A poco más de un kilómetro de la casa donde vivía con su madre, Susan Clayton mantenía su lancha amarrada a un muelle destartalado. El embarcadero tenía un aspecto encorvado e inestable, como un caballo camino de la fábrica de cola, y daba la impresión de que la próxima vez que soplara el viento o se desatara una tormenta sus piezas saldrían volando. Sin embargo, ella sabía que había sobrevivido a cosas peores, lo que, a sus ojos, era todo un logro en aquel mundo efímero en que vivía. Para ella el muelle era como los mismos Cayos: tras una imagen de decrepitud escondían una resistencia, una fuerza muy superiores a las que parecía tener. Ella esperaba ser así también.
La lancha también estaba anticuada, pero inmaculada. Tenía cinco metros y medio de eslora, el fondo plano, y era de un blanco radiante. Susan se la había comprado a la viuda de un guía de pesca jubilado que había muerto lejos de las aguas donde había trabajado durante décadas, en un hospital de Miami para enfermos terminales, semejante a aquel en que ella se negaba a ingresar a su madre.
Bajo sus pies, la arena pedregosa y los trozos de conchas blanqueadas que recubrían el camino crujían con cada paso. Aquel sonido familiar le resultaba reconfortante. Faltaban pocos minutos para el amanecer. La luz despuntaba amarilla, como teñida de indecisión o remordimiento por desprenderse de la oscuridad; un momento en el que lo que queda de la noche parece extenderse por el agua, tornándola de un color negro grisáceo y brillante. Ella sabía que el sol tardaría aún una hora en elevarse lo suficiente para bañar de luz el mar y transformar los canales poco profundos de los Cayos en una paleta cambiante, líquida y opalescente de azules.
Susan dobló la espalda para protegerse del aire fresco y húmedo, un falso frío que ella atribuía a la hora de la madrugada y que no encerraba promesas de aliviar el calor sofocante que pronto se apoderaría del día. En los últimos tiempos siempre hacía calor en el sur de Florida, un bochorno constante que daba lugar a tormentas más fuertes y violentas e impulsaba a la gente a guarecerse en refugios con aire acondicionado. Ella recordaba que, cuando era más joven, incluso notaba los cambios de estación, no como en el nordeste, donde había nacido, o más al norte, en las montañas de las que su madre le hablaba con tanta nostalgia mientras se preparaba para la muerte, sino a la manera característica del sur, reparando en un leve decrecimiento de la intensidad del sol, una insinuación en la brisa, que le indicaba que el mundo estaba en un momento de cambio. Pero incluso esa modesta sensación de transformación había desaparecido en los últimos años, perdida en historias interminables sobre cambios climáticos a escala mundial.
La ensenada que tenía salida a los extensos bancos de arena estaba desierta. Había marea muerta, y el agua oscura estaba en calma, como una bola negra de billar. Su lancha flotaba a un costado del muelle, y las amarras de proa y de popa se hallaban laxamente enrolladas sobre la cubierta reluciente de rocío. El motor grande de doscientos caballos centelleaba, reflejando los primeros rayos de luz. Al mirarlo, le recordó la mano derecha de un buen púgil, en guardia, inmóvil, apretada en un puño, aguardando la orden de salir disparada hacia delante.
Susan se acercó a la lancha como si de una amiga se tratara.
– Necesito volar -le dijo en voz baja-. Hoy quiero velocidad.
Colocó a toda prisa un par de cañas de pescar en soportes bajo la regala de estribor. Una era corta, con carrete de bobina giratoria, que llevaba por su eficacia y simplicidad; la otra era una caña de pesca con mosca, más larga y estilizada, que satisfacía su necesidad de darse un capricho. Revisó a conciencia la pértiga de grafito, sujeta a unos soportes retráctiles de cubierta y que era casi tan larga como la misma lancha de cinco metros y medio. Luego repasó rápidamente la lista de seguridad, como un piloto minutos antes del despegue.
Razonablemente convencida de que todo estaba en orden, soltó las amarras, apartó la embarcación del muelle de un empujón y accionó el mecanismo eléctrico que bajó el motor al agua con un zumbido agudo. Susan se acomodó en su asiento y tocó automáticamente la palanca de transmisión para asegurarse de que estuviese en punto muerto y arrancó el motor. Traqueteó por un momento haciendo el mismo ruido que una lata llena de piedras agitada violentamente, y luego se puso en marcha con un gorgoteo agradable. Ella dejó que la lancha avanzara despacio por la ensenada, deslizándose por el agua con la suavidad con que unas tijeras cortan la seda. Alargó la mano hacia un compartimento pequeño para sacar un par de protectores auditivos que se colocó en la cabeza.
Cuando la embarcación llegó al final del canal y dejó atrás la última casa construida junto al brazo de mar, empujó el acelerador hacia el frente, y la proa se levantó por un instante mientras el motor, situado justo detrás de ella, rugía a placer. Después, casi tan rápidamente como se había elevado, la proa descendió y la lancha salió propulsada, planeando sobre las aguas que semejaban tinta negra, y de pronto Susan se vio completamente engullida por la velocidad. Se inclinó hacia delante contra el viento que le inflaba los carrillos mientras respiraba a grandes bocanadas el frescor de la mañana; los protectores de los oídos amortiguaban el ruido del motor, que quedaba reducido a un golpeteo de timbales sordo y seductor a su espalda.
Imaginó que algún día lograría correr más que el amanecer.
A su derecha, en los bajíos que rodeaban el islote de un manglar, divisó a un par de garzas totalmente blancas que acechaban a unos sargos, moviendo sus patas larguiruchas y desgarbadas con un sigilo exagerado, como un par de bailarines que no se sabían muy bien los pasos. Delante de ella, alcanzó a vislumbrar el dorso plateado de un pez que saltaba fuera del agua, asustado. Con un leve toque de timón, la lancha prosiguió su carrera, alejándose de la costa hacia la campiña del otro lado, surcando las aguas entre islotes cubiertos de una vegetación verde y exuberante.
Susan navegó a toda velocidad durante casi media hora, hasta asegurarse de estar lejos de cualquiera lo bastante osado para exponerse al calor del día. Se hallaba cerca del punto en que la bahía de Florida se curva tierra adentro y se encuentra con la ancha boca de los Everglades. Es un lugar de lo más incierto, que da la impresión de no saber si forma parte de la tierra o del mar, un laberinto de canales e islas; un lugar en el que los inexpertos se pierden fácilmente.
A Susan le llamaba la atención la antigüedad de los espacios vacíos donde el cielo, los manglares y el agua se juntaban. En el paisaje que la rodeaba no había un solo elemento moderno, únicamente la vida tal y como se había desarrollado hacía millones de años.
Redujo gas, y la lancha vaciló en el agua como un caballo súbitamente refrenado. Apagó el motor, y la embarcación se deslizó hacia delante en silencio. El agua bajo la proa cambió cuando la lancha pasó sobre el límite de un bajío que se extendía una milla a lo largo de un islote de manglar poco elevado. Una bandada de cormoranes echó a volar desde las ramas retorcidas de la costa. Eran unas veinte aves, y sus negras siluetas se recortaban contra la luz de la mañana mientras revoloteaban y remontaban el vuelo. Susan se puso de pie y se quitó los protectores auditivos, escudriñando con la mirada la superficie del agua, para después alzarla hacia el cielo. El sol se había hecho amo y señor; la claridad iridiscente y pertinaz casi resultaba dolorosa al reverberar en las aguas que rodeaban la lancha. Notaba el calor como si un hombre la asiese del cogote.
Extrajo de un compartimento situado bajo el tablero de transmisión un tubo de protector solar, y se lo aplicó generosamente en el cuello. Llevaba un mono de algodón color caqui, un atuendo de mecánico. Se desabrochó los botones del peto y dejó caer el traje sobre la cubierta, quedándose desnuda de repente. Dio unos pasos, dejando tras de sí la ropa en el suelo, y se entregó al sol como a un amante ávido, sintiendo que sus rayos intensos incidían en sus pechos, entre las piernas y le acariciaban la espalda. Luego untó más protector solar sobre toda su desnudez, hasta que su cuerpo relucía tanto como la superficie del bajío.
Estaba sola. No se oía sonido alguno, salvo el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.
Se rio en voz alta.
Si hubiese existido una manera de hacerle el amor a la mañana, ella la habría puesto en práctica; en cambio, dejó que se le acelerase el pulso de la emoción, volviéndose a medida que el sol la cubría.
Permaneció así durante unos minutos. En su fuero interno, les habló al sol y al calor. «Seríais peor que cualquier hombre -decía- me amaríais, pero luego os llevaríais más de lo que os corresponde, me quemaríais la piel y me haríais envejecer antes de tiempo.» De mala gana, llevó la mano al compartimento y sacó una capucha de polipropileno negro fino, como las que usan los aventureros en el Ártico debajo de otras capas de ropa. Se la puso en la cabeza, de modo que sólo sus ojos quedaban al descubierto, lo que le daba aspecto de ladrona. Rebuscando, encontró una vieja gorra de béisbol verde y naranja de la Universidad de Miami y se la encasquetó hasta las orejas. Acto seguido, se puso unas gafas de sol polarizadas. Se dispuso a vestirse de nuevo con el mono, pero cambió de idea.
«Un pescado -se dijo-. Pescaré uno desnuda.»
Consciente de su apariencia ligeramente ridícula, con la cabeza y el rostro totalmente tapados y el resto del cuerpo en cueros, soltó una fuerte carcajada, extrajo las dos cañas de sus soportes, las dejó a mano, cogió la pértiga y trepó a la plataforma de popa, una superficie elevada y pequeña situada sobre el motor, que le proporcionaba un mejor control de la embarcación. Poco a poco, sirviéndose de la larga vara de grafito, maniobró para impulsar la lancha por el agua poco profunda.
Esperaba ver algún que otro pez zorro sacar la cola mientras escarbaba en la arena cenagosa del fondo en busca de camarones o cangrejos pequeños. Eso le habría gustado; eran peces muy honorables, capaces de alcanzar velocidades increíbles. Siempre podía aparecer también una barracuda; permanecían en el agua opaca prácticamente inmóviles, agitando sólo de vez en cuando las aletas para indicar que no formaban parte de aquel medio líquido. Se le figuraban gánsteres, con sus dientes afilados y amenazadores, y luchaban con fiereza cuando quedaban prendidos al anzuelo. Sabía que avistaría tiburones medianos merodeando por los alrededores del banco de arena como matones de patio de colegio, buscando un desayuno fácil.
Hundió la pértiga en el agua silenciosamente, y la lancha continuó su avance.
– Vamos, peces -dijo en voz alta-. ¿Hay alguien aquí esta mañana?
Lo que vio la hizo inspirar con fuerza y mirar dos veces para confirmar su primera impresión.
A unos cincuenta metros, nadando en un paciente zigzag en aguas que no llegaban a un metro de profundidad, estaba la inconfundible silueta en forma de torpedo de un tarpón grande. Medía cerca de dos metros de largo, y debía de pesar más de cincuenta kilos. Era demasiado voluminoso para estar en el bajío, y tampoco era temporada; los tarpones emigraban en primavera, en bancos numerosos que se dirigían hacia el norte sin detenerse. Ella había pescado unos cuantos, en canales ligeramente más profundos.
Pero éste era un pez grande, fuera de lugar y de tiempo, que iba directo hacia ella.
Rápidamente hincó la punta aguzada de la pértiga en el fondo arenoso y ató una cuerda al otro extremo, de modo que sujetase la lancha como un ancla. Con cautela, bajó de un salto de la plataforma y agarró la caña para pescar con mosca, cruzó la embarcación y subió a la proa en un solo movimiento. Alcanzó a ver la enorme mole del pez antes de que se sumergiera, propulsado inexorablemente por la cola en forma de guadaña. De cuando en cuando, el sol le arrancaba algún destello al costado plateado del animal, como explosiones submarinas.
Soltó hilo. La caña que empuñaba era más adecuada para un pez diez veces más pequeño que el que nadaba hacia ella. Tampoco creía que el tarpón fuera a tragarse el pequeño cangrejo artificial sujeto al extremo del sedal. Aun así, eran los únicos instrumentos que llevaba que podrían dar resultado y, aunque el fracaso fuera inevitable, quería intentarlo.
El pez se hallaba a treinta metros, y, por unos instantes, Susan se maravilló de la incongruencia de la situación. Notaba que el pulso redoblaba en su interior como un tambor.
Cuando el animal estaba a veinticinco metros, se dijo: «Demasiado lejos todavía.»
Cuando estaba a veinte, pensó: «Ahora estás a mi alcance.» Echó hacia atrás la caña ligera y semejante a una varita, que lanzó al cielo un leve silbido mientras el sedal describía un arco extenso sobre su cabeza. Sin embargo, se obligó a esperar unos segundos más.
El pez se encontraba a quince metros de ella cuando soltó el hilo con un pequeño gemido y lo observó volar sobre el agua, ponerse tirante y finalmente posarse sobre la superficie, al tiempo que el cangrejo de imitación caía al agua a cerca de un metro del morro del tarpón.
El pez se abalanzó hacia delante sin dudarlo.
La súbita acometida sobresaltó a Susan, que soltó un gritito de sorpresa. El pez no sintió el anzuelo de inmediato, y ella tragó saliva, esperando, mientras el sedal se le tensaba en la mano. Entonces, con un alarido, tiró de él con fuerza, echando la caña hacia atrás y hacia su izquierda, en dirección contraria al pez. Notó que el anzuelo prendía.
Ante ella, el agua estalló y surgió una masa de blanco plateado.
El pez se retorció una vez, reaccionando al insulto del anzuelo; Susan vio las fauces abiertas del tarpón. Acto seguido, el animal dio media vuelta y se alejó a toda velocidad, en busca de aguas más profundas. Ella sostuvo la caña por encima de su cabeza, como un sacerdote con un cáliz, y el carrete empezó a emitir chillidos de protesta mientras de él salían metros y metros de un hilo fino y blanco.
Con la caña en alto en todo momento, Susan se dirigió trabajosamente a la parte posterior de la lancha y soltó la cuerda que la sujetaba a la pértiga, de modo que la embarcación dejó de estar anclada.
Cayó en la cuenta de que, al cabo de un minuto, el pez se habría llevado todo el sedal, y pocos segundos después ya no quedaría nada que llevarse. El pez continuaría su avance imparable y escupiría el anzuelo, rompería la parte más fina del aparejo o simplemente se robaría los doscientos cincuenta metros de hilo. Luego, se alejaría nadando, con la mandíbula un poco dolorida, pero apenas cansado, a menos que ella lograse hacerlo girar de alguna manera. Dudaba que fuera posible, pero, si el pez remolcaba la lancha en vez de hacer fuerza contra el ancla, ella quizá podría arreglárselas para forzarlo a detenerse y luchar.
Susan sentía la energía del tarpón palpitar a través de la caña, y aunque no albergaba esperanzas, pensó que incluso cuando se está condenado al fracaso, vale la pena poner en práctica todo lo que uno sabe para que, cuando llegue la derrota inevitable, tenga al menos la satisfacción de saber que hizo cuanto estaba en su mano por evitarlo.
La lancha había virado, arrastrada por el pez.
Todavía desnuda, notando que le corrían gotas de sudor bajo los brazos, se encaramó de nuevo a la proa. Advirtió que ya no quedaba sedal en el carrete, y pensó: «Ahora es cuando pierdo esta batalla.»
Entonces, para su sorpresa, el pez volvió la cabeza a pesar de todo.
Ella vio un geiser elevarse a lo lejos cuando el tarpón se lanzó hacia el cielo, para cernerse en el aire, retorciéndose al sol, antes de caer al agua con gran estrépito.
Susan se oyó a sí misma proferir un grito, pero esta vez no de sorpresa, sino de admiración.
El tarpón siguió saltando, girando y dando volteretas, agitando la cabeza adelante y atrás mientras se debatía en el extremo del sedal.
Por un momento ella se dio el lujo de narcotizarse con la esperanza, pero luego, casi con la misma rapidez, desechó esta idea. Aun así, comprendió algo: «Es un pez fuerte, y en realidad yo no tenía derecho a mantenerlo cautivo ni siquiera durante este rato.» Se inclinó hacia atrás, tirando de la caña para intentar recuperar algo de sedal, rezando por que el pez no se precipitase de nuevo hacia delante, pues eso pondría fin a la lucha.
No fue consciente de cuánto tiempo permanecieron los dos enzarzados en ese forcejeo: la mujer desnuda en la cubierta de la embarcación, gruñendo por el esfuerzo, el pez plateado emergiendo una y otra vez entre grandes columnas de agua. Ella luchaba como si los dos estuvieran solos en el mundo, resistiendo cada tirón distante del pez hasta que los músculos de los brazos le dolían de forma casi insoportable y temió que le diera un calambre en la mano. El sudor le picaba en los ojos; se preguntó si habrían transcurrido quince minutos, luego recapacitó y se dijo que no, que había pasado una hora, o quizá dos. Después, al borde del agotamiento, intentó persuadirse de que no podía ser tanto rato.
Con un sonoro quejido, continuó batallando.
Notó que un estremecimiento recorría todo el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado, que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, percibió cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de golpe. Susan profirió un grito ahogado.
– ¡Maldita sea! -exclamó-. ¡Se ha ido!
Entonces, casi en el mismo segundo, se dio cuenta: no.
Y se alarmó: «Viene hacia mí a todo trapo.»
La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a causa de los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentando doblarla, y acto seguido se puso a recoger frenéticamente el sedal. Enrolló cincuenta metros, cien. Alzó la cabeza y, al ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desesperadamente.
El animal se encontraba a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que lo perseguía. En ese instante entendió por qué el pez había emprendido esa carrera de vuelta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en su interior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.
El tarpón, presa del pánico, se elevó de nuevo en el aire y se recortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima del azul ideal del agua.
Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.
La figura ganaba terreno inexorablemente, de modo que durante un segundo el plateado prístino del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de una espuma blanca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.
Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.
El agua continuaba hirviendo, como una cacerola puesta al fuego. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó, como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que volvía a las profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.
Luego, despacio, acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le había cercenado el cuerpo al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó sobre el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la idea de tocarlo. En cambio, retrocedió hasta el tablero de mandos y encontró un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta perderse de vista.
– Lo siento, pez -dijo en alto-. De no haber sido por mi ambición, seguirías vivo. No tenía derecho a atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa mía; tú no lo merecías.
«No tengo suerte -pensó-. Nunca la he tenido.»
De prono Susan tuvo miedo, y con un gemido ahuyentó la visión de su madre medio devorada también. Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su desnudez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáticos de gran aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace de la batalla habían conspirado para alterarla. Aun así, se agachó sobre cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siempre hay tiburones -pensó- ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten inevitablemente atraídos por las señales de lucha desesperada. Perciben cuándo un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es entonces cuando emergen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están seguros del éxito.»
La cabeza le daba vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros, así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello. Guardó rápidamente su equipo y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír que el motor cobraba vida a su espalda.
Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo especial para que lo publicaran en la parte inferior de su columna semanal en la revista. No esperaba recibir noticias de su destinatario anónimo tan pronto. Había pensado que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez nunca.
Pero se equivocaba respecto a eso.
En un principio no vio el sobre.
En cambio, cuando llegó andando al camino de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía alterada por el ataque del tiburón contra su pez.
Para asegurarse, dejó que sus ojos recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista, sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo; estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a personas de aspiraciones limitadas y recursos modestos. Unas pocas palmeras desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces, y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que invitase a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la pequeña sombra circular que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para combatir el calor, y dedujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo. «Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.
Repitió para sus adentros que no ocurría nada fuera de lo normal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre apoyado en la puerta principal.
Susan se detuvo, como si hubiera visto una serpiente, y se estremeció con una oleada de miedo.
Inspiró profundamente.
– Maldición -dijo.
Se acercó a la carta con cautela, como si temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápidamente la única hoja de papel que contenía.
Muy astuta, Mata Hari, pero no lo suficiente. Tuve que pensar bastante para descifrar lo de «Rock Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace tantas décadas estaba la «ópera» Tommy. Así pues, si hablaba de The Who, y who significa quién en inglés, ¿qué decía el resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿ «Segunda Cancha Cinco»? Eso no me costó mucho ponerlo en claro cuando vi el nombre de la pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré? Who Are You?, es decir «¿quién eres?».
No sé si estoy del todo preparado para responder a esa pregunta. Tarde o temprano lo haré, por supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia: 61620129720 Previo Virginia con cereal-r.
Seguro que esto no le resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.
Al igual que el mensaje anterior, éste no llevaba firma.
Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería un grito agudo:
– ¡Mamá!
Diana Clayton estaba en la cocina, removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con naturalidad:
– Estoy aquí, cielo.
Le respondió un segundo grito procedente de la puerta:
– ¡Mamá!
– Aquí dentro -dijo más alto, con una ligera exasperación.
Levantar la voz no le dolía, pero le exigía un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Dosificaba sus fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera, pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfermedad, en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se comportaba constantemente como un auténtico sinvergüenza; siempre intentaba hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:
– Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?
– No -respondió su hija-. Es decir sí, no es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy? ¿Ha venido alguien?
– Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido un cheque. Espero que no se lo rechacen.
– ¿Nadie más? ¿No has oído nada?
– No, pero me he echado una siesta esta tarde. ¿Qué sucede, cielo?
Susan titubeó, insegura respecto a si debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.
– Algo te molesta. No me trates como a una niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?
Susan vaciló durante un segundo más antes de responder.
– Han traído otra carta hoy, como la de la otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.
– ¿Otra?
– Sí. Incluí una respuesta a la primera en mi columna de siempre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan rápidamente.
– ¿Qué le preguntabas?
– Quería saber quién era.
– ¿Y qué ha contestado?
– Ten. Léelo tú misma.
Diana cogió la hoja de papel que su hija le tendió. De pie frente a los quemadores, asimiló rápidamente las palabras. Luego bajó el papel despacio y cerró el gas con que estaba calentando el caldo, que estaba hirviendo, humeante. La mujer mayor respiró hondo.
– ¿Y qué está preguntando esta persona ahora? -dijo con frialdad.
– Aún no lo sé. Acabo de leerlo.
– Creo -dijo Diana con voz inexpresiva a causa del miedo- que deberíamos averiguar cuál es la clave y qué dice esta vez. Entonces podremos determinar el tono de toda la carta.
– Bueno, seguramente podré descodificar la secuencia de números. No suelen ser muy difíciles.
– ¿Por qué no lo haces mientras yo preparo la cena?
Diana se volvió de nuevo hacia la sopa y comenzó a bregar con los utensilios. Se mordió con fuerza el labio inferior, esforzándose por seguir su propio consejo.
La hija asintió y se acomodó frente a la mesita que había en el rincón de la cocina. Por un momento observó a su madre en plena actividad, y esto la animó; para ella, toda señal de normalidad era un signo de fortaleza. Cada vez que la vida adquiría visos de rutina, ella creía que la enfermedad había remitido y se había estancado en su proceso inevitable. Exhaló profundamente, sacó un lápiz y un bloc de notas de un cajón y escribió: 61620129720. Luego apuntó todas las letras del alfabeto, asignó a la A el cero, y así sucesivamente hasta llegar a la Z, el número 25.
Ésta, por supuesto, sería la interpretación más sencilla de la secuencia numérica, y ella dudaba que funcionara. Por otro lado, tenía la curiosa impresión de que su corresponsal no quería ponerle las cosas demasiado complicadas con este mensaje. El objetivo del juego, pensaba ella, era simplemente demostrar lo listo que era él, además de transmitirle la idea que contenía la nota, fuera cual fuese. Algunas de las personas que le escribían empleaban claves tan crípticas y enloquecidamente enrevesadas que incluso habrían supuesto un reto para los ordenadores criptoanalíticos del ejército. Por lo general nacían de la paranoia a la que la gente se aferraba. Sin embargo, este corresponsal albergaba otros planes. El problema era que ella no sabía aún cuáles.
A pesar de todo, daba la impresión de que él quería que lo averiguara.
Su primer intento dio como resultado GBGCA… y fue en ese punto donde lo dejó. Centrándose de nuevo en los cinco primeros dígitos, probó a agruparlos como 6-16-20, lo que dio como resultado GQU… Como esto no significaba nada, prosiguió, hasta llegar a GQUBC, y luego a GQUM.
Su madre le llevó un vaso de cerveza y volvió a ocuparse de la comida, que ahora estaba cocinando sobre los quemadores. Susan tomó despacio un trago del líquido marrón y espumoso, dejó que el frío de la cerveza se propagase por su interior, y continuó trabajando.
Escribió de nuevo las letras del alfabeto: le asignó el 25 a la A, y a los números descendentes las letras sucesivas. Con esto obtuvo TYTXZ en un principio, y después, agrupando las cifras de manera distinta, TJF…
Susan infló los carrillos y resopló como un pez globo. Garabateó la pequeña figura de un pez en una esquina de la página, luego dibujó la aleta de un tiburón cortando la superficie de un mar imaginario. Se preguntó por qué no había avistado el pez martillo antes, y acto seguido se dijo que los depredadores suelen mostrarse cuando están listos para atacar, no antes.
Este pensamiento la llevó a centrarse de nuevo en la secuencia numérica.
«La clave estará oculta -pensó-, pero no demasiado.» «Adelante, atrás, ¿y ahora qué?» «Sumar y restar.»
Recordó algo de golpe, y cogió la carta.
«… añadiré una sola frase…»
Decidió reescribir la secuencia, sumando uno a cada cifra. Esto le dio como resultado 727312310831, y lo convirtió al instante en HCHDBCDKIDB, lo que no le resultó de mucha ayuda. Probó con la secuencia inversa, que no arrojó más que otro galimatías.
Sosteniendo la hoja de papel ante sí, se inclinó sobre ella para estudiarla con atención. «Fíjate en los números -se dijo-. Prueba con combinaciones distintas. Si reorganizo 61620129720 en secuencias diferentes…», pensó, y al hacerlo llegó a la serie 6-16-20-12-9-7-2-0. Advirtió que también podía escribir los últimos dígitos como 7-20. A continuación, siempre sumando uno, obtuvo 7-17-21-13-10-8-21. Esto se tradujo en HRVNKIV, y deseó tener un ordenador programado para buscar pautas numéricas.
Siguiendo en la misma línea, invirtió la secuencia de nuevo, lo que le dio como resultado más incoherencias. Entonces probó a cambiar los números de nuevo. «Está ahí-dijo-. Sólo tienes que encontrar la clave.»
Tomó otro trago de cerveza. Le entraron ganas de ponerse a elegir números al azar, aunque sabía que eso la conduciría a una maraña frustrante de letras y dígitos, y a olvidar dónde había empezado, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Eso había que evitarlo; como buena experta en rompecabezas, sabía que la solución estaba en la lógica.
Miró de nuevo la nota. «Nada de lo que dice carece de sentido», pensó. Estaba segura de que él le indicaba que sumara uno, pero la pregunta era exactamente cómo. Combatió la sensación de frustración.
Respiró hondo y lo intentó de nuevo, reexaminando la secuencia. Despachó con una señal a su madre, que se le había acercado con un plato de comida, y se enfrascó en su tarea. «Él quiere que sume -pensó-, lo que significa que ha restado uno a cada número. Eso, por sí solo, es demasiado sencillo, pero lo que da lugar a combinaciones de letras sin sentido es la dirección en que fluyen.» Echó un nuevo vistazo a la nota. Primero «Alicia» y luego «reina roja». A través del espejo. Pequeña referencia literaria. Se reprochó a sí misma el no haberla descubierto antes.
Cuando reflejas algo que está al revés en un espejo, lo ves con mayor claridad.
Cogió la secuencia, invirtió el orden de los números y sumó uno a cada cifra: 218101321177.
¿Era 2-18-10… o 21-8-10?
Siguió adelante, embalada, y separó los dígitos como 21-8-10-13-21-17-7, lo que dio como resultado ERPMEIS.
Su madre observaba el papel por encima de su hombro.
– Ahí está -señaló Diana con frialdad. Le robó al aire una bocanada, y su hija lo vio también.
SIEMPRE.
Susan contempló la palabra escrita en la página y pensó: «Es una palabra terrible.» Oyó la respiración brusca de su madre, y en ese instante decidió que se imponía una demostración de coraje, aunque fuera falsa. Era consciente de que su madre se daría cuenta, pero, aun así, la ayudaría a conservar la calma.
– ¿Esto te asusta, mamá?
– Sí -respondió ella.
– ¿Por qué? -preguntó la hija-. No sé por qué, pero también me asusta a mí. Sin embargo, no encierra amenaza alguna. Ni siquiera hay nada que indique que no se trata simplemente de un interés desmedido por entregarse a un juego intelectual. Ha ocurrido antes.
– ¿Qué decía la primera nota?
– «Te he encontrado.»
Diana sintió que se abría un agujero negro en su interior, una especie de torbellino enorme que amenazaba con engullirla por completo. Luchó por librarse de esa sensación diciéndose que aún no había pruebas de nada. Se recordó que había vivido tranquila desde hacía más de veinticinco años, sin que la encontraran; que la persona de quien se había ocultado con sus hijos había muerto. Así pues, formándose un juicio precipitado y seguramente incorrecto de los acontecimientos que les habían sobrevenido a ella y a su hija, Diana decidió que las notas no eran otra cosa que lo que parecían: un intento desesperado de llamar la atención por parte de uno de los numerosos admiradores de su hija. Esto en sí podía resultar bastante peligroso, así que no mencionó sus otros temores, convencida de que ya se preocupaba bastante por las dos, y de que más valía dejar enterrado un miedo oculto y más antiguo. Y muerto. Muerto. «Un suicidio -se recordó-. Él te liberó al matarse.»
– Deberíamos llamar a tu hermano -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque tiene muchos contactos en la policía. Quizás algún conocido suyo pueda analizar esta carta, sacar las huellas, realizar pruebas, decirnos algo sobre ella.
– Me imagino que el que la ha enviado seguramente ya habrá pensado en todo eso. De todos modos, no ha infringido ninguna ley. Al menos de momento. Creo que conviene esperar a que yo descifre el resto del mensaje. No debería tardar mucho.
– Bueno -murmuró Diana-, de una cosa podemos estar seguras.
– ¿De qué? -preguntó la hija.
La madre la miró, como si Susan fuese incapaz de ver algo que tenía delante de las narices.
– Bueno, dejó la primera carta en el buzón. Y ésta ¿dónde la has encontrado?
– Frente a la puerta principal.
– Pues eso nos dice que se está acercando, ¿no?