15 Lo robado

En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuánto tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que enviar el mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y decidir qué debían hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de esa semana, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella había formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una respuesta.

Pero el modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enigma indescifrable para ella.

Estaba acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del edificio y a los recepcionistas de la oficina que grabaran con las cámaras de vídeo a todo aquel que preguntara por ella y que confiscaran cualquier documento de identificación que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posible mal.

Intentó persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.

El problema era: ¿qué quería él?

No en un sentido general, sino específico.

Susan creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna medida útil. Sin embargo, sin una noción firme de las reglas del juego, no tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco sabía qué era lo que estaba en juego.

Pensó en su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.

Si perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.

Había jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas para ella.

Se acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recordó un documental que había visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen peligrosamente a los cocodrilos que acechaban en el lecho lodoso. El documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las presas.

Ahora, mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo a este terror natural que nunca; los trabajadores de las oficinas salían de las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose a los peligros que pudiera encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de los mendigos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la cabeza que puedan estar en presencia de una rabia demencial y homicida que bulle por dentro -pensó ella-. A la hora del almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor secreto.»

Por supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las fauces de los cocodrilos.

«Selección natural -se dijo-. La naturaleza nos hace más fuertes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como animales.»

Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de ensaladas? ¿Por cuál de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.

Se agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban cargada. Había una bala en la recámara, y el percutor estaba echado hacia atrás. Sin embargo, el seguro estaba puesto, pero bastaban un leve movimiento del pulgar y una ligera presión en el gatillo para que el arma disparase. El día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automático que colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y disparar.»

El grupo del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro, se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desarrollado una extraña inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para ella.


El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos», pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica e incorpórea de una operadora de la policía que informaba a los agentes de las operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.

Ella se paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra -se dijo ella-. O en un territorio ocupado.» A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápidamente, perdiendo intensidad.

A seis calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se encaminó hacia allí, aunque no estaba segura de si de verdad tenía hambre o simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento. Decidió que probablemente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos, aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en realidad lo que quería era salir del espacio reducido y opresivo de su cubículo, por muy grande que fuera el riesgo que entrañaba. Era consciente de este fallo en su interior, pero tenía poco interés en esforzarse por cambiar.

Al caminar se fijó en los balbuceos de los pordioseros, alineados contra las paredes de los edificios, resguardados del sol de mediodía en la exigua sombra. Había cierta constancia en su mendicidad: «¿Lleva algo de suelto?» «¿Veinticinco centavos?» «¿Puede echarme una mano?»

Como prácticamente todo el mundo, hacía caso omiso de ellos.

En otros tiempos había albergues, programas de asistencia, iniciativas de la comunidad para ayudar a los indigentes, pero esos ideales se habían desvanecido con los años. La policía, a su vez, había dejado de «limpiar» las calles: los resultados no compensaban los esfuerzos. No había donde encerrar a los detenidos. Además, era peligroso, a su manera: había demasiadas enfermedades, infecciosas y contagiosas. Enfermedades causadas por la suciedad, la sangre, la desesperación. Como consecuencia, casi todas las ciudades tenían en su seno otras ciudades, sitios en la sombra donde los sin techo buscaban cobijo. En Nueva York, eran los túneles de metro abandonados, al igual que en Boston. Los Ángeles y Miami tenían la ventaja del clima; en Miami se habían apoderado del mundo bajo las autopistas y lo habían llenado de refugios temporales de cartón y chapas de hierro oxidadas y rincones sórdidos; en Los Ángeles, los acueductos ahora eran como campamentos de okupas. Algunas de esas ciudades en la sombra existían ya desde hacía décadas y casi merecían la denominación de barrio, así como figurar en algún mapa, al menos tanto como las zonas residenciales amuralladas de las afueras.

Cuando Susan caminaba a paso ligero por la acera, un hombre descalzo que llevaba de forma incongruente un grueso abrigo de invierno marrón, al parecer ajeno al calor sofocante de Miami, le salió al paso para exigirle dinero. Susan se apartó de un salto y se volvió hacia él para plantarle cara.

El tenía la mano extendida, con la palma hacia arriba. Le temblaba.

– Por favor -dijo-, ¿tiene algo de suelto que pueda darme?

Ella se quedó mirándolo. Vio las llagas supurantes que tenía en los pies bajo una capa de mugre.

– Un paso más y le vuelo la cabeza, maldito cabrón -le espetó.

– No iba a hacerle nada -le aseguró él-. Necesito dinero para… -titubeó por unos instantes- comer.

– Para beber, más bien. O chutarse. Que le den -dijo. No le dio la espalda al hombre, que parecía reticente a abandonar la sombra del edificio, como si dar un paso hacia el sol de justicia que bañaba la mayor parte de la acera fuera precipitarse desde un acantilado.

– Necesito ayuda -alegó el hombre.

– Todos la necesitamos -repuso Susan e hizo un gesto con el brazo izquierdo hacia la pared-. Vuelve a sentarte -dijo, manteniendo el arma firmemente asida con la mano derecha. Se dio cuenta de que el río de oficinistas se desviaba para esquivarla, como si fuera una roca en medio de una corriente de agua.

El sin techo se llevó la mano a la nariz oscurecida por la suciedad y manchada de rojo por el cáncer de piel. Su mano continuaba presa del temblequeo de alcohólico y le brillaba la frente, recubierta en un sudor rancio que le pegaba al cráneo mechones de cabello gris.

– No tenía mala intención, yo -dijo-. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios bajo su inmenso techo? Si me ayudas ahora, ¿acaso no vendrá Dios a ayudarte en un momento de necesidad? -Señaló al cielo.

Susan no le quitaba ojo.

– Puede que sí -contestó- y puede que no.

El hombre pasó por alto su sarcasmo y siguió insistiendo, con una cadencia rítmica en la voz, como si los pensamientos que se arremolinaban tras su locura fueran agradables.

– ¿Acaso no nos espera Cristo a todos más allá de esas nubes? ¿No nos dejará beber de su cáliz y nos dará a conocer el auténtico júbilo, haciendo desaparecer todas nuestras penas mundanas en un instante?

Susan permaneció callada.

– ¿Es que no están por llegar sus milagros más grandes? ¿No volverá Él a esta tierra algún día para llevarse a todos y cada uno de sus hijos con sus grandes manos a las puertas del paraíso?

El hombre le sonrió a Susan, mostrándole sus dientes picados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si acunase en ellos a un niño, meciéndolo adelante y atrás.

– Ese día llegará. Para mí. Para ti. Para todos sus hijos en la tierra. Sé que ésta es la verdad.

Susan advirtió que el hombre había vuelto la mirada hacia arriba, como si estuviera dirigiendo sus palabras al cielo de un azul excepcional sobre su cabeza. Su voz había perdido la aspereza de la enfermedad y la desesperación, que habían cedido el paso a la jovial euforia de la fe. «Bueno -pensó ella-, si uno tiene que vivir engañado, las fantasías de este hombre al menos son benignas.» Con cautela, metió la mano izquierda en el bolso y rebuscó hasta dar con un par de monedas sueltas que llevaba en el fondo. Las sacó y se las tiró al hombre. Cayeron y tintinearon sobre la acera, y él arrancó rápidamente la vista del cielo y la bajó para buscarlas en el suelo.

– Gracias, gracias -dijo el hombre-. Que Dios te bendiga.

Susan se alejó y echó a anclar a toda prisa por la calle, dejando atrás al hombre, que seguía murmurando en un sonsonete. Cuando se encontraba a unos tres o cuatro metros de él, le oyó decir:

– Susan, te cederá la paz.

Al oír su nombre dio media vuelta bruscamente.

– ¿Qué? -gritó-. ¿Cómo sabes…?

Pero el hombre volvía a estar recostado contra el edificio, encogido, balanceándose adelante y atrás en una ensoñación extraña y enloquecida que sólo significaba algo para él.

Ella dio un paso hacia él.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -inquirió.

Pero el hombre mantenía la vista al frente, vacía, como si estuviera ciego, farfullando para sí. Susan se esforzó por distinguir sus palabras, pero sólo alcanzó a entender: «Pronto Jesús nos abrirá las puertas mismas del cielo.»

Ella vaciló por un momento y luego se volvió de espaldas al hombre.

¿ «Susan, te cederá la paz» o «Jesús antecederá a la paz»?

El hombre podría haber dicho cualquiera de las dos cosas.

Susan reanudó la marcha, asaltada por las dudas, volvió ligeramente la cabeza hacia atrás y vio que él había desaparecido. De nuevo dio media vuelta, caminó deprisa hacia donde el hombre estaba acurrucado hacía un momento, escudriñando la calle, intentando localizarlo. No veía nada salvo el torrente de empleados de oficina. Era como si hubiese tenido una alucinación.

Por unos instantes permaneció inmóvil, llena de un terror impreciso. Luego se sacudió la sensación, del mismo modo que un perro se sacude las gotas de lluvia, y prosiguió su camino para comerse el almuerzo que no le apetecía.


Cuando el hombre tras el mostrador la atendió, pensó en tomar yogur con frutas, pero cambió de idea y pidió un bocadillo de jamón y queso suizo con mucha mayonesa. El dependiente pareció dudar.

– Oye, que sólo se vive una vez -comentó ella. Él sonrió, le preparó el bocadillo rápidamente y lo metió junto con un botellín de agua en una bolsa de papel


Susan caminó a lo largo de seis manzanas más con su almuerzo, hasta un parque enclavado junto a un centro comercial, justo frente a la bahía. Había dos agentes de policía montados a caballo a la entrada del parque, observando a la gente que llegaba. Uno tenía su fusil automático atravesado sobre la silla de montar y estaba inclinado hacia delante, como una caricatura moderna de alguna vieja novela barata de vaqueros. Ella casi esperaba que la saludara levantándose el sombrero, pero él se limitó a mirarla desde detrás de sus gafas de sol, sometiéndola al mismo examen visual que a los demás. Susan supuso que, para tener derecho a entrar en el parque y sentarse a comerse un bocadillo a pocos metros de donde el agua de la bahía Biscayne lamía los pilotes de madera, uno debía ser un miembro claramente respetable de la sociedad. Los marginados y los sin techo tenían vedada la entrada a la hora del almuerzo. Por la noche seguramente la cosa cambiaba. Lo más probable es que entonces fuese un suicidio para alguien como ella internarse en el pequeño parque, a no más de treinta metros de la orilla del mar. Los árboles frondosos y los bancos que tan acogedores parecían en el calor del día debían de adquirir un aspecto totalmente distinto tras la puesta de sol; se convertirían en sitios donde esconderse. Eso era lo complicado de la vida, pensó ella: la extraña dualidad que presentaban todas las cosas. Lo que parecía un lugar seguro al mediodía se volvía peligroso ocho horas después. Era como las mareas en los Cayos Altos, que ella conocía tan bien. En un momento cubrían una zona entera de agua, haciéndola segura para la navegación. Al momento siguiente, bajaban llevándose la seguridad con el reflujo. La gente, pensó, debía de ser muy parecida.

Encontró un banco donde podría sentarse sola a comerse su bocadillo y contemplar la gran extensión de agua, plantando cara al exceso de calorías y de grasa que podía obstruirle las arterias. Soplaba una brisa lo bastante fuerte para rizar ligeramente la bahía, de manera que daba la impresión de que el brillo del agua estaba vivo. Vio un par de buques cisterna zarpar del puerto de Miami. Eran unos barcos fondones, de aspecto torpe, que se abrían paso por los concurridos canales como un par de abusones de pocas luces en un patio de colegio.

Susan tomó un trago del botellín de agua, que se estaba poniendo tibia rápidamente a causa del calor. Por un momento, creyó que podría quedarse allí sentada ajena a todo; a sí misma, a lo que le estaba pasando. Sin embargo, el sonido de una sirena que se acercaba a toda prisa y el tableteo insistente de unas aspas la arrancaron de su ensoñación. Se volvió hacia atrás y vio un helicóptero de la policía que volaba bajo sobre el borde de la bahía, con la sirena encendida. Susan avistó a un par de adolescentes que corrían a lo largo de la orilla, desde el centro hacia el parque. En el mismo vistazo, divisó a los dos agentes montados a caballo galopar para interceptar a los chicos.

La detención fue rápida. El helicóptero se quedó inmóvil en el aire, y los jinetes acorralaron a los fugitivos, como si estuvieran en un rodeo. Si los dos jóvenes iban armados, no lo demostraron. En cambio, se pararon y levantaron las manos, de cara a los policías. Susan alcanzó a ver que los dos adolescentes sonreían como si no tuviesen nada que temer, y la persecución y el arresto les resultaran tan familiares como la salida del sol todas las mañanas. Desde donde ella se encontraba, vio que uno de ellos tenía la camisa y los pantalones manchados de sangre de color rojo cobrizo. Pensó que, en algún lugar, el propietario de esa sangre yacería agonizante, o al menos, con heridas tan graves que ya no sentiría dolor.

Apartó la vista, aplastó lo que quedaba de su almuerzo en la bolsa y lo tiró en una papelera cercana. Luego, se sacudió las migas de la ropa. Dejó vagar la mirada por el parque. Debía de haber una docena de personas más, algunas de ellas comiendo, otras simplemente paseando. Casi todos observaban con paciencia y en silencio la escena que se desarrollaba justo al otro lado de la cerca del parque, como si se tratara de un espectáculo montado para entretenerlos. Susan se levantó del banco y se volvió de nuevo hacia la detención. Varias lanchas de la policía con luces destellantes se habían unido a la operación. Había también una unidad canina, y un pastor alemán tiraba con fuerza de su correa, ladrando, gruñendo y enseñando los dientes. De pronto, el helicóptero se elevó y, tras inclinarse y virar con una elegancia casi propia del ballet, se alejó bajo el resplandor del sol. El martilleo de sus aspas se apagó en los oídos de Susan, al igual que los ladridos del perro, que dejaron paso al repiqueteo solitario de sus propios zapatos contra el pavimento caliente.

Susan se encaminó de regreso a la oficina, pero dio un rodeo para permanecer cerca de la bahía durante el mayor trecho posible antes de tener que enfilar tierra adentro. Iba por una calle lateral pequeña, una superficie edificable que al parecer habían pasado por alto los contratistas y promotores inmobiliarios que habían sembrado gran parte del centro de rascacielos y complejos hoteleros de todo tipo, llenando la zona de bloques y muros de hormigón, de modo que las pocas calles que quedaban estaban rodeadas de cemento. Flotaba en la brisa un olor acre a líquido limpiador, mezclado con el aire salobre que circulaba sobre la bahía; Susan supuso que un equipo de presos de una cárcel del condado estaba limpiando alguna pared cubierta de pintadas con una manguera de alta presión y disolvente. Era una tarea propia de Sísifo: una vez limpia, la pared se convertía en un blanco nuevo para los mismos vándalos, que tenían la afición de eludir las patrullas nocturnas. Eran notablemente eficientes.

Continuó caminando por la calle, pero se detuvo a media manzana, delante de una construcción considerablemente más baja y vieja, casi una casa, pensó, encajonada entre la parte posterior de un complejo hotelero y un edificio de oficinas. Era todo un anacronismo, un vestigio elegante del viejo Miami, que inspiraba recuerdos de una época en que la ciudad era sólo un pueblo cenagoso con una población creciente y demasiados mosquitos, y no una metrópoli moderna, electrificada y resplandeciente de neón. La construcción se alzaba sobre una pequeña extensión de césped bien cuidado. Un camino bordeado de hileras de flores conducía a la puerta principal. Había un porche amplio que ocupaba todo el ancho del edificio y una imponente puerta doble que se le antojó tallada a mano en madera de pino del condado de Dade, el material de construcción preferido un siglo atrás, una madera que, cuando se secaba, era dura como el granito y aparentemente inmune a las termitas más decididas. Las anchas ventanas con celosías tenían postigos de madera horizontales que las protegían del sol. El edificio en sí, de sólo dos plantas, se hallaba coronado por tejas rojas bruñidas que parecían estar cociéndose a la luz del mediodía.

Susan se quedó mirándolo, pensando que, en medio de todo el hormigón y el acero que componían el centro, era una antigualla; algo incongruente, fuera de lugar y curiosamente hermoso, porque denotaba cierta independencia respecto a la edad en un mundo consagrado a lo inmediato y al instante presente. Cayó en la cuenta de que apenas veía ya cosas tan antiguas, como si hubiese un prejuicio tácito contra las cosas construidas para durar un siglo o más.

Susan dio un paso hacia delante, preguntándose quiénes serían los ocupantes de un edificio semejante, y vio una pequeña placa de latón en uno de los pilares que sostenían el porche. Al acercarse, leyó: EL ÚLTIMO LUGAR. RECEPCIONISTA EN EL INTERIOR.

Vaciló, luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado pulido del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su izquierda, había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como pensamientos extraños y repentinos alzó la vista hacia ella cuando entró.

– Hola, querida -la saludó.

Su voz sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a algún guardia de seguridad. Tampoco vio cámaras espía instaladas en los rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento, sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfonía, procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.

– Hola -respondió.

La mujer le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul y roja.

– ¿Es usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra persona en mente?

– ¿Disculpe…?

– ¿Es usted quien se muere o alguien próximo a usted?

Susan se quedó perpleja.

– No, yo no -barbotó.

La mujer sonrió.

– Ah -dijo-. Me alegro. Se la ve muy joven, y cuando ha entrado, la he mirado y he pensado que sería demasiado injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospecho que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante gente joven. Sí que la hay. Y, por mucho que nos esforcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?

– ¿Esto es una residencia para enfermos terminales? -preguntó Susan.

La mujer asintió con la cabeza.

– ¿Qué creía usted que era, querida?

Susan se encogió de hombros.

– No sé… Me parecía algo tan distinto, desde fuera… Antiguo. Algo procedente del pasado y no del futuro.

– Morirse tiene que ver con el pasado -señaló la mujer-, con recordar dónde has estado. Apreciar los momentos que han quedado atrás. -Suspiró-. Cada vez resulta más difícil, ¿sabe?

– ¿El qué?

– Morir en paz, satisfecho, con dignidad, amor y respeto. Hoy en día da la impresión de que la gente muere por razones equivocadas. -La mujer sacudió la cabeza y suspiró de nuevo-. La muerte parece apresurada y dura actualmente -añadió-. En absoluto apacible. Salvo para quienes están aquí. Nosotros nos encargamos de que su muerte sea… bueno, apacible.

Susan, casi sin darse cuenta, se mostró de acuerdo.

– Eso que dice tiene sentido.

La mujer volvió a sonreír.

– ¿Le gustaría echar un vistazo? Ahora sólo tenemos un par de clientes. Hay algunas camas desocupadas. Y seguramente habrá una más esta noche. -La mujer ladeó la cabeza en dirección al lugar de donde provenían los lejanos compases musicales-. La Sinfonía Pastoral -comentó-. Pero los conciertos de Brandeburgo funcionan igual de bien. Y la semana pasada había una mujer que escuchaba a Crosby, Stills and Nash una y otra vez. ¿Los recuerda usted? Son de antes de que usted naciera. Unos viejos roqueros, de los setenta y los ochenta sobre todo. Escuchaba principalmente Suite Jiidy Blue Eyes y Southern Cross. La hacían sonreír.

– No quisiera molestar a nadie -objetó Susan.

– ¿Le gustaría quedarse a ver películas? Esta tarde proyectaremos algunas comedias de los hermanos Marx.

Susan negó con la cabeza.

La mujer no parecía tener mucha prisa.

– Como desee -dijo-. ¿Está segura de que no hay nadie que…?

– Mi madre se muere -soltó Susan.

La recepcionista asintió despacio. Se produjo un breve silencio.

– Tiene cáncer -añadió Susan.

Otro silencio.

– Inoperable. La quimioterapia no dio mucho resultado. Experimentó una mejoría temporal, pero la enfermedad se ha reagravado y la está matando.

La mujer permaneció callada.

Susan notó que se le humedecían los ojos. Era como si una zarpa grande y cruel le estuviese retorciendo y arrancando las entrañas.

– No quiero que muera -jadeó-. Siempre ha estado ahí y no tengo a nadie más. Excepto a mi hermano, pero vive lejos. Sólo estoy yo…

– ¿Y?

– Me quedaré sola. Siempre hemos estado juntas, y ahora no podremos…

Susan estaba de pie en una posición incómoda frente al escritorio. La mujer le indicó una silla con un gesto, y Susan, tras una breve vacilación, se dejó caer en ella, aspiró una sola vez y dio rienda suelta al llanto. Sollozó incansablemente durante varios minutos, mientras la mujer de cabello electrizado esperaba con una caja de pañuelos de papel en la mano.

– Tómese todo el tiempo que necesite -le dijo la mujer.

– Lo siento -gimió Susan.

– No tiene por qué -replicó la mujer.

– Yo no hago estas cosas -aseguró Susan-. Yo no lloro. Nunca había llorado. Lo siento.

– ¿Así que es una mujer dura? ¿Y cree que eso es importante?

– No, es sólo que, no sé…

– Ya nadie exterioriza sus sentimientos. ¿No ha pensado alguna vez, cuando va conduciendo de vuelta a casa, que nos estamos volviendo inmunes al dolor y la angustia, que la sociedad sólo valora el éxito? El éxito, ser una persona dura.

Susan movió afirmativamente la cabeza. La mujer sonrió una vez más. Susan reparó en la forma irónica en que se le torcían las comisuras de los labios, como si percibiese la tristeza que encierra el humor y las lágrimas que hay detrás de cada carcajada.

– La dureza está sobrevalorada. Ser frío no es lo mismo que ser fuerte -aseveró la mujer.

– ¿En qué etapa viene la gente…? -Susan señaló las escaleras.

– Cerca del final. A veces hasta tres o cuatro meses antes del fallecimiento, pero por lo general entre dos y cuatro semanas antes. Pasan aquí sólo el tiempo necesario para alcanzar la paz interior. Recomendamos que los temas exteriores los solucionen antes.

– ¿Exteriores?

– Testamentos y abogados. Fincas y herencias. Una vez aquí, a la gente, más que sus bienes materiales, sus acciones o su dinero, le interesa su legado espiritual. Me ha salido un discurso más religioso del que pretendía. Pero así es como funcionan las cosas, al parecer. Su madre… ¿Cuánto tiempo le queda?

– Seis meses. No, eso es demasiado poco. Un año, tal vez. Quizás un poco más. No le gusta que yo hable con los médicos, dice que la afecta mucho. Y cuando, a pesar de todo, hablo con ellos, me cuesta arrancarles una respuesta directa.

– ¿No será porque ni siquiera ellos están seguros?

– Supongo.

– A veces parece que confiamos en que la muerte será precisa, dada su inevitabilidad. Pero no lo es. -Sonrió-. Puede ser imprevisible y caprichosa. Y puede ser cruel. Pero no controla nuestra vida, sólo nuestra muerte, y por eso estamos aquí.

– Ella se niega a hablar de lo que le pasa -continuó Susan-, excepto para quejarse del dolor. Creo que quiere estar sola, excluirme, porque cree que de ese modo me protege.

– Vaya. Eso no me parece muy sensato. La mejor manera de afrontar la muerte es con el consuelo que aportan amigos y familiares. Le recomendaría encarecidamente que tomara usted cartas de forma más activa y le dijera a su madre que su deceso es un momento que debe compartir con usted. Y, por lo que me cuenta, parece que todavía les queda tiempo para ello.

– ¿Qué debo hacer?

– Poner en orden su relación con su madre, y ayudarla a hacerse cargo de la tarea de morir. Luego, cuando el momento se acerque, tráigala aquí para que ambas asuman los sentimientos que comporta la muerte, se digan lo que tengan que decirse y recuerden lo que tengan que recordar.

Susan asintió. La mujer abrió un cajón de tono oscuro y extrajo una tarjeta y un folleto de papel satinado que semejaba una revista.

– Esto aclarará algunas de sus dudas -aseguró-. ¿Hay algún sitio adónde su madre quiera ir, algún lugar que desee visitar, algo específico e importante que quiera hacer? Le aconsejo que lo hagan a la máxima brevedad, antes de que ella se ponga más débil y enferma. En ocasiones, un viaje, una experiencia, un logro ayudan a hacer más llevadero el fallecimiento.

– Lo tendré en cuenta -dijo Susan. Respiró hondo-. Un viaje, una experiencia, un logro. Mientras todavía le queden fuerzas.

– Suena como un mantra del Lejano Oriente, ¿verdad? -La mujer rio brevemente.

– Pero tiene sentido. Algo…

– Algo en lo que concentrarse, aparte del dolor y el miedo a lo desconocido.

– Un viaje, una experiencia, un logro. -Susan se acarició la barbilla con el índice-. Se lo diré.

– Bien. Y entonces estaré encantada de volver a hablar con usted. Cuando se acerque el momento. Usted sabrá cuándo -agregó la mujer-. Las personas sensibles, como creo que es usted, siempre saben cuándo.

– Gracias -dijo Susan, poniéndose de pie-. Me alegro de haber entrado. -Titubeó de nuevo-. Me he fijado en que la puerta ni siquiera tiene cerradura…

La mujer sacudió la cabeza.

– Aquí no nos asusta la muerte -dijo tajantemente.


Cuando Susan salió de debajo del alero del porche, el sol que se reflejó en el borde de la azotea de un rascacielos cercano la deslumbró por un momento. Se colocó la mano en la frente, como un marinero que escudriña el horizonte, y vio al marginado con el que había hablado antes tambaleándose inquieto en la acera delante de la clínica, aparentemente esperándola. Cuando la vio, el hombre abrió mucho los brazos, como si estuviese clavado en una cruz, y desplegó una amplia sonrisa.

– ¡Hola, hola! ¡Aquí estás! ¡Saludos! -gritó, como una representación extrañamente jovial de Jesús disfrutando con su crucifixión.

Ella se detuvo, sin responder. Notaba el peso de la pistola dentro de su bolso.

– ¡Algún día todos subiremos la escalera al cielo! -le gritó él.

– Stairway to Heaven. Led Zeppelin. El álbum sin título. Mil novecientos setenta y uno -murmuró Susan para sí. Bajó los escalones de la clínica despacio y avanzando hacia el hombre de la acera.

»¿No crees -le contestó en voz un poco más alta- que deberías tratar de tener fantasías un poco más originales al menos? Las tuyas son demasiado manidas.

El sin techo tenía la cabeza echada hacia atrás. Su abrigo marrón llegaba casi hasta el suelo. Ella advirtió que sus pantalones raídos estaban sujetos a la cintura con un trozo de tela mugriento, hecho jirones y multicolor.

– Jesús nos salvará a todos…

– Si tiene tiempo. Y ganas. Cosa que a veces dudo…

– Nos tenderá la mano a todos y cada uno…

– Si no le importa ensuciársela.

– … Y hará llegar su palabra a nuestros oídos ansiosos.

– Suponiendo que estemos dispuestos a escuchar. Yo tampoco contaría con ello.

De pronto, el hombre dejó caer los brazos a sus costados. Inclinó la cabeza hacia delante, y Susan percibió un brillo en sus ojos que interpretó como señal de una locura corriente e inocua.

– Su palabra es la verdad. Él me lo ha dicho.

– Me alegro por ti -comentó Susan, e hizo ademán de apartar al hombre de su camino para echar a andar por la calle.

– ¡Pero si él está aquí! -exclamó el marginado.

– Claro -dijo Susan, escupiendo la palabra por encima del hombro-. Claro que lo está. Jesús ha decidido que el lugar ideal para iniciar el segundo advenimiento es Miami. Yo lo elegiría también.

– ¡Pero está aquí de verdad, y me ha insistido en que te transmita un mensaje sólo a ti!

Susan, que se había alejado unos pasos del hombre, se paró en seco y se volvió.

– ¿A mí?

– ¡Sí, sí, sí! ¡Es lo que intentaba decirte! -El hombre sonreía, dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos y cariados-. ¡Jesús me ha pedido que te diga que nunca estarás sola y que él siempre estará aquí para salvarte! ¡Dice que has vagado durante años en unas tinieblas terribles porque no lo conocías, pero que eso cambiará pronto! ¡Aleluya!

Susan notó una oscuridad súbita y gélida en su interior.

«¿Fuiste tú quien me salvó?»

«¿Si ven tufo sume tequila?»

«¿Qué es lo que quieres?»

«¿Quisque queso leeré?»

Dos preguntas en clave, respondidas por un indigente que parecía estar siguiéndola. Sacudió la cabeza.

– ¿Jesús te ha dicho eso? ¿Cuándo?

– Hace sólo unos minutos. Apareció en un fuerte destello de luz blanca. Me deslumbró, Señor, me deslumbró el esplendor de su presencia, y me sobrecogió también, y yo aparté la vista, pero él me tendió la mano y supe lo que era la paz; justo en ese momento, me invadió una paz inmensa y absoluta, y él me encomendó una tarea que me aseguró que era crucial, que facilitaría su segundo advenimiento a este mundo. Dijo que ayudaría a allanar el terreno. A despejar el camino, dijo. Me trajo a este sitio, y luego me pidió que fuera su voz. Y además me dio dinero. ¡Veinte pavos!

– ¿Qué te ha dicho?

– Me ha dicho que buscara a su hija especial y respondiera a sus dos preguntas.

Susan notó un temblor en la voz. Tenía ganas de gritar, pero las palabras le salieron más bien en algo parecido a un susurro, sin aliento, evaporándose, secándose por el calor del día.

– ¿Ha añadido algo? ¿Ha dicho algo más?

– ¡Sí, lo ha hecho! -El marginado se rodeó el torso con los brazos, presa de la dicha y el éxtasis-. ¡Me ha convertido nada menos que en su mensajero en esta tierra! ¡Oh, qué gran alegría! -El indigente arrastró los pies adelante y atrás, casi como si bailara.

Susan pugnó por mantener la calma.

– ¿Y cuál es el mensaje, el que tienes que transmitirme?

– Ah, Susan -dijo el hombre, pronunciando esta vez su nombre de manera inequívoca-. ¡A veces sus mensajes son misteriosos y extraños!

– Pero ¿qué ha dicho?

El indigente se tranquilizó y agachó la cabeza, como si se concentrase.

– No lo he entendido, pero él me ha hecho repetirlo una y otra vez hasta que me lo he aprendido bien.

– ¿Qué? -Le costaba evitar que el pánico se reflejara en su voz.

– Me ha pedido que te dijera: «Quiero lo que se me robó.» -El sin techo hizo una pausa, moviendo los labios como si hablara para sí-. Sí -dijo, sonriendo de nuevo-. Lo he dicho bien. Estoy seguro. No quisiera equivocarme, porque entonces tal vez no volvería a elegirme.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella, con voz temblorosa.

– ¿Qué otra cosa necesitamos? -repuso el indigente con una estridente risotada de satisfacción y alegría. Se volvió de espaldas a ella y se alejó por la calle, entre saltitos y traspiés, como un niño, hacia las aguas azul satinado de la bahía. Alzó la voz en un himno de su propia invención, alabando el segundo advenimiento de un hombre que él creía bajado del cielo, pero que Susan sospechaba procedente de algún lugar mucho más inhóspito.

Tenía ganas de sentarse y reflexionar con detenimiento, analizar lo que había oído, pero en cambio huyó rápidamente de allí. Mientras caminaba a toda prisa se volvió hacia atrás para intentar atisbar al hombre que la había rondado, pero no vio más que la calle repentinamente desierta. A lo lejos había coches, policías, personas. Aspiró hondo una bocanada de aire sobrecalentado y arrancó a correr para refugiarse en el falso consuelo y la seguridad de la masa anónima.

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