2 Un problema persistente

Atravesó el campus andando despacio, haciendo caso omiso de los grupos de estudiantes que bloqueaban el paso en los caminos, distraído por pensamientos fríos y una angustia gélida que parecía proceder de un rincón desconocido de su interior.

El anochecer acechaba en los confines de aquella tarde de otoño, filtrando la oscuridad a través de las ramas desnudas de los pocos robles que aún salpicaban el paisaje de la universidad. Una breve racha de viento frío penetró a través del abrigo de lana de Jeffrey Clayton, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Irguió la cabeza por un momento y dirigió la mirada hacia el oeste, donde la veta morada rojiza del horizonte se arrugaba en las colinas lejanas. El cielo mismo parecía desvanecerse en una docena de tonos de gris claro, cada uno de ellos un anuncio del invierno que se acercaba inexorable. Para Clayton era la peor época del año en Nueva Inglaterra, cuando la sinfonía de colores otoñales se había apagado y aún no caían las primeras nevadas. El mundo parecía replegarse en sí mismo, vacilante como un anciano cansado de la vida, avanzando trabajosamente sostenido por huesos viejos y quebradizos que duelen con cada paso, cumpliendo los deberes rutinarios, consciente de que la primera helada de la muerte estaba próxima.

A unos cincuenta metros de distancia, frente a la sala Kennedy, uno de tantos edificios desangelados de cemento que habían reemplazado los antiguos ladrillos y la hiedra, estalló una trifulca. La brisa fría transportaba las voces airadas. Jeffrey se agachó y se parapetó tras un árbol. Más valía no ser alcanzado por una bala perdida, pensó. Aguzó el oído, pero no logró dilucidar el motivo de la discusión; no oía más que torrentes de obscenidades lanzadas de un lado a otro como hojas secas arrastradas por un remolino.

Vio a un par de policías del campus dirigirse a toda prisa hacia el alboroto. Llevaban botas pesadas con puntera metálica y coraza de cuerpo entero. Sus pisadas sonaban como cascos de caballos contra el pavimento de macadán. No se les veían los ojos tras la visera opaca de su casco. Advirtió que un segundo par de agentes se acercaba a toda prisa desde otra dirección. Cuando pasaron corriendo, una farola se encendió de pronto, arrojando una luz amarilla que destelló en sus armas desenfundadas. Ahora la policía del campus sólo patrullaba en parejas; Clayton tenía entendido que desde el incidente que se había producido en el semestre de invierno, cuando varios miembros de una hermandad universitaria habían apresado a un secreta que trabajaba en una operación antinarcóticos y le habían prendido fuego en el sótano después de arrancarle la ropa y perpetrar toda clase de vejaciones contra su cuerpo inconsciente. Un exceso de alcohol y de drogas, un poco de queroseno, y una absoluta falta de escrúpulos.

El agente había muerto y la casa de la hermandad había quedado reducida a cenizas. Los tres estudiantes responsables de lo ocurrido nunca fueron juzgados por el crimen, pues el incendio había acabado con casi todas las pruebas, aunque en el campus todo el mundo sabía quiénes eran. Ahora sólo quedaba uno de los tres. Uno había muerto antes de la graduación en circunstancias extrañas en una de las torres donde vivían los estudiantes. O se había caído o lo habían empujado desde la planta vigésimo segunda por un hueco de ascensor vacío. El otro se había matado en un accidente de tráfico una noche de agosto en el cabo Cod, cuando su coche deportivo cayó en una ciénaga en la que crecían arbustos de arándanos y se ahogó.

Había pruebas, según le habían contado a Jeffrey, de que había habido otro vehículo involucrado, y de que se había producido una persecución a gran velocidad y a altas horas de la noche. Sin embargo, la policía del estado en aquella jurisdicción lo había declarado un accidente de un solo coche. El cuerpo de seguridad del campus era, naturalmente, una delegación de la policía estatal.

Se rumoreaba que el tercer estudiante había regresado para cursar el último año de carrera, pero nunca salía de su habitación y enloquecía por momentos o se estaba muriendo lentamente de inanición, atrincherado en la residencia.

Ahora, a la vista de Clayton, los cuatro policías se abrían paso entre la multitud. Uno de ellos blandía una porra de grafito describiendo un arco amplio. A su izquierda se oyó el ruido de un vidrio que se hacía añicos seguido de un agudo alarido de dolor. Clayton salió de detrás del árbol y vio que el tumulto se había dispersado y perdido intensidad, y que varios estudiantes se alejaban a paso veloz. Los cuatro agentes tenían a sus pies a un par de jóvenes esposados y tirados en el frío suelo. Uno de los adolescentes arqueó la espalda para escupir a los policías, que respondieron propinándole una fuerte patada en las costillas. El chico pegó un grito que resonó entre los edificios del campus.

El profesor se fijó entonces en un puñado de mujeres jóvenes que observaban la escena desde una ventana en la primera planta de la Facultad de Gestión Racial. Por lo visto el espectáculo les parecía divertido, pues señalaban y se reían, a salvo tras el cristal antibalas de la ventana. Sus ojos se desplazaron hasta la planta baja del edificio de aulas, que estaba a oscuras. Esta era la norma para casi todos los departamentos en el recinto universitario; se consideraba demasiado difícil y caro mantener abiertas las oficinas y las aulas situadas a nivel del suelo. Había demasiados robos, demasiado vandalismo. Así pues, las plantas bajas habían quedado abandonadas y ahora estaban llenas de pintadas y vidrios rotos. Se habían instalado puestos de seguridad al pie de las escaleras que conducían a las plantas superiores, lo que impedía la entrada de la mayor parte de las armas en las aulas. No obstante, el problema que había surgido recientemente era la propensión de algunos estudiantes a provocar incendios en las habitaciones vacías situadas debajo de las aulas donde debían examinarse. Ahora, durante la época de exámenes, el cuerpo de seguridad hacía pruebas soltando perros guardianes en los recintos desocupados. Los animales tendían a aullar mucho, lo que dificultaba la concentración durante el examen, pero, por lo demás, el plan parecía funcionar.

Los policías habían levantado a los dos estudiantes detenidos y ahora caminaban en dirección a Clayton. Éste se percató de que se mantenían vigilantes, volviendo la cabeza a izquierda y derecha, mirando hacia las azoteas.

«Francotiradores», pensó Clayton. Prestó atención por si oía el zumbido de un helicóptero que también estuviese guardándoles las espaldas.

Por un momento supuso que sonarían disparos, pero no ocurrió. Esto le sorprendió; se creía que más de la mitad de los veinticinco mil estudiantes de la universidad iban armados casi todo el tiempo, y practicar el tiro al blanco de vez en cuando con policías del campus era un rito iniciático, tal como lo era un siglo atrás darse ánimos antes de un partido. Los sábados por la noche el Servicio Sanitario para Estudiantes atendía de promedio a una media docena de víctimas de tiroteos al azar, además de los casos habituales de apuñalamientos, palizas y violaciones. En general, sin embargo, sabía que las cifras no eran terroríficas, sólo constantes. Le recordaban la suerte que tenía de que la universidad estuviese en una ciudad pequeña y aún eminentemente rural. Las estadísticas en los centros educativos importantes de las grandes urbes eran mucho peores. La vida en esos mundos era realmente peligrosa.

Enfiló el camino, y uno de los policías se volvió hacia él.

– Hola, profesor, ¿cómo le va?

– Bien. ¿Ha habido algún problema?

– ¿Lo dice por estos dos? Qué va. Son estudiantes de Empresariales. Se creen que ya son dueños del mundo. Sólo pasarán la noche en el trullo. Así se les bajarán los humos. Tal vez así aprendan la lección. -El policía dio un tirón a los brazos torcidos del adolescente, que soltó una maldición por el dolor. Pocos agentes de seguridad del campus habían cursado siquiera una asignatura universitaria en su vida. En su mayoría eran producto del nuevo sistema de formación profesional del país, y en general despreciaban a los universitarios entre los que vivían.

– Bien. ¿Nadie se ha hecho daño?

– Esta vez no. Oiga, profesor, ¿está solo?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

El policía vaciló. Su compañero y él sujetaban a uno de los combatientes entre los dos, y lo iban arrastrando por el camino. El agente negó con la cabeza.

– No debería andar solo, sobre todo al anochecer, profesor. Ya lo sabe. Debería llamar al servicio de escolta. Podrían enviarle a un guardia que le acompañe hasta el aparcamiento. ¿Va armado?

Jeffrey dio unas palmaditas a la pistola semiautomática que llevaba al cinto.

– Vale -dijo el policía despacio-. Pero, profesor, lleva la chaqueta abotonada y con la cremallera subida. Tiene que poder echar mano del arma rápidamente, sin necesidad de quedarse medio desnudo antes de poder disparar un solo tiro. Joder, para cuando consiga sacar la pistola, uno de esos estudiantes estirados de primero con un fusil de asalto y una buena dosis de mala baba y de pastillas le convertirá en un queso Gruyere…

Los dos policías prorrumpieron en carcajadas, y Jeffrey asintió con la cabeza, sonriendo.

– Sería una forma bastante desagradable de morir. Convertido en un psicosándwich o algo así -comentó-. Un poco de jamón, un poco de mostaza y Gruyere. Suena bien.

Los policías seguían riendo.

– Vale, profesor. Tenga cuidado. No quiero acabar metiéndole en una bolsa de cadáveres. Procure ir por caminos distintos cada vez.

– Chicos -replicó Jeffrey, con los brazos abiertos en un gesto amplio-, no soy tan tonto. Así lo haré, por supuesto.

Los agentes asintieron con la cabeza, pero él sospechaba que estaban convencidos de que cualquiera que enseñara en la universidad era, sin lugar a dudas, tonto. Con otro tirón a los brazos de sus prisioneros, reanudaron la marcha. El joven gritó que su padre los demandaría por brutalidad policial, pero sus quejas y chillidos quedaron disipados por el viento de primera hora de la noche.

Jeffrey los observó alejarse por el patio interior. Su camino estaba iluminado por el resplandor amarillento de las farolas, que tallaban círculos de luz en la oscuridad creciente. Luego echó a andar de nuevo a toda prisa. No se detuvo a mirar un coche incendiado con un cóctel Molotov que ardía sin control en uno de los aparcamientos que no tenían vigilancia. Unos momentos después, una estudiante prostituta surgió de las sombras para ofrecerle sexo a cambio de créditos académicos, pero él rehusó enseguida y siguió adelante, pensando de nuevo en el maletín que llevaba y el hombre que al parecer sabía quién era él.

Su apartamento estaba a varias manzanas del campus, en una calle lateral relativamente tranquila donde antes se encontraban las llamadas residencias para el personal docente. Se trataba de casas más antiguas de tablas, encaladas, con estructura de madera y unos ligeros toques Victorianos: amplias galerías y vidrieras biseladas. Una década atrás tenían gran demanda, en parte por su interés nostálgico y su solera de siglos. Sin embargo, como todo lo que era antiguo en la comunidad, el sentido práctico había disminuido su valor; se prestaban a allanamientos, pues estaban aisladas, bastante retiradas de las aceras, a la sombra de árboles y arbustos, lo que las hacía vulnerables, junto con un cableado obsoleto e inadecuado para los sistemas de alarma con detección de calor. El apartamento del propio Clayton contaba con un dispositivo de videovigilancia más anticuado.

Por costumbre, era lo primero que comprobaba al llegar. Un visionado rápido de la grabación le mostró que los únicos que habían visitado su casa eran el cartero del lugar -acompañado, como siempre, por su perro de ataque-, y, poco después de marcharse éste, dos mujeres jóvenes con pasamontañas para que no las reconocieran. Habían intentado accionar el picaporte -buscando la forma fácil de entrar-, pero el sistema de choques eléctricos que él mismo había instalado las hizo cambiar de idea. No era lo bastante potente para matar a una persona, pero sí para que quien tocase el picaporte sintiera que le machacaban el brazo con un ladrillo. Al ver a una de las mujeres caer al suelo, aullando de rabia y dolor en las imágenes grabadas, experimentó cierta satisfacción. Él había diseñado el sistema, basándose en sus conocimientos de la naturaleza humana. Es probable que cualquiera que intente entrar por la fuerza en algún sitio pruebe primero con el picaporte, sólo para asegurarse de que la puerta esté efectivamente cerrada con llave. La suya, por descontado, no lo estaba. En cambio, estaba electrificada con una corriente de setecientos cincuenta voltios. Volvió a poner en marcha la cámara de vídeo.

Sabía que al final del día debía tener hambre, pero no era el caso. Exhaló un suspiro lento y sonoro, como si estuviera exhausto, entró en su pequeña cocina y sacó una botella de vodka finlandés del congelador. Se llenó un vaso y bebió un sorbo de la parte superior. Dejó que aquel líquido amargo y frío estimulara su espíritu mientras descendía por su interior. A continuación, se dirigió a su sala de estar y se dejó caer en un sillón de cuero. Vio que tenía un mensaje en el contestador automático, y supo también que haría caso omiso de él. Se inclinó hacia delante y luego se detuvo. Tomó otro trago de su vaso y echó la cabeza atrás.

«Hopewell.

»Yo sólo tenía nueve años.»

No, había algo más.

«Yo tenía nueve años y estaba aterrorizado.»

«¿Qué sabe uno cuando tiene nueve años? -se preguntó de repente. Volvió a soltar el aire despacio, y se respondió-: No sabe nada, y a la vez lo sabe todo.»

Jeffrey Clayton se sintió como si alguien le clavara un alfiler en la frente. Ni siquiera el alcohol le aliviaba el dolor.

Fue en una noche como aquélla, aunque quizá no tan fría, y la lluvia preñaba el aire. «Me acuerdo de la lluvia -pensó- porque, cuando salimos, me caía encima como escupitajos, como si yo hubiese hecho algo malo. La lluvia parecía ocultar todas las palabras airadas, y él estaba de pie en el umbral, callado por fin después de todos aquellos gritos, mirándonos marchar.»

¿Qué fue lo que dijo?

Jeffrey se acordó: «Te necesito, a ti y a los niños…»

Y la respuesta de ella: «No, no nos necesitas. Te tienes a ti mismo.»

Y él había insistido: «Formáis parte de mí…»

Luego Jeffrey había notado que la mano de su madre lo empujaba hacia el interior del coche y lo sentaba con brusquedad en su asiento. Recordó que ella llevaba en brazos a su hermana pequeña, que lloraba, y sólo habían tenido tiempo de meter un poco de ropa en una mochila pequeña. «Nos metió en el coche a toda prisa -pensó- y dijo: "No miréis atrás. No le miréis."» Acto seguido, el coche arrancó.

Evocó la imagen de su madre. Aquélla había sido la noche en que había envejecido, y el recuerdo lo asustaba. Intentó convencerse de que no tenía por qué preocuparse.

«Nos fuimos de casa, eso es todo.

»Habían tenido un altercado. Uno de tantos. Este resultó peor que los demás, pero sólo porque fue el último. Yo me había refugiado en mi habitación, intentando no oír sus palabras. ¿Por qué discutían? No lo sé. Nunca se lo pregunté. Nadie me lo dijo. Pero ese día todo había terminado, y eso sí que lo sabía. Subimos al coche, nos marchamos y nunca volvimos a verlo. Ni una sola vez. Jamás.» Tomó otro trago largo.

«En fin. Otra triste historia, pero nada tan fuera de lo común. Una relación con malos tratos. La mujer y los hijos se van antes de que alguien salga perjudicado de forma irreparable. Ella fue valiente. Hizo lo correcto. Lo abandonó, en un mundo diferente, para que nos criáramos en un lugar donde él no pudiese hacernos daño. No es algo atípico. Evidentemente, tiene secuelas psicológicas. Lo sé por mis propios estudios, mi propia terapia. Pero está superado, todo superado.

»No quedé traumatizado de por vida.»

Paseó la vista por el interior de su apartamento. En un rincón había un escritorio cubierto de papeles. Un ordenador. Muchos libros apretujados desordenadamente en estantes. Muebles funcionales, nada que no pudiera olvidarse o reemplazarse fácilmente si lo robaban. Tenía algunos de sus títulos y diplomas expuestos en una pared. Había un par de reproducciones enmarcadas de clásicos comunes del arte moderno del siglo XX, incluidas la lata de sopa de Warhol y las flores de Hockney. Las había puesto ahí para salpicar un poco de color en la habitación. También había colgado unos pósters de películas, porque le gustaba la sensación de acción que transmitían, pues a menudo su vida le parecía demasiado reposada, seguramente demasiado gris, y no estaba muy seguro de cómo cambiarla.

«Entonces -se preguntó a sí mismo-, ¿por qué cuando un desconocido alude a la noche en que, cuando eras niño, dejaste tu hogar, te dejas llevar por el pánico?»

De nuevo insistió: «No he hecho nada malo. -Entonces le vino a la memoria-. Ella dijo: "Nos vamos…", y nos fuimos. Y luego empezamos una nueva vida, muy lejos de Hopewell.»

Se sonrió. «Nos fuimos al sur de Florida. Igual que los refugiados que llegaban allí de Cuba y Haití. Nosotros éramos refugiados de una dictadura parecida. Era un buen lugar para perderse. No conocíamos a nadie. No teníamos parientes allí, ni amigos, ni contactos, ni trabajo, ni escuela. No se daba una sola de las condiciones por las que habitualmente alguien se muda a una nueva localidad. Nadie nos conocía, y nosotros no conocíamos a nadie.»

De nuevo le vinieron a la mente las palabras de su madre. Un día -¿un mes después, quizá?-, dijo que ése era el lugar donde él nunca los buscaría. Se había criado en el norte, por lo que detestaba el calor. Odiaba el verano, y sobre todo la densa humedad de los estados del Atlántico medio. Ocasionaba que le salieran unas ronchas rojas en la piel y que el asma se le agudizara de modo que el menor esfuerzo la hacía jadear. Así pues, les había dicho a él y a su hermana pequeña: «Nunca se le pasará por la cabeza que me he ido al sur. Creerá que me he trasladado a Canadá, yo siempre hablaba de Canadá…» Y ésa fue la explicación.

Jeffrey pensó en Hopewell, una población rural rodeada de granjas; eso es lo que sabía y recordaba de ella. Estaba próxima a Princeton, que había albergado una universidad prestigiosa hasta que los disturbios raciales de principios de siglo en Newark se habían propagado sin control, como una llama en un reguero de gasolina, y habían recorrido ochenta kilómetros de carretera hasta la universidad, que había acabado asolada por los incendios y los saqueos. Por otra parte, la ciudad era célebre porque, años antes de que él naciera, había sido escenario de un secuestro famoso.

«Pero nos marchamos -se recordó a sí mismo-. Y ya nunca volvimos.»

Apuró el vaso de vodka de un trago, echándose al gaznate lo que quedaba del aguardiente. De pronto lo invadió una rabia desafiante. «Ya nunca volvimos -se repitió tres o cuatro veces-. Que te den, agente Martin.»

Tenía ganas de tomarse otra copa, pero no le pareció apropiado. Luego pensó: «¿Por qué no?» Pero esta vez sólo se sirvió medio vaso, y se obligó a beber a sorbos, despacio. Se agachó, recogió el teléfono del suelo y marcó rápidamente el número de su hermana en Florida.

La señal de llamada sonó una vez, y colgó. No le gustaba telefonearlas a menos que tuviera algo que decir, y hubo de admitir que de momento no tenía más que preguntas.

Se reclinó hacia atrás, cerró los ojos y visualizó la casita donde habían vivido juntos. «La marea está bajando -pensó-. Estoy seguro de ello. La marea está bajando, y puedes alejarte cien, no, doscientos metros de la orilla e intentar oír el sonido de una raya leopardo al liberarse saltando de uno de los canales para caer con un sonoro chapuzón en el agua azul celeste. Eso estaría bien. Volver a los Cayos Altos, caminar por el agua poco profunda.» Quizá vería emerger la cola de un pez zorro, reluciente a la luz mortecina de la tarde, o la aleta de un tiburón cortando la superficie cerca de un banco de arena, en busca de un bocado fácil.

«Susan sabría adónde ir, y seguro que pescaríamos algo.»

Cuando eran jóvenes, los dos hermanos pasaban horas juntos, de pesca. Jeffrey tomó conciencia de que ahora ella iba sola.

Se dio el lujo de revivir la sensación del suave vaivén de la tibia agua de mar en torno a sus piernas, pero cuando abrió los ojos, no vio más que el maletín de piel del agente, tirado en el suelo de cualquier manera ante él.

Lo recogió y se disponía a lanzarlo al otro extremo de la habitación, pero se detuvo cuando estiraba el brazo hacia atrás para tomar impulso.

«Seguro que no contienes más que otra pesadilla -pensó-. He permitido que mi vida se infeste de pesadillas, así que una más no significará nada.»

Jeffrey Clayton se recostó en el sillón, suspiró y abrió el cierre de metal barato del maletín.


Dentro había tres carpetas de papel de Manila de color habano. Les echó un vistazo rápido a las tres y vio que todas contenían más o menos lo que él esperaba: fotos de escenas del crimen, informes policiales truncados y un protocolo de la autopsia de cada una de las tres víctimas. «Estas cosas siempre empiezan así -se dijo-. Un policía me pasa unas fotografías convencido de que, por arte de magia, las miraré y al instante podré decirle quién es el asesino.» Exhaló un suspiro hondo, abrió una carpeta tras otra y esparció los documentos en el suelo, frente a sí.

En cuanto vio las fotografías a la luz, comprendió la preocupación del agente Martin. Tres chicas muertas, todas, a primera vista, de menos de quince años, con cortes similares en su cuerpo desnudo, y colocadas tras su muerte en posturas parecidas. ¿Las habían matado con una navaja de barbero?, se preguntó de inmediato. ¿Con un cuchillo de caza? Yacían boca arriba en el suelo, sin ropa, con los brazos extendidos hacia los lados. Era la posición en que se tumban los niños cuando quieren dejar la silueta de un ángel en la nieve reciente. Recordaba haber trazado esas figuras de pequeño, antes de que se mudaran al sur. Sacudió la cabeza. «Un simbolismo religioso evidente», anotó mentalmente. Era como si las hubiesen crucificado; supuso que eso era, de un modo extraño, lo que les habían hecho en realidad. Echó otra ojeada a las fotografías y observó que a todas las víctimas les habían cortado el dedo índice de la mano derecha. Sospechaba que les faltaba también alguna otra parte del cuerpo, o quizás un mechón de cabello.

– Seguro que te gusta llevarte recuerdos -le dijo en voz alta al asesino que inexorablemente comenzaba a cobrar forma en su imaginación, casi como si se estuviera materializando de la nada a una persona sentada ante él.

Examinó por encima las zonas en que se encontraban los cadáveres. Uno parecía estar en un bosque; la joven yacía con los brazos abiertos sobre una superficie plana de roca. La segunda se hallaba en un terreno considerablemente más pantanoso, con un lodo espeso y cenagoso, y lianas y zarcillos retorcidos. «Cerca de un río», pensó Clayton. Le costó más determinar dónde estaba la tercera; aparentemente se trataba también de una zona rural, pero el crimen se había cometido a todas luces a principios del invierno; la tierra se hallaba cubierta de nieve limpia en algunas partes, y el cuerpo sólo estaba parcialmente descompuesto. Clayton estudió la imagen un poco más de cerca, buscando rastros de sangre, pero no había muchos.

– Así que las metiste en tu coche y las llevaste a esos lugares después de matarlas, ¿no?

Meneó la cabeza. Sabía que eso supondría un problema. Siempre resultaba más fácil sacar conclusiones de una escena del crimen cuando el asesinato realmente se había cometido allí. El desplazamiento de los cadáveres constituía una dificultad añadida para las autoridades.

Se levantó de su asiento, esforzándose por pensar, y regresó a la cocina, donde se sirvió otro vaso de vodka. Tomó de nuevo un trago largo y asintió para sí, complacido con el aturdimiento que el alcohol empezaba a causarle. De pronto, se percató de que el dolor de cabeza había desaparecido y volvió a los documentos esparcidos en el suelo de su pequeña sala de estar.

Continuó hablando en voz alta, con un sonsonete, como un niño que se divierte solo en su habitación con un juego.

– Autopsia, autopsia, autopsia. Apuesto veinte pavos a que violaste a todas las chicas una vez muertas y a que no eyaculaste, ¿verdad, colega?

Cogió los tres informes y, deslizando el dedo rápidamente por el texto de cada uno, encontró la información del patólogo que buscaba.

– He ganado -dijo, de nuevo en alto-. Veinte pavos. Dos billetes de diez. Veinte machacantes. En realidad, estaba cantado. Yo tenía razón, como de costumbre.

Tomó otro trago.

– Si eyaculaste, fue al matarlas, ¿no, chaval? Es el momento más intenso. Tu momento. ¿El momento de la luz? ¿El destello de una gran explosión detrás de los ojos, directo al cerebro, que llega hasta el alma? ¿Algo tan maravilloso y místico que te deja sin aliento?

Hizo un gesto de afirmación. Miró al otro extremo de la sala de estar y, gesticulando hacia una silla vacía, se dirigió a ella, como si el asesino acabara de entrar en la habitación.

– ¿Por qué no te sientas? Aligera la carga de tus pies.

Comenzó a trazar un retrato en su mente. «No demasiado joven -pensó-. De aspecto anodino. Blanco. Nada amenazador. Quizás un poco tímido, o un cerebrito. Sin duda un solitario.» Soltó una carcajada cuando los rasgos del asesino empezaron a definirse ante sus ojos, tal vez porque no sólo estaba describiendo a un asesino en serie absolutamente típico, sino también a sí mismo. Continuó hablándole a su fantasmal visita en tono sarcástico y ligeramente cansino.

– ¿Sabes qué, colega? Te conozco. Te conozco bien. Te he visto docenas, cientos de veces. Te he observado durante los juicios. Te he entrevistado en tu celda. Te he sometido a una serie de pruebas científicas y medido tu estatura, peso y apetito. Te he aplicado el test de Rorschach, inventarios multifásicos de Minnesota y he determinado tu cociente intelectual y tu tensión arterial. Te he extraído sangre del brazo y he analizado tu ADN. Joder, incluso he asistido a tu autopsia tras tu ejecución, y examinado con el microscopio muestras de tu cerebro. Te conozco al derecho y al revés. Tú te crees único y superpoderoso, pero, sintiéndolo mucho, chaval, no lo eres. Presentas las mismas tendencias y perversiones de mierda que otros mil tipos que son como tú. Los registros están llenos de casos que en nada difieren del tuyo. Carajo, también lo están las novelas populares. Hace siglos que existes, en una forma u otra. Y si crees que has hecho algo verdaderamente único y demoníacamente extraordinario, te equivocas de medio a medio. Eres un tópico. Algo tan corriente como un resfriado en invierno. No te gustaría oír eso, ¿verdad? Esa voz furiosa de tu interior se pondría a escupir bilis y a exigirte todo tipo de cosas, ¿no? Sentirías el impulso de salir a aullarle a la luna llena y quizás a raptar a otra joven, sólo para demostrar que voy errado, ¿verdad? Pero ya sabes, macho, que en realidad lo único que tienes de especial es que no te han pillado todavía y que probablemente nunca te pillarán, no porque seas una jodida lumbrera, como sin duda te crees, sino porque nadie tiene tiempo ni ganas, porque hay cosas mejores que hacer que ir por ahí persiguiendo a chalados, aunque no tengo ni puta idea de cuáles pueden ser esas cosas. En fin, casi siempre eso es lo que ocurre. Te dejan en paz porque a nadie le importa tanto. No causas el impacto acojonante que tú te crees…

Suspiró, rebuscó en el interior de la carpeta el número de teléfono que el agente Martin le había asegurado que estaba allí y lo encontró en un trozo de papel amarillo. Echó otro vistazo rápido a las fotografías y los documentos, sólo para cerciorarse del todo de que no hubiera pasado por alto algún detalle evidente o revelador, y dio otro trago al vaso de vodka. Se reprochó a sí mismo la aprensión y el horror que se habían apoderado de él cuando el policía lo había amenazado de forma tan indirecta.

«¿Quién soy yo en realidad?»

Respondió con un suspiro: «Soy quien soy.»

«Un experto en muertes atroces.»

Con la mano con que sostenía el vaso, señaló con un gesto suave y desdeñoso los tres expedientes que estaban en el suelo, delante de él.

– Previsible -dijo en voz alta-. Totalmente previsible. Y, a la vez, seguramente imposible. No es más que un asesino enfermo y anónimo más. No es eso lo que usted quiere oír, ¿verdad, señor policía?

Sonrió mientras alargaba el brazo hacia el teléfono.

El agente Martin contestó al segundo timbrazo.

– ¿Clayton?

– Sí.

– Bien. No ha perdido el tiempo. ¿Tiene conexión de vídeo en su teléfono?

– Sí.

– Pues úsela, joder, para que pueda verle la cara. Jeffrey Clayton obedeció: encendió el monitor de vídeo, lo conectó al teléfono y se acomodó enfrente, en su sillón.

– ¿Mejor así?

En su pantalla, la imagen nítida del agente apareció de golpe. Estaba sentado en la esquina de una cama, en un hotel del centro. Todavía llevaba corbata, pero su americana colgaba del respaldo de una silla cercana. También llevaba puesta aún su sobaquera.

– Bueno, ¿tiene algo que contarme?

– Poca cosa. Seguramente cosas que usted ya sabe. Sólo he mirado por encima las fotografías y los documentos.

– ¿Y qué ha visto, profesor?

– Todo es obra del mismo hombre, evidentemente. Hay un claro trasfondo religioso en el simbolismo de la posición de los cadáveres. ¿Podría tratarse de un ex sacerdote? Tal vez de alguien que fue monaguillo. Algo por el estilo.

– He contemplado esa posibilidad.

A Jeffrey se le ocurrió otra idea.

– Quizás un historiador, o alguien relacionado de alguna manera con el arte religioso. ¿Sabe? Los pintores del Renacimiento casi siempre representaban a Cristo en una posición similar a la de esos cadáveres. ¿Será un pintor que oye voces? Es otra posibilidad.

– Interesante.

– Ya lo ve, inspector: una vez que uno introduce el componente religioso, se ve empujado en ciertas direcciones específicas. Pero, a menudo, se requiere una interpretación ligeramente más indirecta. O una mezcla de ambas. Por ejemplo, podría ser un ex monaguillo que al cabo de los años llegó a ser historiador del arte. ¿Entiende por dónde voy?

– Sí, eso tiene algo de sentido.

Otra idea le vino a Clayton a la cabeza.

– Un profesor -barbotó-. Tal vez sea un profesor.

– ¿Por qué?

– Los sacerdotes tienden a ir a por hombres jóvenes, y estamos hablando de tres chicas. Podría haber un elemento de familiaridad. Se me acaba de ocurrir.

– Interesante -repitió el inspector tras la breve pausa que necesitó para digerir lo que acababa de oír-. ¿Un profesor, dice?

– Exacto. Es sólo una idea. Tendría que saber más para estar más seguro.

– Continúe.

– Aparte de eso, no he sacado mucho más en claro. La ausencia de pruebas de eyaculación, aunque hay indicios de actividad sexual, me lleva a sospechar que debemos seguir la pista religiosa en este caso. La religión siempre trae consigo toda clase de sentimientos de culpa, y quizá sea eso lo que le impide a su hombre llegar hasta el final. A menos, claro está, que haya llegado hasta el final antes, que es lo que yo me imagino.

– Nuestro hombre.

– No, me parece que no.

El agente sacudió la cabeza.

– ¿Qué más ha visto?

– Es un cazador de souvenirs. Debe de tener el tarro con los dedos en algún lugar accesible, para poder revivir sus triunfos.

– Sí, yo también lo sospechaba.

– ¿Qué más se llevó?

– ¿Qué?

– ¿Qué otra cosa, agente Martin? ¿Aparte de los dedos índices, qué se llevó?

– Es usted muy astuto. Lo esperaba. Se lo diré más tarde. Jeffrey suspiró.

– No me lo diga. No quiero saberlo. -Titubeó antes de añadir-: Es pelo, ¿verdad? Un mechón de la cabellera, y algo de vello púbico, ¿me equivoco?

El agente Martin hizo una mueca.

– Ha acertado, en ambas cosas.

– Pero no las mutiló, ¿verdad? No hay cortes en los genitales, ¿correcto? Sólo en el torso, ¿no?

– ¡Ha vuelto a acertar!

– Se trata de un patrón poco común. No es algo sin precedentes, pero sí bastante atípico. Un modo extraño de expresar su ira.

– ¿Eso despierta su interés? -inquirió el agente.

– No -contestó Jeffrey sin rodeos-. No despierta mi interés. Sea como fuere, su problema gordo es que cada víctima parece haber sido asesinada por una persona distinta, y después trasladada al lugar donde la descubrieron. Así que tendrá que encontrar el medio de transporte que utilizó. Creo que en el informe policial no se mencionan fibras ni otros indicios del tipo de vehículo en el que viajaron. Quizás el tipo las envolvió en una lámina de goma. O quizá forró el interior de su maletero con plástico. Hubo un tipo en California que hizo eso. Llevaba a la pasma de cabeza.

– Me acuerdo del caso. Creo que tiene usted razón. ¿Qué más?

– A primera vista, el tipo presenta más o menos las mismas características de muchos otros asesinos.

– A primera vista.

– Bueno, usted probablemente cuenta con mucha más información que no estaba dispuesto a compartir. Me he dado cuenta de que los protocolos de autopsia y los informes policiales eran más bien parcos. Por ejemplo, la ausencia de heridas claramente defensivas indica que todas las víctimas estaban inconscientes cuando abusaron de ellas y las asesinaron. Es un detalle intrigante. ¿Cómo las dejó inconscientes? No constan señales de traumatismo craneal. Y eso no es todo. Por ejemplo, no figuran datos que identifiquen a las jóvenes, ni fechas ni información sobre las escenas del crimen o investigaciones posteriores. Ni siquiera hay una lista de sospechosos interrogados.

– No, tiene razón. Eso no se lo he enseñado.

– Pues eso viene a ser todo. Siento no poder serle de más ayuda. Ha venido de tan lejos sólo para que le diga un par de cosas que usted ya sabía.

– No está usted formulando las preguntas adecuadas, profesor.

– No tengo preguntas, agente Martin. Soy consciente de que tiene un problema y de que no se solucionará fácilmente, pero eso es todo. Lo siento.

– No lo entiende, ¿verdad, profesor?

– ¿No entiendo qué?

– Le contaré algo que no figura en los informes que obran en su poder. ¿Se ha fijado en el distintivo impreso en la carpeta del tercer caso, una bandera roja?

– ¿El caso de la chica hallada en la roca? Sí.

– Pues bien, encontraron su cadáver hace unas cuatro semanas, en un lugar del Territorio del Oeste. ¿ Comprende lo que eso significa?

– ¿Dentro del Territorio? ¿Era residente de nuestro próximo estado número cincuenta y uno?

– Exacto -respondió el agente, en tono cortante y airado.

Jeffrey se reclinó en su sillón, reflexionando sobre lo que acababa de oír.

– Creía que esas cosas no debían pasar. En teoría, se han erradicado los delitos del Territorio, ¿no?

– Sí, maldita sea -farfulló el agente con amargura-. En teoría.

– Pero eso no es de recibo -repuso Jeffrey-. Es decir, la razón de ser del estado número cincuenta y uno es que allí esas cosas no ocurran. ¿No es así, inspector? Se supone que es un mundo sin crímenes, ¿no? Sobre todo sin crímenes como éstos.

De nuevo, el agente Martin dio muestras de que se esforzaba por contenerse.

– Tiene razón -dijo-. En realidad, ésa es la base de su existencia. Es la razón por la que se está estudiando la posibilidad de concederle la condición de estado. Piense en ello, profesor: el estado número cincuenta y uno, un lugar donde uno puede ser libre, llevar una vida normal, sin miedo. Como en otro tiempo.

– Un lugar donde uno tiene que renunciar a la libertad para ser libre.

– Yo no lo expresaría precisamente en esos términos -replicó el agente Martin con frialdad-, pero, en esencia, ésa es la idea.

Jeffrey asintió con la cabeza. Ahora vislumbraba el alcance del problema al que se enfrentaba el agente.

– O sea que su dilema tiene una doble vertiente, criminal y política.

– Veo que empieza a entender, profesor.

Jeffrey notó una punzada de compasión hacia el fornido policía, una sensación provocada principalmente por el vodka, según reconoció para sus adentros.

– Bueno, creo que ahora comprendo por qué tiene tanta prisa. La votación en el Congreso se celebrará justo antes que las elecciones, ¿verdad? Faltan sólo tres semanas. Lo que pasa es que los crímenes de este tipo no suelen solucionarse rápidamente, a menos que uno tenga un golpe de suerte y aparezca un testigo con una descripción o algo parecido. Pero, por lo general, si el caso llega a resolverse (y eso ya es mucho suponer, inspector), es más o menos de forma fortuita, y meses después de los hechos. Así que… -Tomó otro trago de vodka e hizo una pausa.

– ¿Así que qué? -preguntó Martin con aspereza.

– Así que me alegro de no estar en su pellejo.

El inspector achicó los ojos y clavó en el profesor una mirada hosca a través de la pantalla de televisión. Habló con una voz inexpresiva, serena, sin el menor asomo de nerviosismo.

– Pues lo está, profesor. -Martin señaló la pantalla con un gesto-. Le explicaré por qué en persona.

– Oiga, he examinado sus carpetas -lo interrumpió Jeffrey-. Ahora estoy en casa. Ya he hecho bastante por hoy.

– No le estoy pidiendo un favor. Piense por un momento en la facilidad con que yo podría complicarle la vida, profesor. Con Hacienda, por ejemplo. Con otras agencias de policía. Con su adorada universidad de los cojones. Deje volar su imaginación por unos instantes. ¿Lo ha captado? Bien. Ahora, piense en algún lugar tranquilo y seguro donde podamos encontrarnos. Dios sabe si alguien está escuchando esta transmisión, o si su teléfono está pinchado. Seguramente algunos de sus alumnos más emprendedores le han intervenido la línea para obtener información confidencial sobre los exámenes o algún dato que les sirva para hacerle chantaje. Pero quiero que nos reunamos, y cuanto antes. Esta noche. Traiga consigo los expedientes de los casos. Le repito una vez más que no disponemos de mucho tiempo.


Jeffrey, vestido con ropa oscura, se deslizaba sigilosamente de una sombra a otra bajo los reflejos de las luces de neón en el centro de la pequeña población universitaria. Delante de Antonio's Pizza había la aglomeración habitual de gente que esperaba su turno para entrar; Clayton reparó en el guarda armado con una escopeta que vigilaba a los estudiantes hambrientos. Otra cola serpenteante se había formado frente a las taquillas del cine de Pleasant Street, donde se proyectaban las películas del género que los chicos denominaban «viboporno», palabra que combinaba dos de los temas más recurrentes en esos filmes.

Arrimó la espalda a la pared de ladrillo de un videoclub para dejar pasar a un puñado de preadolescentes de aspecto salvaje. Los niños marchaban en formación militar, gritando cada cierto tiempo una cantinela y coreando la respuesta. El grupo constaba de unos doce chicos, que seguían a un líder larguirucho y granujiento que, con una actitud malévola que parecía amenazar con cosas terribles, fijaba la vista en todo aquel que tuviera el mal gusto de mirarlos. Llevaban chaquetas idénticas con el logotipo de un equipo de baloncesto profesional, gorros de punto y zapatillas de alta tecnología. Los más jóvenes, de unos nueve o diez años, cerraban la marcha. Sus piernecitas, que pugnaban por seguirle el paso al cabecilla, le habrían parecido cómicas al profesor si no hubiera sabido lo peligrosa que podía llegar a ser la banda. De vez en cuando el líder se volvía bruscamente hacia el grupo y, mientras trotaba hacia atrás, gritaba:

– ¿Quiénes somos?

Sin vacilar, con sus voces agudas, los miembros de la banda que avanzaban tras él contestaban a voz en cuello:

– ¡Somos los perros de Main Street!

– ¿De qué somos los amos?

– ¡Somos los amos de la calle!

A continuación, todos daban tres palmadas, que resonaban como disparos entre los establecimientos del centro.

Hasta los estudiantes que esperaban frente a Antonio's les hacían mucho espacio; se apartaban como las orillas de un río para que la pandilla desfilara rápidamente entre ellos. El guarda de la pizzería encañonó con su escopeta al líder, que se limitó a reírse y dedicarle un gesto obsceno. Jeffrey advirtió que un coche patrulla seguía al grupo a una distancia prudencial. «Todo el mundo teme a los niños -pensó Clayton-, más que a nadie. Puedes tomar ciertas precauciones sencillas para protegerte de asesinos en serie, violadores, ladrones y animales rabiosos; puedes vacunarte contra la viruela, la gripe y el tifus, pero cuesta esconderse de las decenas de niños abandonados que no albergan más que odio hacia el mundo al que los han traído.» Se preguntó si los políticos que habían revocado todas las leyes que permitían el aborto se fijaban alguna vez en las bandas de niños que vagaban por las calles y se preguntaban de dónde habían salido.

Jeffrey salió a toda prisa de las sombras donde se había ocultado y cruzó la calle detrás del coche patrulla. Vio que uno de los agentes se volvía de golpe, como si lo hubiera sobresaltado la aparición de aquella figura a sus espaldas, y luego el vehículo se alejó, acelerando poco a poco. Clayton torció por entre las farolas en dirección a la biblioteca municipal.

«¿Qué es lo que sé sobre el estado número cincuenta y uno?», se preguntó. Acto seguido, cayó en la cuenta de que no sabía gran cosa, y lo que sabía lo incomodaba, aunque le habría costado explicar exactamente por qué.

Hacía poco más de una década, dos docenas o más de las empresas más importantes de Estados Unidos habían empezado a comprar grandes extensiones de territorio de propiedad federal en media docena de estados occidentales. También habían adquirido terrenos que pertenecían a los propios estados; de hecho, éstos se los habían cedido a las empresas. La idea era simple, una extrapolación de un concepto que la Disney Corporation había introducido en la zona central de Florida en la década de 1990: consistía en empezar de cero, en construir ciudades y pueblos, viviendas, escuelas y comunidades totalmente nuevos, pero que a la vez evocaran recuerdos de los Estados Unidos de antaño. En un principio, las poblaciones corporativas se diseñaron para alojar a las personas que trabajaban en esas empresas en el entorno más seguro posible. Sin embargo, ese mundo que se estaba creando ejercía una atracción considerable. En más de una ocasión, Jeffrey Clayton había visto entera la serie de anuncios de televisión del estado número cincuenta y uno. Lo pintaban como un lugar acogedor y seguro en que imperaban los valores de otros tiempos.

Unos cinco o seis años atrás la zona se había declarado oficialmente el Territorio del Oeste, y, tal como había ocurrido en el caso de Alaska y Hawai más de cincuenta años antes, se había iniciado el proceso que llevaría a convertirlo en un nuevo estado de la Unión. Nuevo y muy distinto.

A Jeffrey le había sorprendido que tantos estados vecinos hubiesen cedido parte de su territorio, aunque, por otro lado, el dinero y las oportunidades eran alicientes poderosos, y las fronteras no constituían realmente una prioridad para nadie.

Así pues, el mapa de Estados Unidos había cambiado.

En algunas carreteras se instalaron vallas publicitarias que ensalzaban la calidad de vida en el nuevo estado. Se publicaron páginas web con información sobre ello. Uno podía realizar también un recorrido virtual del estado en ciernes, lo que incluía una visita en 3D a sus zonas urbanas y su campiña.

Por supuesto, eso tenía un precio.

Muchas de las familias más pobres se habían visto desarraigadas, aunque aquellos cuya propiedad se encontraba dentro de los límites de una nueva demarcación habían obtenido un beneficio económico imprevisto. Había también quien se había resistido, como los milicianos, unos chalados ecologistas y asilvestrados, pero incluso ellos habían dado el brazo a torcer, forzados por las autoridades locales o sobornados. Muchas de esas personas se habían retirado al norte de Idaho y a Montana, donde disponían de espacio y poder político.

El estado número cincuenta y uno se había convertido en un refugio de otro tipo.

Había algunos inconvenientes: impuestos elevados, costes de edificación inflados y, lo más importante, en el estado número cincuenta y uno regían leyes que constreñían la privacidad, las entradas y las salidas, y ciertos derechos fundamentales. No es que se hubiese derogado la Primera Enmienda, sino más bien que la habían recortado. Voluntariamente. A las enmiendas Cuarta y Sexta también se les había dado un nuevo sentido.

«No es lugar para mí», decidió Jeffrey, aunque no estaba muy seguro de por qué lo pensaba.

Se arrebujó en la chaqueta con los hombros encorvados y avanzó rápidamente por la calle. «No sabes mucho sobre el Nuevo Mundo -se dijo. Luego, cayó en la cuenta-: Estás a punto de descubrir muchas cosas más.»

Se preguntó por unos instantes qué clase de persona accedería al trueque que el Territorio exigía: el de la libertad por protección.

Sin embargo, lo que uno realmente obtenía a cambio era una promesa seductora: la seguridad.

Seguridad garantizada. Seguridad absoluta.

Los Estados Unidos de Norman Rockwell.

Los Estados Unidos de Eisenhower, de la década de 1950.

Unos Estados Unidos olvidados hacía tiempo. Y en eso, comprendió Jeffrey, residía el dilema del agente Martin.

Sujetó con fuerza el maletín que contenía los informes de los tres asesinatos bajo el brazo y pensó: «Se trata de un problema antiguo. El problema más viejo de la historia. ¿Qué sucede cuando se cuela un zorro en un gallinero?»

Se sonrió. Se arma el lío más gordo jamás visto.


Varios indigentes vivían en el vestíbulo de la biblioteca. Cuando entró por la puerta lo reconocieron y lo saludaron a voces.

– ¿Qué hay, profe? ¿Viene de visita? -preguntó una mujer. Allí donde habrían tenido que estar sus dientes delanteros, había una mella. Terminó su pregunta con una carcajada estridente.

– No, sólo a documentarme un poco.

– Dentro de poco no le hará falta documentar nada. Estará tan muerto como la gente que estudia. Entonces sabrá la verdad, de primera mano, ¿no, profe? -Se rio de nuevo y le dio unos golpecitos con el codo a un anciano que tenía al lado y que sacudió el cuerpo, de modo que su ropa raída y mugrienta hizo un ruido de rozamiento mientras él cambiaba de posición.

– El profe no estudia a gente muerta, vieja bruja -repuso el hombre-. Estudia a la gente que mata, ¿verdad?

– En efecto -asintió Jeffrey.

– Ah -dijo la mujer, sonriendo de oreja a oreja-. Así que él mismo no tiene que estar muerto. Sólo convertirse en un asesino un par de veces. ¿Es eso lo que tiene que estudiar, profesor? ¿Cómo matar?

A Jeffrey la lógica de la mujer le pareció tan vacilante como su voz. En vez de contestar, sacó de su bolsillo un billete de veinte dólares.

– Tengan -dijo-. No había demasiada cola en Antonio's. Cómprense una pizza. -Dejó caer el billete sobre el regazo de la mujer, que lo agarró rápidamente con una mano que parecía una garra.

– Con esto sólo nos darán una pizza pequeña -rezongó en un súbito ataque de rabia-, con sólo un ingrediente. A mí me gusta el salchichón, y a éste los champiñones. -Le propinó un codazo a su compañero.

– Lo siento -se disculpó Jeffrey-. No puedo darles más.

La anciana emitió de pronto un sonido que estaba a medio camino entre una risita y un chillido.

– Pues entonces nada de champiñones -cacareó.

– Me gustan los champiñones -protestó el hombre con aire lastimero, y los ojos se le llenaron de lágrimas enseguida.

Jeffrey les dio la espalda y pasó por una puerta metálica doble que daba al puesto de control a la entrada de la biblioteca. Tras una mampara de cristal antibalas, la bibliotecaria lo saludó con una sonrisa y un gesto de la mano, y él le dejó su arma en consigna. Ella señaló a una habitación lateral.

– Su amigo le espera allí dentro. -Su voz, que salía de un inter-comunicador metálico, sonaba distante y extraña-. Su amigo que va armado hasta los dientes -añadió con una ancha sonrisa-. No le ha hecho muy feliz dejarme todo su arsenal.

– Es policía -explicó Jeffrey.

– Pues ahora es un policía desarmado. Nada de armas en la biblioteca. Sólo libros. -La bibliotecaria era mayor que Clayton, quien sospechaba que dedicaba su tiempo libre entre las estanterías a leer relatos del pasado con espíritu romántico-. Érase una vez, había más libros que pistolas -dijo, más para sí que para que Jeffrey la oyese. Levantó la vista-. ¿No es así, profesor?

– Érase una vez -respondió él.

La mujer negó con la cabeza.

– Las ideas son incluso más peligrosas que las armas, sólo que su efecto no es tan inmediato.

Él asintió con una sonrisa. La mujer volvió a sus tareas simultáneas de supervisar los monitores de videovigilancia y registrar libros en el ordenador. Jeffrey atravesó el portal del detector de metales y entró en la sección de periódicos y revistas de la biblioteca.

El agente estaba solo en la habitación, incómodamente sentado en un sillón de cuero demasiado fofo. Pugnó durante unos instantes por levantarse del asiento y se dirigió al encuentro de Clayton.

– No me gusta despojarme de mis armas, aunque estemos en un templo del saber -comentó mientras una expresión irónica le asomaba a la cara.

– Eso me ha dicho la señora de la entrada.

– Lleva una Uzi colgada del hombro. Ya puede decir lo que quiera..

– No le falta razón -señaló Jerrrey. A continuación, deslizó el maletín de piel que contenía las tres carpetas hacia el agente Martin-.Aquí tiene sus dossieres. Como ya le he dicho, si no me proporciona toda la información disponible sobre los asesinatos, no estoy seguro de poder ayudarle.

El agente no respondió a eso.

– He hablado antes con el decano del Departamento de Psicología -dijo en cambio-. Ha accedido a concederle un permiso extraordinario. He anotado los nombres de los profesores que le sustituirán en sus clases. He imaginado que querría usted hablar con ellos antes de irnos.

Jeffrey se quedó boquiabierto. Tartamudeó por un momento al contestar:

– Y una mierda. Yo no me voy a ningún sitio. Usted no tiene derecho a contactar con nadie ni a hacer ni un maldito preparativo por mí. Le he dicho que no pienso ayudarle, y hablaba en serio.

– No sabía muy bien cómo resolver el tema de sus novias -prosiguió el agente, haciendo caso omiso de las palabras de Jeffrey-. He supuesto que usted preferiría hablar antes con ellas, inventarse alguna mentira convincente, porque pobre de usted si le informa a alguien del trabajo que se trae entre manos o del lugar adónde va. El catedrático de su departamento cree que se va usted a la Vieja Washington. Dejemos que lo siga creyendo, ¿de acuerdo?

– Que le den -lo interrumpió Jeffrey, furioso-. Yo me largo de aquí.

El agente Martin sonrió lánguidamente.

– Dudo que lleguemos a ser amigos -dijo-. Intuyo que usted acabará por admirar, o por lo menos apreciar, algunas de mis cualidades más singulares, pero no, no basándose en lo que ha pasado hasta ahora. No, no creo que nos hagamos amigos. Claro que eso no importa en realidad, ¿o sí, profesor? No es de lo que se trata.

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Llévese sus putas carpetas. Buena suerte.

Dio media vuelta para marcharse, pero notó que el agente lo asía del brazo. Martin era un hombre fornido, y la presión con que le estrujaba los músculos parecía denotar que era capaz de mucho más, pero que el dolor que infligía en ese momento era adecuado a la situación. Jeffrey intentó soltarse de un tirón, pero no pudo. El agente Martin lo atrajo hacia sí.

– No más debates, profesor -le susurró acaloradamente en la cara-. No más discusiones. Va usted a hacer lo que yo le diga porque creo que es el único en este país de mierda con las aptitudes que yo necesito. Así que ya no se lo pido; se lo ordeno. Y, por ahora, usted se limitará a escuchar. ¿Lo pilla, profesor?

La sensación de amenaza se extendió por la piel de Jeffrey como una quemadura del sol en un día veraniego. Con un gran esfuerzo logró dominarse y mantener la calma.

– Muy bien -respondió despacio-. Dígame lo que crea que debo saber.

El agente retrocedió un paso e hizo un gesto en dirección a la mesa de lectura situada junto a su sillón de cuero. Jeffrey se colocó frente a él, acercándose una silla.

– Empiece -dijo escuetamente al sentarse.

Martin se acomodó de cara a Clayton en una silla de madera de respaldo rígido, abrió el maletín y extrajo las tres carpetas. Miró brevemente a Jeffrey con el entrecejo fruncido y arrojó el primer informe sobre la mesa, frente al profesor.

– Ése es el caso en el que estamos trabajando ahora -dijo con amargura-. Una noche, ella volvía a su casa procedente de la de un vecino, donde había estado haciendo de canguro. El cadáver se descubrió dos semanas después.

– Continúe.

– No, dejémoslo ahí. ¿Ve a esta chica? -Empujó la segunda carpeta hacia Jeffrey-. ¿Le resulta familiar, profesor?

Jeffrey se quedó mirando la fotografía de la joven. «¿Por qué habría de conocerla?», se preguntó.

– No -dijo.

– Tal vez el nombre le dé una pista. -El agente tenía la respiración agitada, como si intentara contener una ira intensa en su interior. Cogió un lápiz y garabateó «Martha Thomas» en la tapa del dossier-. ¿Le suena, profesor? Fue hace siete años. Su primer año en esta venerable institución de educación superior. ¿La recuerda ahora?

Jeffrey asintió. Notaba un frío inusitado en su fuero interno.

– Sí, claro que la recuerdo, ahora que me ha dicho su apellido. Era una alumna de primero que estaba en uno de mis cursos introductorios. Una entre doscientos cincuenta. En el semestre de invierno. Fue a clase durante una semana y luego desapareció. Asistió a una conferencia. Por lo que recuerdo, nunca me dirigió la palabra. Desde luego, no mantuvimos conversación alguna. Eso es todo. La encontraron tres semanas después en el bosque estatal que no está muy lejos de aquí. Era una excursionista entusiasta, si la memoria no me falla. La policía dictaminó que la habían secuestrado en una de esas salidas. No hubo detenidos. No recuerdo que me interrogaran siquiera.

– ¿Y no se ofreció a ayudar cuando se enteró de que habían matado a una alumna suya?

– Sí, me ofrecí. La policía local rechazó la oferta. No tenía entonces la misma reputación que ahora. Nunca me mostraron informes de la escena del crimen. No sabía que había sido víctima de un asesino en serie.

– Los idiotas locales tampoco -contestó Martin con aspereza-. La chica estaba eviscerada y colocada en el suelo como un símbolo religioso, con un dedo cortado y… esos imbéciles no tenían la menor idea de lo que tenían entre manos.

– Demasiadas personas mueren asesinadas últimamente. Los inspectores de Homicidios tienen que utilizar algún criterio de selección para decidir qué casos investigar, cuáles de ellos son susceptibles de resolverse.

– Lo sé, profesor, pero eso no significa que no sean idiotas.

Jeffrey se reclinó hacia atrás.

– Así que una joven que apenas llegó a ser alumna mía hace siete años muere asesinada de una forma parecida a la del caso en que usted trabaja. Sigo sin entender por qué esto exige que yo me implique en el asunto.

El agente Martin deslizó la tercera carpeta sobre la mesa, donde topó con la mano derecha de Jeffrey.

– Éste es un caso viejo -dijo Martin lentamente-. Muy viejo y olvidado. Joder, estamos hablando de historia antigua, profesor.

– ¿Qué intenta decirme?

– El FBI tiene bien documentados estos homicidios -prosiguió Martin- en el VICAP, su Programa de Detención de Criminales Violentos. Cotejan los detalles de los asesinatos sin resolver de formas muy interesantes. La posición del cadáver, por ejemplo. Los dedos índices cortados. Es el tipo de cosa que un programa de ordenador que analiza los archivos de los casos puede aislar fácilmente, ¿no le parece? Naturalmente, por lo general los cotejos informáticos no le sirven de un carajo al FBI ni a nadie más, pero de vez en cuando arrojan combinaciones curiosas. Pero todo eso ya lo sabe, ¿verdad, profesor?

– Estoy familiarizado con los procesos de identificación de los asesinatos en serie. Empezaron a desarrollarse hace un par de décadas, como ya sabrá.

El agente Martin, que se había levantado de su silla, caminaba de un lado a otro de la habitación. Finalmente se dejó caer de nuevo en el gran sillón de lectura de cuero, al otro lado de la mesa de donde estaba Jeffrey Clayton.

– Así es cómo los relacioné. Este último, ¿sabe cuándo se produjo? Hace más de veinticinco putos años. Joder, es como la edad de piedra, ¿no, profesor?

– Tres asesinatos en un cuarto de siglo es un patrón poco común.

El agente se apoyó en el respaldo con fuerza y se quedó mirando al techo por unos instantes antes de bajar la mirada y posarla en Clayton.

– Hostia, no me diga -farfulló-. Pero, profe, esa última resulta de lo más interesante.

– ¿Y por qué?

– Por el momento y el lugar en que sucedió y por una de las personas interrogadas por la policía del estado. Nunca detuvieron al hijo de puta (sólo era uno del puñado de sospechosos principales), pero su nombre y el interrogatorio constaban en el viejo informe. Me costó un montón, pero al final lo encontré.

– ¿Y qué tiene de interesante? -inquirió Jeffrey.

El agente Martin hizo ademán de levantarse y luego pareció cambiar de idea. De pronto, se inclinó hacia delante, acercando el voluminoso torso a sus rodillas, como un hombre que describe una conspiración, en voz baja, ronca y cargada de una ferocidad malévola.

– ¿Interesante? Le diré qué tiene de interesante, profesor. Puesto que el cadáver de esa chica fue encontrado en el condado de Mercer, Nueva Jersey, a las afueras de un pueblo llamado Hopewell, unos tres días después de que usted, su madre y su hermana pequeña abandonaran su hogar para siempre… y porque el hombre a quien la policía interrogó pocos días después de la desaparición de esta joven, y de que su familia y usted se diesen el piro de allí, era su jodido padre.

Jeffrey no contestó. Tenía calor, como si la habitación hubiese estallado en llamas de repente. La garganta se le secó de inmediato, y la cabeza le daba vueltas. Se agarró a la mesa para estabilizarse, y pensó: «Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido desde el principio, durante todos estos años. Sabías que algún día se presentaría alguien para decirte lo que acabas de oír.»

Le dio la sensación de que no podía respirar, como si se le hubiesen atragantado las palabras.

El agente Martin reparó en todo ello y achicó los ojos, que tenía clavados en el Profesor de la Muerte.

– Bien. Ahora -murmuró- estamos listos para empezar. Le he dicho que no queda mucho tiempo.

– ¿Por qué? -barbotó Jeffrey.

– Porque hace menos de cuarenta y ocho horas desapareció otra chica en el Territorio del Oeste. Ahora mismo, en una oficina supuestamente segura y confortable, donde en teoría la vida transcurre con normalidad, maldita sea, un hombre, una mujer, un hermano pequeño y una hermana mayor están sentados, intentando entender lo incomprensible. Escuchando una explicación sobre lo inexplicable. Enterándose de que lo único que les habían garantizado categóricamente que nunca les sucedería les ha sucedido. -El agente Martin frunció el ceño, como si esta idea lo asqueara-. Usted, profesor. Usted va a ayudarme a encontrar a su padre.

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