A Diana la habían despertado los leves ruidos que había hecho su hija antes del alba tras levantarse: el chorro de la ducha, un golpecito de la puerta de la alacena, la puerta de la calle cerrándose con autoridad. Durante unos segundos había contemplado la posibilidad de levantarse también para despedirse de Susan, pero la somnolencia le resultaba demasiado seductora, así que había suspirado, se había dado la vuelta para tenderse de costado y se había dormido durante varias horas más. Tuvo sueños felices de su infancia.
La mujer mayor se había instalado en el dormitorio principal de la casa adosada. Después de sacar los pies de la cama, mover los dedos de los pies y desperezarse, se echó una manta sobre los hombros y salió al pequeño balcón caminando con los pies descalzos. Permaneció allí un rato, simplemente respirando el aire de la mañana. Era de un frescor casi cortante, le daba la sensación de estar inspirando el filo de una navaja. El aire estaba en calma, pero el frío penetró en su fino camisón y le puso la carne de gallina. El sol de principios de invierno bañaba el paisaje que se extendía ante ella de una claridad y una nitidez que ella nunca había visto en el húmedo mundo del sur de Florida. Le llegaban los aromas de las montañas lejanas, y alzó los ojos hacia los grandes y blancos cúmulos en lo alto, recortados contra el cielo azul, impulsados hacia el este por la corriente de aire, como buscando perezosamente alguna cumbre nevada en la que posarse.
La recorrió un escalofrío. «No me costaría nada aclimatarme a este lugar», pensó.
Aspiró el aire a graneles bocanadas como si fuera medicinal y dejó vagar la mirada por el terreno. La casa no era lo bastante elevada para tener vistas a la ciudad. En cambio, contempló el matorral del barranco que se abría detrás de la valla de la casa, de color marrón terroso, salpicado del verde de algún que otro arbusto. Se puso a escuchar y percibió las voces y los sonidos rítmicos de las pelotas de tenis golpeadas con más delicadeza que entusiasmo, por lo que dedujo que las mujeres de la urbanización habían salido a las canchas a hacer algo de ejercicio matinal.
Simplemente respirando aire limpio y escuchando, Diana reflexionó sobre lo extraño que le parecía que hubiese tan poco ruido. Incluso en los Cayos siempre se oían ruidos; camiones en la carretera 1, las hojas afiladas como espadas de las palmeras que luchaban inútilmente contra la brisa. Había dado por sentado que el resto del mundo era siempre ruidoso. Desde luego, Miami y las otras grandes ciudades estaban siempre saturadas de sonidos. El tráfico, sirenas, disparos, malhumor y frustración que degeneraban en rabia. En el mundo moderno, pensó, el sonido implicaba violencia.
Pero esa mañana no oía más que los sonidos de la normalidad, que ella reconocía como la poderosa visión tras el estado cincuenta y uno. Había supuesto que esa normalidad le resultaría aburrida o irritante, pero no era así. Era reconfortante para ella. Si hubiera acompañado a su hija unos días antes en su visita casual a la residencia para enfermos terminales, Diana habría descubierto que los silencios selectivos de dicho lugar eran muy semejantes a los que percibía esa mañana.
Regresó al dormitorio pero dejó la puerta corredera del balcón abierta, invitando al aire fresco a reunirse con ella en el interior. No es algo que hubiese hecho en su propia casa. Se vistió deprisa y bajó a la cocina.
Susan le había dejado bastante café en la cafetera para servirse una taza, cosa que hizo, y después añadió leche y azúcar para contrarrestar el sabor amargo de la bebida. No tenía hambre, y aunque sabía que debía comer algo, decidió dejarlo para después.
Diana se llevó su taza de café a la sala de estar y reparó en un sobre metido a medias en la ranura para el correo en la puerta de la calle. Esto le extrañó, y se acercó para coger la carta.
El sobre era de papel blanco, y en él no constaba dirección alguna.
Diana titubeó. Por primera vez esa mañana, recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno. Y, también por primera vez aquel día, recordó que estaría sola, probablemente hasta la tarde.
A continuación, como consideraba que la cautela era compañera de la debilidad, rasgó el sobre para abrirlo.
Dentro había una sola hoja, también de papel blanco. La desplegó y leyó:
Buenos días, señora Clayton:
Siento no haber podido llevarla yo mismo a visitar otra vez Nueva Washington hoy, pero la tarea que compartimos requiere mi presencia en otro lugar.
Huelga decir que es usted dueña de su tiempo, pero yo le recomendaría encarecidamente que disfrutara de nuestro aire del Oeste con una caminata corta y rápida. La mejor ruta es la siguiente:
Salga de su casa, tuerza a la izquierda y avance, manteniendo siempre la piscina y las canchas de tenis a su derecha, hasta el final de la calle. Doble a la derecha por Donner Boulevard. ¿No es curioso el número de calles y plazas que llevan en el Oeste el nombre de esa desafortunada expedición?* Camine en la misma dirección a lo largo de un kilómetro. Comprobará que la calle asfaltada por la que circula termina aproximadamente medio kilómetro más adelante. Sin embargo, a cincuenta metros del final verá un camino de tierra que se aleja hacia la derecha. Tome ese camino.
Continúe andando por el camino de tierra aproximadamente un kilómetro más. Es cuesta arriba, pero verá usted recompensada su constancia. La vista desde la cima -que está sólo doscientos metros más adelante- es única. Y, una vez allí, descubrirá algo que a su hijo Jeffrey le resultará de especial interés.
Atentamente,
Robert Martin,
agente especial del Servicio de Seguridad
* Se refiere a un grupo de pioneros que, al dirigirse hacia el Oeste en la década de 1840, quedaron atrapados a causa de la nieve y se vieron obligados a recurrir al canibalismo. (N. del T.)
La carta estaba escrita a máquina, al igual que la firma.
Diana se quedó mirando las indicaciones y decidió que una caminata por la mañana sería agradable y que le vendría bien el ejercicio; además, la carta que sujetaba entre las manos, más que una sugerencia o recomendación, se le antojaba una orden.
Sin embargo, no estaba segura de lo que esa orden implicaba. También la desconcertaba la última frase. Intentó imaginar qué avistaría desde la colina que se alzaba sobre las casas adosadas que pudiera ser de interés para Jeffrey. No se le ocurrió nada que aclarase esta duda.
Releyó la carta de principio a fin y luego miró el teléfono, pensando en ponerse en contacto con el agente Martin para preguntarle a qué se refería exactamente. De nuevo recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno, y recordó también qué otra persona se encontraba allí.
Diana regresó a la cocina y dejó la jarra de la cafetera en el fregadero. Sin un momento de vacilación, se acercó al armario donde Susan había ocultado el revólver. Lo sacó de su escondite, lo sopesó en la mano, abrió el tambor para asegurarse de que la pistola estuviese totalmente cargada y acto seguido fue en busca de sus zapatillas.
Hacía casi dos años que ella no tenía la oportunidad de tocar a su hermano. Su voz, acompañada por la imagen en un videoteléfono, había ayudado a restarle importancia a todo ese tiempo hasta el instante en que el pequeño avión de enlace se inclinó de forma pronunciada, bajó los flaps y el tren de aterrizaje, y cayó en la cuenta de que él estaría allí, esperándola.
Susan descendía hacia un mundo de recelos.
Deseaba poder recordar qué era exactamente lo que había causado su distanciamiento, pero no le venía a la mente un momento o suceso concretos. No había sido una discusión ni una disputa con gritos, lágrimas o lo que fuera lo que había enfriado las cosas entre ambos. Más bien, reconoció ella, había sido un proceso insidioso, algo que se había erigido despacio, como una pared, con la argamasa de la duda y los ladrillos de la soledad. Cuando ella intentaba analizar sus sentimientos, no encontraba nada firme, salvo la peligrosa creencia de que él la había dejado para que se valiese por sí misma y cuidase sola de su madre.
Mientras el pequeño avión tomaba contacto con la pista, Susan se dijo que lo que sucedería en los siguientes días no tendría nada que ver con la relación entre ella y su hermano, de modo que relegó sus sentimientos a un rincón aparte en su interior, pensando que allí estarían a buen recaudo y no interferirían en nada hasta después. Para una mujer capaz de apreciar las sutilezas de los rompecabezas más complicados, esta conclusión era curiosamente corta de miras.
Jeffrey la esperaba al pie de la escalera. Lo acompañaba un Ranger de Tejas larguirucho que más bien semejaba una caricatura de su profesión. Llevaba gafas de espejo, un sombrero de vaquero de ala ancha y unas botas puntiagudas y labradas con adornos elaborados. Además, el Ranger llevaba un arma automática al hombro, y un cigarrillo sin encender le sobresalía de la comisura de los labios.
Hermano y hermana se abrazaron tímidamente. Luego, guardando las distancias, se miraron el uno al otro por un momento.
– Has cambiado -comentó Susan-. ¿Te han salido canas o es cosa mía?
– No tengo ni una -replicó Jeffrey. Desplegó una sonrisa-. ¿Has adelgazado?
Esta vez le tocó a Susan sonreír.
– Ni un kilo, maldita sea.
– Entonces, ¿has engordado? -preguntó él.
– Ni un kilo, gracias a Dios -contestó Susan.
Jeffrey le soltó los brazos.
– Tenemos que irnos -dijo-. No nos queda mucho tiempo si queremos volver esta tarde.
El Ranger hizo un gesto hacia la salida.
– Las autoridades de este estado me deben algunos favores -explicó Jeffrey en respuesta a una pregunta no formulada-. De ahí que me proporcionen seguridad y un conductor rápido.
Susan se fijó en el arma del hombre.
– Es un Ingram, ¿no? En el cargador caben veintidós cartuchos calibre 45 de alto impacto. Lo vacía en menos de dos segundos, ¿verdad?
– Sí, señora -respondió el Ranger, sorprendido.
– Personalmente prefiero la Uzi -dijo ella.
– Sólo que a veces se encasquillan, señora -señaló él.
– La mía no -repuso ella-. ¿Cómo es que no lleva el cigarrillo encendido?
– Señora, ¿es que no sabe que fumar es peligroso?
Susan se rio y le propinó a Jeffrey un puñetazo en el hombro.
– El Ranger tiene sentido del humor -dijo-. Venga, vámonos.
Subieron al vehículo del Ranger y al cabo de unos minutos avanzaban por el terreno polvoriento y llano del sur de Tejas excediéndose del límite de velocidad en más de 150 kilómetros por hora.
Por unos instantes, Susan se quedó mirando por la ventanilla, contemplando el mundo que se estiraba hacia atrás, alejándose de ellos, y se volvió hacia su hermano.
– ¿Quién es el hombre a quien vamos a ver?
– Se apellida Hart. Logré atribuirle directamente dieciocho asesinatos. Con toda probabilidad cometió otros de los que no estoy enterado y que él no se ha molestado en contarle a nadie más. Seguramente no se acuerda de todos, de cualquier modo. Yo colaboré en su detención. Se encontraba eviscerando a una víctima cuando llegamos. No se tomó demasiado bien la intrusión. Se las arregló para hacerme un tajo como la copa de un pino en la pierna con un cuchillo de caza más bien grande antes de desmayarse a causa de su propia hemorragia. Uno de los agentes a los que mató le había pegado dos tiros. Balas de nueve milímetros, de alta velocidad, recubiertas de teflón. Yo habría pensado que bastarían para abatir un rinoceronte, pero él no cayó. El caso es que lo atendieron rápidamente en la sala de urgencias y consiguió salvar el pellejo y mudarse al corredor de la muerte.
– No le queda mucho, profesor -lo interrumpió el Ranger-. El gobernador va a firmar sentencias de muerte pasado mañana, y en Austin se rumorea que el viejo Hart será el número dos en la lista de éxitos. Al muy cabrón, con perdón, señora, ya no le quedan argucias legales a las que recurrir, de todos modos.
– Tejas, como muchos otros estados, ha acelerado el proceso de apelación de penas de muerte -le informó Jeffrey a su hermana.
– Eso agiliza mucho las cosas -dijo el Ranger, con la voz cargada de sarcasmo-. No es como en los viejos tiempos en que uno podía pasar diez años o más en una celda, aun cuando hubiese matado a un poli.
– Por otro lado, esa rapidez no es tan conveniente si pillan al hombre equivocado -observó Susan.
– Caray, señora, eso no pasa casi nunca.
– ¿Y si pasa?
El Ranger se encogió de hombros y sonrió.
– Nadie es perfecto -dijo.
Susan se dirigió a su hermano, que se divertía con el rumbo que había tomado la conversación.
– ¿Por qué crees que ese tipo nos ayudará? -preguntó.
– No estoy seguro de que nos ayude. Hace cerca de un año concedió una entrevista al Dallas Morning News en la que declaró que quería matarme. El periodista me envió una copia del vídeo de la entrevista. Me alegró el día, como ya te imaginarás.
– ¿Y como quiere matarte, crees que nos ayudará?
– Sí.
– Una lógica interesante. -Para él tendrá todo el sentido del mundo.
– Ya lo veremos. ¿Y qué información esperas obtener de ese hombre?
– El señor Hart posee una característica que creo que comparte con… -Jeffrey titubeó, buscando de nuevo la palabra precisa- nuestro objetivo.
– ¿Qué característica es ésa?
– Se construyó un lugar especial. Para sus asesinatos. Y creo que el hombre que buscamos ha hecho lo mismo en otro sitio. Se trata de un fenómeno poco común pero no inédito. En la bibliografía forense sobre asesinatos apenas se habla de esa clase de lugares. Sólo quiero saber qué debo buscar y cómo buscarlo… y ese hombre puede decírnoslo. Tal vez.
– Si él quiere.
– Exacto. Si él quiere.
Diana llevaba un rompevientos ligero para abrigarse del fresco de la mañana, pero pronto descubrió que el sol, al ascender en el cielo, estaba disipando el frío residual de la noche. Apenas se había alejado media manzana de la casa cuando tuvo que quitarse la chaqueta y atársela a la cintura por las mangas. Llevaba a la espalda una mochila pequeña, que contenía su identificación, un analgésico, una botella de agua mineral y el Magnum.357. En la mano llevaba la carta con las indicaciones.
A su derecha divisó a unos niños que jugaban en el parque infantil. Se detuvo a mirarlos por unos momentos y luego continuó andando por el camino. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo marrón claro. A su izquierda, una mujer joven salió de una de las casas adosadas empuñando una raqueta de tenis. Diana calculó que debía de tener la misma edad que su hija. La mujer la vio y la saludó con un gesto de la mano, casi como si la conociera. Un momento de familiaridad entre desconocidas. Diana devolvió el saludo y siguió caminando.
Al fondo de la calle dobló a la derecha, siguiendo las instrucciones. Vio una sola placa marrón que le indicó que se encontraba, en efecto, en Donner Boulevard. A pocos metros pudo comprobar que las casas alineadas eran las últimas construcciones de la zona, y que el bulevar en el que se hallaba no llevaba a ningún sitio. Además, estaba más descuidado que las otras calles. Tenía algunos baches, y la acera por la que circulaba estaba agrietada, desconchada y deformada por los hierbajos que crecían entre bloques de hormigón mal encajados.
Diana prosiguió su excursión a través de la mañana hasta que llegó al sendero de tierra que arrancaba a su derecha. Tal como le informaba la carta, alcanzaba a ver el final de Donner Boulevard. La calle desembocaba en un montón de tierra apilada a paladas contra una elevación del terreno. Había una sola valla con unas luces amarillas parpadeantes y un letrero rojo grande que rezaba FINAL DE LA CALZADA, lo cual era una redundancia.
Se detuvo, abrió la botella de agua y tomó un pequeño trago antes de echar a andar por el camino de tierra. Llevó a cabo un breve inventario interior. Le faltaba un poco el aliento, pero no era nada grave. No estaba cansada; de hecho, se sentía fuerte. Una fina capa de sudor le cubría la frente, pero no era nada que indicase que el agotamiento estuviese acechando en algún sitio, a punto de atacar de improviso. El dolor en el vientre había remitido, como para permitirle el placer de dar una caminata por la mañana. Diana sonrió y pensó: «Desde luego, le gusta tomarse su tiempo.»
Se volvió en derredor por un momento, disfrutando de la soledad y la tranquilidad.
Luego siguió adelante, pisando la tierra suelta y arenosa, y emprendió lentamente el ascenso por el camino abandonado.
El corredor de la muerte en Tejas, como en casi todos los estados, no era un corredor. El nombre pervivía, pero el emplazamiento había cambiado. El estado había construido una cárcel con el fin específico de matar a criminales violentos. Se encontraba en una extensión rasa de terreno de una finca ganadera, aislada de ciudades y pueblos, y su única vía de acceso era una carretera de dos carriles de asfalto negro que atravesaba las llanuras. La cárcel misma era un edificio grande y ultramoderno cercado por tres vallas concéntricas de tela metálica y alambre de espino. En cierto modo, la prisión parecía una residencia universitaria grande, o un hotel pequeño, salvo porque las ventanas apenas eran más que unas rendijas de sólo quince centímetros de ancho, abiertas en las paredes de hormigón del edificio. Había una zona de gimnasia y una biblioteca, varias salas de visitas de alta seguridad y una docena de filas con veinte celdas cada una. Todas estaban ocupadas y eran contiguas a una cámara central que a primera vista parecía una sala de hospital pero no lo era. Había una camilla con grilletes y una máquina de matar. Cuando llegaba el momento de la ejecución de un reo, lo ataban de pies y manos y le insertaban en una vena del brazo izquierdo una sonda intravenosa que se prolongaba por el suelo hasta una caja en la pared. Dentro había tres recipientes pequeños que se hallaban conectados al tubo. Sólo uno de ellos contenía una sustancia letal. Tres funcionarios del estado, a una señal del celador, pulsaban otros tantos botones, y los tres envases despedían sus fluidos a la vez. Este sistema seguía el mismo principio que los pelotones de fusilamiento en los que se daba a uno de sus integrantes una bala de fogueo. De este modo, nadie sabía de cierto si su interruptor era el que había liberado el veneno.
El agente tóxico también había mejorado. Se había hecho más eficaz. Los reos debían cerrar los ojos y contar hacia atrás desde cien. Por lo general morían antes de llegar al noventa y cinco. De vez en cuando, alguno contaba hasta noventa y cuatro. Nadie había sobrevivido más allá del noventa y dos.
El interior de la prisión era igualmente moderno, lodos los rincones estaban vigilados por cámaras de circuito cerrado. El lugar tenía un aire sumamente pulido y antiséptico; era como entrar en un mundo que imitaba el alambre de espino de las vallas: eficiente, reluciente como el acero y mortal.
Un guardia de la cárcel escoltó a Jeffrey y Susan Clayton a una de las salas de visitas. Había dos sillas en cada extremo de una mesa de metal. Nada más. Todo estaba atornillado al suelo. En un lado de la mesa, atornillada a la superficie, había una anilla de acero.
– Es inteligente -comentó Jeffrey mientras esperaban-, muy inteligente. Tirando más a excepcional que a normal. Dejó la escuela en octavo curso porque los otros chicos se burlaban de sus genitales deformes. Durante diez años no hizo otra cosa que leer. Luego, durante otros diez, no hizo otra cosa que matar. No lo subestimes en ningún momento.
Una puerta lateral se abrió con el chasquido electrónico de un cerrojo desactivado, y otro guardia, acompañado por un hombre enjuto y nervudo, con aspecto de hurón, los brazos recubiertos de tatuajes y una mata de pelo blanco que le caía sobre los ojos rojos de albino, entró en la sala. Sin una palabra, el guardia sujetó la cadena de las esposas del preso a la anilla de la mesa. Acto seguido, se enderezó y dijo:
– Todo suyo, profesor. -Tras saludar con un movimiento de cabeza a Susan Clayton, se marchó.
El reo, que iba vestido con un mono, era delgado, con el pecho hundido y unas manos incongruentemente grandes, como garras, y que le temblaron ligeramente cuando se agachó para encenderse un cigarrillo. Susan advirtió que tenía un ojo caído, mientras que el otro parecía alerta, con la ceja enarcada mientras la observaba.
Mantuvo la vista fija en Susan durante varios segundos. Luego se volvió hacia Jeffrey.
– Hola, profesor. No esperaba volver a verle. ¿ Qué tal la pierna? -La voz del hombre sonaba curiosamente aguda, casi como la de un niño. A ella le pareció que disimulaba bastante bien la ira.
– Se me curó enseguida. No llegaste a tocar la arteria. Ni los ligamentos.
– Es lo que me contaron. Lástima. Tenía prisa. Habría necesitado un poco más de tiempo. -El hombre sonrió de un modo extraño, torciendo el borde de la boca hacia arriba como si tuviera un tic, y devolvió su atención a Susan-. ¿Y tú quién eres?
– Mi ayudante -respondió Jeffrey rápidamente.
El asesino se quedó callado unos instantes al detectar la mentira en lo precipitado de la respuesta.
– No lo creo, Jeffrey. Tiene sus ojos. Una mirada fría. Un poco como la mía, de hecho. Me da escalofríos y ganas de acurrucarme por el miedo. También tiene algo de su barbilla, pero el mentón sólo denota obstinación y perseverancia, a diferencia de los ojos, que dejan al descubierto su alma. Oh, percibo una semejanza muy clara. A cualquiera con unas mínimas dotes de observación le resultaría evidente. Y las mías, como sin duda ya sabe, profesor, son significativamente más agudas.
– Es mi hermana Susan.
El asesino sonrió.
– Hola, Susan. Soy David Hart. No nos dejan dar la mano, eso sería infringir las normas, pero puedes llamarme David. Tu hermano, por otro lado, ese sucio cerdo mentiroso, debe llamarme señor Hart.
– Hola, David -dijo Susan con tranquilidad.
– Mucho gusto, Susan -respondió el asesino, pronunciando su nombre con un tono cantarín que resonó en la sala-. Susan, Susie, Susie-Q. Qué nombre tan bonito. Dime, Susan, ¿eres una puta?
– Perdona, ¿cómo dices?
– Bueno, ya sabes -continuó el asesino, alzando la voz con cada palabra-, una prostituta, una mujer de la vida, o del partido. Una ramera, una buscona, una damisela, una furcia. Ya sabes a qué me refiero: una mujer que cobra por chuparles la pureza a los hombres, para arrebatarles la esencia. Una asquerosa basura portadora de enfermedades, infecciosa y repugnante. Un parásito. Una cucaracha. Dime, Susan, ¿es eso lo que eres?
– No.
– Entonces, ¿qué eres?
– Invento juegos.
– ¿Qué clase de juegos?
– Juegos de palabras. Acertijos. Anagramas. Crucigramas. El asesino meditó por un momento.
– Qué interesante -dictaminó-. ¿Así que no eres una puta?
– No.
– Me gustaba matar putas, ¿sabes? Abrirlas en canal desde… -Hizo una pausa y sonrió-. Pero seguro que tu hermano ya te lo habrá contado.
– Sí.
La ceja de David Hart se arqueó de nuevo, y su rostro se deformó con su sonrisa característica y torcida.
– Él es una puta, y me gustaría abrirlo en canal también. Eso me produciría una gran satisfacción. -El asesino se interrumpió, tosió una vez y añadió-: Ah, qué diablos, Susie. Seguramente también me gustaría rebanarte desde la entrepierna hasta la barbilla. No tiene sentido que intente disimularlo. Rajarte sería un placer. Un gustazo. Cargarme aquí a tu hermano, bueno, sería más como un asunto de trabajo. Una obligación. Un ajuste de cuentas. -Se volvió hacia Jeffrey-. Y bien, profesor, ¿qué hace usted por aquí?
– Quiero su ayuda. Ambos la queremos.
El asesino negó con la cabeza.
– Que le den por el culo, profesor. Fin de la entrevista. Se acabó la charla.
Hart se levantó unos centímetros de su asiento, gesticulando con la mano esposada hacia un espejo en una pared. Obviamente se trataba de un espejo unidireccional, y al otro lado habría funcionarios de prisiones observando la entrevista.
Jeffrey no se movió.
– Hace no mucho declaró a un periodista que quería matarme porque yo era quien le había localizado. Le dijo que, de no haber sido por mí, no quedaría una sola prostituta en la ciudad. Y, gracias a mí, hay decenas de ellas ejerciendo su oficio impunemente, de modo que su obra quedó inconclusa… Y por eso, por haberme interpuesto entre usted y sus deseos, yo merecía morir. -Jeffrey hizo una pausa, estudiando el efecto que sus palabras producían sobre el asesino-. Pues bien, señor Hart, tiene una ocasión de hacerlo, la única que tendrá.
El asesino se quedó inmóvil, medio inclinado sobre el asiento, por un instante.
– ¿Mi oportunidad de matarle? -Extendió los brazos y sacudió las cadenas-. Una idea maravillosa. Pero dígame, profesor, ¿por qué lo dice?
– Porque ésta es una oportunidad.
El asesino guardó silencio. Sonrió. Se sentó.
– Le escucharé -dijo-, durante unos segundos. Por deferencia hacia su preciosa hermana. ¿Seguro que no eres una puta, Susan?
Como ella no contestó, Hart sonrió de nuevo y se encogió de hombros.
– De acuerdo, profesor. Dígame cómo puedo matarle ayudándole.
– Muy sencillo, señor Hart. Si, gracias a su ayuda, consigo encontrar al hombre que busco, él querrá hacerme lo mismo que quiere hacerme usted, señor Hart. Es tan inteligente como usted y exactamente igual de mortífero. El riesgo es que yo lo neutralice antes de que él me neutralice a mí. Ambas cosas son posibles. Pero ahí tiene su oportunidad, señor Hart. Es la mejor que se le presentará en el poco tiempo que le queda. O lo toma o lo deja.
El asesino se meció adelante y atrás en la silla de metal, pensando.
– Una propuesta insólita, profesor. Me resulta de lo más intrigante. -Contempló la punta de su cigarrillo-. Muy astuto. Yo puedo ayudarle, y de ese modo exponerle a un peligro. Acercarle un poco más a la llama, ¿no? El reto para mí, si me permite el atrevimiento, es proporcionarle la información justa para que usted tenga éxito y fracase a la vez. -Hart respiró hondo, resollando. Sonrió una vez más-. De acuerdo. La entrevista continúa. Tal vez. ¿Qué conocimientos poseo yo que usted quiera averiguar?
– Usted cometió todos sus crímenes en un solo emplazamiento. Creo que el hombre que busco hace lo mismo. Queremos información sobre el lugar de los asesinatos. Cómo lo eligió. Qué características de él son importantes. Cuáles son los elementos imprescindibles, los rasgos esenciales. Y por qué necesitaba un único lugar. Eso es lo que necesitamos saber.
El asesino reflexionó sobre ello.
– ¿Cree que, si le explico por qué creé un lugar especial para mí, usted podrá extrapolar esa información a un plan para encontrar el escondrijo de su hombre?
– Correcto.
Hart asintió con la cabeza.
– De modo que para encontrar a ese hombre quiere que este preso le abra su corazón. -Soltó una risita-. Es un juego de palabras, Susan, inventora de pasatiempos, ¿o no?
Cuando Diana Clayton hubo avanzado sólo cincuenta metros, tropezó pero consiguió recuperar el equilibrio antes de caer de bruces sobre la tierra y las piedrecillas del camino. Se detuvo, ligeramente sofocada, y arrastró los pies por la terrosa superficie del mundo que se extendía debajo de ella, manchándose la punta de las zapatillas de un color polvoriento, gris parduzco. Respiró hondo un par de veces, luego volvió la mirada hacia el ancho cielo sobre su cabeza, como escrutando la bóveda azul en busca de la respuesta a una pregunta que no había planteado aún. El resplandor del sol le emborronaba la visión, y notó que la capa de sudor en su frente era ahora el doble de gruesa. Se enjugó la humedad y la vio relucir por unos instantes en el dorso de su mano.
Se recordó a sí misma que era vieja. Que estaba enferma.
Luego se preguntó por qué seguía adelante. Si su objetivo era hacer ejercicio, ya lo había cumplido. Una parte de ella le decía que dar media vuelta y olvidarse de la vista, aunque fuera tan espectacular como el agente Martin recalcaba en su mensaje, era una opción más que razonable.
Y entonces, casi con la misma rapidez, otra parte de ella se negó.
Se llevó la mano al bolsillo para buscar la carta plegada, como si su cansancio pudiera contrarrestarse al releerla, pero cambió de idea. La pistola que llevaba en la mochila pesaba mucho más de lo que esperaba, y se preguntó por qué la había traído consigo. Estuvo a punto de dejarla sobre alguna roca y recogerla en el camino de vuelta, pero decidió no hacerlo.
Diana no sabía exactamente qué la impulsaba a alcanzar el destino sobre el que el agente Martin le había escrito. Tampoco sabía qué era aquello tan importante que según él debía ver. Pero reconoció cierta terquedad y determinación que afloraban en su interior y pensó que eso no tenía nada de malo, de modo que reanudó la marcha, tras darse el gusto de tomar otro trago de agua tibia embotellada.
Se dijo que el mundo del estado cincuenta y uno era nuevo, y que ella no permitiría que la frustración, el agotamiento, la enfermedad o la pusilanimidad la vencieran en su primer día entero en ese mundo.
Le costaba caminar sobre la arena suelta, y profirió una larga y sonora retahíla de maldiciones, llenando el aire transparente que la rodeaba de obscenidades que la ayudaban a mantener el ritmo.
– Puta tierra -espetó-. Malditas piedras. Asqueroso camino de mierda.
Sonrió mientras avanzaba trabajosamente, siempre ascendiendo. Diana Clayton empleaba rara vez estas palabras, de modo que dejarlas escapar de sus labios era para ella como hacer algo exótico, algo prohibido. Tropezó de nuevo, aunque de forma más leve que antes.
– ¡Hostia puta! -Se rio para sus adentros. Alargaba cada palabra, dando un paso adelante con cada sílaba de cada imprecación.
El camino torcía a la izquierda y bajaba de pronto, perdiéndose de vista como un niño travieso.
– Ya no debe de faltar mucho -dijo en alto-. El dijo un kilómetro. Ya no puede quedar lejos.
Continuó andando por el sendero, e intuyó que ya se encontraba muy por encima de la tranquila calle residencial de la que había salido. Por un instante se acordó de su casa en los Cayos y pensó que no era tan distinto aquel lugar, donde una urbanización chabacana y pintada de rosa construida al borde de la carretera con centros comerciales y tiendas de camisetas de repente cedía el paso al mar, que imponía su presencia y le recordaba que la naturaleza salvaje, pese a los esfuerzos apresurados y decididos del hombre por evitarlo, se hallaba a sólo unos segundos de distancia. Aquí ocurría algo similar. Infundía en ella una sensación de soledad que la reconfortaba. Le gustaba estar sola, y creía que ésta era una de las pocas cualidades realmente efectivas que le había transmitido a su hija.
Inspiró profundamente y cantó unos compases de una vieja canción.
– Marchamos hacia Pretoria, Pretoria…
El sonido de su voz, rasgada por el cansancio, pero aun así más o menos afinada, repercutía ligeramente entre las rocas, que lo lanzaban al aire muy por encima de su cabeza.
– Cuando Johnny vuelva marchando a casa, hurra, hurra. Cuando Johnny vuelva marchando a casa, hurra, hurra. Cuando
Johnny vuelva marchando a casa, lo recibiremos con gritos de alegría y celebraremos cuando Johnny vuelva a casa… -Avivó el paso y comenzó a balancear los brazos-. Despegamos, hacia el inmenso e inexplorado azul. Subimos muy alto, por el cielo… -Echó la cabeza hacia atrás y se puso derecha-. ¡De frente, marchen! -bramó-. Marcando el paso: uno-dos-tres-cuatro. Uno-dos. Tres-cuatro… -Al llegar al final de la curva, se detuvo-. Uno-dos… -susurró.
El coche estaba aparcado a un lado del camino, unos cincuenta metros más adelante.
Era un sedán oficial blanco, de cuatro puertas, el mismo en que el agente Martin había ido a recogerlas a Susan y a ella al aeropuerto. Ella vio la pegatina roja que le daba acceso ilimitado.
¿Por qué había conducido por ese sendero para encontrarse con ella? Se quedó de pie donde estaba, mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Luego, al darse cuenta de que no averiguaría las respuestas sin acercarse, las dudas fueron reemplazadas por el miedo.
Despacio, introdujo la mano en la mochila y sacó la pistola.
Quitó el seguro con el pulgar.
Después, tras mirar en torno a sí y reconocer lo mejor que pudo el terreno desde donde se encontraba, aguzando el oído para comprobar si había alguien más allí, pero sin oír otra cosa que sus propios y roncos jadeos, retrocedió muy lentamente y con mucho cuidado, como si de pronto estuviera caminando en un reborde muy estrecho y resbaladizo junto a un precipicio.
– De acuerdo -dijo Hart-, primero hábleme un poco del hombre a quien busca. ¿Qué sabe de él?
– Es mayor que usted -respondió Jeffrey-, es sexagenario y lleva muchos años haciendo esto.
El asesino asintió con la cabeza.
– Ya de entrada esto resulta interesante.
Susan alzó la vista. Estaba tomando apuntes, intentando transcribir no sólo las palabras del asesino, sino también las inflexiones y el énfasis en su voz, pues pensaba que quizás eso acabaría por resultar más revelador. Una cámara de vídeo instalada en una de las paredes estaba grabando la sesión, pero ella no confiaba en que la tecnología captase lo que ella podía oír, sentada a sólo unos metros del hombre.
– ¿Por qué te parece interesante? -preguntó.
Hart le dedicó una de sus sonrisas torcidas.
– Tu hermano lo sabe. Sabe que el perfil medio del asesino en serie, el que los científicos como él llevan décadas retocando, se aleja bastante de los hombres mayores. Encajamos mejor los jóvenes, como yo. Somos fuertes, con espíritu de entrega. Hombres de acción. Los mayores tienden a ser más contemplativos, Susan. Prefieren pensar en matar. Fantasear sobre el asesinato. No tienen tanta energía para hacerlo en la vida real. Así que, desde el principio, el hombre a quien buscáis debe de estar impulsado por fuerzas poderosas, deseos profundos. Porque, de lo contrario, probablemente ya estaría retirado de la circulación desde hace diez años, quizá quince. Lo habría capturado y aniquilado el asesino en serie más grande de todos… -Hart lanzó una mirada rápida al espejo unidireccional-, o tal vez se habría suicidado, o simplemente se habría cansado y optado por jubilarse. Permanecer activo mientras otros hombres cobran su pensión, ah, eso sólo lo haría un hombre con recursos. -El asesino extendió las manos esposadas y sacó otro cigarrillo del paquete que tenía ante sí, sobre la mesa-. Pero eso ya lo sabe, profesor… -Hart se inclinó hacia delante, se puso el cigarrillo entre los labios y encendió una cerilla-. Un vicio asqueroso -comentó-. Me gustan los vicios asquerosos.
Jeffrey habló con voz fría y clara. Tenía la distante sensación de estar en un zoológico, contemplando a través de un cristal los ojos de una mamba negra africana. Encontrarse tan cerca de un ser tan letal le infundía una extraña paz interior.
– Sus víctimas han sido jóvenes.
– Frescas -dijo el asesino.
– Secuestradas sin testigos…
– Un hombre muy cuidadoso y con un gran control de la situación.
– Fueron encontradas en sitios aislados, pero no ocultos. Colocadas de forma especial.
– Ah, un hombre con un mensaje. Quiere que su obra esté a la vista.
– Sin dejar la menor pista sobre los escenarios de los crímenes.
El asesino resopló.
– Claro que no. Es un juego, ¿verdad, Susan? La muerte siempre es un juego. Si estamos enfermos, ¿no nos medicamos para vencer a la Parca? ¿Acaso no instalamos airbags en nuestros coches y nos ponemos el cinturón de seguridad, intentando prever cómo ella puede acercarse sigilosamente y pillarnos desprevenidos?
Susan asintió.
– Yo soy la muerte -aseveró Hart en voz baja-. Vuestra presa es la muerte. Jugad a ese juego. Por eso te ha traído aquí tu hermano, supongo. Debes presenciar el juego, y tomar parte en él. -El asesino devolvió su atención a Jeffrey-. Consiguió usted atraparme de manera muy astuta. Me quito el sombrero, profesor. Yo ya me esperaba operaciones de vigilancia, señuelos, toda clase de trampas de las que suele tender la policía. Jamás se me ocurrió que simplemente utilizarían a esas mujeres con localizadores ocultos como carnaza. Fue un toque de genialidad, profesor. Y tan cruel… vaya, casi tan cruel como yo. No podía usted suponer que la primera activase el dispositivo de forma tan eficaz. Tal vez ni siquiera la tercera. Ni la quinta. Esto siempre me ha intrigado, profesor. ¿ Cuántas mujeres exactamente estaba usted dispuesto a sacrificar antes de acudir a detenerme?
Jeffrey titubeó y al final respondió:
– Las que hiciera falta.
El asesino sonrió de oreja a oreja.
– ¿Cien?
– En caso necesario.
– No le dejé otra alternativa, ¿verdad?
– Ninguna que yo pudiera determinar.
David Hart soltó otra risita.
– Disfrutaba usted matándolas tanto como yo, ¿no, profesor?
– No.
Hart sacudió la cabeza.
– De acuerdo, profesor. Claro que no.
Se impuso un breve silencio en la sala. Susan tenía ganas de mirar a su hermano, de intentar adivinar qué le pasaba por la cabeza exactamente, pero no quería apartar la mirada del asesino que tenía delante, pues temía que de alguna manera el torrente de palabras se agrietara y se partiera, como una roca expuesta a un calor excesivo. «Nos dirá lo que queremos saber», pensó.
El asesino irguió el cuello.
– Verá, en primer lugar, tiene que haber un vehículo.
– ¿De qué tipo? -inquirió Susan.
– Un vehículo de carga. Debe ser lo bastante grande para transportar a la víctima, y de aspecto común y corriente para pasar inadvertido. Debe ser fiable, para poder llegar hasta esos lugares dejados de la mano de Dios. ¿Con tracción a las cuatro ruedas?
– Sí, es muy probable -contestó Jeffrey.
– Debe estar acondicionado para usos especiales, con ventanillas de vidrio ahumado.
Jeffrey movió afirmativamente la cabeza. No era un camión, pensó, porque llamaría la atención en una zona residencial de las afueras. Tampoco un elegante cuatro por cuatro familiar, porque tendría que apretujar el cadáver en el asiento trasero, o levantarlo bastante alto para meterlo en el maletero. ¿Qué se adaptaba mejor a sus necesidades? Sabía la respuesta a su propia pregunta interior. Había varios tipos de minifurgonetas fabricadas con tracción integral. Eran automóviles ideales para vivir en los barrios periféricos, muy habituales en comunidades donde los padres solían llevar a equipos de niños a partidos de béisbol de la liga infantil.
– Continúe -lo animó Jeffrey.
– ¿Encontró la policía huellas de neumáticos?
– Se identificaron varios, pero no dos o más que coincidieran entre sí.
– Ah, eso me dice algo.
– ¿Qué?
– ¿No se le ha ocurrido, profesor, que tal vez el hombre cambia los neumáticos de su vehículo con cada aventura, porque sabe que el dibujo de la superficie se puede rastrear?
– Sí, se me ha ocurrido.
El asesino sonrió.
– Ése es el primer problema. El transporte. El siguiente es el aislamiento. ¿Su presa es un hombre rico?
– Sí.
– Ah, eso ayuda. Enormemente. -Hart se volvió una vez más hacia Susan-. Yo no contaba con el lujo de sumas ilimitadas de dinero, así que me vi obligado a elegir un sitio abandonado.
– Hábleme de esa elección -pidió Jeffrey.
– Hay que andarse con cuidado, tener la seguridad de que nadie lo verá ni lo oirá. De que uno pasará desapercibido. De que sus idas y venidas no atraerán la atención de nadie. Hay muchos requisitos. Me pasé varias semanas buscando antes de encontrar el lugar ideal.
– ¿Y luego?
– Un hombre cauteloso conoce bien su territorio. Medí y memoricé. Estudié cada centímetro del almacén antes de llevar ahí mi… esto… mi equipo.
– ¿Y la seguridad?
– El sitio debe ser seguro por sí mismo, pero yo instalé varias trampas y sistemas de alarma caseros… un alambre a la altura de los tobillos aquí y allá, latas con clavos, ese tipo de cosas. Por supuesto, yo sabía cómo evitarlas. Pero un profesor torpón y dos agentes que tropezaban a cada paso armaron un alboroto tremendo cuando entraron. Ese ruido les costó muy caro, Susan.
– Eso tenía entendido.
Hart soltó otra carcajada.
– Me caes bien, Susan. ¿Sabes? Que tenga ganas de abrirte en canal no significa que quiera dejarle ese placer único y delicioso a otro. Bien, Susan, he aquí una pequeña advertencia de tu admirador. Cuando encontréis a vuestro hombre, no hagas ruido. No hagas el menor ruido, y sé muy cautelosa. Y da por sentado siempre, siempre, Susie-Q, que estará esperándote en la sombra más próxima. -El asesino bajó la voz ligeramente, de modo que su timbre infantil y chillón dio paso a una frialdad que la sorprendió-. Y tu hermano podrá decirte, por experiencia, que no debes dudar. Ni por un segundo. Si se te presenta una oportunidad, aprovéchala, Susan, porque nosotros somos muy rápidos cuando llega el momento de matar. Te acordarás de lo que te he dicho, ¿verdad?
– Sí -contestó ella, y la voz se le quebró casi imperceptiblemente.
Hart asintió.
– Bien. Ahora te he dado una pequeña posibilidad de sobrevivir. -Se volvió de nuevo hacia Jeffrey-. Pero usted, profesor, aunque ya sabe estas cosas, confío en que vacile y eso le cueste la vida. Usted también está interesado en ver. Eso es lo que le mueve, ¿verdad? Quiere mirar, contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos, en toda su gloria y excepcionalidad. Es usted un hombre de observación, no de acción, y cuando llegue el momento, quedará atrapado en su propia vacilación y eso le acarreará la muerte. Reservaré un sitio en el infierno para usted, profesor.
– Yo le capturé.
– Ah, no, profesor. Usted me encontró. Y de no ser por los dos disparos del agente moribundo y la desafortunada pérdida de sangre que experimenté, no le habría hecho la herida en el muslo, sino en otra parte. -El asesino se señaló el pecho, describiendo una larga línea en el aire con su dedo índice, semejante a una garra.
Jeffrey se percató de que había bajado la mano sin darse cuenta hacia el punto de la pierna en que Hart le había clavado el cuchillo.
Recordó que se había quedado helado, incapaz de moverse de donde estaba, mientras el asesino perdía el conocimiento a sus pies, después de lanzar un solo golpe con el cuchillo de caza, que le había hecho un corte profundo.
A Jeffrey le vinieron ganas de levantarse y marcharse en ese momento. Se puso a inventar una excusa que darle a su hermana. Pero en ese mismo instante tomó conciencia de que no había averiguado aún lo que necesitaba saber. Pensó que quizá tenía esos conocimientos al alcance de la mano, de modo que se removió incómodo en su asiento. Le hizo falta una gran fuerza de voluntad para no ponerse en pie y huir de la pequeña sala.
El asesino no había reparado en la respiración agitada de Jeffrey, pero Susan sí, aunque no se volvió hacia su hermano, pues sabía que entonces Hart se fijaría en él.
– Bueno -barbotó en cambio-, así que necesitaba seguridad y aislamiento.
Hart la escrutó.
– Privacidad, Susan. Privacidad absoluta. -Sonrió-. Tienes que poder concentrarte, sin el menor riesgo de que surja una distracción, por leve que sea. Debes polarizar toda tu atención, todas tus energías en ese único lugar. ¿No es cierto, profesor?
– Sí.
– Verás, Susan, el momento que buscas es especial, único, arrollador. Funde todo tu ser en un momento glorioso. Os pertenece a ti y a ella y a nadie más. Pero, al mismo tiempo, sabes que, como todas las grandes conquistas que se han llevado a cabo en la larga y tediosa historia del mundo, ésta no está exenta de peligros: fluidos, huellas digitales, fibras capilares, muestras de ADN… todos esos detalles que las autoridades recogen de forma tan prosaica y competente. Así que el lugar que elijas debe facilitarte el control de todos estos detalles. Pero, al mismo tiempo, no puedes hacer de la aventura algo, eh… antiséptico. Eso le quitaría toda la emoción. -Hart hizo una nueva pausa, enarcando una sola ceja-. ¿Entiendes todo esto, Susan? ¿Comprendes lo que te digo?
– Empiezo a entenderlo.
– Bailas al son de tus propias melodías -dijo el asesino. Susan asintió con la cabeza, pero Jeffrey se puso muy tieso en su silla.
– Repita eso -dijo.
Hart se volvió hacia él.
– ¿Qué?
Pero Jeffrey agitó la mano como para quitarle importancia.
– No, no pasa nada. -Se levantó, haciendo un gesto hacia el espejo unidireccional-. Hemos terminado. Gracias, señor Hart.
– Yo no he terminado -replicó Hart despacio-. Terminaremos cuando yo lo diga.
– No -dijo Jeffrey-. Ya he averiguado lo que necesitaba. Fin de la entrevista.
El asesino lo miró con ojos desorbitados por un instante, y Susan por poco reculó ante la fuerza de ese odio repentino. Las esposas traquetearon contra su sujeción metálica. Dos fornidos guardias de la cárcel entraron en la sala. Ambos echaron un solo vistazo al hombre retorcido que estaba sentado a la mesa, rojo de rabia, y uno de ellos se dirigió a un pequeño intercomunicador instalado en la pared para pedir con toda naturalidad un «equipo especial de escolta». A continuación, se volvió hacia los Clayton.
– Por lo visto se ha alterado -les dijo-. Sería conveniente que salieran ustedes dos primero.
Susan vio que al asesino se le hinchaba una vena en la frente. Se había doblado hacia delante, pero tenía los músculos del cuello rígidos a causa de la tensión.
– ¿Qué he dicho, profesor? -preguntó Hart-. Me he esforzado por no hablar de más.
– Me ha dado una idea.
– ¿Una idea? Profesor -dijo Hart, apenas alzando la cabeza-, le veré en el infierno.
Jeffrey posó la mano en la espalda de su hermana para empujarla suavemente hacia la puerta. Vio a una unidad de media docena de guardias de prisiones acercarse por un pasillo contiguo, armados con porras y protegidos con casco, visera y chaleco antibalas. Las punteras metálicas de sus botas repiqueteaban contra el suelo de linóleo pulido.
– Tal vez -contestó Jeffrey, deteniéndose a la salida-, pero usted llegará allí antes que yo.
Hart soltó otra risita, esta vez desprovista de humor. Susan supuso que era el mismo sonido que unas cuantas jóvenes habían oído en sus últimos momentos en este mundo.
– Yo no contaría con ello -repuso-. Me parece que corre usted que se las pela hacia allí. Rápido, profesor. Dese prisa.
Los guardias de la cárcel entraron, abriéndose paso entre ellos.
– Larguémonos de aquí -dijo Jeffrey, asiendo a Susan del codo y guiándola por el pasillo.
A su espalda, oyeron un estridente bramido de rabia, y varias voces muy altas. Una sarta de obscenidades proferidas a grito limpio atravesó el aire. Se oyeron unos pies que se arrastraban y el choque repentino y violento de cuerpos.
Llegó hasta sus oídos otro alarido, de furia y a la vez de dolor.
– Lo han rociado con spray lacrimógeno -dijo Jeffrey.
El sonido cesó súbitamente mientras salían por una puerta lateral electrónica. El Ranger de Tejas larguirucho que los había llevado hasta allí estaba esperándolos, sacudiendo la cabeza.
– Vaya, ese pobre tipo está fatal -comentó el Ranger-. He estado mirando por la ventana de observación, señorita. Me ha parecido que mantenía usted la sangre fría en un par de momentos peliagudos. Si alguna vez quiere dejar su trabajo y unirse a los Rangers de Tejas, cuenta con mi voto, no lo dude.
– Gracias -dijo Susan. Respiró hondo y de pronto se puso rígida. Se volvió hacia su hermano-. Tú lo sabías, ¿verdad?
– ¿Sabía qué?
– Sabías que él se negaría a verte, salvo para escupirte en la cara, tal vez. Pero también sabías que no resistiría la tentación de jactarse ante mí. Por eso querías que te acompañara, ¿verdad? Mi presencia le soltaría la lengua. -La voz le temblaba ligeramente.
El movió la cabeza afirmativamente.
– Parecía una apuesta apropiada.
Susan exhaló un largo y lento suspiro.
– De acuerdo -le susurró a su hermano-. ¿Qué demonios ha dicho?
– «Bailas al son de tus propias melodías.»
Susan asintió.
– Vale, lo he oído. Pero ¿qué has deducido de ello?
Iban caminando a paso rápido por la cárcel, como si cada segundo fuera tan peligroso como importante.
– ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños, de la norma? Nunca debíamos molestarlo cuando estuviese ensayando. Abajo, en el sótano.
– Sí. ¿Por qué ahí? ¿Por qué no en su estudio, o en la sala de estar? Se llevaba el violín al sótano para tocar. -De repente, la voz de Susan reflejaba su comprensión-. Así que lo que buscamos es…
– Su sala de música.
El Profesor de la Muerte apretó los dientes.
– Sólo que no es música lo que toca ahí dentro.
Diana Clayton se hallaba a medio camino del coche cuando divisó la figura desplomada sobre el volante. Se detuvo, intentando d nuevo percibir algún sonido. Luego avanzó cautelosamente. Tenía la impresión de que el sol de pronto calentaba más, y se protegió los ojos del resplandor metálico del vehículo.
La adrenalina le palpitaba en los oídos y el corazón le latía con fuerza. Se enjugó el sudor de los ojos y sintió que debía contener la respiración. Tuvo que obligarse a permanecer alerta por si había alguien más, pero no podía apartar la vista de la figura de dentro del coche. Intentó recordar qué otros cadáveres había visto, pero cayó en la cuenta de que a todas las víctimas de violencia fortuita o accidentes de carretera con las que había topado en su vida sólo había alcanzado a verlas fugazmente: un bulto bajo una sábana, un atisbo de piel flácida en una bolsa antes de que cerraran la cremallera. Nunca antes se había acercado a una persona muerta, y menos aún sola. Nunca había sido la primera -o segunda- en enfrentarse a la realidad de una muerte violenta.
Intentó imaginar qué haría su hijo.
«Sería muy cuidadoso», se dijo. Querría dejar intacta la escena del crimen, porque podría haber pruebas de lo sucedido desperdigadas por ahí. Estaría atento a cualquier matiz o alteración relacionados con el asesinato, porque esos detalles podían revelarle algo. Leería la zona como un monje lee un manuscrito.
Avanzó lentamente, sintiéndose del todo inepta para la tarea que se le presentaba.
Se encontraba a unos tres metros cuando vio que el cristal de la ventanilla del conductor estaba hecho añicos, y los pedazos esparcidos fuera del coche. Los pocos fragmentos que aún quedaban en su sitio estaban salpicados de carmesí y trocitos de hueso gris y masa encefálica.
Aún no alcanzaba a verle la cara al hombre. Estaba apoyada en la columna de dirección, apretada hacia abajo. Diana habría deseado poder identificarlo por la forma de los hombros o el corte y el color de su ropa, pero no podía. Comprendió que tendría que acercarse mucho más.
Sujetó el revólver con más fuerza. Dio la vuelta despacio, escudriñando una vez más la zona.
Moviéndose como un padre que entra en la habitación de un niño dormido, Diana se aproximó al costado del coche. Echó un vistazo rápido al asiento de atrás y comprobó que estaba vacío. Luego, obligó a sus ojos a posarse en el cadáver.
Colgando de la mano derecha del hombre había una pistola semiautomática de gran calibre. La izquierda sujetaba un sobre manchado de sangre.
Se acercó un poco más. El hombre tenía los ojos abiertos, y Diana soltó un grito ahogado.
Retrocedió bruscamente en el momento en que lo reconoció.
Se apartó del coche con paso vacilante, un poco como un asistente a una fiesta que se da cuenta de que se ha tomado algunas copas de más, y se reclinó contra una roca cercana, sin despegar la vista del muerto. No le hacía falta sacarse la nota del bolsillo para recordar lo que decía. Ya no creía que fuera el muerto quien le había escrito la carta recomendándole una agradable y rápida caminata matinal.
Sabía quién la había escrito, y también quién era el autor del cuadro que tenía ante sí. Pensar en ello le dejó un regusto ácido y amargo, de modo que buscó la botella de agua en la mochila. Tomó un trago rápido, tras enjuagarse la boca. Recordó que, según la carta, contemplaría una vista única. Supuso que, en cierto modo, la muerte era algo común y único a la vez.