Pasaron casi dos semanas antes de que un helicóptero del Servicio de Seguridad que efectuaba labores de búsqueda más allá de los límites de la zona protegida del norte del estado encontrara el cadáver de Diana Clayton. El descubrimiento se llevó a cabo temprano por la mañana del día en que estaba previsto que Jeffrey y Susan salieran del hospital de Nueva Washington en que estaban ingresados, y dos días después de que el Congreso de Estados Unidos votara por abrumadora mayoría a favor de la incorporación del estado cincuenta y uno a la Unión.
Jeffrey, incluso antes de recobrar las fuerzas, había librado una batalla frustrante con los médicos, exigiéndoles que le diesen el alta para poder acompañar a los equipos de búsqueda del Servicio de Seguridad que se dispersaban en abanico a partir de la casa situada en el 135 de Buena Vista Drive, ansioso por enterarse del desenlace de aquella noche, pero no se lo permitieron. Susan, que se recuperaba en cama, no sentía el mismo impulso, como si en su fuero interno conociera ya cada detalle de lo que había sucedido en las horas que siguieron al momento en que su padre huyó de la sala de música, y después de que los dos se desmayaran por la tensión, la pérdida de sangre y la impresión.
Curiosamente, el equipo del helicóptero había conseguido rescatar el cuerpo de Diana de la cresta del desfiladero, pero la estrechez del paso les había impedido descender al fondo del barranco en busca de los restos de Peter Curtin. Los habían localizado desde el aire, pero habría hecho falta un equipo con experiencia en escalada para recuperar el cadáver. Era un gasto que el director de seguridad Manson se negó a autorizar.
Se había presentado en el hospital el día del alta, rebosante de entusiasmo por la votación del Congreso, recién salido de una reunión para organizar una celebración en todo el estado ese fin de semana: fuegos artificiales, coches de bomberos con las sirenas encendidas, desfiles con orquestas de viento, majorettes, niños exploradores marchando por la calle principal de todas las ciudades nuevas, discursos grandilocuentes y palmaditas de felicitación en la espalda. Una fiesta como las de siempre, roja, blanca y azul, con perritos calientes, limonada y zarzaparrilla, al glorioso estilo Cuatro de Julio, pese a la inminente llegada del invierno.
– Por supuesto, ustedes no serán bienvenidos -les explicó animadamente a los dos hermanos-. Por desgracia, sus visados han caducado.
Manson les entregó sendos cheques a Jeffrey y a Susan.
– Aunque en realidad no teníamos un acuerdo -le dijo a ésta-, como con su hermano, nos ha parecido que era lo más justo.
– Compran mi silencio -replicó Susan-. Dinero para que mantenga el pico cerrado.
– Un dinero -señaló Manson con desparpajo- tan bueno para gastar como cualquier otro. Tal vez incluso mejor.
– Imagino que a la joven señorita Lewis también la compensarán por los daños sufridos y por su silencio, ¿no?
– Se le pagarán cuatro años de universidad y la terapia. Además, su familia pasará de una urbanización marrón a una verde, por cuenta del estado. Su padre tiene un nuevo puesto, con aumento de sueldo. Su madre, lo mismo. Ah, y de propina hemos añadido un par de coches para que puedan desplazarse a sus nuevos trabajos de forma más elegante. De hecho, los vehículos pertenecían al difunto padre de ustedes y a su malvada madrastra. El paquete incluía unos cuantos beneficios más, pero ha resultado extraordinariamente fácil vendérselo a su familia y a la propia joven. Al fin y al cabo, les gusta este lugar, y no deseaban marcharse. Desde luego no tenían la menor intención de decir o hacer algo que pudiera llevarnos a reconsiderar nuestra oferta.
– La gente seguirá haciéndose preguntas -insistió Susan.
– ¿De verdad? -replicó Manson-. No, no lo creo. No querrán hablar de este tipo de cosas. No querrán creer que pueden ocurrir. Y menos aún aquí. Así que confío en que se quedarán callados. Tendrán alguna pesadilla que otra, tal vez, pero no abrirán la boca.
Manson se agachó y abrió un maletín. De él sacó un ejemplar de hacía dos días del New Washington Post y se lo tiró a Susan. Ella vio el titular: FUNCIONARÍA DEL ESTADO PIERDE LA VIDA EN ACCIDENTE CON UN ARMA. Junto al artículo aparecía una fotografía de Caril Ann Curtin. Susan se quedó mirándola y luego se volvió hacia su hermano.
Jeffrey estaba sacudiendo la cabeza con la vista fija en el cheque que Manson le había entregado.
– El precio ha sido muy alto.
– Ah, les acompaño en el sentimiento. Pero tengo entendido que a su madre tampoco le quedaba mucho tiempo…
– Así es -lo cortó Jeffrey, con un ligero deje de ira en la voz-, pero ¿qué precio tienen seis meses? ¿O uno solo? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Un minuto, tal vez? Cada segundo es precioso para un hijo.
Manson sonrió.
– Profesor, me parece que su madre ya ha respondido a la mayor parte de esas preguntas valientemente, y cuestionarlo todo sólo servirá para empañar su triunfo.
Jeffrey cerró los ojos por un momento. Luego, asintió en señal de conformidad.
– Es usted un hombre astuto, señor Manson -dijo-. A su manera, es tan listo como lo era mi padre.
Manson sonrió.
– Lo tomaré como un cumplido. ¿Se marcharán pronto? Hoy mismo estaría bien.
– El nunca envió esa carta a los periódicos, ¿verdad? La que hizo que le invadiera el pánico. Y la carta que nos llevó hasta su casa. Pero tuvo usted suerte, ¿no es cierto? El peso de toda esa publicidad negativa nunca llegó hasta su puerta, ¿verdad?
– No -respondió Manson, sacudiendo la cabeza-. No llegó a echar la carta en el buzón. Hemos tenido suerte en ese aspecto.
– Me pregunto por qué no la envió -dijo Susan.
– Hay una razón -afirmó Jeffrey-. Había una razón para todo, sólo que no sabemos con exactitud cuál es en este caso. -Se volvió hacia el político, que estaba sentado en un sillón poco confortable, pero cuya satisfacción por el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos lo hacía inmune a la incomodidad-. Sabe que él habría ganado. Tenía la razón al cien por cien respecto a las repercusiones que habría tenido la carta. Se habrían pasado ustedes los siguientes seis meses inventando excusas y mintiéndoles a todos los medios de comunicación del país. Respecto a la votación en el Congreso, no sé qué decirle…
– Ah -contestó Manson con un ligero gesto de la mano-, eso ya lo sabía. Lo sabía desde el principio. La opinión pública es voluble. La seguridad es frágil. Sólo se pueden encubrir y distorsionar las cosas hasta cierto punto antes de que la verdad salga a la luz o, peor aún, antes de que algún mito, rumor o lo que llaman leyenda urbana acabe por imponerse. Creo que ésta es la única incógnita que queda, por lo que a mí respecta, profesor. ¿Por qué, después de tomarse tantas molestias para hacerles venir a usted, a su hermana y a su difunta madre, y después de hacer tanto por torpedear el reconocimiento de este estado, vaciló a la hora de poner la guinda en el pastel? Una guinda que le habría garantizado el éxito, con independencia de si moría o seguía vivo. Me resulta de lo más intrigante, ¿a usted no?
– A mí me preocupa -dijo Jeffrey.
Manson sonrió. Se levantó de su asiento, desperezándose.
– Bien -dijo en un tono que daba por finalizada la conversación-, ésa es una preocupación que puede usted llevarse consigo. -Se despidió de Susan Clayton con un movimiento de cabeza y, sin tenderles la mano a ninguno de los dos, salió de la habitación.
No muy lejos de Lake Placid, en el corazón de las montañas Adirondack, hay un lugar conocido como la laguna de los Osos, al que se llega cruzando en canoa el lago Saint Regís superior, dejando atrás los troncos tallados a mano de las grandes y antiguas casas que salpican la orilla, hasta que uno encuentra un pequeño sitio donde desembarcar entre la hilera de pinos y abetos verde oscuro que montan guardia. Desde allí hay que cargar con la canoa a pie a lo largo de poco menos de un kilómetro hasta llegar a otra masa de agua más pequeña y cenagosa recubierta de troncos agrisados y esqueléticos de árboles caídos, y asfixiada por los lirios acuáticos y el silencio. Esta segunda masa de agua no tiene nombre. Es poco profunda, inquietante. Una charca turbia y oscura por la que se pasa rápidamente. Luego hay que volver a cargar con la embarcación por tierra, no más de doscientos metros sobre agujas de pino y el polvo blanco de las primeras nevadas que llegan a esa parte del mundo del norte, trayendo consigo el frío, vientos del Ártico y la promesa de un invierno crudo, porque allí todos los inviernos lo son. Al final del segundo trecho a pie, comienza la laguna de los Osos. La orilla es rocosa, una faja de granito gris que conduce al bosque frondoso y verde, y circunda un agua clara y cristalina, profunda y repleta de las formas relucientes de las truchas arco iris que nadan suspendidas en un mundo opaco. Es un lugar con pocos términos medios, de una belleza gélida, en el que reina el silencio salvo por la risotada etérea y ocasional del somorgujo. Las águilas pescadoras surcan el aire frío y azul sobre la laguna, a la caza de alguna trucha imprudente que se acerque demasiado a la superficie.
La idea de llevar allí las cenizas de Diana se le ocurrió a Susan.
Los dos hermanos habían encontrado a un viejo guía de pesca dispuesto a acompañarlos. Era una mañana despejada, llena de escarcha. Los lagos aún no se habían recubierto de hielo, aunque probablemente faltaban pocos días para que eso ocurriera. Soplaba una leve brisa, rachas esporádicas de un viento glacial que contrarrestaba la intensa luz del sol, recordándoles que el mundo que los rodeaba empezaba a aletargarse. Las cabañas para gente adinerada, construidas un siglo atrás por los Rockefeller y los Roosevelt, estaban cerradas con tablas y en silencio. Se encontraban solos en el lago.
El guía iba en la popa, y Jeffrey en la proa, remando rápidamente contra el frío y la luz, de forma que el color ceniciento de su remo se hundía y desaparecía en el agua gélida. Susan iba en medio de la canoa, bajo una manta de cuadros roja, con una pequeña caja de metal que contenía las cenizas de su madre entre las manos, escuchando el sonido rítmico de la canoa al deslizarse a través del lago.
Cuando llegaron a la margen de la laguna de los Osos, la brisa pareció extinguirse. La canoa hizo crujir la grava de la orilla, y Susan vio que empezaba a formarse hielo al borde del agua. El guía los dejó solos y se fue a despejar de nieve húmeda el centro de un reducido claro para preparar una pequeña hoguera.
– Deberíamos decir algo -comentó Susan.
– ¿ Por qué? -preguntó Jeffrey.
Su hermana asintió con la cabeza y luego, describiendo un arco amplio con el brazo, arrojó las cenizas a la laguna.
Se quedaron de pie, observando la superficie durante unos minutos mientras las cenizas se esparcían, se dispersaban y finalmente se hundían como vaharadas de humo en el agua límpida.
– Y ahora, ¿qué harás? -inquirió Jeffrey.
– Creo que me iré a casa, donde siempre hace un calor del demonio, y en cuanto llegue allí, arrancaré mi lancha y saldré a toda máquina hacia un bajío donde no haya nadie más y me quedaré allí oliendo el aire salado hasta que vea una palometa nadando por ahí buscando algo que comer y pasando bastante de mí. Y entonces le pondré un cangrejo artificial delante de sus estúpidas narices, y se llevará una sorpresa monumental cuando sienta ese anzuelo. Creo que eso es lo que haré.
Esto le arrancó una sonrisa a Jeffrey, que se encogió para protegerse del frío.
– Parece un buen plan -dijo.
– ¿Y tú? -preguntó Susan.
– Volveré al tajo. Trazaré mi calendario de clases. Prepararé los cursos del semestre de primavera. Me enzarzaré en discusiones largas, increíblemente aburridas y a la postre inútiles con otros miembros de mi departamento. Veré llegar a otra tanda de alumnos ingratos, analfabetos y generalmente mimados a la universidad. No parece ni remotamente tan divertido como lo que tú piensas hacer.
Susan se rio.
– Ésa es la diferencia entre tú y yo -dijo-. Supongo. -Alzó la vista al cielo ancho y azul-. No hay nubes -observó-, pero creo que no tardará en ponerse a nevar.
– Esta noche -convino Jeffrey-. Mañana, como muy tarde.
Dieron media vuelta y se alejaron juntos del estanque.
– Supongo que ahora somos huérfanos -murmuró ella.
Había 107 alumnos matriculados en su clase de introducción a la Psicología Básica del siguiente trimestre, Introducción a las Conductas Aberrantes. Matar por Diversión. Curso introductorio. Pronunció sus discursos habituales sobre personas que asesinaban por diversión y pervertidos, y dedicó un poco de tiempo a los asesinos en serie y la ira explosiva. Centró casi toda la clase en el asesino de Dúseldorf, Peter Kürten, de quien su padre había tomado prestado el nombre en el estado cincuenta y uno. Se preguntó por qué su padre había decidido rendir homenaje a ese asesino en particular.
Kürten había sido un salvaje, fruto a su vez del incesto y el abuso sexual, un pervertido con unos modales que desarmaban a sus víctimas y sin el menor asomo de sentimiento hacia ninguna de ellas salvo, curiosamente, la última, una joven a quien de manera inexplicable había dejado en libertad tras torturarla después de que ella le suplicara por su vida y le prometiese que no le contaría a un alma lo que él le había hecho. El motivo por el que había soltado a esa joven -cuando sin lugar a dudas muchas otras habían implorado de manera similar- seguía siendo un misterio. Como es natural, ella fue directa a la policía, que acto seguido fue a por Kürten y lo detuvo, junto con la familia con la que se había hecho. El no se molestó en intentar huir, ni siquiera en defenderse en el juicio subsiguiente. De hecho, la imagen de Peter Kürten que quedó grabada en la memoria de sus verdugos fue la del asesino claramente excitado al pensar en su propia sangre derramada en el momento en que la guillotina le rebanara el cuello. Kürten subió al patíbulo con una sonrisa en la cara.
Su padre, pensó Jeffrey, había rendido homenaje al mal.
El examen parcial de Psicología Básica consistía en unas preguntas cuya respuesta debían desarrollar los alumnos dentro del límite de una hora. Los estudiantes entraron en fila en el aula, con cara de pocos amigos, como si en el fondo les diera rabia tener que examinarse. Ocuparon todos los asientos mientras él consultaba la hora en su reloj. Pidió que se repartieran las carpetas azules de rigor y observó a los alumnos escribir su nombre en la cubierta.
– Muy bien -dijo-. No quiero oír hablar a nadie. Si necesitan una segunda carpeta, levanten la mano y yo se la llevaré. ¿Alguna pregunta?
Una chica con los pelos de punta que le daban un aspecto de puerco espín alzó la mano.
– ¿Si terminamos antes de tiempo, podemos marcharnos?
– Si quieren -contestó Jeffrey. Supuso que la chica tenía alguna cita, o bien que no se había tomado la molestia de estudiar y no quería pasarse toda la mañana allí sentada sin saber responder a las preguntas del examen. Paseó la vista por la clase y, al no ver más manos alzadas, se acercó a la pizarra y se puso a escribir. Detestaba ese momento en que les daba la espalda a más de cien estudiantes, todos ellos furiosos por tener que presentarse a un examen. Se sentía vulnerable. Al menos ninguna de las alarmas se había disparado esa mañana.
En un rincón del aula, un guardia de seguridad del campus estaba sentado en una silla de metal plegable. Ahora Jeffrey pedía que le enviaran a un policía cada vez que ponía un examen. El agente llevaba una coraza, que debía de darle un calor muy incómodo en aquella sala atestada, y balanceaba una larga porra de grafito negro entre las piernas. Tenía una metralleta colgada del hombro. El hombre parecía aburrido, y mientras Jeffrey escribía en la pizarra, le hizo un gesto con la cabeza como para indicarle que prestara más atención a los estudiantes del aula.
El examen constaba de dos partes. En la primera, los alumnos debían identificar y describir a las personas cuyos nombres él escribiera en la pizarra. Se trataba de varios asesinos que había tratado en clase. Para la segunda parte, debían elegir un tema para desarrollar, entre los dos siguientes:
1) Aunque Charles Manson no entró con los asesinos en la casa donde cometieron sus crímenes, lo declararon culpable de los asesinatos. Explique por qué, y qué influencia ejerció sobre los autores de los crímenes. Escriba en qué diferencia esto a Manson de otros asesinos que hemos estudiado.
2) Explique y compare el ataque de Ted Bundy a la residencia de la hermandad Chi Omega con el asesinato a manos de Richard Speck de las ocho enfermeras de Chicago. ¿Por qué son distintos? ¿Qué semejanzas hay entre los dos crímenes? ¿Qué impacto social tuvieron en sus comunidades respectivas?
Terminó de escribir en la pizarra y volvió a su asiento detrás del escritorio. Mientras los estudiantes se enfrascaban en el examen, él cogió el periódico de esa mañana. Había una noticia en la parte inferior de la primera plana que le pareció desalentadora. Un profesor de lenguas románicas del cercano Smith College había muerto a causa de un disparo la noche anterior mientras caminaba por el campus poco después del atardecer. Al parecer el asesino del profesor había seguido al hombre, había sacado una pistola de pequeño calibre y le había pegado un solo tiro en la base del cráneo antes de desaparecer en las sombras, sin que nadie lo viera ni identificara. La policía estaba interrogando a muchos de los alumnos actuales y ex alumnos del profesor, sobre todo a los que habían suspendido alguno de sus cursos. Era notoriamente exigente en una época en que las notas altas se regalaban con frecuencia a alumnos que no se las habían ganado.
Continuó leyendo; pasó a la sección de deportes -otro escándalo de sobornos y jugadores comprados en el equipo de baloncesto- y luego a la de noticias locales. Mientras leía, algunos alumnos terminaron su examen. Él había dispuesto una pequeña bandeja de plástico al pie de la tarima. Ellos tiraban sus carpetas azules allí y se marchaban. De vez en cuando alguno se entretenía en la puerta, y Jeffrey oía carcajadas o quejas por parte de los que salían. Para cuando sonó el timbre que marcaba el final de la clase, el aula estaba vacía.
Recogió las carpetas azules, le dio las gracias al poli aburrido y regresó a su pequeño despacho en el Departamento de Psicología. Como era su costumbre, antes de empezar a corregir los exámenes, los contó para asegurarse de que todos los alumnos hubieran entregado su examen.
Se sorprendió cuando su cuenta llegó a 108.
Miró con curiosidad la pila de exámenes. Había ciento siete alumnos matriculados en su clase. Ninguno le había pedido una segunda carpeta. Y, en cambio, ahora tenía 108 por corregir. Lo primero que pensó es que todo formaba parte de una elaborada estratagema para copiar. No habría sido la primera vez que unos alumnos probaran suerte con una artimaña semejante. Ante algunos de los intentos más creativos, él no podía por menos de pensar que, si los alumnos hubieran dedicado el mismo tiempo a estudiar, no habrían tenido que recurrir a las trampas. Pero también entendía que la naturaleza de la educación moderna a veces hacía que el engaño fuese preferible al aprendizaje.
Contó de nuevo. Obtuvo la misma cifra.
Jeffrey rebuscó en el montón, preguntándose qué forma iba a tomar la trampa, cuando se percató de que una de las carpetas azules no llevaba ningún nombre escrito en la cubierta. Suspiró, pensando que había mezclado sin querer una carpeta en blanco entre las otras, y la sacó de la pila.
La abrió distraídamente, sólo para cerciorarse.
Dentro de la carpeta azul había una nota escrita a mano:
¿Sabes? Si uno de verdad quisiera matar al profesor que tantas cosas le ha arrebatado, no le resultaría tan difícil. Una forma sería ocultar el móvil auténtico del asesinato. Esto puede hacerse fácilmente, por ejemplo, ejecutando al azar a miembros del profesorado de las otras cuatro universidades y academias de las comunidades cercanas. Matar a otros dos, y después matar al objetivo real, y luego a dos más. Seguramente reconocerás este ardid, profesor; Agatha Christie lo describió en El misterio de la guía de ferrocarriles, libro escrito en 1935, hace casi un siglo. En él, un astuto francés, un hablante de una lengua románica, era el encargado de descubrir la trama. Me pregunto si la novela estará ya descatalogada. Me pregunto si alguno de nuestros policías locales es tan listo como Hercule Poirot. Pero esto es sólo una idea.
Tengo otras.
Nuestro padre me enseñó mucho. Siempre decía que debía cultivarme a fondo para poder enfrentarme con éxito al Profesor de la Muerte. Destruir el nuevo mundo en el que me crie seguramente supondrá un desafío menor, así que creo que mañana, o tal vez el año que viene, pero en un futuro cercano, regresaré al estado cincuenta y uno. La última noche que estuve con mi padre, intercambiamos ideas sobre el tipo de terror que yo podría sembrar en aquel entorno tan arrogantemente seguro.
Sólo quería que supieras que volveré a por ti cuando esté preparado.
La nota no estaba firmada, cosa que no le sorprendió. Jeffrey Clayton notó un vacío en su interior que no era producto, sin embargo, ni del miedo ni de la angustia ante una amenaza, ni siquiera de la tristeza. Pensó que en muy poco tiempo había aprendido mucho y que, durante toda su vida, el conocimiento era lo único que lo había distinguido de su padre y de otros como él.
Notó que una sonrisa irónica asomaba a sus labios, y entonces comprendió por qué su padre no había enviado su carta sensacional a los periódicos. Porque sabía lo que estaba dejando a la posteridad. Era un tipo de legado distinto. Y lo que había dejado tenía todo el potencial del mundo para superar sus propios logros. Padres e hijos.
Jeffrey dejó a un lado la carpeta azul. Acogió incluso esta inquietante información con un entusiasmo frío y descarnado. Contempló la nota una vez más y cayó en la cuenta también de que el profesor muerto que aparecía en la portada del periódico de la mañana formaba parte de la nota tanto como las palabras escritas a mano que tenía ante sí. Supuso que debería estar asustado, pero en cambio se sentía intrigado y lleno de energía.
Sacudió la cabeza. «No si yo te encuentro primero», le dijo en silencio a la imagen fantasmal de su hermano.