12 Greta Garbo por dos

Cuando creían que estaban solas en el mundo, ambas desarrollaron una curiosa sensación de seguridad, convencidas de que podían brindarse apoyo, camaradería y protección la una a la otra. Ahora que estaban menos seguras de su aislamiento, la rutina de su relación se había visto trastocada; de pronto madre e hija estaban nerviosas, casi con desconfianza mutua, a todas luces temerosas de lo que las esperaba fuera de las paredes de su pequeña casa. En un mundo que a menudo parecía haber sucumbido a la violencia habían conseguido erigir unas barreras sólidas, tanto emocionales como físicas.

Ahora Diana y Susan Clayton, cada una por su cuenta, sentían que esas barreras empezaban a desmoronarse debido a la presencia no definida del hombre que enviaba los anónimos, como un pilar de hormigón medio sumergido, batido constantemente por las olas, disolviéndose poco a poco, descascarillándose, desintegrándose y desapareciendo bajo el mar gris verdoso. Ninguna de las dos entendía del todo la naturaleza de su miedo; era cierto que un hombre las acechaba, pero la índole de este acecho las confundía.

Diana se negaba a compartir su temor más absurdo con su hija; pensaba que necesitaba más pruebas, lo que en sí era una media verdad. Ante todo, se negaba a escuchar la intuición que la había impulsado a sacar la caja de metal de su armario para buscar las endebles pruebas que tenía de la muerte de quien había sido su marido. Intentaba convencerse de que lo que contenía la caja eran datos concretos, pero eso provocaba en ella una lucha interior, la sensación que embarga a quien se debate entre lo que quiere creer y lo que le da miedo creer.

Los días posteriores al incidente del bar, la madre se había sumido en un silencio exterior, mientras una cacofonía de ruidos discordantes, dudas y malestar retumbaba en su interior.

El fracaso de sus intentos por ponerse en contacto con su hijo no habían hecho sino agravar esa inquietud. Había dejado varios mensajes en su departamento de la universidad, había hablado con una cantidad mareante de secretarias, ninguna de las cuales parecía saber con exactitud dónde se encontraba, aunque todas le aseguraron que pronto le pasarían el recado y entonces él devolvería la llamada. Una incluso llegó a decir que pegaría una nota con cinta adhesiva a la puerta de su despacho, como si eso fuera una garantía de éxito.

Diana se resistía a presionar más, porque pensaba que ello conferiría a su petición un toque de urgencia, casi de pánico, y no quería dar esa impresión. No le habría importado reconocer que estaba nerviosa, incluso alterada, desde luego preocupada. Pero el pánico le parecía un estado extremo, y esperaba hallarse aún lejos de él.

«Todavía no se ha producido ninguna situación que no podamos manejar», se dijo.

Pero a pesar de la actitud falsamente positiva de esta insistencia, ahora recurría a menudo -mucho más que antes- a la medicación para tranquilizarse, para conciliar el sueño, para olvidar las preocupaciones. Y le había dado por mezclar sus narcóticos con dosis generosas de alcohol, pese a que el médico le había advertido de que no lo hiciera. Una pastilla para el dolor. Una pastilla para aumentar el número de glóbulos rojos, que estaban perdiendo inútil y microscópicamente su batalla contra sus homólogos blancos en las profundidades de su organismo. No tenía la menor esperanza en que la quimioterapia diera resultado. También tomaba vitaminas para mantenerse fuerte. Antibióticos para evitar infecciones. Colocaba las pastillas en fila y evocaba imágenes históricas: la ofensiva de Pickett. Un esfuerzo valeroso y romántico contra un ejército bien atrincherado e implacable. Estaba destinado a fracasar desde antes de comenzar.

Diana regaba el montón de píldoras con zumo de naranja y vodka. «Al menos -se decía, no sin ciertos remordimientos-, el zumo de naranja se fabrica aquí y seguramente me hará bien.»

Más o menos al mismo tiempo, Susan Clayton se dio cuenta de que estaba tomando precauciones que antes desdeñaba. Durante los días siguientes al incidente en el bar, no subía ni bajaba en ascensor a menos que hubiera varias personas más. No se quedaba a trabajar hasta tarde en la oficina. Siempre que iba a algún sitio, pedía a alguien que la acompañara. Se preocupaba de cambiar su rutina diaria lo máximo posible, buscando la seguridad en la variedad y la espontaneidad.

Esto le resultaba difícil. Se consideraba una persona obstinada y no precisamente espontánea, aunque los pocos amigos que tenía en el mundo seguramente le habrían dicho que se equivocaba de medio a medio en su valoración de sí misma.

Cuando conducía de casa a la oficina y viceversa, ahora Susan había adquirido la costumbre de moverse entre los carriles rápidos y los lentos; durante unos minutos circulaba a ciento cincuenta kilómetros por hora y de pronto aminoraba la marcha hasta casi avanzar a paso de tortuga, pasando de un extremo al otro de una manera que creía que frustraría incluso al perseguidor más tenaz, pues al menos a ella la frustraba.

Llevaba una pistola en todo momento, incluso por casa, después de llegar del trabajo, escondida bajo la pernera de los vaqueros, sujeta al tobillo. Sin embargo, no engañaba a su madre, que sabía lo del arma, aunque le parecía más prudente no comentar nada al respecto, y que, por otra parte, aplaudía en su fuero interno esa precaución.

Ambas mujeres miraban con frecuencia por la ventana, intentando vislumbrar al hombre que sabían que andaba por ahí, en algún sitio, pero no veían nada.

Mientras tanto, las preocupaciones que embargaban a Susan se intensificaban por su incapacidad para idear un acertijo apropiado para enviar su siguiente mensaje. Juegos de palabras, acrósticos literarios, crucigramas… nada de eso le había resultado útil. Quizá, por primera vez, Mata Hari había fracasado.

Esto le daba cada vez más rabia.

Después de pasarse varias tardes muy tensa, sentada en casa con un bloqueo mental incontrolable, con la fecha de publicación cada vez más próxima, dejó caer la libreta y el lápiz al suelo de su habitación, le asestó una palmada a la pantalla de su ordenador, envió varios libros de consulta a un rincón de una patada y decidió salir a navegar en su lancha.

Caía la tarde, y el potente sol de Florida empezaba a perder su dominio sobre el día. Su madre había cogido un bloc grande de papel de dibujo y estaba abstraída, haciendo un bosquejo con carboncillo, sentada en un rincón de la habitación.

– Maldita sea, mamá, necesito tomar un poco el aire. Voy a dar una vuelta en la lancha y a ver si cojo un par de pescados para la cena. No tardo.

Diana alzó la vista.

– Pronto oscurecerá -señaló, como si ésa fuera una razón para no hacer nada.

– Sólo me alejaré media milla, a un lugar resguardado que conozco. Está casi en línea recta desde el embarcadero. Me llevará poco rato, y necesito ocuparme en algo que no sea quedarme por aquí pensando en cómo responderle a ese cabrón diciéndole algo que lo expulse de nuestras vidas.

Diana dudaba que hubiese algo que su hija pudiese escribir para alcanzar esa meta. Pero la animó ver la actitud decidida de su hija; le resultaba reconfortante. Se despidió con un leve gesto de la mano.

– Un poco de mero fresco no vendría mal -comentó-. Pero no tardes. Vuelve antes de que anochezca.

Susan le dedicó una amplia sonrisa.

– Es como hacer un pedido a la tienda de comestibles. Estaré de vuelta dentro de una hora.

Aunque se acercaban los últimos meses del año, hacía un calor veraniego al final del día. En Florida las altas temperaturas pueden llegar a ser sobrecogedoras. Esto ocurre sobre todo en verano, pero en ocasiones llegan rachas de viento del sur en otras estaciones del año. El calor tiene una presencia que debilita el cuerpo y enturbia la mente. Se avecinaba una noche de ese tipo: serena, húmeda, inmóvil. Susan era una pescadora avezada, una experta en las aguas a cuya orilla había crecido. Cualquiera puede mirar al cielo y prever la violencia que pueden desatar de pronto los nubarrones y las trombas, con sus vientos huracanados y su velocidad de tornado.

Pero a veces los peligros del agua y de la noche son más sutiles y se ocultan bajo un cielo en el que no corre una brizna de aire.

Antes de soltar amarras vaciló por un segundo, luego se sacudió la sensación de riesgo, recordándose que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo, una excursión de lo más común, y sí mucho que ver con el miedo residual que el hombre y sus mensajes le habían inspirado. Pilotó la lancha por la estrecha vía de agua hacia la bahía, y luego empujó el acelerador a fondo. Los oídos se le llenaron de ruido y el viento le azotó el rostro de repente.

Susan se encorvó contra la velocidad, disfrutando con el embate y el zarandeo que traía consigo, pensando que había salido a ese mundo que conocía tan bien precisamente para librarse de su ansiedad.

Decidió de inmediato pasar de largo la zona resguardada de la que le había hablado a su madre, e hizo un viraje brusco, notando cómo el casco largo y angosto se hincaba en la superficie azul claro mientras se dirigía a un lugar más lejano y productivo. Sintió que sus cadenas quedaban atrás, en tierra firme, y casi le entristeció llegar a su destino.

Después de apagar el motor, dejó la embarcación cabeceando sobre las olas diminutas durante un rato. Luego, con un suspiro, se concentró en la tarea de pescar la cena. Soltó un ancla pequeña, cebó un anzuelo y lo lanzó. Al cabo de unos segundos notó un tirón inconfundible.

Media hora después, había llenado hasta la mitad una nevera portátil con pagros y meros más que suficientes para cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. La pesca había surtido en ella el efecto que esperaba; le había despejado la cabeza de temores y le había conferido fuerzas. De mala gana, recogió el sedal. Guardó su equipo, se levantó, paseando la mirada en derredor, y cayó en la cuenta de que tal vez había estado allí más tiempo de la cuenta. Allí de pie, le pareció que los últimos rayos grises del día se extinguían en torno a ella, escurriéndosele entre los dedos. Antes de que pusiera rumbo a su casa, se vio envuelta en la oscuridad.

Esto le causó desasosiego. Sabía cómo regresar, pero también que ahora le sería mucho más difícil. Cuando el último resplandor se desvaneció, estaba atrapada en un mundo transparente, silencioso, viscoso y resbaladizo, y donde antes se encontraba la frontera habitual entre tierra, mar y aire, ahora había una masa informe, negra y cambiante. De pronto se puso nerviosa, consciente de que había traspasado el límite de la prudencia, con lo que el mundo que amaba se había convertido súbitamente en un lugar inquietante y tal vez incluso peligroso.

Su primer impulso fue el de llevar la lancha directa a tierra y arrancar a correr durante unos minutos hasta encontrar algún punto de referencia entre los diferentes tonos de sombras que tenía ante sí. Hubo de obligarse a reducir la velocidad, pero lo logró.

Más adelante entrevió las sinuosas siluetas de un par de islotes y recordó que había un canal estrecho entre ellos que la conduciría a aguas más despejadas. Una vez allí, podría avistar luces a lo lejos, quizás alguna casa o faros en la carretera; cualquier cosa que la guiase a la civilización.

Siguió adelante despacio, intentando encontrar el paso entre los dos islotes. A duras penas consiguió distinguir parte de la maraña formada por las ramas de los árboles del manglar mientras se acercaba, temerosa de encallar antes de salir a aguas más profundas. Trató de tranquilizarse, diciéndose que lo peor que podía ocurrir es que tuviera que pasar una noche incómoda en la lancha batallando contra los mosquitos. Gobernaba la embarcación con cuidado, deslizándose hacia delante mientras el motor burbujeaba a su espalda. Su confianza en sí misma aumentó cuando se introdujo en el espacio entre los islotes. Se estaba felicitando por haber dado con el canal cuando el casco de la lancha tropezó con la arena lodosa de un bajío invisible.

– ¡Mierda! -gritó, consciente de que se había desviado demasiado hacia uno u otro lado. Metió marcha atrás, pero la hélice ya rozaba el fondo, y fue lo bastante inteligente para apagar el motor por completo antes de que se soltara.

Maldijo la noche, furiosa, dejando que su invectiva le brotara de los labios, una sucesión ininterrumpida de «mierdas» y «hostias putas», pues el sonido de su voz la reconfortaba. Después de cagarse durante un rato en Dios, las mareas, el agua, los traicioneros bancos de arena y la oscuridad que lo había hecho todo imposible, se interrumpió y escuchó por unos momentos el sonido de las olas pequeñas que chapaleaban contra el casco. Luego, sin dejar de hablarle en voz alta a su lancha, activó el mecanismo eléctrico que izó el motor con un zumbido agudo. Esperaba que esto bastara para quedar a la deriva, pero no fue así.

Maldiciendo y quejándose en todo momento, Susan empuñó la pértiga y empujó con ella para intentar desencallar la embarcación. Le pareció que ésta se movió un poco, pero no lo suficiente. Seguía varada. Volvió a colocar la pértiga en su soporte y se desplazó a un lado de la lancha. Contemplando el agua que la rodeaba calculó a ojo que debía de tener sólo unos quince centímetros de profundidad. El calado de la embarcación medía veinte. Sólo se mojaría hasta los tobillos. Pero tenía que bajar, colocar ambas manos contra la proa y empujar con todas sus fuerzas. Necesitaba sacudir la lancha para liberarla de la arena. Y si eso no daba resultado, pensó, bueno, se quedaría atrapada allí hasta que, al amanecer, la marea empezara a subir y el agua del mar fluyese por encima del bajío, haciendo subir la embarcación hasta desembarrancarla. Por un instante, mientras se encaramaba a la borda, lista para abandonar la seguridad de la lancha, contempló la posibilidad de esperar y dejar que la naturaleza se encargara del trabajo duro. Sin embargo, se reprendió a sí misma por ser tan remilgada, y con un movimiento resuelto saltó al agua.

Templada como un baño, ésta se arremolinó en torno a sus pantorrillas. El fondo bajo sus zapatos era un lodo blando. Al instante se hundió unos cuantos centímetros. De nuevo prorrumpió en imprecaciones, un torrente constante de palabrotas. Apoyó el hombro en la proa y, tras respirar hondo, se puso a empujar. Soltó un gruñido a causa del esfuerzo.

La lancha no se movió.

– Oh, venga -imploró Susan.

Volvió a apretar el hombro contra la proa, intentando esta vez empujar hacia arriba para mecer la embarcación. La frente se le perló de sudor. Se le escapó un fuerte gemido, y notó que los músculos de la espalda se le tensaban como un cordón al ceñir la cintura de unos pantalones, y la lancha se deslizó hacia atrás unos centímetros.

– Mejor -dijo.

Lo intentó otra vez, aspirando hondo y aplicando presión con todo su empeño. El fondo plano de la barca raspó el fondo al recular unos quince centímetros más.

– Un avance, joder -masculló ella.

Un empujón más y pondría la lancha a flote.

No sabía cuántas fuerzas le quedaban, pero estaba decidida a gastarlas en ese intento. La arena del fondo le había succionado los pies y le llegaba a una altura considerable de las piernas. Tenía una marca en el hombro por apretarlo contra la lancha. Empujó de nuevo y soltó un gritito cuando la barca retrocedió con un chirrido y luego quedó libre. Susan trastabilló a causa del impulso y perdió el equilibrio. Jadeando, se tambaleó hacia delante mientras la lancha se alejaba de ella, flotando. El agua salada le mojó el rostro cuando cayó de rodillas. La embarcación se acercó un poco, como un cachorro temeroso de que lo castiguen, y se quedó cabeceando sobre la superficie a unos tres metros de donde estaba ella.

– Mierda, mierda -refunfuñó, disgustada por haberse mojado, pero en realidad encantada de haber logrado desencallar. Se puso de pie, se sacudió de la cara y las manos toda el agua de mar que pudo y, tras liberar los pies del cieno del bajío, echó a andar en dirección a la barca.

Sin embargo, allí donde esperaba encontrar el fondo blando bajo los pies, no había nada.

Susan se precipitó de nuevo hacia delante, perdió el equilibrio y se zambulló en el agua oscura. Supo al instante que se había metido en el canal. Alzó la cara para hacerla emerger de aquella extensión de negrura y respiró una gran bocanada de aire. Los dedos de sus pies buscaron un fondo donde apoyarse, pero no lo encontraron. El agua oscura parecía arrastrarla hacia abajo. Exhaló con fuerza, luchando contra una oleada repentina de pánico.

La lancha se mecía sobre la superficie tranquila, a poco más de tres metros.

No se permitió imaginar realmente su situación, en el agua, sin hacer pie, a oscuras, mientras una corriente suave alejaba de ella a velocidad constante la seguridad que representaba la lancha. Mantuvo la sangre fría, aspiró profundamente el aire sedoso de la noche y dio varias brazadas rápidas y vigorosas por encima de la cabeza, pataleando con fuerza, levantando pequeñas explosiones de fósforo blanco tras sí. La embarcación flotaba provocadoramente delante de Susan, que nadó enérgicamente hasta alcanzar el costado, extender los brazos y asirse a la borda con ambas manos.

Permaneció un rato así, sujeta de un flanco de la lancha, con la mejilla apretada contra la lisa fibra de vidrio de la embarcación como una madre contra la mejilla de un niño perdido. Los pies le colgaban en el agua, casi como si ya no formaran parte de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo terriblemente cansada que estaba. Se quedó un momento allí, reposando. A continuación reunió las pocas fuerzas que le quedaban, se aupó y pasó una pierna por encima de la borda, intentando aferrarse a la lancha con el vientre. Durante un segundo permaneció allí en precario equilibrio, luego se agarró con más firmeza, se impulsó con la pierna que aún tenía en el agua y finalmente rodó por el suelo de la barca.

Susan se quedó tendida, mirando al cielo, intentando recuperar el resuello.

Notaba que la adrenalina le palpitaba en las sienes, y que el corazón le latía desbocado en el pecho. Se apoderó de ella una sensación de agotamiento mucho mayor de la que correspondía a la energía que había empleado, un cansancio que tenía más que ver con el miedo que con el esfuerzo.

En lo alto, las estrellas titilaban con benevolencia. Las contempló y dijo en voz alta:

– Nunca, nunca, nunca, nunca bajes de la lancha de noche. Nunca pierdas el contacto. Nunca dejes que se te escape. Nunca, nunca jamás dejes que esto vuelva a ocurrir.

Se incorporó trabajosamente, con la espalda contra la borda. Cuando recobró el aliento, al cabo de un momento, se puso en pie, temblando.

– Muy bien -dijo en voz alta-. Vuelve a intentarlo. Encuentra el canal, maldita sea, no la arena. Avante, despacio.

Le vinieron ganas de reír, pero se recordó a sí misma que todavía no había recorrido el canal.

– Aún no hemos salido de ésta -murmuró.

Se dejó caer junto al tablero de mandos y, cuando se disponía a darle al contacto, una gran masa de agua gris negruzca saltó a su lado, salpicándole el rostro y las manos y arrancándole un grito de sorpresa. Se oyó un golpe sordo cuando una aleta impactó contra el costado de la lancha, un estallido de energía blanca y espumosa a unos centímetros de su cabeza.

La explosión la derribó de su asiento sobre la cubierta de la lancha.

– ¡Dios santo! -exclamó.

El agua se arremolinó alrededor de la barca y luego quedó quieta.

El corazón le dio un vuelco.

– ¿Qué demonios eres? -gritó, poniéndose de rodillas con dificultad.

La única respuesta a su pregunta fue el silencio y el retorno de la noche.

Escudriñó las corrientes pero no vio rastro del pez que había emergido junto a la lancha. De nuevo se esforzó por calmarse. «Dios mío -pensó-, ¿qué era eso que estaba en el agua conmigo? ¿Un tiburón tigre grande, o un pez martillo? Cielo santo, debe de haber estado allí, justo al borde del bajío, buscando su cena, y yo metida en el agua, junto a él, chapoteando. Joder.» De pronto imaginó al pez debajo de ella todo el rato, observándola, esperando, sin saber qué era ella exactamente, pero acercándose a pesar de todo. Susan exhaló rápidamente, soltando el aire con fuerza.

Se estremeció, intentando desterrar el miedo que aún tenía en su interior. Era consciente de que no podía hacer nada más y, con la mano ligeramente trémula, bajó despacio el motor, le dio al encendido y empujó la transmisión hacia delante. Casi sin acelerar, viró en la dirección que creía que la llevaría a la orilla.

«Llegaremos a casa esta noche -se dijo-, y luego se acabó la pesca durante un tiempo.» Mientras avanzaba a una velocidad apenas superior al gateo de un bebé por un suelo desconocido para él, reflexionó sobre el hecho de que su madre no seguiría a su lado mucho tiempo y de que ella tendría que empezar a prepararse para esa realidad cuanto antes. No obstante, no tenía la menor idea de cómo prepararse.


Diana Clayton había estado absorta en su bosquejo, y cuando la luz perdió intensidad en torno a ella, de modo que le costaba ver los últimos trazos y sombreados del dibujo, alzó la mirada para pulsar el interruptor de la luz y se percató de que su hija estaba tardando mucho en regresar.

Su primer impulso fue acercarse a la ventana, pero en los últimos días se había sorprendido a sí misma mirando hacia fuera en demasiadas ocasiones, como si ya no confiase en el mundo que le era familiar. Esta vez no se comportaría como una anciana decrépita y agonizante, que es como se veía a sí misma, y confiaría en que su hija sería capaz de volver a casa sana y salva. De modo que, en lugar de echar un vistazo al exterior, recorrió deprisa la casa, encendiendo las luces, muchas más de las que habría encendidas en circunstancias normales. Al final, no quedaba una sola bombilla en todas las habitaciones de la casa que no estuviese despidiendo luz. Incluso encendió las de los armarios.

Cuando regresó a donde estaba dibujando, posó la vista en el boceto en carboncillo y de pronto preguntó en voz alta:

– ¿Qué querías de mí?

El rostro que había esbozado en el bloc sonreía con los labios apretados y una expresión en los ojos que denotaba que sabía algo que nadie más sabía, una especie de diversión arrogante que ella sólo podía reconocer como perversa.

– ¿Por qué me escogiste a mí?

En el dibujo él aparecía como un hombre joven, y ella se consideraba a sí misma una mujer envejecida por la enfermedad. Se preguntó si el mal que padecía él lo había avejentado tan precipitadamente también, pero por alguna razón lo dudaba. Era más probable que su enfermedad actuase como una especie de elixir de Ponce de León, pensó ella con rabia. Tal vez, con los años, los carrillos se le hubiesen puesto más carnosos, y ahora tuviese entradas en el pelo. Quizá se le habían profundizado las arrugas de la frente y de las comisuras de la boca y los ojos. Pero eso sería todo. Seguiría siendo fuerte y siempre seguro de sí mismo.

No le había dibujado las manos. Acordarse de ellas le provocaba escalofríos. El tenía dedos largos y delicados que escondían una gran fuerza física. Tocaba el violín bastante bien y sabía arrancar del instrumento sonidos de lo más evocadores.

Siempre tocaba solo, en una habitación que tenía en el sótano, donde tanto ella como los niños tenían prohibida la entrada. Las notas del instrumento se colaban por toda la casa como el humo, y más que un sonido eran como un olor, una sensación de frío.

Diana cerró los ojos y le rechinaron los dientes cuando pensó que esas manos habían tocado su cuerpo. De forma profunda e íntima. Sus atenciones hacia ella eran curiosamente infrecuentes, pero cuando se producían, eran insistentes. Sus relaciones sexuales no consistían en la unión de dos personas, sino simplemente en que él la utilizaba cuando tenía ganas.

Diana sintió un nudo en la garganta.

Sacudió la cabeza enérgicamente, en desacuerdo consigo misma.

– Estás muerto -dijo en alto, plantando cara al boceto-. Te mataste en un accidente de tráfico, y espero que te doliese.

Cogió el bloc de dibujo, clavó la mirada en la caricatura que tenía ante sí y luego cerró la libreta. Pensó que su hija había heredado la forma de la boca, y su hijo, la de la frente. Los tres tenían la misma barbilla. Ella esperaba que los ojos -y lo que habían visto- fueran sólo de él. «Yo era joven y me sentía sola -recordó-. Era callada y retraída, y no tenía amigos. Nunca fui popular ni bonita, así que los chicos no me rondaban ni me llamaban para salir. Llevaba gafas, y el pelo recogido y aplastado hacia atrás, y nunca me maquillaba, ni era graciosa, divertida, o atlética, ni tenía ninguna otra cualidad que me hiciese atractiva a los ojos de nadie más. Tenía mala coordinación y no sabía hablar de otra cosa que de mis estudios, no tenía nada que decir sobre nada ni sobre nadie. Y antes de que él apareciera, yo creía que eso era todo lo que me ofrecería la vida, y en más de una ocasión pensé que tal vez acabaría con todo antes de que hubiera comenzado. Deprimida y con tendencias suicidas. ¿Por qué? -se preguntó de repente-. Porque mi propia madre era una mujer apocada, de espíritu débil, adicta a las pastillas para adelgazar, y mi padre era un profesor de universidad entregado a su trabajo, un poco frío, un poco distante, que la quería pero la engañaba y, cada vez que lo hacía, se avergonzaba más y se distanciaba más de nosotras. Vivíamos en una casa llena de secretos y yo no estaba ansiosa por averiguar verdades. Cuando crecí, estaba deseando marcharme y, al hacerlo, descubrí que el mundo exterior tampoco tenía gran cosa que ofrecerme.»

Bajó la vista al bloc de dibujo, que había resbalado al suelo.

«Excepto tú.»

De pronto se agachó para recoger el bloc y lo abrió por la página del retrato.

– ¡Los salvé! -gritó sin pararse a tomar aire-. ¡Maldita sea, los salvé y me salvé a mí misma de ti!

Diana Clayton se levantó parcialmente y lanzó el bloc al otro extremo de la habitación, donde golpeó la pared y cayó dando vueltas al suelo. Ella se desplomó en la silla, se reclinó y cerró los párpados. «Me muero -pensó-. Me muero, y ahora, cuando merezco algo de paz, me veo privada de ella. -Abrió los ojos y los posó en el boceto, que le devolvía la mirada-. Por culpa tuya.»

Se puso de pie, cruzó la habitación despacio y recogió el bloc. Le quitó el polvo, lo cerró, luego juntó los carboncillos y el trapo que había utilizado para difuminar las sombras, lo llevó todo al armario de su dormitorio y lo arrojó a un rincón, esperando que allí quedara oculto.

Retrocedió un paso y cerró de un golpe la puerta del armario. «No pensaré más en ello -se exigió-. Todo terminó aquella noche. De nada sirve acordarse de estas cosas.»

Sin creer una sola de las mentiras que acababa de decirse, Diana regresó a la sala de estar de su refugio a esperar a que su hija volviese a casa con la cena prometida. Aguardó en silencio, envuelta en aquel brillo intenso, hasta que oyó el sonido familiar de las pisadas de su hija acercándose por el camino de entrada en la oscuridad del exterior.

Los filetes de pescado frescos, salteados con un poco de mantequilla, vino blanco y limón estaban deliciosos y las reanimaron a las dos. Madre e hija se tomaron una copa de vino por cabeza con la cena e intercambiaron algunos chistes subidos de tono, lo que llevó risas a una casa en la que hacía tiempo que no se oía ninguna. Diana no comentó nada del retrato que había bosquejado. Susan no explicó por qué había llegado tan tarde. Durante una hora, las dos se las arreglaron para que las cosas parecieran casi como eran antes, una ilusión aceptable.

Una vez que los platos estuvieron lavados y guardados, Diana se retiró a su habitación y Susan a la suya, donde encendió el ordenador y retomó la frustrante tarea de idear un acertijo para el hombre que creía que la acechaba. Este pensamiento la hizo sonreír, pero sin una pizca de humor: la idea de que el hombre podía perfectamente estar justo al otro lado de la puerta, o bajo su ventana, o merodeando en las sombras junto a cualquiera de las palmeras que montaban guardia en el patio…, pero que, aunque se encontrara al alcance de la mano, su forma de comunicarse era mediante juegos de palabras ingeniosos.

Se le ocurrió algo e insertó una tabla en la pantalla del ordenador. Dentro, escribió:

¿Fuiste tú quien me salvó?

¿Qué es lo que quieres?

Yo quiero que me dejes en paz.


Contempló el mensaje por un momento y vio que lo que tenía eran dos preguntas y una afirmación. Separó los dos elementos del mensaje, de modo que quedó, por un lado:


¿Fuiste tú quien me salvó? ¿Qué es lo que quieres?


Y, por otro:


Yo quiero que me dejes en paz.


Decidió que podía revolver y cifrar el primer par de frases. Comenzó a trasponer las letras y al cabo de un rato obtuvo este resultado:


¿Si ven tufo sume tequila? ¿Quisque queso leeré?


Le gustaban los anagramas. Meditó sobre la última frase del mensaje y le vino una idea a la mente. Sonrió una vez, impresionada por su astucia, y susurró para sí:

– No has perdido del todo tus facultades, Mata Hari.

Escribió:


En la antigua isla del toro cometes un error que te hace vomitar y te recuerda la frase más famosa que ella dijo nunca.


Quedó complacida. Envió por correo electrónico el texto a su oficina, sólo una hora antes de que se cerrara el plazo para remitir material a la revista, y seguramente minutos antes de que algún editor agobiado se pusiese en contacto con ella, presa del pánico. A continuación, apagó su ordenador y se fue a la cama con la satisfacción del deber cumplido. Se durmió al instante y, por primera vez en días, no soñó nada.

Susan despertó unos segundos antes de que sonara la alarma de su despertador. Apagó el aparato antes de que comenzase a pitar, se levantó y se fue directa a la ducha. Después de secarse se vistió rápidamente, ansiosa por llegar a su oficina y ver las pruebas de imprenta de la columna del concurso de esa semana y lo que traería consigo. Recorrió el pasillo de puntillas, abrió la puerta de la habitación de su madre y echó un vistazo sigilosamente. Diana aún dormía, lo que su hija supuso que era algo bueno, pues imaginaba que el reposo la ayudaría a recuperarse. Si la enfermedad la debilitaba era en buena parte porque el dolor le arrebataba horas de descanso, de modo que la carga del agotamiento se sumaba a la serie de sufrimientos que la aquejaban.

Susan vio en la mesita de noche los frascos de pastillas que eran una constante en lo que quedaba de la vida de su madre. Moviéndose sin hacer ruido, se acercó, los juntó y se los llevó a la cocina.

Estudió las etiquetas con atención, luego extrajo la dosis matinal indicada de cada envase y las alineó en un plato de porcelana blanca como un pelotón al que van a pasar revista. Media docena de píldoras para empezar el día. Una roja, una ocre, dos blancas, dos cápsulas de dos colores distintas. Unas eran pequeñas, otras grandes. Permanecían en posición de firmes, esperando órdenes.

Susan se dirigió a la nevera, sacó un poco de zumo de naranja recién exprimido, sirvió un vaso y esperó que su madre no lo llenase de vodka después de beberse la mitad. Colocó el vaso junto a las pastillas. A continuación sacó un cuchillo, encontró un melón cantalupo y uno dulce, los cortó en rodajas con cuidado y dispuso elegantemente los trozos en forma de media luna en otro plato. Por último, encontró una hoja de papel y escribió una nota prosaica:


Me alegro de que hayas dormido un poco. Me he ido a trabajar temprano. Aquí te dejo el desayuno y las medicinas para hoy. Nos vemos por la noche. Podemos terminarnos el pescado para cenar.

Besos,

Susan


Paseó la vista por la cocina para comprobar que todo estuviera en su sitio, decidió que sí, y salió de la casa por la puerta trasera.

Cerró con llave y alzó la mirada al cielo. Ya estaba azul y soleado. Unas pocas nubes blancas y bulbosas vagaban sin rumbo fijo. «Un día perfecto», pensó.


Aproximadamente una hora después de que su hija se marchara, Diana Clayton despertó sobresaltada.

El sueño todavía le empañaba la visión, y ahogó un grito de terror, lanzando golpes al aire con los dos puños a la vez.

Tosió con fuerza y cayó en la cuenta de que estaba incorporada en la cama. Miró alrededor con los ojos desorbitados, temiendo ver a alguien escondido en un rincón. Aguzó el oído como si estuviera en condiciones de percibir el sonido de la respiración del intruso y distinguirlo de sus propios jadeos entrecortados. Quería inclinarse para echar un vistazo debajo de la cama, pero le faltó valor para ello. Fijó la vista en la puerta del armario, creyendo que quizás el intruso se ocultaba allí, pero luego recordó que tras esa puerta se escondían ya bastantes horrores, en el interior de la caja de metal o esbozados en el bloc de dibujo, y se dejó caer sobre las almohadas, respirando agitadamente.

Había sido el sueño, se dijo. En el último sueño que había tenido esa noche, estaba con su hija y, al bajar la mirada, descubría que a ambas les habían cortado de pronto la garganta, como al hombre del bar. Esta visión la había devuelto a la vigilia bruscamente. Se llevó la mano al cuello y notó el sudor resbaladizo que le goteaba por entre los senos.

Esperó a que su respiración volviera a la normalidad y a que el golpeteo de su corazón en el pecho remitiese antes de bajar los pies de la cama. Deseaba que hubiese una pastilla contra el miedo y, al volverse, advirtió que su provisión de frascos no estaba en su mesita de noche. Por un momento esto le causó confusión. Se levantó, se echó un albornoz blanco de algodón sobre los hombros y caminó con pasos suaves sobre el entarimado del suelo hacia la cocina. Avistó la hilera de frascos casi antes de que le diera tiempo de preocuparse.

También vio las rodajas de melón, se llevó una a la boca y reparó en el zumo y en la nota. Leyó lo que su hija le había escrito y sonrió. «He sido una egoísta -pensó- al retenerla a mi lado. Es una hija especial. Los dos son hijos especiales, cada uno a su manera. Siempre lo han sido. Y ahora que son adultos, siguen siendo especiales para mí.»

En el plato que tenía delante había una docena de pastillas bien ordenadas. Se disponía a cogerlas. Acostumbraba a ponérselas todas en la mano, metérselas en la boca como un puñado de cacahuetes y bajarlas con un trago de zumo.

No estaba segura de qué fue lo que la impulsó a detenerse. Quizás el traqueteo que oyó y que no identificó de inmediato. Algo que se rompía, pensó. ¿Qué podía romperse?

Miró a través de la ventana al azul brillante del cielo. Vio que una de las palmeras se cimbreaba movida por la enérgica brisa matinal. Oyó de nuevo aquel ruido, que esta vez sonó más próximo. Dio un par de pasos por la cocina y vio que la puerta trasera parecía estar abierta. Era lo que producía el traqueteo, cuando la corriente tiraba de ella y luego la cerraba de golpe.

Eso no era normal, y frunció el ceño.

«Susan siempre cierra con llave cuando se va temprano», pensó. Atravesó la cocina y se paró en seco.

El pestillo estaba echado, pero la puerta no estaba cerrada. Al examinarlo más de cerca descubrió que alguien había usado un destornillador o un martillo de orejas pequeño para arrancar la madera en torno al pestillo. Como solía ocurrirle a este material en los Cayos de Florida, la exposición constante al calor, la humedad, la lluvia y el viento había hecho estragos en el marco de la puerta, ablandándolo, desgastándolo, casi pudriéndolo. Haría las delicias de un ratero.

Diana reculó, como si la prueba de que habían forzado la puerta fuese infecciosa.

«¿Estoy sola?»

Se puso muy alerta. «La habitación de Susan», se dijo. Se dirigió hacia allí entre caminando y corriendo, temiendo que alguien se abalanzase hacia ella de pronto. Cruzó la habitación a toda prisa, abrió violentamente la puerta del armario y cogió una de las pistolas que su hija tenía sobre un estante. Dio media vuelta en la posición de disparar que Susan le había enseñado, amartillando el pequeño revólver y quitando el seguro con el mismo movimiento.

Estaba sola.


Diana escuchó atentamente pero no oyó nada, al menos nada que indicase que el intruso seguía por allí. Con una cautela exagerada en todo momento, fue de una habitación a otra, revisando cada armario y rincón, debajo de las camas, cualquier hueco donde pudiera esconderse un hombre. Nadie había tocado nada. Todo estaba en su sitio. No había el menor indicio de que alguien más hubiera estado en la casa, por lo que empezó a relajarse.

Regresó a la cocina y se acercó a la puerta a fin de inspeccionar el marco con más atención. Tendría que llamar a un carpintero ese mismo día, pensó, para que viniera y lo arreglara de inmediato. Sacudió la cabeza y, por unos instantes, sostuvo el frío metal de la pistola contra su frente. El susto de muerte que se había llevado un momento antes quedó rápidamente reducido a una irritación moderada mientras repasaba mentalmente la lista de carpinteros que ofrecían servicios de urgencia. Examinó de nuevo la madera arrancada.

– La madre que los parió -masculló en voz alta.

Seguramente había sido un vagabundo. O quizás unos adolescentes que habían dejado el instituto. Había oído que un par de chicos emprendedores de la zona habían amasado una cantidad considerable de dinero a los diecisiete años robando televisores, cadenas de música y ordenadores durante el día, mientras las familias estaban en el colegio o trabajando. Las marcas de rascaduras en el marco revelaban que el que había forzado el cerrojo era un aficionado. Había clavado una palanca de metal en la madera y había aplicado la fuerza bruta. Había obrado con prisas, sin el menor cuidado. Debía de pensar que no había ninguna persona en la casa y que un poco de ruido no alertaría a nadie.

Diana concluyó que los allanadores debieron de llegar un rato después de que se marchara Susan. Probablemente ya habían recorrido media casa cuando oyeron que ella se despertaba y habían salido huyendo.

Se sonrió y levantó la pistola.

Si lo hubieran sabido… Ella no se consideraba una guerrera, y desde luego no sería rival para un par de jóvenes. Contempló el arma. Tal vez habría equilibrado las cosas, pero sólo si hubiese podido cogerla a tiempo. Intentó imaginarse corriendo por la casa perseguida por dos adolescentes. Difícilmente resultaría ganadora de esa carrera.

Diana negó con la cabeza.

Suspiró y se esforzó por no pensar en lo cerca que había estado de morir. No había sucedido nada. Aquello no había sido más que una molestia, y además una molestia común y corriente, no sólo en los Cayos y en las ciudades, sino en todas partes. Un momento peliagudo y significativo de rutina en que nada había pasado. Un fiasco apenas digno de mención o de atención, pero que podría haberle costado la vida. Ellos habían oído el ruido que hacía al levantarse y se habían espantado, por fortuna, pues si se hubieran adentrado un poco más en la casa, seguramente habrían decidido matarla, además de robarle.

Imaginó al par de jóvenes. Cabello largo y grasiento. Pendientes y tatuajes. Manchas de nicotina en los dedos. «Gamberros», pensó. Se preguntó si esta palabra seguía siendo de uso común.

Diana se apartó de la puerta y se dirigió de nuevo a la mesa de la cocina. Depositó la pistola en el tablero y se llevó a la boca otro trozo dulce de melón. Los jugos azucarados le infundieron nuevo vigor. Cogió el vaso de zumo de naranja y extendió otra vez la mano hacia las pastillas que su hija le había dejado.

Entonces se detuvo.

Su mano vaciló en el aire a pocos centímetros de las píldoras.

«¿Qué sucede?», se preguntó de repente.

Una oleada de frío le recorrió el cuerpo.

Contó las pastillas. Doce.

«Son demasiadas -pensó-. Lo sé. Por lo general no son más de seis.»

Cogió los frascos, leyó la etiqueta de cada uno y contó de nuevo.

– Seis -dijo en alto-. Deberían ser seis.

Había doce en el plato.

– Susan, ¿te has equivocado?

No parecía posible. Susan era una persona muy cuidadosa, ordenada, sensata. Y le había preparado su medicación muchas veces.

Diana se acercó a un rincón de la cocina donde había un ordenador pequeño conectado a la línea telefónica. Introdujo el código de la farmacia más cercana y, unos segundos después, apareció en la pantalla la imagen del farmacéutico.

– ¡Eh, buenos días, señora Clayton! ¿Cómo se encuentra hoy? -la saludó el hombre con un marcado acento.

Diana respondió a su saludo con un gesto de la cabeza.

– Bastante bien, Carlos. Sólo tengo una pregunta sobre mis medicamentos…

– Tengo sus datos aquí mismo. ¿Qué sucede?

Ella miró las pastillas.

– ¿Está bien así? Dos megavitaminas, dos analgésicos, cuatro clomipraminas, cuatro renzac…

– ¡No, no, no, señora Clayton! -la interrumpió Carlos-. Las vitaminas están bien, incluso lo de tomar el doble de analgésicos, pero no se acostumbre. Seguramente se quedará dormida enseguida. Pero la clomipramina y el renzac son muy fuertes. ¡Son medicinas muy potentes! Eso es demasiado. ¡Una de cada! ¡Ni una más, señora Clayton! ¡Esto es muy importante!

Una sensación fría y pegajosa se apoderó de su estómago.

– O sea que cuatro de cada una sería…

– ¡Ni se le ocurra! Con cuatro de cada se pondría muy enferma.

– ¿Cómo de enferma? -lo cortó ella.

El farmacéutico hizo una pausa.

– Probablemente la mataría, señora Clayton. Cuatro de golpe sería muy peligroso. Ella no respondió.

– Sobre todo si las mezcla con esos analgésicos, señora Clayton. La dejarían K.O. y entonces no se enteraría de los efectos dañinos de la clomipramina y el renzac. Menos mal que ha llamado, señora Clayton. Si alguna vez tiene alguna duda sobre estas medicinas (ya sé que es difícil mantener siempre la cuenta de todas) no dude en llamar, señora Clayton. Y si no me encuentra, no se tome nada. Tal vez el analgésico, pero nada más. Esos fármacos para el cáncer, señora Clayton, son muy fuertes.

A Diana le temblaba la mano ligeramente.

– Muchas gracias, Carlos -consiguió balbucir-. Has sido de mucha ayuda. -Pulsó unas teclas y cerró la conexión. Con delicadeza, devolvió las pastillas de más a sus frascos respectivos, intentando ahuyentar la imagen del rostro otrora familiar del hombre que había entrado en la casa, leído la nota de su hija y visto al instante la oportunidad que presentaba. Esto debía de parecerle una broma colosal. Debió de marcharse sonriendo de oreja a oreja, quizás incluso riéndose a carcajadas al salir a la calle después de disponer una dosis letal de los medicamentos que en teoría la mantenían con vida sobre la mesa del desayuno, listos para que ella se los tomara.

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