Se acercaba el final de su decimotercera hora de clase y no estaba seguro de que alguien lo estuviera escuchando. Se volvió hacia la pared donde antes había una ventana que habían entablado y después tapiado. Se preguntó por un momento si el cielo estaría despejado, luego supuso que no. Se imaginaba un mundo extenso, gris y encapotado al otro lado de los bloques de hormigón con que estaban construidas las paredes de la sala de conferencias. Miró de nuevo a la concurrencia.
– ¿Nunca se han preguntado a qué sabe en realidad la carne humana? -preguntó de pronto.
Jeffrey Clayton, un joven vestido con una estudiada indiferencia hacia la moda que le confería un aspecto poco atractivo y anónimo, estaba dando una clase sobre la propensión de ciertas clases de asesinos en serie a caer en el canibalismo, cuando vio con el rabillo del ojo bajo su mesa la luz roja y parpadeante de la alarma silenciosa. Contuvo la repentina oleada de ansiedad que le subió por la garganta y, con sólo un breve titubeo al hablar, se apartó disimuladamente del centro del pequeño estrado y se situó tras la mesa. Se sentó despacio en su silla.
– Así pues -dijo mientras fingía rebuscar alguna nota en los papeles que tenía delante-, podemos apreciar que el fenómeno de devorar a la víctima tiene antecedentes en muchas culturas primitivas, en las que se creía, por ejemplo, que al comerse el corazón del enemigo, uno adquiría su fuerza o su valor, o que al ingerir su cerebro, aumentaría su inteligencia. Algo sorprendentemente parecido le sucede al asesino que se obsesiona con los atributos de su presa. Intenta transformarse en la víctima elegida…
Mientras hablaba deslizó la mano cuidadosamente bajo el escritorio. Escudriñó cautelosamente a los cerca de cien alumnos que se removían en su asiento ante él en la sala mal iluminada, paseando la vista por sus rostros oscuros como un marinero solitario que escruta el océano en tinieblas en busca de una boya conocida.
Sin embargo, no veía más que la bruma habitual: aburrimiento, dispersión y algún destello ocasional de interés. Clayton buscaba odio. Rabia.
«¿Dónde estáis? -dijo para sus adentros-. ¿Quién de vosotros quiere matarme?»
No se preguntó por qué. El porqué de tantas muertes había pasado a ser una cuestión irrelevante, intrascendente, casi eclipsada por lo frecuentes y comunes que eran.
La luz roja continuaba parpadeando bajo su mesa. Con el dedo índice, Clayton pulsó el botón que activaba la alerta de seguridad media docena de veces. En principio, una alarma se dispararía en la comisaría del campus, que enviaría automáticamente a su unidad de Operaciones Especiales. Pero, para ello, el sistema de alarma tendría que funcionar, cosa que él dudaba. Ninguno de los retretes en el servicio de caballeros funcionaba esa mañana, y a Clayton le parecía improbable que la universidad se ocupase de tener en buen estado un circuito electrónico endeble cuando ni siquiera mantenía la instalación de agua en condiciones.
«Puedes manejar la situación -se dijo-. Ya lo has hecho antes.»
Continuó recorriendo la sala con la mirada. Sabía que el detector de metales instalado en la puerta trasera tenía la mala costumbre de fallar, pero también era consciente de que a principios del semestre otro profesor había hecho caso omiso de la misma señal y como resultado había recibido dos disparos en el pecho. El hombre había muerto desangrado en el pasillo, balbuciendo algo sobre los deberes para el día siguiente, mientras un alumno desquiciado de posgrado bramaba obscenidades de pie junto al cuerpo agonizante del profesor. Al parecer, un suspenso en un examen parcial había sido el detonante de la agresión; una explicación tan comprensible como cualquier otra.
Clayton ya nunca ponía notas inferiores a notable precisamente para evitar enfrentamientos de ese tipo. No valía la pena jugarse el pellejo por suspender a un estudiante de segundo. A los alumnos que a su juicio estaban al borde de la psicosis asesina les ponía automáticamente notables altos por sus trabajos, independientemente de si los entregaban o no. El responsable de gestión académica del Departamento de Psicología sabía que todo estudiante que obtuviese esa nota del profesor Clayton debía considerarse una amenaza e informaba sobre ello al cuerpo de seguridad del campus.
El semestre anterior, había puesto esas notas a tres alumnos, todos ellos matriculados en su curso de Introducción a las Conductas Aberrantes. Los estudiantes habían rebautizado el curso como «introducción a matar por diversión», nombre que, si bien no del todo exacto, al menos le parecía creativamente rítmico.
– … pues, a fin de cuentas, convertirse en su víctima es lo que motiva las acciones del asesino. Entra en juego una extraña dualidad entre el odio y el deseo. A menudo desean lo que odian, y odian lo que desean. También los mueven la fascinación y la curiosidad. La mezcla da lugar a un volcán de emociones diferentes. Esto, a su vez, se traduce en perversión, que trae consigo el asesinato…
«¿Es eso lo que te está pasando a ti?», preguntó en su fuero interno a la amenaza invisible.
Su mano palpó la parte inferior de la mesa hasta cerrarse en torno a la culata de la pistola semiautomática que tenía allí escondida, en su funda. Acarició el gatillo con el dedo mientras quitaba el seguro con el pulgar. Desenfundó el arma lentamente. Permaneció ligeramente encorvado, como un monje atareado con un manuscrito, intentando ofrecer un blanco más pequeño. Notó una punzada de rabia; el proyecto de ley para asignar fondos a la compra de chalecos antibalas para el profesorado aún estaba pendiente de aprobación por la comisión legislativa, y el gobernador, alegando limitaciones presupuestarias, había vetado hacía poco una partida para modernizar las cámaras de videovigilancia en aulas y salas de conferencias. En cambio, al equipo de fútbol americano se le proporcionarían uniformes nuevos ese otoño, y al entrenador de baloncesto le habían concedido una vez más un aumento, mientras que a los profesores no se les hacía el menor caso, como de costumbre.
La mesa era de acero reforzado. El Departamento de Edificios y Terrenos del campus le había asegurado que sólo podía atravesarla la munición de alta velocidad recubierta de teflón. Sin embargo, tanto Clayton como todos los demás profesores sabían perfectamente que esas balas podían adquirirse en varias tiendas de artículos de caza desde las que se podía llegar caminando a la universidad. También había balas explosivas y de punta hueca disponibles para quienes estuviesen dispuestos a pagar los precios inflados de los establecimientos próximos al campus.
Jeffrey Clayton era un hombre más joven, aún en la etapa optimista de la mediana edad, y libre todavía de la inevitable barriga, los ojos legañosos y desilusionados, y el tono de voz nervioso y asustado tan comunes entre los profesores mayores. Las expectativas de Clayton en la vida, que ya eran mínimas de entrada, no habían empezado a reducirse sino hasta hacía poco tiempo, marchitándose como una planta apartada de la luz en algún rincón sombrío. Todavía conservaba los músculos de brazos y piernas enjutos pero fuertes que le proporcionaban la rapidez de una liebre, y una actitud alerta disimulada por un tic ocasional en la comisura del párpado derecho y las gafas anticuadas de montura metálica que llevaba. Tenía andares de atleta y porte de corredor, pues lo era desde su época de instituto. Algunos profesores apreciaban su sarcástico sentido del humor, un antídoto que contrarrestaba, según él, los efectos de su estudio concienzudo de las causas de la violencia.
«Si me tiro hacia la izquierda -pensó-, el arma quedará en posición de disparo, y mi cuerpo protegido por la mesa. El ángulo para devolver el fuego no será óptimo, pero tampoco quedaré del todo indefenso.»
Se esforzó por hablar con voz monótona.
– … Algunos antropólogos sostienen la teoría de que varias culturas primitivas no sólo producían individuos que en la sociedad actual se convertirían con toda probabilidad en asesinos en serie, sino que los veneraban y los elevaban a categorías sociales destacadas.
No dejó de escrutar a la concurrencia con la mirada. En la cuarta fila, a la derecha, había una joven que se revolvía inquieta. Se retorcía las manos sobre el regazo. «¿Síndrome de abstinencia de anfetaminas? -se preguntó-. ¿Psicosis inducida por la cocaína?» Sus ojos continuaron explorando y se fijaron en un chico alto sentado justo en el centro del auditorio que llevaba gafas de sol, a pesar de la penumbra que reinaba en la sala, tenuemente iluminada por los mortecinos fluorescentes amarillos del techo. El joven estaba sentado muy rígido, con los músculos tensos, como si la soga de la paranoia lo mantuviese atado a su silla. Tenía las manos ante sí, apretadas, pero vacías, tal como Jeffrey Clayton vio de inmediato. Manos vacías. Había que encontrar las manos que ocultaban el arma.
Se oyó a sí mismo dar la conferencia, como si su voz emanara de un espíritu separado de su cuerpo.
– … Cabe suponer, a modo de ejemplo, que el antiguo sacerdote azteca que se encargaba de arrancar el corazón aún palpitante a las víctimas de los sacrificios humanos, bueno, seguramente disfrutaba con su trabajo. Se trataba de asesinatos en serie socialmente aceptados y promovidos. Sin duda el sacerdote se iba a trabajar alegremente cada mañana después de darle un beso en la mejilla a su esposa y alborotarles el pelo a sus pequeños, con el maletín en la mano y el Wall Street Journal bajo el brazo para leerlo en el tren suburbano, ilusionado con pasar un buen día ante el altar de sacrificios…
En la sala resonó un murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.
A lo lejos sonó una sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus chaquetas y mochilas, afanándose durante los últimos segundos de la clase.
«Éste es el momento más peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.
– No lo olviden: les pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las encontrarán en el fondo de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán en el examen…
Los alumnos se levantaron de sus asientos, y él empuñó la pistola sobre sus rodillas. Unos pocos estudiantes empezaron a caminar hacia el estrado, pero él les hizo señas con la mano que le quedaba libre para que se alejaran.
– El horario de despacho está pegado fuera. No habrá más conferencias ahora…
Vio vacilar a una joven. A su lado había un muchacho muy desarrollado, con brazos de culturista y acné galopante, debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban téjanos y sudaderas con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había usado para su corte de pelo. En otras circunstancias, seguramente se lo habría preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.
– Salgan por la puerta trasera -les indicó Clayton en alto, haciendo un gesto de nuevo.
La pareja se detuvo por unos instantes.
– Quiero hablar del examen final -dijo la chica, con un mohín.
– Pídale hora a la secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.
– Será sólo un momento -insistió ella.
– No -contestó él-. Lo siento. -Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente, temeroso de que alguien se estuviese abriendo paso contra el torrente de alumnos, arma en mano.
– Venga, profe, dele un minuto -pidió el novio. Exhibía su actitud amenazadora con tanta naturalidad como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el labio superior-. Ella quiere hablar con usted ahora.
– Estoy ocupado -replicó Clayton.
El joven dio otro paso hacia él.
– Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para…
Pero la chica extendió el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.
– Puedo volver en otro momento -dijo ella, dejando al descubierto sus dientes amarillentos al sonreírle a Clayton con coquetería-. No pasa nada. Necesito una nota alta, y puedo ir a verle a su despacho. -Se pasó la mano en silencio por el pelo, que llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad-. En privado -añadió.
El chico giró sobre sus talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.
– ¿Qué coño significa eso? -preguntó.
– Nada -respondió ella sin dejar de sonreír-. Concertaré una cita. -Pronunció la última palabra en un tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita provocativa acompañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven. Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.
«No hay luz suficiente -pensó-. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los cambia. Debería estar iluminado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.» Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos, buscando a alguien agazapado, listo para atacar.
La luz roja de la alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no acudiría.
«Estoy solo», repitió para sí.
Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.
La figura estaba encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad, esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se notaba que era muy corpulento.
Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.
– Te mataré -dijo en un tono categórico y duro.
Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.
– Te mataré sin dudarlo.
Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.
– Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe a todos sus alumnos con un arma en la mano?
– Cuando es necesario -contestó Clayton.
La figura se levantó de su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro, alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en par en un gesto amistoso.
– No soy un alumno…
– Ya se ve.
– … pero me ha gustado eso de que el asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor? ¿Puede documentarla? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O sólo se lo dice la intuición?
– La intuición -respondió- y la experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y dudo que los haya en un futuro.
El hombre sonrió.
– Habrá leído sobre Ross y su innovadora investigación relativa a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición genética de los asesinos compulsivos?
– Estoy familiarizado con ellos -dijo Clayton.
– Claro que lo está. Usted fue ayudante de investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el trabajo, ¿no? Antes de doctorarse.
– Está usted bien informado.
El hombre empezó a acercarse a él, bajando despacio por los escalones de la sala de conferencias. Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente con ambas manos, en posición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tema el cabello entreverado de gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como corredor de fondo, pero resultaría peligroso en distancias cortas, pues seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos breves.
– Avance despacio -le indicó Clayton-. Mantenga las manos a la vista.
– Le aseguro, profesor, que no soy una amenaza.
– Lo dudo. El detector de metales se ha disparado cuando ha entrado usted.
– De verdad, profesor, que no soy yo el problema.
– Eso también lo dudo -replicó Jeffrey Clayton, cortante-. En este mundo hay amenazas y problemas de toda clase, y sospecho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin movimientos bruscos, por favor.
El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco metros de él.
– La educación ha cambiado desde que yo estudiaba -comentó.
– Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.
El hombre dejó al descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que empuñaba Clayton.
– ¿Me permite enseñarle también mi identificación? -preguntó.
– Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no? ¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?
El hombre sonrió de nuevo.
– A la espalda. -Se levantó lentamente el faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática más pequeña que llevaba enfundada, al cinto-. ¿Satisfecho? -inquirió-. Por favor, profesor, vengo por un asunto oficial…
– «Asunto oficial» es un eufemismo maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora, levántese las perneras. Despacio.
El hombre suspiró.
– Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.
Por toda respuesta, Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre se encogió de hombros y se remangó primero la pernera izquierda, luego la derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un puñal de hoja plana.
El hombre sonrió una vez más.
– Toda protección es poca para alguien de mi profesión.
– ¿Y qué profesión es ésa? -quiso saber Clayton.
– Pues la misma que la suya, profesor. Me dedico a lo mismo que usted. -Vaciló por unos instantes, dejando que otra sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna-. La muerte.
Jeffrey Clayton señaló con la pistola un asiento de la primera fila.
– Puede enseñarme su identificación ahora -dijo.
El visitante de la sala de conferencias se llevó la mano cautelosamente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una cartera de piel sintética. Se la tendió al profesor.
– Tírela aquí y luego siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.
Por primera vez, el hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al instante la disimuló con la misma sonrisa burlona y desenfadada.
– Tanta precaución me parece excesiva, profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo…
El hombre ocupó el asiento en la primera fila, y Clayton se agachó para recoger la cartera de identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.
– ¿Excesiva? -repuso-. Entiendo. Un hombre que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse, informado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea precavido? ¿Tiene idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden judicial nos obliga a abandonar los tests psicológicos de admisión, gracias a la Unión Americana por las Libertades Civiles? Lo consideran violación de la privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. -Clayton sonrió por primera vez-. La precaución -dijo- es una parte esencial de la vida.
El hombre del traje asintió con la cabeza.
– Donde yo trabajo, eso no constituye un problema.
El profesor continuó sonriendo.
– Esa afirmación es una mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.
El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro sobre las palabras SERVICIO DE SEGURIDAD DEL ESTADO. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas, estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo, Robert Martin, junto con su firma y su cargo, que, según constaba, era el de agente especial.
Jeffrey Clayton nunca había visto antes una placa de identificación del territorio propuesto como estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.
– Bien, señor Martin -dijo despacio, al cabo-, ¿o debería llamarle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?
El hombre frunció el entrecejo por unos instantes.
– Nosotros preferimos llamarlo Servicio de Seguridad, profesor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, personalmente, eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así decirlo, más sensibles a estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una llamada de verificación. Quizás así se tranquilice.
– Nada relacionado con el estado cincuenta y uno me tranquiliza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como estado.
– Por suerte, está usted en franca minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la sensación de seguridad que impera allí? Muchos creen que representa los auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.
– También hay muchos que creen que son una panda de criptofascistas.
El agente volvió a sonreír de oreja a oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que había pasado por su rostro unos momentos antes.
– ¿No se le ocurre nada mejor que ese tópico manido? -preguntó el agente Martin.
Clayton no respondió al instante. Le devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía cicatrices de quemaduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja rojiza en el cuello del hombre, y sintió curiosidad por la historia que habría detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una rabia que permanecía latente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clayton había investigado a fondo la relación entre la violencia y la deformidad física, así que decidió tomar buena nota de ello.
Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.
– No sé lo que va a pedirme, pero la respuesta es no -dijo tras un momento de titubeo-. No sé qué necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.
El agente Martin se agachó y recogió el maletín de piel que había dejado a sus pies. Lo arrojó a la tarima, donde cayó con un ruido como el de una bofetada, que resonó en la sala. Se deslizó hasta detenerse junto a una esquina de la mesa.
– Échele un vistazo, profesor.
Clayton hizo ademán de recogerlo, pero se detuvo.
– ¿Qué pasa si no lo hago?
Martin se encogió de hombros, pero la misma sonrisa de gato de Cheshire que había desplegado antes le curvaba las comisuras de la boca.
– Lo hará, profesor. Lo hará. Necesitaría una fuerza de voluntad muy superior a la que tiene para devolverme ese maletín sin examinar lo que contiene. No, dudo que se resista. Lo dudo mucho. Ahora he despertado su curiosidad, o al menos, cierto interés «académico». Está usted ahí sentado, preguntándose qué me ha hecho salir del mundo seguro en que vivo para venir a un sitio donde puede pasar casi de todo, ¿verdad?
– Me da igual por qué ha venido. Y no pienso ayudarlo.
El agente hizo una pausa, no para reflexionar sobre la negativa del profesor, sino como planteándose un enfoque diferente.
– Usted estudió literatura, ¿no, profesor? Cursó la licenciatura, si mal no recuerdo.
– Está usted sumamente bien informado. Así es.
– Es corredor de fondo y aficionado a los libros poco comunes. Son actividades muy románticas. Pero también algo solitarias, ¿no?
Clayton se limitó a mirar con fijeza al agente.
– En parte profesor, en parte ermitaño, ¿me equivoco? Bueno, a mí me iban los deportes más físicos, como el hockey. La violencia que me gusta es la que está controlada, organizada y debidamente regulada. En fin, ¿recuerda el principio de la gran novela La peste, del difunto monsieur Camus? Un momento delicioso, justo allí, en una soleada ciudad norteafricana, en que el médico que no ha sido más que un benefactor para la sociedad ve a una rata salir tambaleándose de las sombras y morir en medio de todo ese calor y esa luz. Entonces se da cuenta de que algo terrible está a punto de ocurrir, ¿no es verdad, profesor? Porque las ratas nunca emergen de las alcantarillas y los rincones oscuros para morir. ¿Recuerda esa parte del libro, profesor?
– Sí -contestó Clayton. Cuando estudiaba en la universidad, había utilizado justo esa imagen en su trabajo final para la asignatura de Literatura Apocalíptica de Mediados del Siglo XX. De inmediato supo que el agente que tenía ante sí había leído ese trabajo, y lo invadió la misma oleada de miedo que cuando había visto encenderse la luz de alarma de debajo de la mesa.
– Ahora está en una situación parecida, ¿no? Sabe que hay algo terrible a sus pies, pues, de lo contrario, ¿por qué iba yo a poner en peligro mi seguridad personal para venir a su aula, donde incluso esa pistola semiautomática quizá llegue a resultar insuficiente algún día?
– No habla usted como un policía, agente Martin.
– Pero lo soy, profesor. Soy un policía de nuestro tiempo y nuestras circunstancias. -Señaló con un gesto amplio el sistema de alarma de la sala de conferencias. Había videocámaras anticuadas instaladas en los rincones, cerca del techo-. No funcionan, ¿verdad? Parecen de hace una década, o quizá de hace más tiempo.
– Tiene razón en ambas cosas.
– Pero las dejan allí con la esperanza de sembrar la duda en la cabeza de alguien, ¿verdad?
– Seguramente ésa es la lógica.
– Me parece interesante -comentó Martin-. La duda puede dar lugar a la vacilación. Y eso le daría a usted el tiempo que necesita para… ¿para qué? ¿Para escapar? ¿Para desenfundar el arma y protegerse?
Clayton barajó varias respuestas y al final las descartó todas. Bajó la vista hacia el maletín.
– He ayudado al Gobierno en varias ocasiones. Nunca ha sido una relación muy provechosa para mí.
El agente reprimió una risita.
– Quizá para usted no. El Gobierno, en cambio, quedó muy satisfecho. Le ponen por las nubes. Dígame, profesor, ¿la herida de su pierna ha cerrado bien?
Clayton asintió con la cabeza.
– Era de esperar que estuviese usted enterado de eso.
– El hombre que se la infligió… ¿qué ha sido de él?
– Sospecho que ya conoce usted la respuesta a esa pregunta.
– En efecto. Está en el corredor de la muerte, en Tejas, ¿no es así?
– Sí.
– Ya no puede presentar más apelaciones, ¿estoy en lo cierto? -Dudo que pueda.
– Entonces cualquier día de éstos le pondrán la inyección letal, ¿no cree?
– No creo nada.
– ¿Le invitarán a la ejecución, profesor? Imagino que bien podría ser un invitado de honor en esa velada tan especial. No lo habrían pillado sin su colaboración, ¿verdad? ¿Y a cuántas personas mató? ¿Fueron dieciséis?
– No, diecisiete. Unas prostitutas en Galveston. Y un inspector de policía.
– Ah, cierto. Diecisiete. Y usted habría podido ser el número dieciocho de no haber tenido buenos reflejos. Usaba un cuchillo, ¿correcto?
– Sí. Usaba un cuchillo. Muchos cuchillos diferentes. Al principio, una navaja automática italiana con una hoja de quince centímetros. Luego la cambió por un cuchillo de caza con sierra, después pasó a utilizar un bisturí y finalmente una cuchilla de afeitar recta como las de antes. Y en una o dos ocasiones empleó un cuchillo para untar afilado a mano, todo lo cual causó una confusión considerable a la policía. Pero no creo que asista a esa ejecución, no.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como si hubiese captado algún sobreentendido.
– Lo sé todo sobre sus casos, profesor -dijo crípticamente-. No han sido muchos, ¿verdad? Y siempre los ha aceptado de mala gana. Eso consta también en su expediente del FBI. El profesor Clayton siempre se muestra reacio a poner sus conocimientos al servicio de la causa que sea. Me pregunto, profesor, ¿qué es lo que le decide a abandonar estas elegantes y deliciosamente sagradas salas para ayudar de verdad a nuestra sociedad? Cuando se ha prestado a ello, ¿ha sido por dinero? No. Al parecer no le preocupan demasiado los bienes materiales. ¿La fama? Es evidente que no. Por lo visto rehuye usted la notoriedad, a diferencia de algunos colegas académicos suyos. ¿La fascinación? Eso parece más verosímil; al fin y al cabo, cuando usted se ha decidido a salir a la luz, ha tenido éxitos notables.
– La suerte me ha favorecido un par de veces, eso es todo. Lo único que hice fue conjeturas más o menos fundadas. Ya lo sabe. El agente respiró hondo y bajó la voz.
– Es demasiado modesto, profesor. Lo sé todo sobre sus éxitos y estoy seguro de que, por mucho que lo niegue, es usted mejor que la media docena de expertos académicos y especialistas cuyos servicios contrata el Gobierno a veces. Estoy al corriente de lo que ocurrió con el hombre de Tejas, y de cómo le dio usted caza, y de la mujer en Georgia que trabajaba en la residencia para ancianos. Estoy al corriente del caso de los dos adolescentes de Minnesota y su pequeño club de asesinos, y de la barca que encontró usted en Springfield, no muy lejos de aquí. Es un villorrio de mala muerte, pero ni siquiera ellos se merecían lo que ese hombre les estaba haciendo. Fueron cincuenta, ¿verdad? Al menos, ésa es la cifra que usted consiguió que confesara. Pero hubo más, ¿verdad, profesor?
– Sí, hubo más. Dejamos de contar al llegar a cincuenta.
– Eran niños pequeños, ¿verdad? Cincuenta niños pequeños abandonados, que se pasaban el día en los alrededores del centro de juventud, que vivían en la calle y murieron en la calle. Nadie se preocupaba mucho por ellos, ¿no?
– Tiene razón -dijo Clayton en tono cansino-. Nadie se preocupaba mucho por ellos. Ni antes ni después de su asesinato.
– Estoy informado sobre él. Un ex asistente social, ¿verdad?
– Si dice que está informado, no tendría que preguntármelo.
– Nadie quiere saber por qué alguien comete un crimen, ¿no es así, profesor? Sólo quieren saber quién y cómo, ¿correcto?
– Desde que se aprobó la enmienda No Hay Excusas a la Cons titución, es como usted dice. Pero es policía y debería saber esas cosas.
– Y usted es el profesor que aún conserva su viejo interés por el trasfondo emocional de los delincuentes; la obsoleta pero a veces desafortunadamente necesaria psicología criminal. -Martin aspiró a fondo-. El perfilista -dijo-. ¿No es así como debo llamarle?
– No le servirá de nada -repitió Clayton.
– El hombre que puede explicarme por qué, ¿verdad, profesor?
– Esta vez no.
El agente sonrió una vez más.
– Estoy al corriente de cada una de las cicatrices que esos casos le dejaron.
– Lo dudo -replicó Clayton.
– No, no, lo estoy.
Clayton señaló el maletín con un movimiento de cabeza.
– ¿Y éste?
– Este es especial, profesor.
Jeffrey Clayton prorrumpió en una sola andanada de carcajadas sarcásticas que retumbaron en la sala vacía.
– ¡Especial! Cada vez que han acudido a mí (y siempre es lo mismo: un hombre con un traje azul o marrón no especialmente caro y un maletín de piel que me habla de algún crimen que sólo puede resolverse con la ayuda de un experto), cada vez me dicen exactamente lo mismo. Da igual que sea un traje del FBI, del Servicio Secreto o de la policía local de alguna gran ciudad o de algún pueblo apartado, siempre me aseguran que se trata de algo especial. Pues bien, ¿sabe qué, agente Martin de la S. S.? No son especiales, en lo más mínimo. Los casos son simplemente terribles. Eso es todo. Son desagradables, sórdidos y nauseabundos. Siempre están relacionados con la muerte en sus aspectos más repugnantes e inmundos. Víctimas de abusos sexuales cortadas en rebanadas o en pedacitos, evisceradas o reducidas a carne picada de muchas maneras tan imaginativas como repugnantes. Pero ¿sabe lo que no son? No son especiales. No, señor. Lo que son es iguales. Son la misma cosa en envoltorios ligeramente distintos. ¿Especial? ¿No? En absoluto. Lo que son es corrientes. Los asesinatos en serie son tan comunes en nuestra sociedad como los resfriados. Son tan habituales como que el sol salga y se ponga a diario. Son una diversión. Un pasatiempo. Un entretenimiento. Joder, deberían publicar las tablas de puntuaciones en la sección de deportes de los periódicos, junto a la clasificación. Así que, quizás esta vez, por muy perplejos y desconcertados que estén ustedes, por mucha frustración que les cause, esta vez pasaré.
El agente se removió en su asiento.
– No -murmuró-. No lo creo.
Clayton observó al agente Martin levantarse despacio de su silla. Por primera vez, advirtió un brillo amenazador en los ojos del hombre, que se achicaron y se clavaron en él con la mirada intensa que un tirador experto posa en su objetivo milisegundos antes de apretar el gatillo. Al hablar, su voz sonó fría y rígida como un estilete, y cada palabra fue como una puñalada.
– Quédese con el maletín. Examine su contenido. Encontrará el número de un hotel local donde podrá localizarme después. Espero su llamada esta tarde.
– ¿Y si me niego? -preguntó Clayton-. ¿Y si no llamo?
El agente, sin despegar la vista de él, respiró hondo antes de contestar.
– Jeffrey Clayton, profesor de Psicología Anormal en la Uni versidad de Massachusetts. Nombrado para el puesto poco después del cambio de siglo. Se le concedió la cátedra tres años después por mayoría. Soltero. Sin hijos. Un par de novias ocasionales entre las que le gustaría decidirse para sentar la cabeza, pero no lo hace, ¿verdad? Quizás hablemos de eso en otro momento. ¿Qué más? Ah, sí. Le gusta la bicicleta de montaña y jugar partidos rápidos de baloncesto en el gimnasio, además de correr entre diez y doce kilómetros diarios. Su producción de escritos académicos es más bien modesta. Ha publicado varios estudios interesantes sobre conductas homicidas, que no han despertado un interés generalizado, pero que sí han llamado la atención de las autoridades policiales de todo el país, que tienden a respetar su erudición mucho más que sus colegas del mundo universitario. Daba conferencias de vez en cuando en la Di visión de Estudios Conductuales del FBI en Quantico, antes de que la cerraran. Malditos recortes de presupuesto. Ha sido profesor invitado en la Escuela John Jay de Justicia Criminal en Nueva York…
El agente hizo una pausa para recuperar el aliento.
– Veo que tiene usted mi currículo -lo interrumpió Clayton.
– Grabado en la memoria -contestó el agente con aspereza.
– Puede haberlo conseguido en el Departamento de Relaciones Públicas de la universidad.
El agente Martin asintió con la cabeza.
– Tiene una hermana que vive en Tavernier, Florida, y que nunca ha estado casada, ¿me equivoco? En eso se parece a usted. ¿No es una coincidencia intrigante? Ella cuida de su anciana madre. De su inválida madre. Y trabaja para una revista de allí. Inventa juegos de ingenio. Qué trabajo tan interesante. ¿Tiene ella el mismo problema con la bebida que usted? ¿O consume algún otro tipo de sustancia?
Clayton enderezó la espalda en su asiento.
– Yo no tengo un problema con la bebida. Ni tampoco mi hermana.
– ¿No? Mejor. Me alegro de oírlo. Me pregunto cómo se habrá colado ese pequeño detalle en mi investigación…
– Eso no puedo saberlo. -No, supongo que no.
El policía se rio otra vez.
– Lo sé todo sobre usted -dijo-. Y sé mucho sobre su familia. Es usted un hombre que ha conseguido algunos logros. Un hombre con una reputación interesante en el campo de los asesinatos.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que su colaboración en varios casos ha sido fructífera, pero usted no muestra el menor interés en hacer un seguimiento de dichos éxitos. Ha trabajado con las figuras más eminentes de su especialidad, pero parece satisfecho con su propio anonimato.
– Eso -repuso Clayton con brusquedad- es asunto mío.
– Tal vez. Tal vez no. ¿Sabe que a sus espaldas los alumnos le llaman «el Profesor de la Muerte»?
– Sí, lo había oído.
– Pues bien, Profesor de la Muerte, ¿por qué se empeña en continuar trabajando aquí, en una universidad estatal grande, con fondos insuficientes y en muchos aspectos destartalada, relativamente en secreto?
– Eso también es asunto mío. Me gusta este sitio.
– Pero ahora también es asunto mío, profesor.
Clayton no respondió. Sus dedos se deslizaron sobre el acero de la pistola que descansaba en la mesa, ante él.
El agente habló con voz áspera, casi ronca.
– Va usted a recoger el maletín, profesor. Va a examinar su contenido. Luego me llamará y me ayudará a resolver mi problema.
– ¿Está seguro? -dijo Clayton, en un tono más desafiante del que pretendía.
– Sí -respondió el agente Martin-. Sí, estoy convencido. Y no sólo porque sé todas esas cosas sobre su currículum vítae, esas chorradas sobre las biografías de toda esa gente y la información de relleno de las relaciones públicas, y no sólo porque me he leído el expediente del FBI sobre usted, sino porque sé algo más, algo más importante, algo que esas agencias, universidades, periódicos, alumnos, profesores y el resto de la gente no sabe. Yo mismo me he convertido en estudiante, profesor. Estudio a un asesino. Y, de rebote, ahora le estudio a usted. Y eso me ha llevado a descubrimientos interesantes.
– ¿Qué descubrimientos, si puede saberse? -preguntó Clayton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.
El agente Martin sonrió.
– Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada, pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.
– Hopewell, Nueva Jersey -susurró el agente-. Allí pasó usted sus primeros nueve años de vida… hasta una noche de octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?
– ¿Cuando empezó qué? -espetó Clayton.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como un niño en un patio de colegio que comparte un secreto.
– Ya sabe a qué me refiero. -Hizo una pausa para observar el impacto de sus palabras en el semblante de Clayton, como si éste no esperase una respuesta a su pregunta. Dejó que el silencio que invadió el espacio entre ellos envolviese al profesor como bruma matinal en un día fresco de otoño. Luego asintió con la cabeza-. De verdad espero recibir noticias suyas esta tarde, profesor. Hay mucho trabajo por hacer y me temo que poco tiempo para realizarlo. Lo mejor será poner manos a la obra cuanto antes.
– ¿Se trata de una especie de amenaza, agente Martin? En ese caso, más vale que sea más explícito, porque no tengo la menor idea de lo que me habla -dijo Clayton rápidamente, demasiado para resultar convincente, como comprendió en el momento en que las palabras salieron de manera atropellada de su boca.
El agente se sacudió ligeramente, como un perro al despertar de su siesta.
– Ah -contestó pasivamente-. Sí, creo que sí que tiene idea. -Titubeó por unos instantes-. Creía que podía esconderse, ¿verdad?
Clayton no respondió.
– ¿Creía que podría esconderse para siempre?
El agente hizo un último gesto en dirección al maletín, que estaba apoyado contra una esquina de la mesa. Luego se volvió y, sin mirar atrás, subió a paso veloz los escalones con movimientos ágiles y enérgicos. Dio la impresión de que la oscuridad del fondo de la sala se lo tragaba. Un torrente de luz invadió la estancia cuando la puerta trasera se abrió al pasillo bien iluminado, y la silueta de las anchas espaldas del agente apareció en el vano. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando por fin al profesor solo en la tarima.
Jeffrey Clayton se quedó sentado inmóvil, como fusionado con su asiento.
Por un instante miró en torno a sí con ojos desorbitados, respirando con dificultad. De pronto le pareció insoportable que no hubiera ventanas en la sala de conferencias. Era como si le faltase el aire. Con el rabillo del ojo, vio que la luz roja de la alarma continuaba parpadeando apremiante, desatendida.
Clayton se llevó la mano a la frente y lo comprendió: «Mi vida se ha acabado.»