa, simplemente se fundían con la penumbra del ocaso.
El interior de la casa estaba a oscuras. Clayton no veía nada que se moviera dentro.
Martin frenó bruscamente.
– Vamos allá -dijo, apeándose con presteza.
Se echó la metralleta a la espalda de manera que alguien que estuviera mirando por la ventana no alcanzase a verla, y se acercó a toda prisa a la puerta principal.
– ¡Estoy frente a la puerta! -susurró a su micrófono-. Iniciad la aproximación.
Le indicó por señas a Clayton que se colocara a un lado y dio unos golpes contundentes a la puerta con los nudillos.
Con el rabillo del ojo, Jeffrey vio a los otros miembros del equipo abalanzarse hacia la casa. Martin llamó de nuevo, con fuerza. Esta vez gritó:
– ¡Servicio de Seguridad! ¡Abran!
Seguía sin oírse sonido alguno procedente del interior.
– ¡Mierda! -exclamó Martin. Echó un vistazo por la ventana que estaba junto a la puerta-. ¡Todos adentro!
El inspector retrocedió un paso y le asestó una patada a la puerta principal, que retumbó como un cañonazo. La puerta se bamboleó y se combó, pero no se vino abajo.
– ¡Joder! -Se volvió hacia Clayton-. ¡Vaya al coche a buscar el puto rompepuertas! ¡Ahora!
Mientras Jeffrey se dirigía hacia el vehículo para recoger el mazo con que derribarían la puerta, oía a los miembros del equipo gritar a lo lejos, y al mismo tiempo el crepitar de sus voces a través del auricular que llevaba el inspector, lo que producía algo parecido a un efecto estereofónico como el de un sistema de altavoces. Martin se arrancó el receptor de la oreja y gesticuló exageradamente hacia Jeffrey.
– ¡Vamos, maldita sea!
Clayton agarró el ariete de hierro del asiento trasero y se lo llevó al inspector.
– ¡Deme eso de una puta vez! -gritó Martin, arrebatándoselo a Jeffrey. Reculó un par de pasos frente a la puerta y, enfurecido, tomó impulso con el mazo hacia atrás, para acto seguido estamparlo contra la madera. Esta vez salieron volando astillas. Martin gruñó por el esfuerzo y descargó un segundo mazazo. La puerta se abrió de repente con gran estrépito. El rompepuertas cayó al suelo con un golpe sordo, y Martin deslizó la metralleta hacia delante, atravesando el umbral de un salto.
– ¡Estoy dentro! -gritó-. ¡Estoy dentro!
Jeffrey entró a pocos centímetros de él.
Martin arrimó bruscamente la espalda a una pared, girando mientras cubría el vestíbulo oscuro con su arma, accionando a la vez el mecanismo de carga de la metralleta, que emitió un fuerte chasquido metálico.
Y resonó.
Ese eco fue la primera impresión que se llevó Jeffrey. Lo dejó perplejo, hasta que entendió qué significaba. Se dejó caer junto al inspector.
– Puede tranquilizarse -le musitó-. Dígales a los demás que entren por la puerta principal.
Martin no dejaba de apuntar con el cañón del arma a diestro y siniestro.
– ¿Qué?
– Dígales que vengan aquí y que bajen las armas. Aquí no hay nadie excepto nosotros.
Jeffrey se enderezó y comenzó a buscar a tientas un interruptor de luz. Tardó unos segundos en encontrar uno, conectado a las lámparas correderas del techo, y las encendió. El resplandor que los envolvió les permitió ver lo que Clayton ya había intuido: la casa estaba vacía. No sólo no había personas, sino tampoco muebles, alfombras, cortinas ni vida.
Martin dio unos pasos vacilantes hacia delante, y sus pisadas sobre el entarimado repercutieron en el espacio vacío, al igual que el sonido de su arma momentos antes.
– No lo entiendo -dijo.
Jeffrey no respondió, pero pensó: «Bueno, inspector, ¿de verdad imaginaba que sería tan sencillo? Un par de averiguaciones con el ordenador y ¡bingo! Ni en broma.»
Los dos hombres entraron en la sala de estar vacía. A su espalda, oían los ruidos del equipo de Operaciones Especiales, que se había congregado a la entrada principal. El jefe del equipo, con su traje, entró en la habitación.
– Nada, ¿no?
– Por ahora, no -respondió Martin-, pero quiero que se registre este sitio por si hay indicios de actividad.
– Rojo uno -dijo el hombre trajeado-. Sí, claro.
Martin lo fulminó con la mirada, pero el jefe del equipo hizo caso omiso de él.
– Pediré que se anule el envío de refuerzos. Les diré que vuelvan a sus patrullas habituales.
– Gracias -dijo Martin-. Joder.
Jeffrey caminó despacio por la sala vacía. «Aquí hay algo -pensó-. Hay una lección que aprender. Este vacío es tan significativo como cualquier otra cosa. Sólo hay que saber cómo interpretarlo.»
Cuando hacía estas reflexiones, oyó voces procedentes del vestíbulo. Al volverse vio que Martin estaba de pie, en el centro de la sala de estar, con la metralleta colgando al costado y el rostro enrojecido de rabia. El inspector se disponía a decirle algo cuando el jefe del equipo asomó la cabeza.
– Oigan, ¿quieren hablar con uno de los vecinos? Han venido alegremente por el camino particular para ver qué demonios era todo este jaleo.
– Sí, yo sí quiero -contestó Jeffrey enseguida y pasó junto a Martin, que soltó un resoplido y lo siguió a la puerta.
Un hombre de mediana edad con pantalones color caqui, un suéter morado de cachemira y una correa por la que llevaba sujeto un terrier pequeño y escandaloso que saltaba de un lado a otro a sus pies estaba hablando con dos de los miembros del equipo. Una de las mujeres con atuendo de corredora alzó la vista mientras se desabrochaba el chaleco antibalas.
– Oiga, Martin -dijo-, seguramente le interesará oír esto.
El inspector se acercó.
– ¿Qué sabe usted sobre el propietario de esta casa? -preguntó. El hombre se volvió e intentó hacer callar al perrito, sin resultado.
– No tiene propietario -repuso-. Lleva casi dos años en venta.
– ¿Dos años? Eso es mucho tiempo.
El hombre asintió.
– En este barrio por lo general las casas no permanecen vacías más de seis meses. Ocho, como máximo. Es una urbanización muy agradable. Salió una reseña en el Post, justo después de que estuviera terminada. Muy buen trazado, muy bien comunicada con el centro, muy buenos colegios.
Jeffrey se aproximó también.
– Pero ¿dice que el caso de esta casa es distinto? ¿Por qué?
El vecino se encogió de hombros.
– Me parece que muchos creen que está gafada. Ya sabe lo supersticiosa que puede ser la gente. Por estar en el número trece y todo eso. Les dije que bastaría con que cambiaran el número.
– ¿Gafada? ¿En qué sentido, exactamente?
El hombre asintió.
– No sé si es la palabra más adecuada. No es que esté embrujada ni nada por el estilo, sólo que da mal rollo. Y no entiendo por qué a los demás nos tiene que afectar un pequeño incidente.
– ¿Qué pequeño incidente? -inquirió Jeffrey.
– A todo esto, ¿qué hacen ustedes aquí? -inquirió el hombre con brusquedad.
– ¿Qué pequeño incidente? -insistió Jeffrey.
– La niña que desapareció. Salió en los periódicos.
– Cuénteme.
El hombre suspiró, dio un tirón a la correa cuando el perrito se puso a olisquearle la pierna a un miembro del equipo de Operaciones Especiales y se encogió de hombros.
– La familia que vivía aquí, bueno, se mudó a otro sitio después de la tragedia. Cuando la gente se entera de eso, se desanima. Hay muchas otras casas bonitas en la manzana o en Evergreen, aquí al lado, así que nadie quiere quedarse con la que tiene un pasado sórdido.
– ¿Qué pasado sórdido? -preguntó Jeffrey, cuya paciencia estaba llegando a su límite.
– Una familia agradable. Robinson, se llamaban. -Sin duda. ¿Y?
– Una tarde, justo después de cenar, la niña se alejó por ahí detrás. Estamos al borde de una zona natural protegida muy grande, con mucho bosque y mucha fauna salvaje. A sus catorce años, debería haber tenido el sentido común de quedarse cerca de casa, sobre todo después de la hora de la cena. Nunca he entendido por qué no lo hizo. El caso es que ella se aleja, los padres empiezan a gritar su nombre, todos los vecinos salen con linternas, e incluso llega un helicóptero del Servicio de Seguridad, pero nadie encuentra ni rastro de ella. Ya nadie volvió a verla. No se hallaron pruebas de nada, pero la mayoría de la gente supuso que se la llevaron los lobos, o tal vez unos perros salvajes. Algunos piensan que fue un animal tipo Pie Grande. Yo no, por supuesto. No creo en esas tonterías. Me imagino que simplemente huyó por despecho hacia sus padres tras alguna discusión. Ya sabe cómo son los adolescentes. Entonces se marcha, se pierde y fin de la historia. Hay algunas cuevas en las estribaciones, así que todo el mundo supuso que fue allí adónde se llevaron su cadáver o la devoraron o lo que sea, pero, joder, se necesita un ejército para peinar toda la zona. Al menos, eso dijeron las autoridades. Mucha gente se fue del barrio después de eso. Creo que tal vez soy el único que queda en el vecindario que se acuerda de aquello. No me afectó mucho. Mis hijos ya son mayores.
Jeffrey retrocedió y se reclinó en una de las paredes blancas y desnudas de la casa. Ahora recordaba dónde había visto esa dirección antes: aparecía en una de las crónicas del Post que había recopilado. Conservaba en la mente la imagen vaga y esquiva de una niña sonriente con aparatos en los dientes. La foto también se había publicado en el periódico.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
– Los agentes inmobiliarios deberían callarse esa parte de la historia cuando enseñan la casa. Es un lugar agradable. Debería haber gente viviendo aquí. Otra familia. Supongo que tarde o temprano la habrá.
El hombre tiró de nuevo de la correa del perro, aunque esta vez el terrier estaba sentado en el suelo sin hacer ruido.
– Y, joder, si se queda vacía, se desvalorizan las casas de todos los demás.
– ¿Ha visto a alguien por aquí recientemente? -preguntó Martin de pronto.
El vecino negó con la cabeza.
– ¿A quién creían que encontrarían aquí?
– ¿Albañiles, quizás? ¿Agentes inmobiliarios, jardineros, cualquier persona? -inquirió Clayton.
– Pues no lo sé. Tampoco me habría llamado la atención ver a alguien así.
El inspector Martin puso las fotografías impresas por ordenador de Gilbert Wray, su esposa e hijos ante las narices del hombre.
– ¿Le resultan familiares? ¿Ha visto a estas personas alguna vez?
El hombre las contempló por unos instantes y luego sacudió la cabeza.
– No -contestó.
– ¿Y los nombres? ¿Le dicen algo?
El hombre hizo una pausa y luego volvió a negar con la cabeza. -No me suenan de nada. Oiga, ¿de qué va todo esto?
– ¿A usted qué cojones le importa? -espetó Martin, quitándole con un movimiento brusco las fotos al hombre.
El terrier se puso a ladrar y a abalanzarse agresivamente hacia el corpulento inspector, que se limitó a bajar la vista hacia el perro.
A Jeffrey le pareció que Martin se disponía a formular otra pregunta, cuando uno de los miembros del equipo lo llamó desde el interior de la casa.
– ¡Agente Martin! Creo que tenemos algo.
El inspector le indicó por gestos a una de las agentes femeninas, que estaba de pie a un lado, que se acercara.
– Tómele declaración a este tipo. -Y añadió, con un deje de amargura-: Y gracias por su colaboración.
– De nada -respondió el vecino con aire altivo-. Pero sigo queriendo saber qué pasa aquí. También tengo mis derechos, agente.
– Claro que los tiene -dijo Martin con hosquedad.
A continuación, con Clayton siguiéndolo a paso veloz, se encaminó hacia el agente que lo había llamado. Su voz procedía de la zona de la cocina.
Era uno de los hombres disfrazados de técnicos de la compañía de teléfonos.
– He encontrado esto -dijo.
Señaló una encimera de piedra gris pulida situada enfrente del fregadero. Encima había un ordenador portátil pequeño y barato conectado a un enchufe en la pared y a la toma de teléfono que estaba al lado. Junto a la máquina había un temporizador sencillo, de los que se conseguían en cualquier tienda de artículos electrónicos. En la pantalla del ordenador brillaban una serie de figuras geométricas que se movían constantemente, formándose y reformándose en una danza digital irregular, cambiando de color -de amarillo a azul, verde o rojo- cada pocos segundos.
– Con esto me envió el mensaje -murmuró Jeffrey.
El agente Martin hizo un gesto afirmativo.
Jeffrey se acercó al ordenador cautelosamente.
– Ese temporizador -dijo el técnico-, ¿cree que está conectado a una bomba? Tal vez deberíamos llamar a los artificieros.
Clayton negó con la cabeza.
– No. Puso el temporizador aquí para poder dejar esto de modo que enviase el mensaje automáticamente cuando él ya estuviera lejos. Aun así, una unidad de recogida de pruebas debería analizar el ordenador y rastrear toda la zona para buscar huellas digitales. No las encontrarán, pero es lo que habría que hacer.
– Pero ¿por qué lo ha dejado aquí, donde podíamos encontrarlo? Podría haberle enviado el mensaje desde cualquier sitio público.
Jeffrey echó una ojeada al temporizador.
– Se trata de otra parte del mismo mensaje, supongo -respondió, aunque, desde luego, no estaba suponiendo nada en realidad. La elección de ese lugar en particular había sido de todo punto deliberada, y él tenía una idea bastante sólida de cuál era el mensaje. Su padre había estado allí antes, tal vez no dentro de la casa, pero sin duda en los alrededores; con los animales salvajes a los que culparían de la desaparición de la niña, se dijo con sarcasmo. Aquello le debió de parecer tremendamente divertido. Jeffrey pensó que a muchos de los asesinos con los que había estado en contacto a lo largo de los años les haría mucha gracia saber que las autoridades del estado número cincuenta y uno estaban mucho más preocupadas por ocultar las actividades del criminal que por el criminal en sí. Exhaló despacio. Todos los asesinos que había conocido y estudiado en su vida adulta lo habrían considerado algo maravillosamente irónico. Tanto los más fríos como los más desequilibrados, calculadores o impulsivos. Todos sin excepción se habrían desternillado, se habrían revolcado en el suelo con las manos en la barriga y lágrimas en las mejillas, riéndose a carcajadas de lo hilarante que resultaba todo aquello.
Clayton bajó la mirada hacia la pequeña pantalla de ordenador y contempló las figuras móviles y cambiantes. «Algunos asesinos son así -pensó con frustración-. Justo cuando llegas a la conclusión de que son de cierta forma y cierto color, se transforman lo suficiente para desconcertarte.» Presa de una rabia súbita, extendió el brazo rápidamente y pulsó la tecla Intro del ordenador para librarse de las irritantes imágenes que se arremolinaban ante sus ojos. Las figuras geométricas danzantes se esfumaron al instante y en su lugar apareció, con fondo negro, un solo mensaje que parpadeaba en amarillo.
Te pillé.
¿Te habías creído que soy idiota?