Su madre, que estaba agonizante, dormía con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un ventilador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.
La anticuada ventana de celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.
Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.
Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.
LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.
Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.
Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su buzón de la revista, ni lo había recibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al sobre.
No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.
La mayoría de la gente que se distraía con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos había algún que otro policía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando resolvían sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.
Desde luego, también había algunos de los otros.
Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.
«Nadie es realmente inofensivo -se dijo-. Ya no.»
Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que había compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.
Bajó la vista hacia la nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum.357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que colgaba, cargado, de un gancho al fondo de su armario ropero.
– No me gusta que sepas quién soy ni dónde vivo -dijo en voz alta-. Eso no forma parte del juego.
Hizo una mueca al pensar que había sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se había producido la filtración -qué secretaria o ayudante de redacción había filtrado su dirección- y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su trabajo, sino también de su vida.
Se quedó mirando las palabras de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica, realizó unos cálculos rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto, después restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que sería inútil. Todos sus intentos arrojaban resultados sin pies ni cabeza.
Encendió el ordenador e insertó un disquete que contenía citas célebres, pero no encontró ninguna remotamente parecida.
Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina. Había un vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de agua del grifo, que tenía un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.
Se detuvo en el vano de la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba despierta antes de oírla hablar.
– Susan, ¿estás ahí?
– Sí, madre -respondió ella despacio.
Fue a toda prisa a la habitación de su madre. En otro tiempo, allí había habido color; a su madre le gustaba pintar, y durante años había tenido sus cuadros apilados contra las paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multicolores caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso había cedido el paso a bandejas de medicamentos y un aparato de respiración asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de decrepitud. A ella le parecía que la habitación ya ni siquiera olía a su madre, sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfectado y lúgubre donde morir.
– ¿Te duele? -preguntó la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocía la respuesta y sabía que la madre no respondería la verdad.
La mujer mayor se esforzó por incorporarse.
– Sólo un poquito. No estoy muy mal.
– ¿Quieres una pastilla?
– No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.
– ¿Quieres que lo llame y te ponga con él?
– No, sólo conseguiríamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.
– Lo dudo. Yo creo que preferiría hablar contigo.
– Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?
– Estaba trabajando.
– ¿Ideando otro concurso? ¿De qué será esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?
– No, no se trata de algo mío. Estaba trabajando en un acertijo que alguien me ha enviado.
– Tienes tantos admiradores…
– No es a mí a quien admiran, mamá, sino los pasatiempos.
– No tendría que ser así. Deberías dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.
– Tengo muchas razones para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.
La mujer mayor se recostó sobre su almohada. No era tanto la vejez como la enfermedad la que había hecho estragos en ella. Tenía la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto desparramado sobre las sábanas blancas. Aún tenía la cabellera de color castaño rojizo; su hija la ayudaba a teñírsela una vez por semana en un rito que ambas esperaban con ilusión. A la mujer mayor apenas le quedaba vanidad; el cáncer se la había arrebatado casi por completo. Aun así, no había renunciado a teñirse el pelo, y su hija se alegraba de ello.
– Me gusta el nombre que elegiste. Es sexy.
– Mucho más sexy que yo -dijo la hija con una carcajada.
– Mata Hari. La espía.
– Sí, pero no fue la mejor. La pillaron y la fusilaron.
A su madre se le escapó una risotada, y su hija sonrió, pensando que, si encontrara otras maneras de hacerla reír, la enfermedad no se extendería tan rápidamente.
La mujer mayor volvió la vista hacia arriba, como buscando un recuerdo en el techo.
– ¿Sabes? Hay una historia que leí en un libro cuando era pequeña -dijo con entusiasmo-. Según ésta, antes de que el oficial francés diese al pelotón de fusilamiento la orden de disparar, Mata Hari se desabrochó la blusa y se quedó con los pechos al aire, como retando a los soldados a estropear aquella perfección…
La madre cerró los ojos por unos instantes, como si le costase evocar aquello, y la hija se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.
– Pero aun así dispararon. Qué triste. Hombres tenían que ser, supongo.
Las dos mujeres sonrieron juntas por un momento.
– No es más que un nombre, mamá. Un buen nombre para alguien que hace pasatiempos para revistas. La madre asintió con la cabeza.
– Creo que me tomaré esa pastilla -dijo-. Y mañana podemos llamar a tu hermano. Le haremos preguntas sobre los asesinos. Quizás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. -La madre tosió al soltar una carcajada.
– Estaría bien. -La hija alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas.
– Quizá dos -apuntó la madre.
La hija vaciló y acto seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor.
– Sabe a rayos -comentó la madre-. ¿Sabes que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack? Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría.
– Ya. Me lo has contado muchas veces -respondió la hija con suavidad-. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta dormir. Necesitas descansar.
– Aquí todo es tan caliente… Siempre hace calor. ¿Sabes?, a veces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y la del aire que nos rodea. -Hizo una pausa y al cabo añadió-: Sólo por una vez me encantaría volver a probar esa agua.
La hija le bajó la cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le temblaban y finalmente se le cerraban. Apagó la lámpara de la mesita de noche y regresó a su habitación. Miró en torno a sí por un momento, deseando que hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan inhumanos como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su ordenador. Le habría gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser.
Pero no encontraba nada. En cambio, la nota atrajo su mirada.
LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.
«Sólo estás cansada -se dijo-. Has estado trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes girando sobre el Atlántico, alejándose de la costa de África, absorbiendo energía de las aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en Florida -pensó-. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada, una tormenta devastadora. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón para inquietarse por un anónimo -insistió para sí-, aunque sea tan críptico como éste.»
Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo.
«La primera persona…»
Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico.
Empezó a pensar de manera más transversal.
La «primera familia»… bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso. Entonces le vino a la mente el famoso panegírico a George Washington -«el primero en la guerra, el primero en la paz…»- y encaminó sus esfuerzos en esa dirección, pero enseguida se dio por vencida. Que ella recordara, no conocía a nadie llamado George. Y menos aún Washington.
Exhaló un hondo suspiro, deseando que el aire acondicionado de la casa funcionara. Se dijo que su buena mano para los acertijos estaba basada en la paciencia, y que sólo tenía que ser metódica para descifrar éste. De modo que mojó los dedos en el agua con hielo, se frotó con ellos la frente y luego el cuello y decidió que nadie le enviaría un mensaje en clave que ella no pudiese descifrar: no tendría el menor sentido enviárselo.
De cuando en cuando alguno de los lectores de la revista que solían resolver sus pasatiempos le mandaban notas, pero siempre a su seudónimo en la oficina. Invariablemente figuraba la dirección del remitente -a menudo también cifrada-, pues sus admiradores estaban más ansiosos por demostrarle su brillantez que por conocerla en persona. De hecho, a lo largo de los años, unos cuantos habían logrado dejarla en blanco, pero esas derrotas siempre iban seguidas de éxitos.
Observó de nuevo las palabras.
Recordó algo que había leído una vez, un proverbio, un retazo de sabiduría transmitido de padres a hijos en una familia: «Si corres y oyes ruidos de cascos a tu espalda, lo más sensato es suponer que se trata de un caballo y no de una cebra.»
No una cebra.
«Recurre a la simplicidad. Busca la respuesta fácil.»
Bien. La primera persona. La primera persona del singular.
Es decir, «yo».
«La primera persona posee…»
¿La primera persona, con un sinónimo de «poseer»?
«Yo he…»
Se inclinó sobre su bloc y asintió con la cabeza.
– Estamos avanzando -dijo en voz baja.
«… aquello que la segunda persona escondió».
La segunda persona. Es decir, «tú».
Escribió: «Yo he espacio a ti.»
Se fijó en la palabra «escondió».
Por un momento pensó que se había mareado por el calor. Respiró hondo y extendió el brazo para coger el vaso de agua.
El antónimo de «esconder» era «encontrar».
Bajó la vista hacia la nota y dijo en alto:
– Yo te he encontrado a ti…
La polilla frente a la ventana abandonó por fin sus embates suicidas y cayó sobre el alféizar, donde se quedó agitando las alas hasta morir, dejándola a ella sola, reprimiendo un grito, presa de un miedo nuevo y repentino, en medio de un silencio sofocante.