23 La segunda puerta sin cerrar

Era bien entrada la noche cuando Jeffrey salió del enorme e impasible edificio de oficinas del estado, seguido por su madre y su hermana, en la que suponían que sería su última noche en el estado cincuenta y uno. Llevaba al hombro una talega mediana de color azul marino, al igual que su hermana. Diana sujetaba con la mano derecha un maletín de lona. Se tragó varios analgésicos subrepticiamente mientras salían a la oscuridad, esperando que ninguno de sus hijos se diese cuenta. Respiró hondo, paladeando el frío de la noche, al borde de la helada, y le pareció un sabor extraño y delicioso. Apartó por unos instantes la mirada de las colinas y las montañas que se elevaban al norte, y la dirigió a lo lejos, hacia el sur. «Un mundo desértico», pensó. Arena, polvo esparcido por el viento, plantas rodadoras y matorrales. Y calor. Un calor penetrante y aire seco. Pero esa noche no; esa noche era diferente, una contradicción entre la imagen y las expectativas. Frío en vez de calor.

Los aparcamientos estaban vacíos casi por completo; sólo quedaban los vehículos de los rezagados. Había muy pocas luces encendidas en los edificios de oficinas que tenían detrás. La mayor parte de la población activa del estado había cogido sus bártulos y se había ido a casa por la tarde, para cenar con la familia, charlar un poco, ver una película o una telecomedia en la tele, o quizás echarles una mano a los niños con los deberes. Luego, a la cama. A dormir, con la perspectiva de retomar la rutina al día siguiente. Reinaba un silencio seductor fuera del edificio de oficinas; oían el crujido de sus zapatos contra el cemento de la acera.

Jeffrey no tardó más que unos segundos en avistar su coche y al agente de seguridad que les habían asignado como conductor. Era el mismo que los había llevado al punto de Adobe Street donde Kimberly Lewis había desaparecido. Era un hombre taciturno, fornido, con el pelo muy corto y una mirada adusta y aburrida que ponía de manifiesto que habría deseado estar en algún otro lugar haciendo algo distinto. Jeffrey supuso que al agente le habían proporcionado una información mínima sobre quién era él y sobre la razón de su presencia en el estado cincuenta y uno. Como siempre, se figuró que, en algún sitio a su espalda, oculto a la vista, estaría el sustituto del agente Martin, siguiéndolos a una distancia conveniente, esperando a que ellos levantaran la mano para señalar al hombre a quien debía asesinar. Por un instante, Jeffrey volvió la mirada hacia arriba, como esperando ver un helicóptero acechando sobre sus cabezas, con las aspas girando con un latido sordo, de un modo silencioso. Se detuvo por un momento, intentando imaginar cómo les estaban siguiendo la pista. Sabía que el coche debía estar equipado con un sistema de localización electrónico. Había maneras de teñir la ropa con material infrarrojo que podía detectarse desde una distancia segura. Existían otras técnicas militares secretas, láseres y dispositivos de alta tecnología, pero dudaba que las autoridades del estado cincuenta y uno tuviesen acceso a ellos. Tal vez lo tendrían en un par de semanas, cuando cosieran una estrella nueva a la bandera de Estados Unidos, pero seguramente aún no, pues la votación todavía no se había llevado a cabo.

Jeffrey se fijó en el conductor. Un don nadie. Supuso que el hombre no tenía más órdenes que acompañarlos a todas partes e informar al director de todos sus movimientos. Al menos, era con lo que contaba.

Habían trazado un plan, pero era mínimo. Intentar ser más astuto que la araña que los había invitado a su red era probablemente una empresa desesperada de todos modos. En cambio, debían ir y esperar que su propia fuerza lograse romper los hilos preparados para enredarlos y reducirlos.

El conductor dio un paso adelante.

– Me han dicho que se quedarían aquí por la noche. Nadie ha autorizado otra salida.

– Si eso es lo que le han dicho, ¿por qué sigue aquí? -preguntó Susan rápidamente-. Abra el maletero, ¿quiere?

El conductor abrió el maletero.

– Es el procedimiento reglamentario -dijo-. Tengo que esperar la autorización final para irme. ¿Vamos a algún sitio?

– Volvemos a Sierra -indicó Jeffrey tirando su talega encima de la de su hermana.

– Debo dar parte -dijo el agente-, informar del destino y de las horas aproximadas de llegada y vuelta. Son las órdenes que tengo.

– Me parece que no -repuso Jeffrey. Desenfundó su nueve milímetros sin estrenar de su sobaquera en un movimiento fluido y apuntó con el cañón al agente, que reculó y levantó las manos-. Esta noche improvisaremos.

Susan se rio, pero con una carcajada que sonó falsa. Le propinó al agente un leve empujón por la espalda.

– Suba -le dijo-. Conduce usted, señor agente. Mamá, sube delante. Ha llegado el momento del reencuentro.


Jeffrey colocó la pistola en el asiento entre su hermana y él. Se puso sobre las rodillas el maletín que su madre había traído consigo. De un bolsillo interior de la chaqueta extrajo una linterna tamaño bolígrafo que emitía una luz roja para ver de noche sin deslumbrar. La encendió y sacó dos carpetas del maletín. Cada una contenía unas cinco hojas.

La primera era el dossier confidencial del Servicio de Seguridad sobre Caril Ann Curtin. Lo leyó por encima, buscando cualquier dato que pudiera darle algún indicio sobre el modo en que reaccionaría cuando le soltasen la verdad a la cara. Pero no era algo fácil de determinar: el dossier la revelaba como una funcionarla del estado diligente pero reservada. Había obtenido resultados muy favorables en las pruebas para ascensos e informes de rendimiento. Al parecer trabajaba eficientemente con sus compañeros, y los supervisores se referían a ella en términos muy elogiosos. Había poca información sobre su vida social, salvo un dato que inquietó a Jeffrey: Caril Ann Curtin pertenecía a un club de tiro femenino, en el que había ganado varios premios en competiciones con pistola. También según el dossier, participaba activamente en organizaciones religiosas y cívicas, era socia de varios gimnasios y había corrido un maratón en menos de cuatro horas el año anterior, en la carrera de Nueva Washington.

En lo referente a su vida anterior a su llegada al estado cincuenta y uno, el dossier era aún más escueto. Ella aseguraba haberse diplomado en Administración de Empresas en una academia de Georgia. Tenía una experiencia laboral limitada, pero que la cualificaba de sobra para ejercer como secretaria. En la carpeta había dos cartas de recomendación de ex empleadores que la ponían por las nubes. Una de ellas la había escrito el abogado de Trenton, detalle que el hombre había omitido en su conversación forzada con Jeffrey Clayton. La otra, supuso éste, era falsificada o comprada, pero sin duda satisfactoria para el estado en sus inicios, la época en que estaba cobrando forma. En apariencia, estaba capacitada, era perfecta. Su marido tenía dinero y era generoso con él. Una vez que hubo pasado a formar parte de la burocracia, ella había subido peldaños con la determinación de un salmón que vuelve a su hogar.

Jeffrey dejó esa carpeta a un lado y abrió la segunda.

Ese expediente era aún más corto. Era un listado de ordenador impreso del Centro Nacional de Información Criminal. El encabezamiento rezaba: «Elizabeth Wilson. Fallecida.»

Jeffrey sacudió la cabeza.

«Fallecida no -pensó-. Sólo renacida.»

El documento del banco de datos nacional describía a una joven que se había criado en el campo, en Virginia Occidental. Tenía todo un historial como delincuente juvenil por allanamiento, incendios provocados, agresión con lesión y prostitución. Había un informe breve del Departamento de Libertad Condicional de las autoridades del condado de Lincoln que mencionaba la existencia de unas pruebas no confirmadas de que había sufrido abusos sexuales constantes en su infancia por parte de su padrastro.

Elizabeth Wilson había acabado en la cárcel por homicidio sin premeditación a los diecinueve años. Le había sacado una navaja a un cliente que se negaba a pagarle después de mantener relaciones sexuales con ella. El hombre la había golpeado varias veces antes de darse cuenta de que ella lo había rajado desde el vientre hasta la cintura. Le concedieron la libertad condicional después de cumplir tres años de condena en la penitenciaría estatal de Morgantown. Según el informe, seis meses después de salir a la calle, había conseguido empleo en un bar de moteros en una zona rural del estado a unos cien kilómetros de la ciudad. Su primera noche de trabajo, había salido del establecimiento en compañía de un hombre, y no la habían vuelto a ver. La policía había descubierto ropa desgarrada y ensangrentada en una hondonada, pero no habían hallado ningún cadáver. Esto había ocurrido a finales del invierno, y el terreno resultaba casi impracticable. Ni siquiera una unidad con perros había sido capaz de reconocer el territorio. Posteriormente, la policía había interrogado a varios hombres que se hallaban presentes en el bar esa noche y que según testigos habían estado hablando con ella. Detuvieron a uno cuya camioneta tenía manchas de sangre en el asiento. El tipo de sangre coincidía con el de Elizabeth Wilson, y más tarde las pruebas de ADN revelaron que era suya. Al registrar la camioneta se encontró un cuchillo de caza grande metido bajo un panel roto del suelo. La hoja también presentaba manchas de sangre. A pesar de que declaró que esa noche estaba borracho y no se acordaba de nada, el hombre fue juzgado y condenado a cadena perpetua.

Jeffrey pensó que eso debió de resultarle divertido a su padre. Dejar un poco de sangre en el coche de un desconocido. El cuchillo también le pareció un detalle ingenioso. Se preguntó si su padre había aleccionado a Elizabeth Wilson mientras le extraía sangre unas horas antes aquella tarde; «llama la atención, coquetea, enzárzate en una discusión, luego márchate con un tipo que esté tan borracho que apenas se tenga en pie. Un hombre que luego sea incapaz de recordar un solo detalle».

Después, su padre se llevó a la joven cuya muerte había fabricado y la recreó, del mismo modo que se había reinventado a sí mismo antes. Esa noche, ella debió de ser como una recién nacida, desnuda, con la ropa hecha jirones y empapada en su propia sangre, tiritando a causa del frío y el miedo.

Jeffrey cerró la carpeta y pensó: «Seguro que ella se lo debe todo.»

Echó una mirada rápida a su hermana y luego a su madre.

«No tienen idea de lo peligrosa que puede ser esta mujer -se dijo-. No hay un solo detalle de su vida que no haya sido inventado por mi padre. Ella le tendrá tanta devoción como un feroz perro guardián. Quizás incluso más.»

Junto con el expediente, habían enviado una vieja fotografía. En ella aparecía un rostro joven y airado con expresión ceñuda, una boca torcida de dentadura mellada y una nariz rota que se había soldado mal, todo ello enmarcado por una cabellera rubia enmarañada y grasienta.

Jeffrey comparó mentalmente ese retrato con la fotografía del pasaporte de Caril Ann Curtin. Costaba creer que la joven que sostenía bajo su cara el número de identificación en la comisaría fuese la misma mujer adulta segura de sí misma que había demostrado su valía en tantas tareas oficiales. Le habían arreglado los dientes y suavizado el mentón. La nariz rota había sido reparada y remodelada. La había esculpido un experto, pensó Jeffrey, tanto física como emocional y psicológicamente. Como Henry Higgins a Eliza Doolittle. Sólo que, en este caso, se trataba del Henry Higgins de la muerte.

Jeffrey guardó de nuevo las dos carpetas en el maletín de lona, remetiéndolas entre el expediente escolar de Geoffrey Curtin y la fotografía de Peter Curtin. Los ordenadores no contenían información sobre él, salvo las referencias indirectas en los dossieres de su esposa e hijo.

En el coche había un teléfono del Servicio de Seguridad. Jeffrey lo cogió y comenzó a marcar un número. Hicieron falta tres intentos frustrantes para que pudiera ponerse en contacto con la Univer sidad Cornell. Se identificó y acto seguido pidió que lo pasaran con el encargado de seguridad. Tardaron unos segundos en localizar al hombre, pero cuando contestó, su voz sonó muy cercana pese a los cientos de kilómetros que los separaban.

– Aquí el jefe de seguridad, ¿cuál es el problema?

– Señor, necesito saber si un alumno de Cornell continúa alojado en la residencia.

– Dispongo de esa información. ¿Para qué la necesita?

– Se ha producido un accidente de tráfico aquí -mintió Jeffrey-, y seguimos buscando entre los restos del vehículo quemado. Es posible que se trate de parientes cercanos. Pero hemos recuperado cadáveres sin identificar. Nos sería útil poder descartar al menos a una persona…

– ¿Como se llama el alumno?

– Geoffrey, con G, Curtin. Se escribe C-U-R-T-I-N…

– Deje que eche un vistazo, señor…

– Clayton. Agente especial Clayton.

– Cada vez recibimos más solicitudes de jóvenes del estado cincuenta y uno, ¿sabe? Son buenos chicos. Buenos estudiantes. Pero cuando llegan al campus lo pasan fatal durante las primeras semanas. Aquí las cosas son diferentes que allá… -El oficial de seguridad hizo una pausa y luego añadió-: Oiga, ¿seguro que me ha dado bien el nombre?

– Sí. Geoffrey Curtin, de Sierra, en el estado cincuenta y uno.

– Pues no me sale nadie con ese nombre.

– Vuelva a comprobarlo, si es tan amable.

– Ya lo he hecho. Aquí no consta nadie. Tengo la lista general, ¿sabe? Figuran todos los alumnos, profesores, empleados del campus… todas las personas relacionadas con la universidad. Él no aparece. Quizá debería telefonear a Ithaca College. A veces la gente se confunde, ¿sabe? Están muy cerca de nosotros.

Jeffrey, después de colgar, rebuscó en la carpeta del informe académico. Sujeta al documento había una copia de la carta de aceptación de Cornell, con una nota escrita a mano por el tutor en la parte superior, que decía: «Depósito enviado.»

Jeffrey se percató de que tanto su madre como su hermana lo observaban.

– No está allí -dijo-, que es donde se supone que debería estar. Eso podría significar que está aquí…

El agente taciturno farfulló desde el asiento delantero:

– Pruebe con Control de Pasaportes. Ellos sabrán si está o no en el estado.

Jeffrey asintió.

– Se supone que tengo que ayudarles -prosiguió el agente, entre dientes-, pero mire que amenazarme con una pistola…

Jeffrey realizó la llamada. Gracias a su autorización de seguridad, obtuvo una respuesta rápida: Geoffrey Curtin, de dieciocho años, con domicilio en Buena Vista Drive 135, Sierra, había salido del estado el 4 de septiembre con destino a Ithaca, Nueva York, y aún no había regresado.

– Bueno -dijo Susan-. ¿Qué opinas? ¿Está aquí o no?

– Creo que no, pero debemos ser prudentes.

– Me llaman doña Prudencia -bromeó Susan.

– No, no es cierto -replicó Diana con aire sombrío-. Nunca te han llamado así.


La calle principal de Sierra estaba atestada de coches que daban bocinazos, encendían y apagaban los faros, y zigzagueaban por la calzada de dos carriles. Había adolescentes apretujados dentro de los vehículos, agarrados a la parte posterior de camionetas o saludando desde ventanas abiertas, armando en conjunto un gran jaleo. En la plaza central de la ciudad ardía una hoguera cuyas llamas anaranjado rojizo se elevaban casi hasta diez metros de altura hacia el cielo azul negruzco. Un coche de bomberos estaba aparcado discretamente a unos cincuenta metros, y media docena de bomberos, con una manguera a sus pies, miraban, sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cruzados, a una fila de chicos que serpenteaba en torno al fuego, sus siluetas recortadas contra el fuego, girando. Dos coches del Servicio de Seguridad, con sus luces estroboscópicas rojas y azules marcando el compás, también se encontraban cerca de la multitud. No sólo había adolescentes; la muchedumbre estaba integrada tanto por personas muy jóvenes que estaban trasnochando mucho más de lo que era habitual en ellos, como por adultos igual de entregados a la danza, si bien de forma menos vigorosa y quizá considerablemente más ridícula. Los radiocasetes de un puñado de coches trucados tocaban una música rítmica de bajos graves que retumbaba en el aire. Estos sonidos quedaron ahogados por la marcha interpretada por una orquesta de viento que apareció doblando una esquina, con los instrumentos brillando bajo las luces mezcladas de los coches y del fuego.

– La final del campeonato de fútbol americano entre institutos -les informó el agente desde el asiento delantero mientras se abría paso cuidadosamente por entre el gentío-. Debe de haber ganado Sierra hoy. Ahora podrán jugar en la Super Bowl juvenil del estado. No está mal. No está nada mal.

El agente le tocó la bocina a un descapotable lleno de adolescentes que se había detenido delante de ellos. Los chicos se volvieron, riendo y gesticulando de manera animada pero no agresiva. Con una sacudida y un chirrido de neumáticos, la chica que iba al volante logró apartar el coche de su camino.

– Saldremos de esto enseguida. Parece que todo aquel que es alguien en esta ciudad ha venido aquí esta noche.

– ¿Cuánto tiempo más durará? -preguntó Susan.

El agente se encogió de hombros.

– Esa hoguera parece recién encendida. Y no veo que el equipo haya llegado todavía. Estarán esperándolos. Y también al entrenador. Y probablemente el alcalde y los concejales del ayuntamiento y Dios sabe quién más tendrán que coger un megáfono y decir algunas palabras. Me da la impresión de que la fiesta acaba de empezar. -El agente bajó la ventanilla y le gritó a una pequeña panda de chicas-. ¡Eh, señoritas! ¿Cómo ha quedado el marcador?

Las chicas se dieron la vuelta y miraron al agente como si acabara de llegar de Marte.

– Veinticuatro a veintidós -contestó una de ellas-. No he dudado ni por un momento. -Todas se rieron.

El agente sonrió.

– ¿Quiénes son los siguientes?

– ¿Las siguientes víctimas? -chillaron las chicas a la vez-. ¡Nueva Washington!

El agente volvió a subir la ventanilla.

– ¿Lo ven? -dijo-. Algunas cosas nunca cambian. El fútbol americano juvenil, por ejemplo.

Jeffrey contempló a la multitud y pensó que era una suerte. Si alguien los seguía, le resultaría sumamente difícil no perderlos entre tanta gente.

El agente viró para salir de la calle principal y pasó por debajo de una pancarta que decía: MANIFESTACIÓN EN LA PLAZA POR LA CATEGORÍA DE ESTADO, 24 DE NOV.

Jeffrey se volvió en su asiento para mirar la calle que dejaban atrás y asegurarse de que nadie los siguiera. Las luces y el ruido empezaron a difuminarse a sus espaldas. Pasaron junto a grupos de personas que se dirigían a toda prisa al centro de la ciudad, luego salieron de Sierra y se adentraron rápidamente en la oscuridad de una carretera angosta. Los árboles llegaban hasta el borde mismo del asfalto, y sus troncos negros parecían bloquear los haces de los faros. En cuestión de minutos, el mundo que los rodeaba parecía haberse vuelto más cercano, estrecho, enmarañado y nudoso. Pasaron junto a varios caminos particulares de casas cuyas luces apenas resultaban visibles en lo más profundo del mundo boscoso en el que se estaban internando. Entonces Jeffrey rompió el silencio.

– Pare el coche. Ahora.

El agente obedeció. Los neumáticos hicieron crujir la grava en el margen de la carretera.

Jeffrey tenía la pistola en la mano.

– Todos abajo -dijo.

El agente vaciló, luego posó la vista en el arma. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó.

Jeffrey hizo lo mismo. Respiró hondo, echó un vistazo a la calzada como para intentar ver más allá del límite de los faros y se volvió hacia atrás.

– Muy bien -dijo-. Gracias por su ayuda. Siento ser tan poco cortés. Dígame ahora mismo: ¿cómo nos están siguiendo la pista?

El agente se encogió de hombros.

– Se supone que debo dar cuenta de su paradero a una unidad especial. Las veinticuatro horas del día.

– ¿Qué clase de unidad?

– Especialistas en limpieza. Como Bob Martin. Jeffrey asintió.

– ¿Y si no reciben noticias suyas?

– Se supone que eso no debe ocurrir.

– De acuerdo. Entonces ha llegado el momento de que haga usted esa llamada.

– ¿Aquí, donde Cristo perdió el gorro? -soltó el agente-. No lo pillo.

– No. -Jeffrey sacudió la cabeza-. Aquí no. ¿Está en condiciones de correr?

– ¿Qué?

– ¿Está en buena forma? ¿Puede correr?

– Sí -respondió el hombre-. Puedo correr.

– Bien. La ciudad no queda a más de siete u ocho kilómetros de aquí. No debería tardar más de media hora o quizá cuarenta y cinco minutos, con esos zapatos que lleva. Una hora, tal vez, porque llevará consigo esto… -Le entregó al agente el maletín.

El hombre continuó mirando a Jeffrey, con más frustración que rabia.

– En teoría no debo separarme de ustedes -se lamentó-. Esas son mis órdenes. Me va a caer una buena.

– Dígales que yo le obligué. De hecho, es la verdad. -Jeffrey hizo un gesto con la pistola-. Además, estarán demasiado ocupados para echarle la bronca.

– ¿Qué se supone que debo hacer con esto? -El agente agitó el maletín.

– No perderlo -dijo Jeffrey. Sonrió brevemente y prosiguió-: Esto es lo que hará cuando llegue a la ciudad. Da igual que se haya quedado sin aliento o que le hayan salido ampollas en los pies: vaya directamente a la subcomisaría local del Servicio de Seguridad. No se distraiga con la hoguera ni las celebraciones. Camine sin detenerse hasta la subcomisaría. Cuando llegue, llame a su unidad de asesinos. Luego, telefonee al director. No se ponga en contacto con su supervisor, ni con el comandante de guardia, no llame a su mujer ni a nadie más. Llame al director del Servicio de Seguridad. Da igual dónde esté o lo que esté haciendo; accederá a hablar con usted. Créame. Si lo hace, salvará su empleo. Porque durante los próximos minutos, usted se convertirá en la única persona en el mundo con quien él querrá hablar. ¿Lo entiende? Bien, cuando lo tenga al otro lado de la línea (a él y a nadie más, ni secretarias, ni ayudantes, nadie), cuéntele exactamente lo que ha sucedido esta noche. Y dígale al director que yo le he dado un maletín que contiene información sobre la identidad del hombre que me pidió que encontrara, así como su dirección y algunos detalles sobre su familia. Seguramente querrá saber adónde hemos ido, y usted le dirá que la dirección está en esos dossieres, pero que nos hemos adelantado porque en este punto su problema y el nuestro divergen. ¿Se acordará de decírselo, exactamente en estos términos?

Incluso a un costado del coche, a la luz indirecta de los faros, que alumbraban en otra dirección, Jeffrey advirtió que el agente había abierto mucho los ojos.

– ¿«Divergir», dice? Esto es importante, ¿verdad? Debe de tener que ver con el motivo por el que usted está aquí, ¿no?

– Sí a ambas preguntas. Y tal vez para cuando llegue el final de la noche, todos hayamos encontrado respuestas -dijo Jeffrey. Escrutó la oscuridad que los envolvía-. Pero también es posible que las respuestas nos encuentren a nosotros.

Apuntó con el cañón de la pistola a la carretera, en dirección a la ciudad. El agente dudó por unos instantes, Jeffrey señaló de nuevo y entonces el hombre arrancó a correr despacio, sujetando el maletín contra su pecho.

Susan, que había bajado del coche, se encontraba de pie junto a la puerta abierta.

– Vaya, vaya, vaya. -Y se agachó para volver a subir.


La entrada a Buena Vista Drive estaba apenas un kilómetro más adelante. Según el mapa, sólo había tres casas muy espaciadas en la calle sin salida. La que ellos buscaban era la última de las tres, la más aislada. Jeffrey habría preferido sobrevolar el lugar en una avioneta o un helicóptero, pero había resultado imposible. En cambio, había tenido que estudiar los mapas topográficos del Servicio de Seguridad, que suponía que eran sólo tan precisos como el propietario y el contratista habían querido. En este caso concreto, tenía claro que probablemente no serían demasiado precisos. Le preocupaba el acercamiento, por los sensores ocultos de la alarma y, especialmente, por el pabellón separado que no aparecía en ningún mapa ni plano pero del que le había hablado el contratista. Se había devanado los sesos intentando imaginar la función de esa estructura, pero no había sacado nada en limpio. Sabía que era de importancia capital para su padre, pero no logró deducir exactamente por qué.

Esto le molestaba inmensamente.

Jeffrey detuvo el vehículo del Servicio de Seguridad a un lado de la carretera y apagó los faros justo fuera del camino de acceso de un solo carril al número 135. La única señal de que había una casa oculta en el corazón del oscuro bosque era un pequeño número en una placa de madera colocada junto a la calle sin salida. No había valla ni cercado, sólo un solitario camino particular que desaparecía entre los árboles.

Por unos momentos, los tres permanecieron sentados en la penumbra, en silencio. Su plan era simple, tal vez demasiado, pues dejaba muchas cosas en el aire.

Jeffrey debía coger las armas, caminar por el sendero de acceso hasta la casa y entrar por la parte delantera como pudiese, aunque para ello tuviera que llamar a la puerta. Daba por sentado que, poco después de iniciar su avance, las alarmas se dispararían, lo vigilarían a través de cámaras, y luego se enfrentarían a él. Ese era el objetivo de su aproximación; atraer sobre sí la atención de los ocupantes del número 135 de Buena Vista Drive. Si lo conseguía sin que lo desarmasen, mejor. Una vez dentro, Susan y Diana debían seguirlo lo más sigilosamente posible. Jeffrey creía que, en cuanto los ocupantes se hubiesen fijado en él, no estarían alertas a una segunda oleada. Susan y Diana debían rodear la casa hasta la parte posterior para intentar pillarlos por sorpresa. El contratista le había dicho que los monitores de videovigilancia estaban en la planta superior, de modo que Jeffrey sabía que debía mantener a los ocupantes de la casa abajo. Así de simple.

El asalto a la casa se basaba en un factor psicológico muy poco firme: Jeffrey esperaba que, al aparecer solo, su padre pensara que intentaba proteger a su madre y a su hermana, y que las había dejado en algún lugar lejano y seductoramente seguro. Con una actitud altruista. Dispuesto a plantar cara al padre -y a cualquier peligro que representase- él solo.

Esa era una mentira que se consideraba capaz de vender.

La verdad, claro está, era justo lo contrario. Madre y hermana eran las abrazaderas de la trampa. El sólo era el resorte.

Los tres bajaron del coche sin hacer ruido y se reunieron junto al maletero. Todos llevaban ropa oscura, téjanos, sudaderas y zapatillas para correr. Jeffrey abrió el maletero y de la primera de las dos talegas sacó tres chalecos antibalas recubiertos con Kevlar que rápidamente se pusieron sobre el torso. Susan tuvo que ayudar a su madre, que no estaba familiarizada con semejantes prendas.

– ¿Esto funciona? -preguntó Diana-. Porque cómodo no es, para nada.

– Protege contra armas y munición convencionales, pero…

– Siempre hay un pero -comentó Diana con brusquedad-. ¿Y qué te hace pensar que tu padre tendrá algo remotamente convencional?

Esta pregunta arrancó una sonrisa nerviosa a Jeffrey.

– Creo que será prudente llevarlos, de todos modos. Considera estas cosas el regalo de despedida de nuestro querido y añorado agente Martin. Estaban en su taquilla de la oficina. -Esta muestra de humor negro les hizo sonreír a los tres. Jeffrey se inclinó sobre la segunda talega, abrió la cremallera y comenzó a sacar armas.

Ayudó a su hermana a colocarse la pistola en la sobaquera, luego comprobó la suya propia. A continuación, los dos empuñaron sendas metralletas y se pusieron en la cabeza gorros de lana negros de la Marina. Del fondo de la talega, Jeffrey extrajo dos pares de gafas de visión nocturna. Se colgó uno al cuello y le pasó el otro a su hermana. A continuación introdujo la mano y cogió dos palancas pequeñas. Sujetó una a su cinturón y la otra se la entregó a Susan.

A Diana le vinieron a la mente imágenes de los dos cuando eran niños y jugaban juntos, como si éste fuera una especie de juego perverso de policías y ladrones. Sin embargo, mientras ella se dejaba enternecer por esos recuerdos gratos, su hijo se volvió de pronto, le alargó un gorro parecido y la ayudó a sujetarse una pistola al pecho con una correa. Le dio el revólver que Susan había traído de Florida.

Jeffrey se quedó un momento con los brazos en torno a su madre. Le pareció más pequeña y frágil, más anciana de lo que jamás creía que sería, debilitada por la enfermedad y por todo lo ocurrido. Había poca luz, pero en la penumbra vislumbró las arrugas de preocupación en su frente.

Diana, por otro lado, permanecía ajena a todo esto.

Respiraba agitadamente, tomando bocanadas del aire frío, pensando que no había lugar en el mundo donde prefiriese estar. Por primera vez en semanas, y quizá meses, pudo hacer acopio de fuerzas en su interior y relegar su enfermedad a algún rincón, como si le cerrase la puerta en las narices a su mal. Se había pasado toda su vida adulta temiendo que el hombre a quien había llamado marido los acorralara y los hundiese a ella y a sus hijos, y le inspiraba una esperanza serena y una satisfacción inmensa pensar que esta noche era ella quien lo acosaría a él y no al revés, que iba armada y era peligrosa, por primera vez en la vida quizás incluso más peligrosa que él.

Susan comprobó el mecanismo de corredera de la pistola. Se volvió hacia su hermano.

– ¿Y qué hacemos con la esposa y el hijo?

– Caril Ann Curtin es una víbora. No te lo pienses dos veces.

Diana sacudió la cabeza.

– Ella es una víctima, como nosotros. Peor aún. ¿Por qué habríamos de…?

– Tal vez lo fue alguna vez -la interrumpió Jeffrey-. Tal vez si ella hubiera huido cuando aún estaba a tiempo, como huiste tú con nosotros. Tal vez si hubiera puesto tierra de por medio cuando descubrió por qué la quería a su lado y por qué la aleccionaba y por qué estaba ella allí para apoyarlo. Tal vez podría haberse salvado entonces. La mujer a quien debe su nombre, Caril Ann Fugate, puso sobre aviso al policía del estado de Nebraska que topó de forma bastante fortuita con ella y Charles Starkweather. Salvar a ese agente de su amante probablemente la salvó a ella de acabar en el patíbulo. De modo que tal vez, tal vez. Tal vez cuando lleguemos allí, ella decida salvarse. -Clavó en su madre una mirada intensa-. Pero no cuentes con ello. -Su tono era frío como el aire de la noche.

– ¿Y Geoffrey? -insistió Diana-. ¿Tu tocayo? Sólo es un adolescente. ¿Qué sabemos de él realmente?

– ¿Realmente? Nada. Nada con certeza. De hecho, espero que no esté aquí esta noche. Tendremos más posibilidades si somos tres contra dos. Tres contra tres podría resultar duro. De todos modos, supongo que no estará, pues tengo la impresión de que el Control de Pasaportes en este estado es bastante eficiente.

– Pero… -comenzó Susan. Hizo una pausa y terminó su frase-: Supón que es… que es peligroso. ¿Será como él o como nosotros?

– Bueno -contestó Jeffrey-, ésa es una distinción que todos tendremos que determinar esta noche, ¿no? -No quiso esperar a que su hermana respondiera antes de continuar-: Mira, se trata de un proceso. De un desarrollo. No es algo que ocurra sin más. Hace falta alimentarlo. Es como un experimento científico que tarda años en rendir fruto. Añades los elementos adecuados (crueldad, tortura, perversidad, abusos), en los momentos indicados, a medida que un niño crece, y obtienes algo perverso y retorcido. Mamá nos apartó de él justo cuando ese proceso estaba comenzando. ¿Me preguntas por el hijo nuevo? No lo sé. Ha estado ahí desde el principio. Esperemos que esté en la escuela.

– Sí, en la escuela. Pero no en la que se supone que debería estar -observó Susan con dureza.

– Nada es como se supone que debería ser -dijo Jeffrey-. Ni tú, ni yo, ni él, ni este estado entero. Calculo que quedan entre sesenta y noventa minutos para que llegue el Servicio de Seguridad. Vendrán helicópteros y unidades de Operaciones Especiales, con armas automáticas y gas lacrimógeno. Tendrán órdenes de erradicar el problema. Sería prudente no interponernos en su camino. Hagamos lo que hagamos, debemos hacerlo en el lapso de una hora. ¿Entendido?

Madre e hija asintieron.

Diana les recordó el otro factor:

– ¿Y qué hay de Kimberly Lewis? Supongamos que está viva.

– La rescataremos. Si es posible. Pero debemos enfrentarnos primero a nuestro problema.

Esto preocupaba a Diana. Susan parecía comprenderlo mejor. Recibió esta orden de su hermano con un gesto de resignación.

– Haremos lo que podamos -dijo.

Jeffrey esbozó una sonrisa lánguida, echó un brazo a los hombros de su hermana y le dio un apretón. Luego se volvió y abrazó a su madre brevemente, sin nada más que una muestra de afecto momentánea y rutinaria, como si el viaje que se disponía a emprender fuese tan previsible y normal como parecía serlo el mundo que los rodeaba.

– Nos vemos allí delante -dijo, intentando inyectar serenidad y determinación a su voz-. Aseguraos de darme tiempo suficiente para atraer su atención.

Dicho esto, Jeffrey dio media vuelta y se alejó a paso rápido por el camino de acceso, con las armas terciadas, y la negrura de la noche lo engulló enseguida.


Los ojos de Jeffrey tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad, pero cuando eso ocurrió alcanzó a entrever la forma del sendero, que serpenteaba entre filas densas de árboles cuyas copas se extendían sobre el angosto espacio y casi no dejaban que se filtrase la luz de la luna y las estrellas. Escuchó con atención la noche que lo rodeaba, el rumor ocasional de ramas que se frotaban una contra otra cuando soplaba una ráfaga de viento, mezclado con el sonido ronco de su propia respiración. Notaba una sequedad invernal en la garganta y al mismo tiempo una pegajosidad propia del verano en las axilas a causa del sudor provocado por el nerviosismo. Caminaba hacia delante, sintiéndose como un hombre a quien le habían pedido que inspeccionara su propia cripta.

Sospechaba que ya había activado una alarma dentro de la casa; los detectores debían de ser sensibles al calor y al volumen y hallarse ajustados de modo que no saltaran por alguna zarigüeya o mapache que pasaran por el bosque, aunque probablemente se disparasen si un ciervo de cola negra se aventuraba a acercarse demasiado a la casa. Sin embargo, Jeffrey sabía que esa noche no pasarían por alto la alarma atribuyéndola a un animal. Instaladas en lo alto de los árboles, en algún lugar, habría cámaras que captarían su avance por el camino. Aun así, se movía cautelosa y pausadamente, como si confiara en que nadie lo vería acercarse. «Esto es importante -pensó-. Mantener la ilusión. Hacerle creer que estoy solo y que no tengo ni el sentido común ni la experiencia para evitar caer en la trampa.»

El sendero torcía en ángulo recto hacia la derecha, y Jeffrey se quedó al abrigo de los últimos árboles que se alzaban al borde de una extensión de césped despejada y bien cuidada al pie de una loma. La casa se encontraba a unos cincuenta metros, justo en el centro de la suave elevación. No había matas, ni obstáculos, ni formas tras las que ocultarse al acercarse por ese último tramo de terreno. La luz de la luna bañaba la hierba, que despedía un brillo plateado como un estanque apacible.

La casa era de dos plantas y diseño del Oeste actualizado; moderna, amplia, con un exterior elegante y atractivo que denotaba que se había gastado dinero en detalles. Estaba totalmente a oscuras, sin atisbo de luz por ninguna parte.

Jeffrey exhaló despacio, parado al borde del claro, entornando los párpados y mirando al frente.

Intentó imaginarse la casa como una fortaleza, como un objetivo militar. Se llevó las gafas de visión nocturna a los ojos y comenzó a escrutar el exterior. Había arbustos bajo cada ventana de la planta baja. Supuso que no se trataría de arbustos comunes y corrientes; debían de estar repletos de espinas afiladas como cuchillos y resultar, por tanto, impenetrables. Además, estarían plantados en grava suave del tipo que hace un ruido inconfundible cuando se pisa.

A un lado vislumbró una galería acristalada, pero incluso ese recinto estaba rodeado por densas marañas de arbustos.

Jeffrey sacudió la cabeza. Había tres formas de entrar: por la puerta principal, por una puerta trasera o por la entrada oculta a la habitación en que Kimberly Lewis había aprendido que el mundo no era precisamente el sitio seguro y perfecto que le habían contado. Desde donde él estaba no veía la puerta de atrás, pero recordaba su ubicación en los planos; a un lado de la cocina. Sin embargo, ésa no sería su característica más destacada, pensó, sino un campo de disparo despejado tanto en el exterior como dentro.

Jeffrey bajó los prismáticos para continuar buscando algún otro punto de acceso a la casa aparte de las dos puertas, delantera y trasera, sabiendo que no lo encontraría. Se encogió de hombros y pensó que no era tan terrible: cuando uno va a enfrentarse a algo maligno, tal vez sea más conveniente desde el punto de vista psicológico atacar de frente en lugar de intentar acceder por detrás a hurtadillas. Por supuesto, esperaba que su hermana fuese lo bastante juiciosa para colarse por la parte posterior, tal y como habían acordado. Le preocupaba este detalle; Susan tenía algo de impredecible, y podía tomar una decisión diferente. De un modo extraño, Jeffrey contaba con ello.

Observó de nuevo la casa a oscuras.

Que no viera ninguna luz no significaba nada. No creía que su padre hubiese huido, o que se hubiese ido a dormir. Sabía que su padre se sentía cómodo en la oscuridad y que nunca perdía la paciencia cuando esperaba a que su presa acudiese a él.

Jeffrey sujetó el arma automática contra su pecho. Era básicamente una pieza de utilería. No tenía intención de utilizarla. Pero llegar armado a la casa formaba parte de la ilusión.

Una vez más, soltó el aire despacio. Había permanecido demasiado tiempo indeciso en la periferia del claro, al igual que en la periferia de su vida, y había llegado el momento de dar un paso al frente. Exhalando lentamente y doblado por la cintura, salió de entre los árboles y arrancó a correr a toda velocidad hacia la parte delantera de la casa. Un pensamiento fugaz le vino a la mente: durante toda su vida adulta había sido profesor y científico, había vivido en un mundo de planificación y resultados, de estudio y expectativas; y, en este momento, se había precipitado en un mundo muy distinto, un mundo de incertidumbre absoluta. Recordaba haberse adentrado en un lugar así una vez, en un almacén abandonado de Galveston, buscando a David Hart. Pero entonces lo acompañaba un par de agentes de sangre fría, y la ansiedad que lo había invadido no era más que una sombra de la tensión que estaba acumulando esa noche. Y esta vez, pese a la presencia de su hermana y su madre, que avanzaban sigilosamente en algún punto de la extensa oscuridad que tenía a su espalda, se sentía profundamente solo. Recordaba lo que le había dicho a su hermana hacía unos días: «Si quieres vencer al monstruo, debes estar dispuesto a descender hasta la guarida de Grendel.» Notaba que sus dedos apretaban con fuerza el metal del arma. Parecían resbaladizos a causa de la inquietud.

Comenzó a respirar agitadamente cuando se abalanzó hacia delante a la carrera.

La distancia pareció expandirse. Jeffrey oía el golpeteo de sus pies sobre la hierba brillante, que parecía cubierta de escarcha e inestable. Tragó saliva y, de pronto, como por sorpresa, la distancia se comprimió bruscamente, y se encontró a pocos metros de la puerta principal. Continuó corriendo y finalmente se arrojó contra la gruesa madera, con la espalda contra la casa, intentando encogerse todo lo posible, jadeando.

Por un instante, vaciló.

Estaba a punto de coger la palanca pequeña para forzar la puerta, pero algo lo hizo detenerse. Se acordó de la puerta de su apartamento, en Massachusetts, que él mismo había electrificado. Pensaba que cualquiera que quisiera entrar por la fuerza probaría primero con el pomo. De modo que, en lugar de reventar la cerradura con la palanca, extendió la mano y la posó en la manija de la puerta.

Giró con toda facilidad.

No estaba cerrada con llave.

Se mordió el labio, sin soltar el pomo. Alcanzó a oír el tenue sonido que hacía el mecanismo de la puerta al deslizarse. Empujó suavemente la madera maciza.

«Una invitación», pensó.

«Me esperan.»

Se quedó inmóvil por unos instantes, dejando que este último pensamiento lo llenase de fascinación y a la vez de terror. Cobró consciencia de que estaba abriendo algo más que la simple puerta de una casa; tal vez era también la puerta a todas las preguntas que se había planteado en la vida sobre sí mismo. Por un momento acarició la idea de dejar la puerta abierta tras de sí, pero sabía que eso no tenía sentido. Utilizando ambas manos para recuperar el equilibrio, la cerró sin hacer ruido, dejando fuera la luz de la luna y sumiéndose en una oscuridad aún más densa.

Dio unos pasos cautelosos hacia delante, dando la espalda a la puerta y empuñando la metralleta con las dos manos. Respiró hondo de nuevo y echó a andar lentamente, como un cangrejo, a través del vestíbulo. Se esforzó por visualizar el plano de la casa y repasar cada espacio mentalmente. La entrada comunicaba con la sala de estar, y ésta con el comedor y la cocina. Unas escaleras ascendían hacia la derecha hasta los dormitorios, entre los que se hallaba encajonado un pequeño despacho, sin duda donde él tenía los monitores de videovigilancia. Detrás de la escalera había una puerta que conducía al sótano. Dentro de la oscuridad reinaba una negrura absoluta; de repente lo asaltó el miedo a tropezar y caer sobre una mesa o una silla, derribar una lámpara o hacer añicos un jarrón, lo que delataría su presencia de forma torpe y desafortunada.

Se detuvo y tendió el brazo para palpar la pared, esperando que los ojos se le acostumbraran de nuevo. Buscó en sus bolsillos la linterna tamaño bolígrafo de luz roja que había utilizado antes en el coche. Estaba desesperado por encenderla, sólo para ver dónde se encontraba y orientarse. Pero sabía que revelaría su posición incluso con la luz más pequeña e insignificante.

«¿Dónde estará él?», se preguntó.

«¿En la planta de arriba? ¿Abajo?»

Dio un solo paso al frente, despacio, atento a cualquier sonido que pudiese ayudarlo en su búsqueda, muy concentrado. Se paró en seco y estiró el cuello hacia delante cuando percibió un sonido leve y áspero, un gemido o grito ahogado, procedente de algún lugar apartado y recóndito. Primero pensó que se trataba de la joven, que debía de estar abajo, en la sala de música. Avanzó otro paso, con la mano extendida ante sí, buscando la pared opuesta.

Entonces oyó un segundo ruido. Una oleada de frío nocturno le revolvió el estómago; fue un ligero chasquido tras su oreja derecha seguido del tacto repentino y aterrador del cañón de una pistola en la nuca, como una esquirla de hielo.

Luego, una voz, a medio camino entre un siseo y un susurro.

– Si te mueves, eres hombre muerto.

Se quedó paralizado.

Sonó un chirrido cuando la puerta oculta de un armario se abrió en la pared a la que él se había arrimado hacía unos segundos, y una figura vestida de negro salió al vestíbulo. La figura, la voz, la presión de la pistola contra el cuello, todo parecía formar parte de la noche.

– Las manos sobre la cabeza -le ordenó la voz a su espalda.

Jeffrey obedeció.

– Bien -dijo la voz, y luego, en un tono un poco más alto, añadió-: Ya lo tengo.

– Excelente. Quítale las gafas.

Como en una explosión, todas las luces de la casa se encendieron de golpe, y tuvo la sensación de que se le quemaban las retinas como si hubieran abierto un horno al rojo. Jeffrey parpadeó repetidamente mientras las imágenes se le agolpaban en los ojos. Muebles, obras de arte, piezas de diseño, alfombras. Las paredes blancas de la casa parecían resplandecer en torno a él. Se sintió mareado, casi como si le hubiesen asestado una bofetada fuerte. Apretó los párpados, como si la luz le doliese. Al abrirlos, vio ante sí unos ojos que por un segundo se le antojaron los suyos propios, como si estuviera mirándose en un espejo. Aspiró bruscamente.

– Hola, Jeffrey -dijo su padre con suavidad-. Llevamos toda la noche esperándote.

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