Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su equipaje de mano, un número considerable de medicamentos, unas armas que les sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la rodeaban, confundida momentáneamente por las luces brillantes y de alta tecnología del aeropuerto, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en más de veinticinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a quien visitar.
Susan también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se desarrollaban en la satisfacción intelectual de los pasatiempos que ideaba o en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las creaciones de su álter ego, Mata Hari.
Subieron al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por fin sabré quién soy.»
Sin embargo, mientras los reactores del avión las acercaban al desconocido nuevo mundo del estado cincuenta y uno, la confianza que suele acompañar a la emoción perdió fuerza, y para cuando viraron para iniciar el descenso a las afueras de Nueva Washington, las dos estaban sumidas en un silencio preñado de dudas.
«El conocimiento es algo peligroso -pensó Susan-. El conocimiento sobre uno mismo puede ser tan doloroso como útil.»
Aunque no expresaban estos temores en voz alta, ambas eran conscientes de la tensión que se había acumulado en su interior. Diana en especial, con la angustia incipiente que una madre experimenta ante todo lo que escapa a su comprensión inmediata, sentía que sus vidas se habían vuelto inestables, que se hallaban a la deriva ante una tormenta que se avecinaba, haciendo girar desesperadamente la llave en el contacto, escuchando el chirrido del motor de arranque mientras el viento burlón arreciaba alrededor. Cerró los ojos cuando el tren de aterrizaje golpeó la pista, deseando poder recordar un solo momento en que Jeffrey y Susan eran pequeños y los tres vivían solos, pobres pero a salvo, en su pequeña casa de los Cayos, ocultos de la pesadilla de la que habían escapado. Quería pensar en un día normal, rutinario, corriente, en que no hubiese ocurrido nada digno de mención. Un día en el que las horas transcurriesen sin más, inadvertidas y sin nada de especial. Pero los recuerdos de ese tipo parecían huidizos y de pronto imposibles d aprehender.
Cuando las dos se encontraban en la pasarela, sin saber muy bien adónde dirigirse, el agente Martin se separó de la pared del fondo del pasillo, donde había estado reclinado sobre un letrero grande y optimista que decía BIENVENIDOS AL MEJOR LUGAR DEL MUNDO. Debajo había unas flechas que indicaban INMIGRACIÓN, CONTROL DE PASAPORTES Y SEGURIDAD. El inspector cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de ellas, disimulando su frustración por verse obligado a realizar una tarea que consideraba más propia de un chófer, y, con una sonrisa amplia y probablemente transparente, saludó a madre e hija.
– Hola -dijo-. El profesor me ha enviado a recogerlas.
Susan lo observó con desconfianza. Estudió su identificación durante un rato que al inspector le pareció un segundo o dos demasiado largo.
– ¿Dónde está Jeffrey? -preguntó Diana.
El agente Martin le dedicó una sonrisa cuya falsedad detectó Susan esta vez.
– Pues lo cierto es que yo esperaba que usted me lo dijera. La única información que me dio fue que volvía al lugar de donde había venido.
– Entonces se ha ido a Nueva Jersey -dijo Diana-. Me pregunto qué estará buscando.
– ¿Seguro que no lo sabe? -inquirió Martin.
– Ahí es donde nacimos los dos -le explicó Susan al inspector-, donde nacieron muchas cosas. Lo que ha ido a buscar es alguna pista que indique dónde van a terminar todas estas cosas. Yo habría pensado que esta conclusión resultaría obvia, sobre todo para un policía.
El agente Martin frunció el entrecejo.
– Usted es la que inventa juegos, ¿verdad?
– Veo que ha hecho los deberes. Así es.
– Esto no es un juego.
Susan desplegó una sonrisa forzada.
– Sí que lo es -replicó-. Lo que ocurre es que no es un juego muy agradable -añadió con sarcasmo.
El inspector no contestó y se impuso un momento de silencio entre ellos.
– Y ahora -dijo Susan al cabo-, ¿nos llevará a algún sitio?
– Sí. -Martin señaló a los pasajeros de clase preferente que hacían cola diligentemente ante los controles de Inmigración-. He hecho algunas gestiones, de modo que podemos saltarnos el papeleo habitual. Las llevaré a un lugar seguro.
Susan rio con cinismo.
– Excelente. Siempre he querido conocer ese lugar. Si es que existe.
El inspector se encogió de hombros y recogió una de las maletas que Diana había dejado caer al suelo. Extendió la mano hacia la de Susan también, pero ella declinó la oferta con un gesto.
– Mis cosas las llevo yo -dijo-. Siempre lo he hecho.
El agente Martin suspiró y sonrió.
– Bueno, como quiera -dijo con mas jovialidad ungida, y decidió que, a juzgar por su primera impresión, Susan Clayton no le caía muy bien. Ya sabía que su hermano no le caía bien, e intuía que no se formaría una opinión en un sentido u otro sobre Diana Clayton, aunque tenía curiosidad por saber cómo era una mujer que se había casado con un asesino. La esposa de un homicida. Los hijos de un homicida. Por un lado, no le interesaban demasiado; por otro, sabía que eran imprescindibles para que él alcanzara sus propósitos. Alargó el brazo hacia delante, apuntando a la salida, recordándose a sí mismo que, al final, le importaría un comino si la familia Clayton entera moría resolviendo el problema que aquejaba al estado cincuenta y uno.
El agente Martin llevó a las Clayton en una rápida visita guiada por Nueva Washington. Les enseñó las oficinas del estado, pero no por dentro, y menos aún el espacio que compartía con Jeffrey. Él les daba explicaciones animadamente mientras recorrían en coche las calles de la ciudad y los bulevares del ajardinado distrito financiero. Las paseó por algunas de las urbanizaciones más cercanas, todas ellas zonas verdes, y al final acabaron ante una fila algo aislada de casas adosadas, a la orilla de unos barrios residenciales más exclusivos y a una distancia considerable de las empresas del centro.
Las casas adosadas -diseñadas a imitación de las que había en ciertas partes de San Francisco, con adornos abarrocados y enredaderas con flores- estaban en una calle sin salida al pie de unas estribaciones escabrosas, a unos kilómetros de las montañas que se alzaban al oeste. Había una piscina comunitaria y media docena de canchas de tenis al otro lado de la calle, así como un pequeño parque salpicado de toboganes y columpios diseñados para niños de corta edad. Detrás de las casas adosadas había unos terrenos de dimensiones modestas con césped en los que apenas cabía una mesa, unas sillas, un hoyo para barbacoas y una hamaca. Una valla de madera maciza de tres metros de altura delimitaba la parte trasera de cada patio. Más que como protección contra los ladrones, la valla se había construido para evitar que los niños pequeños se despeñaran por un profundo barranco que se abría en los límites de la urbanización. Al otro lado había una extensión de terreno no edificado, cubierto de matorrales, malas hierbas y artemisas de ramas nudosas.
La última casa de la fila era propiedad del estado.
El agente Martin giró para entrar con el coche en un aparcamiento pequeño.
– Hemos llegado -anunció-. Aquí estarán cómodas.
Se acercó a la parte posterior del vehículo, sacó las bolsas que pertenecían a Diana, y le dejó el maletero abierto a Susan. Echó a andar por la corta acera hacia la casa cuando oyó a Susan preguntar:
– ¿No va a cerrar los seguros de las puertas?
Él se volvió y negó con la cabeza.
– Ya se lo dije a su hermano. Aquí no hace falta cerrar el coche con seguro, ni echar la llave a la puerta de la calle, ni obligar a los niños a llevar dispositivos localizadores, ni activar el sistema de alarma cada vez que uno entra o sale de casa. Aquí no. De eso se trata. Ésa es la belleza de este sitio. Uno no tiene que cerrar sus puertas con llave.
Susan se detuvo y dejó que su mirada se deslizara por la calle sin salida, inspeccionando la zona con cautela.
– Nosotras las cerramos -repuso. Sus palabras parecían fuera de lugar entre los sonidos de peloteo procedentes de las canchas de tenis y el jolgorio distante pero inconfundible de niños que jugaban.
Al inspector no le llevó mucho tiempo enseñarles la casa a las dos mujeres. Había una cocina comunicada con un comedor que se prolongaba en una pequeña sala de estar. Al lado estaba la habitación de medios audiovisuales, que contenía un ordenador, una cadena de música y un televisor. Había otro ordenador en la cocina, y un tercero en uno de los tres dormitorios de la planta superior. Toda la casa estaba amueblada con un estilo anodino, un poco superior al de un buen hotel, pero un poco inferior a aquello en lo que invertiría una familia. El agente Martin explicó que el estado alojaba en esa casa a los ejecutivos que preferían no quedarse en ninguno de los hoteles.
– Pueden conseguir lo que necesiten por medio del ordenador -le dijo a Susan-. Hacer un pedido de comestibles. Una película. Una pizza. Lo que sea. No se preocupen por los gastos, lo cargaré todo en una de las cuentas del Servicio de Seguridad. -Martin encendió uno de los ordenadores-. Ésta es su contraseña -indicó mientras escribía KARO-. Ahora pueden pedir que les traigan lo que quieran hasta la puerta de su casa. -El tono jovial de su voz parecía enmascarar una mentira-. Muy bien -agregó al cabo de un momento-. Las dejo para que se instalen. Pueden comunicarse directamente a través del ordenador. Su hermano podrá también, cuando regrese, pero sospecho que se pondrá en contacto antes. Entonces podremos reunimos todos y decidir cuál es el siguiente movimiento.
El agente Martin retrocedió un paso. Diana estaba de pie junto al ordenador y, haciendo un floreo, sacó un catálogo de una tienda de comestibles. La pantalla parpadeó y en ella apareció el mensaje: ¡BIENVENIDO A A &P!, y después con un carrito de supermercado digital empezó a avanzar por el Pasillo Uno / Frutas y verduras frescas. Susan, suspicaz, no quitaba ojo a Martin, que pensó: «No te fíes de ésa.»
– Estaremos bien -aseguró Susan.
Al salir, Martin oyó a su espalda un sonido al que no estaba acostumbrado: el de un cerrojo al correrse.
Susan recorrió la casa adosada mientras su madre utilizaba el ordenador para hacer un pedido de provisiones y concertar la entrega con el servicio local de reparto. La joven se alegró al oírla pedir algunos artículos que normalmente habrían considerado lujos: queso Brie, cerveza importada, un Chardonnay caro, un chuletón. Susan inspeccionó la pequeña casa como un general inspeccionaría un posible campo de batalla. Le parecía importante tomar buena nota de dónde lucharía, si se viera obligada a ello. Debía localizar el punto más estratégico, el sitio desde donde pudiera tender una emboscada.
Diana, mientras tanto, se percató de lo que hacía su hija y decidió prepararse también. Tras completar el pedido de comestibles con el ordenador, solicitó al servicio de entrega una descripción de la persona que les llevaría la compra. Pidió también que le describieran el vehículo de reparto. Sin embargo, en cuanto desconectó la línea, se apoderó de ella la fatiga residual del vuelo y de la tensión generada por la situación que las había llevado hasta allí. De modo que, en lugar de prepararse, se sentó pesadamente y contempló a su hija, que exploraba despacio la casa.
Susan advirtió que los cerrojos de las ventanas de la planta baja eran anticuados y probablemente poco eficaces. La puerta de la calle tenía una sola cerradura y ninguna cadena que la reforzara. No había sistema de alarma. La puerta posterior era corredera como las que suelen dar a los patios y no tenía más que un pestillo que en realidad no estaba diseñado para proteger contra nada. Encontró una escoba en un armario trastero, apoyó el mango contra una pared y, con una patada rápida, lo partió, separándolo de la cabeza. Colocó el palo entre el marco de la corredera y la puerta, dejándola tosca pero firmemente asegurada. Cualquiera que quisiera entrar por ahí se vería obligado a romper el vidrio.
La planta superior, pensó Susan, debía de resultar más inaccesible para los intrusos. No había visto una forma fácil de llegar hasta las ventanas de arriba sin una escalera. En la parte trasera de la casa adosada había un pequeño enrejado con flores que llegaba hasta el balcón del dormitorio principal, pero dudaba que soportara el peso de un adulto, y los tallos de las rosas que trepaban por la estructura de madera tenían espinas muy puntiagudas. Las casas contiguas la inquietaban un poco; creía que era posible que alguien se acercase por el tejado, pero comprendió que no podía tomarse ninguna precaución contra eso. Por suerte, la pendiente era pronunciada, por lo que supuso que alguien que intentase allanar la casa intentaría entrar primero por los accesos más evidentes de la planta baja.
Susan abrió la cremallera de su pequeña bolsa de lona y extrajo tres armas diferentes. Había dos pistolas: una Colt.357 Magnum cargada con balas cilíndricas de punta plana, que ella consideraba un instrumento sumamente eficaz a distancias cortas, y una semiautomática ligera Ruger.380, con nueve balas en el cargador y una en la recámara. Llevaba también una metralleta Uzi totalmente automática que había obtenido de manera ilegal en los Cayos de manos de un narcotraficante retirado a quien le gustaba intercambiar con ella trucos de pesca y que nunca se desanimaba cuando ella rechazaba sus habituales invitaciones a salir con él. Este pretendiente le había dado la Uzi tal y como, en una época anterior, habría podido obsequiarla con flores o una caja de bombones. Ella colocó la correa de la metralleta en torno a una percha y la colgó en el ropero del dormitorio del primer piso, tras taparla con una sudadera.
En el pasillo de la planta superior había un armario para la ropa blanca; ella puso la automática, amartillada y lista para disparar, entre dos toallas, en el estante de en medio. Escondió la Magnum en la cocina, tras una fila de libros de recetas. Le enseñó a su madre dónde estaba cada arma.
– ¿Te has fijado -preguntó Diana en voz baja y juguetona- que no hay guardias armados por aquí? En Florida parece que estén por todas partes. Aquí no.
No obtuvo respuesta.
Las dos mujeres fueron a la sala de estar y se repantigaron una frente a la otra, ahora que el agotamiento debido al viaje y a los nervios empezaba a hacer mella también en Susan. Diana Clayton, por supuesto, notaba el dolor de su enfermedad que la corroía por dentro. Llevaba un tiempo adormecido, como a la expectativa de en qué modo le afectarían estos extraños acontecimientos. Y ahora, tras comprobar que este cambio de aires no suponía una amenaza para él, de pronto se había decidido a recordarle su presencia. Una punzada le recorrió el vientre, y se le escapó un gemido.
Su hija alzó la vista.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, no pasa nada -mintió Diana.
– Deberías descansar. Tomarte una pastilla. ¿Seguro que estás bien?
– Sí, pero me tomaré un par de pastillas. Susan se dejó resbalar de su silla y quedó sentada junto a las rodillas de su madre, acariciándole la mano a la mujer mayor.
– Te duele, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer?
– Hacemos lo que podemos.
– ¿Crees que tal vez no deberíamos haber venido?
Diana se rio.
– ¿Dónde podríamos estar, si no? ¿Esperándolo en casa, ahora que nos ha encontrado? Éste es justo el sitio donde quiero estar. Me duela o no me duela. Pase lo que pase. Además, Jeffrey dijo que nos necesitaba. Todos nos necesitamos entre nosotros. Y tenemos que llevar este asunto a su conclusión, sea la que sea. -Sacudió la cabeza-. ¿Sabes, cielo? En cierto modo llevo veinticinco años esperando este momento. No quisiera traicionarme a mí misma ahora.
Susan titubeó.
– Nunca nos contaste nada de nuestro padre. Ni siquiera recuerdo que habláramos de él una sola vez.
– Pues claro que hablábamos de él -repuso su madre con una sonrisa-. Miles de veces. Cada vez que hablábamos de nosotros mismos. Cada vez que teníais un problema, una aflicción o incluso sólo una pregunta, hablábamos de vuestro padre. Es sólo que no erais conscientes de ello.
Tras una vacilación, Susan preguntó:
– ¿Por qué? Es decir, ¿qué te impulsó a abandonarlo entonces?
Su madre se encogió de hombros.
– Ojalá pudiera decírtelo. Ojalá hubiese habido un momento concreto. Pero no lo hubo. Fue por el tono de su voz, la manera en que hablaba. El modo en que me miraba por la mañana. El modo en que desaparecía, y luego yo lo encontraba en el baño, lavándose las manos obsesivamente. O en la cocina, hirviendo un cuchillo de caza en una cacerola. ¿Era la expresión de sus ojos, la dureza de sus palabras? Una vez encontré un material pornográfico horrible, violento, y él me gritó que nunca, jamás, fisgara en sus cosas. ¿Fue por su olor? ¿El mal puede olerse? ¿Sabes que el hombre que identificó al nazi Eichmann era ciego… pero se acordaba de la colonia del arquitecto de la muerte? En cierto modo, a mí me pasaba lo mismo. No era nada, y sin embargo era todo. Huir fue la cosa más difícil que he hecho jamás, y a la vez la más sencilla.
– ¿Por qué no te lo impidió?
– Creo que él dudaba que yo fuera capaz de conseguirlo. Creo que no se imaginaba realmente que yo fuera a marcharme, llevándome a tu hermano y a ti conmigo. Creo que estaba convencido de que daríamos media vuelta al llegar a la esquina, o tal vez al llegar al límite de la ciudad, desde luego antes de llegar al banco para sacar dinero. Nunca imaginó que yo seguiría conduciendo sin mirar atrás en ningún momento. Era demasiado arrogante para pensar que yo haría eso.
– Pero lo hiciste.
– Lo hice. Había mucho en juego.
– ¿Ah, sí?
– Tú y tu hermano.
Diana sonrió con ironía, como si ésta fuera la aclaración más obvia del mundo, y luego se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco pequeño de pastillas. Lo agitó para que le cayesen dos en la palma de la mano, se las metió en la boca y se las tragó con esfuerzo, sin agua.
– Creo que voy a echarme un rato -anunció. Haciendo un esfuerzo consciente por caminar sin trastabillar o cojear a causa de la enfermedad, atravesó la sala y subió por las escaleras.
Susan permaneció en su silla. Esperó a oír el sonido de la puerta del baño y después la de la habitación al cerrarse. Luego echó la cabeza atrás, cerró los ojos e intentó visualizar al hombre que las acechaba.
¿De cabello cano, en vez de castaño? Recordaba una sonrisa, una mueca cínica y burlona que la asustaba. «¿Qué nos hizo? Algo. Pero ¿qué?» Maldijo la imprecisión de su memoria porque sabía que algo había sucedido pero había quedado sepultado por años de negación. Se imaginó a sí misma años atrás, una niña poco femenina con cola de caballo, uñas sucias y téjanos, corriendo por una casa grande. Recordaba que había un estudio. Allí es donde estaría él. En la mente de Susan, ella era pequeña, apenas con edad suficiente para ir a la escuela, y se encontraba ante la puerta del estudio. En esta ensoñación, intentó obligar a su imagen a abrir la puerta y mirar al hombre que estaba dentro, pero no logró reunir valor suficiente para ello. Abrió los ojos de repente, jadeando, como si hubiera estado aguantando la respiración bajo el agua. Tragó aire a grandes bocanadas y sintió que el corazón le latía a toda velocidad. No se movió hasta que hubo recuperado su ritmo normal.
Susan llevaba así sentada unos minutos cuando sonó el teléfono. Se levantó rápidamente, atravesó la sala de una zancada y descolgó el auricular.
– ¿Susan? -Era la voz de su hermano.
– ¡Jeffrey! ¿Dónde estás?
– He estado en Nueva Jersey. Estoy a punto de emprender el viaje de regreso. Sólo me queda una persona con quien entrevistarme, y está en Tejas. Pero eso dependerá de si quiere verme, y no estoy muy seguro de que quiera. ¿Estáis bien mamá y tú? ¿Qué tal el vuelo?
Susan activó la conexión con el ordenador y el rostro de Jeffrey apareció en la pantalla. Su aire entusiasmado la sorprendió.
– El vuelo ha ido bien -respondió ella-. Me interesa más lo que has averiguado.
– Lo que he averiguado es que me temo que será imposible localizar a nuestro padre por medios convencionales. Os lo explicaré con más detalle cuando os vea. Pero nos quedan los medios no convencionales, es decir, lo que supongo que las autoridades de allí ya habían deducido cuando acudieron a mí. Quizá no lo sabían a ciencia cierta, pero a efectos prácticos es lo mismo. -Hizo una pausa y luego preguntó-: Bueno, ¿cómo pinta el futuro, en tu opinión?
Susan se encogió de hombros.
– Llevará un tiempo acostumbrarse. En este estado todo es tan relamido y correcto que me hace preguntarme qué pasaría si uno eructara en un sitio público. Seguramente le pondrían una multa. O lo detendrían. Casi me pone los pelos de punta. ¿A la gente le gusta?
– Vaya si le gusta. Te sorprendería todo aquello a lo que la gente está dispuesta a renunciar por algo más que la ilusión de la seguridad. También te sorprendería la rapidez con que uno puede acostumbrarse a ello. ¿Martin se ha mostrado servicial?
– ¿El increíble Hulk? ¿Dónde encontraste a ese tipo?
– En realidad, él me encontró a mí.
– Bueno, pues nos ha dado una vuelta por ahí y luego nos ha metido en esta casa para que te esperásemos aquí. ¿Cómo se hizo esas cicatrices que tiene en el cuello?
– No lo sé.
– Seguro que eso tiene historia.
– No sé si tengo muchas ganas de pedirle que nos la cuente. Susan se rio. Jeffrey pensó que era la primera vez en años que oía a su hermana reírse.
– Sí que parece un tipo superduro.
– Es peligroso, Susie. No te fíes de él. Seguramente es la segunda persona más peligrosa con la que tendremos que lidiar. No, pensándolo bien, la tercera. A la segunda la voy a ir a ver antes de reunirme con vosotras.
– ¿Quién es?
– Alguien que quizá me eche una mano, o quizá no. No lo sé.
– Jeffrey… -Susan titubeó-. Necesito saber algo. ¿Qué has averiguado sobre… -se interrumpió antes de continuar- sobre nuestro padre? Eso no suena bien. ¿Sobre papá? ¿Sobre nuestro papaíto querido? Dios santo, Jeffrey, ¿cómo debemos considerarlo?
– No lo consideres una persona a la que te unen lazos de sangre. Considéralo simplemente un ser a quien estamos excepcionalmente capacitados para enfrentarnos. Susan tosió.
– No es mala idea. Pero ¿qué has descubierto?
– Que es culto, taimado, inmensamente rico y del todo despiadado. La mayoría de los asesinos no encajan en ninguna de esas categorías excepto la última. Unos pocos encajan en dos de ellas, lo que dificulta en gran medida su captura. Nunca he oído hablar de un homicida que tenga tres de esas características, y mucho menos las cuatro.
Esta aseveración dejó a Susan helada. Notó que se le secaba la garganta y pensó que debía hacer alguna pregunta inteligente o un comentario profundo, pero se había quedado sin palabras. Se sintió aliviada cuando Jeffrey preguntó:
– ¿Cómo está mamá?
Susan miró sobre su hombro las escaleras que conducían a la habitación donde se encontraba su madre reposando y, con un poco de suerte, durmiendo.
– Lo lleva bastante bien por el momento. Sufre dolores, pero se la ve menos impedida, lo que me parece una contradicción extraña. Creo que, curiosamente, esta situación le da fuerzas. Jeffrey, ¿tienes idea de lo enferma que está?
Ahora le tocó a su hermano el turno de quedarse callado. Se le ocurrieron varias respuestas, pero sólo fue capaz de decir:
– Mucho.
– Así es. Mucho. Terminal.
Los dos guardaron silencio entonces, intentando asimilar esta palabra.
Jeffrey veía el pasado de su padre como un retablo de cemento fresco alisado con mano experta y fraguado por el paso de los años. Y veía el pasado de su madre como un lienzo impregnado de colores vivos. Y ésa, concluyó, era la diferencia entre los dos.
Susan sacudió la cabeza.
– Pero ella quiere estar aquí. De hecho, como ya te he dicho, casi da la impresión de que todo esto la vigoriza. Durante el viaje, todo el día de hoy, parecía llena de vida.
Jeffrey meditó durante unos segundos y entonces le vino una idea a la cabeza.
– ¿Crees que mamá podría quedarse sola? -preguntó-. No durante mucho tiempo. Sólo un día.
Susan no respondió de inmediato.
– ¿Qué estás pensando?
– No sé si te gustaría acompañarme en una entrevista. Te dará una idea mejor de aquello a lo que nos enfrentamos. Y también te dará una idea un poco más aproximada de cómo me gano la vida.
Susan, intrigada, arqueó una ceja.
– Suena interesante. Pero no tengo muy claro lo de dejar sola a mamá… -Oyó un ruido a su espalda y al darse la vuelta vio a su madre, al pie de la escalera, observándola a ella y la imagen de Jeffrey en la pantalla.
Diana despejó las dudas de los dos.
– Hola, Jeffrey -saludó, sonriendo-. Me ha parecido oír tu voz y he creído que soñaba, así que cuando me he dado cuenta de que no era así, he bajado. Ya estoy deseando que los tres volvamos a estar juntos. -Se volvió hacia su hija y al pensar en todas las palabras duras que Susan y Jeffrey habían compartido en años anteriores casi le pareció divertido que recuperasen su relación gracias al hombre de quien habían huido hacía tanto tiempo-. Ve con él -dijo-. Por un día no me pasará nada. Me lo tomaré con calma y ya está. Descansaré un poco. Quizá dé un paseo. A lo mejor le pido a alguien que me lleve a conocer un poco mejor el estado. Sea como fuere, creo que me gusta estar aquí. Es un sitio muy limpio. Y tranquilo. Me recuerda un poco mi infancia.
Esto sorprendió a Susan.
– ¿En serio? -Asintió con la cabeza-. De acuerdo. Si estás segura… -Vio que su madre le quitaba importancia al asunto con un gesto-. ¿Qué hago? -le preguntó Susan a su hermano.
– Vuelve al aeropuerto por la mañana y toma el primer vuelo a Dallas, Tejas. Allí, coge un vuelo de enlace a Huntsville. Salen temprano. Nos encontraremos allí cuando llegues. La clave de ordenador que el agente Martin os ha dado deberá bastar para pagar los vuelos y cualquier otra cosa. No lleves contigo demasiadas cosas. Y, sobre todo, nada de armas.
– De acuerdo. ¿Qué hay en Huntsville, Tejas?
– Un hombre a quien ayudé a detener hace un tiempo.
– ¿Está en la cárcel?
– En el corredor de la muerte.
– Bueno -comentó ella tras una breve pausa-, supongo que al menos su futuro está claro.
En su despacho de la jefatura de seguridad, el agente Roben Martin reprodujo una grabación de la conversación telefónica entre hermano y hermana que acababa de finalizar. Examinó el rostro de Jeffrey en su monitor de vídeo en busca de algún indicio de que el profesor hubiese adquirido información que pudiese conducirlos hasta su presa. Al escuchar al joven hablar con su hermana, Martin llegó a la conclusión de que Jeffrey había averiguado, en efecto, algún dato que él necesitaba. Aun así, el inspector resistió el fuerte impulso de arrancárselo agresivamente. Acabaría por descubrir lo que necesitaba saber, pensó, siempre y cuando mantuviese los ojos y los oídos bien abiertos.
Paró la cinta de la conversación y dio al ordenador la orden de que transcribiese toda la información que madre e hija introdujesen en los teclados de la casa. Al cabo de pocos minutos, tal como esperaba, vio que hacían reservas de avión. Unos momentos después, comprobó que habían contactado con un servicio de coches para que les enviaran uno temprano por la mañana al día siguiente. También se estaban grabando las conversaciones que se mantenían en el interior de la casa, pero decidió que no había necesidad de escucharlas.
Martin se reclinó en su asiento. «El increíble Hulk», pensó irritado. Se percató de que se estaba toqueteando las cicatrices del cuello.
Todavía le dolían. Siempre le habían dolido.
Un psicólogo le había explicado un día lo que era el dolor fantasma: una persona a la que han amputado una pierna puede tener la sensación de que el miembro que le falta le duele. Un médico le había dado a entender que el ardor que notaba en sus cicatrices podía encajar en esa categoría. La herida ya no era física, sino mental, pero el dolor era el mismo. Pensaba que tal vez desaparecería cuando el hermano que se las había causado -lanzándole grasa de tocino hirviendo de una sartén por encima de la mesa, al final de una discusión- muriese, pero eso no había sucedido. Su hermano había muerto apuñalado en el patio de una prisión hacía más de una década, y las cicatrices aún le dolían. Con los años, se había resignado a la sensación, al escozor y a la idea de que llevaba un recuerdo grabado en la piel que le inspiraba odio y pena a partes iguales.
Fijó la vista en el ordenador para contemplar el rostro de Jeffrey Clayton.
«Casi ha dado en el blanco, profesor. Soy el hombre más peligroso con el que topará jamás -dijo para sí-. Ni el segundo ni el tercero, y desde luego no estoy por debajo de su viejo en la lista. Estoy en el primer puesto. Y se acerca rápidamente el día en que se lo demostraré, a usted y a su padre.»
Robert Martin sonrió. La única diferencia entre su hermano muerto y él mismo era que él tenía una placa, lo que elevaba su propensión a la violencia a un nivel totalmente distinto.
Martin se apartó del ordenador. Tomó nota de la hora a la que estaba previsto que llegara a la casa el coche del servicio de transporte, con la intención de acudir a presenciar la partida de Susan Clayton.
La pantalla ondeó ante él, como el aire vaporoso sobre una autopista en un día de mucho calor. Ya había introducido una sola orden, mediante la que autorizaba al estado a pagar todos los gastos efectuados por KARO.
Para recalcar esto, había identificado KARO como Diana y Susan Clayton de Tavernier, Florida, en un memorándum interno. Había enviado una copia del mismo por correo electrónico a sus jefes del Servicio de Seguridad así como al Departamento de Inmigración y Control de Pasaportes. Esto permitiría a las dos mujeres viajar libremente a lo largo y ancho del estado cincuenta y uno.
Se sonrió. Emitir el memorándum era, por supuesto, justo lo que Jeffrey le había pedido que no hiciera.
El agente Martin no sabía cuánto tiempo tardaría el hombre a quien buscaba en descubrir que su esposa e hija se alojaban en una casa adosada propiedad del estado. Incluso era posible que ya lo supiese, pensó Martin, pero dudaba que ni siquiera un asesino tan competente como el padre de Jeffrey estuviese tan alerta. Entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, calculó. «En cuanto averigüe esto -se dijo Martin- e intercepte parte de su correspondencia electrónica, seguirá obrando con cautela, pero también con curiosidad. Y la curiosidad, lenta pero segura, prevalecerá sin duda alguna. Pero no le bastará con leer los mensajes de ordenador, ¿verdad?
No, él sentirá la necesidad de verlas. Entonces irá a la casa adosada y las espiará. Pero tampoco le bastará con eso, ¿verdad? No. Sentirá la necesidad de hablar con ellas. Cara a cara. Y luego, después de eso, quizás incluso sienta la necesidad de tocarlas.
»Y cuando lo haga, yo estaré ahí. Aguardando.»
El agente Martin se puso en pie: KARO. Kar-nada.
No era un buen juego de palabras, pensó. Pero era un juego de palabras al fin y al cabo.
A continuación se preguntó si una cabra atada en medio de la selva rompía a balar por miedo al tigre que se acercaba o por frustración, porque sabía que su insignificante vida sería sacrificada sólo para que el cazador escondido en la espesura pudiera apuntar bien a su presa y abatirla con un solo disparo.
El agente Martin salió del despacho, con la sensación, por primera vez en semanas, de que había ganado ventaja.
Todavía estaba oscuro como boca de lobo cuando el inspector salió de su hogar y se encaminó a la casa adosada donde madre e hija dormían. Había poco tráfico en las horas previas al alba -la vida en el estado cincuenta y uno era menos ajetreada que en otros lugares, y los horarios de oficina, más del gusto de los residentes-, así que atravesó a buen ritmo las urbanizaciones que aún se hallaban en silencio. Apenas miraba los vehículos que ocasionalmente se cruzaban con el suyo, o aquellos cuyos faros se colaban hasta su retrovisor. Supuso que faltaban noventa minutos largos para el amanecer, así que tomó la salida y enfiló despacio la calle cerrada donde se encontraban las Clayton.
Había elegido con sumo cuidado la casa adosada. El estado poseía varias casas en zonas diferentes, pero no todas tenían tantos micrófonos ocultos ni un terreno tan propicio como ésa. La abrupta pendiente que se abría en la parte posterior de la urbanización y la elevada valla al borde del barranco impedirían de forma bastante eficaz que alguien se acercara desde aquella dirección. Dudaba sobre todo que el hombre a quien buscaba intentase acceder por allí; requeriría una forma física que no creía que aquel hombre mayor conservase todavía. Ése no parecía ser el estilo del asesino; el padre de Jeffrey no era el tipo de homicida que subyugaba a sus víctimas valiéndose de la fuerza bruta; parecía más bien de los que las vencían por medio de la inteligencia y las seducían, de modo que, cuando al fin se daban cuenta de que el hombre a quien estaban mirando a los ojos pretendía hacerles el mayor daño posible, ya era demasiado tarde para resistirse y luchar.
Martin condujo durante un minuto más, ascendiendo por unas colinas. Estuvo a punto de pasarse del camino de tierra que buscaba y tuvo que pisar a fondo el freno y dar un volantazo para tomar la curva. El coche de paisano comenzó a dar tumbos al avanzar sobre las piedras sueltas y la grava, y las ruedas iban dejando una estela de humo que se perdía de vista engullida por la noche.
El camino estaba lleno de baches y pequeños surcos excavados por la lluvia, de modo que redujo la velocidad, soltó una maldición y vio que sus faros subían y bajaban bruscamente. Delante de él, una liebre se espantó y desapareció en los arbustos. Un par de ciervos se quedaron paralizados por unos instantes al ver las luces, que daban un brillo rojo a su mirada, antes de internarse en los matorrales de un salto.
Martin dudaba que hubiese muchas otras personas que conociesen ese camino, y suponía que muy pocas lo habían recorrido en los últimos años. Observadores de aves y excursionistas, tal vez. Motos de trial y todoterrenos los fines de semana. No había muchos otros posibles motivos para aventurarse por allí. El camino lo había abierto un equipo de topógrafos que iba a explorar la zona en busca de terrenos edificables, pero al final dictaminaron que eran poco aptos. Resultaría difícil subir agua y materiales de construcción hasta allí, y la vista no era lo bastante espectacular para compensar el esfuerzo.
Los neumáticos hicieron crujir la tierra arenosa cuando paró el coche. Apagó el motor y permaneció sentado un par de minutos mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. En el asiento del pasajero, Martin llevaba dos pares de prismáticos, unos normales, para cuando amaneciese, y unos más grandes, pesados, color verde oliva, de visión nocturna, para uso militar. Se puso las correas de ambos al cuello. A continuación agarró una linterna pequeña que emitía una luz tenue y rojiza, una mochila que contenía un bollo relleno de fruta y un termo de café solo, y echó a andar.
Alumbraba su camino con el haz de la linterna, temeroso sobre todo de topar con una serpiente de cascabel dormida. El lugar al que se dirigía estaba a sólo unos cien metros de donde había dejado el coche, pero la topografía era accidentada, abundaban las rocas y cavidades con arcilla poco compacta que resultaban tan resbaladizas como el hielo en un lago congelado. Más de una vez tropezó, luchó por recuperar el equilibrio y siguió adelante.
Martin tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones, pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera de casas adosadas. Y, lo que era más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila. Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio trasero.
Se apoyó en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamente para detectar cualquier movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para calentárselas.
Entre un trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espectáculos de Broadway que nunca había visto. Después, conforme pasaban los minutos, sonidos anónimos que fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.
El frío y lo intempestivo de la hora conspiraron para desconcentrarlo, pero logró vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las hierbas y la maleza, el movimiento repentino de unas piedras. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales nocturnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.
Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y palpó la presencia reconfortante de la pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas estallasen como la llama de una cerilla en la oscuridad que lo rodeaba. Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo y ligeramente nervioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las zonas urbanas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más leve chasquido o rumor.
El agente Martin miró hacia el este.
– Venga, joder, la mañana. Ya sería hora.
No era tan optimista como para suponer que su presa se presentaría la primera noche. Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin embargo, confiaba en no tener que esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado todos los otros casos, buscando coincidencias temporales que lo llevasen a elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio. Planeaba volver al peñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el alba.
Desde luego, no tenía la menor intención de informar a Jeffrey sobre dónde iba a estar.
El inspector se encogió e hizo el propósito de traer consigo una chaqueta que abrigase más y un saco de dormir la noche siguiente. Y más comida. Y algo menos pegajoso que el bollo, que le había dejado los dedos pringados de una jalea desagradable que lamía como un animal. Se secó las manos con un fajo de pañuelos de papel y los tiró a un lado. Cambió de posición, incómodo, pues la roca dura contra la que estaba recostado se le clavaba en el trasero.
Consultó su reloj y advirtió que eran casi las cinco y media. El coche que habían pedido debía de llegar a las seis menos diez. El vuelo de Susan Clayton salía a las siete y media. Tal como esperaba, vio una luz del pasillo encenderse en la casa adosada.
Casi al mismo tiempo, vislumbró los tenues rayos del amanecer que despuntaban sobre la colina. Extendió la mano ante su cara y, por primera vez, pudo entrever las cicatrices que tenía al dorso. Dejó los prismáticos de visión nocturna y cogió los normales. Miró a través de ellos y soltó una imprecación ante el mundo gris y poco definido que le mostraron. Se percató de que se hallaba atrapado en ese momento escurridizo que precede a la salida del sol y en el que ni los anteojos de visión nocturna ni los normales resultaban del todo adecuados.
Era un momento indeciso, y no le gustaba.
Las primeras luces y el coche llegaron casi a la vez, mientras él aguzaba la vista para observar.
Vio a Susan Clayton, que llevaba sólo una bolsa pequeña y se pasaba la mano por el pelo todavía húmedo, salir de la casa adosada justo cuando el coche se acercaba por la calle. Al mirar su reloj comprobó que el coche llegaba cinco minutos antes de lo acordado. Ella aguardó en la acera mientras el vehículo se aproximaba despacio.
Robert Martin dio un respingo y se incorporó de golpe.
Soltó el aire con brusquedad, con todo el cuerpo repentinamente tenso.
– ¡No! -exclamó, casi gritando. Luego susurró con una certeza súbita y aterradora-. Es él.
Estaba demasiado lejos para prevenirla a voces, y tampoco estaba seguro de que lo haría si pudiera. Intentó poner en orden sus pensamientos e impuso una frialdad de hierro a sus actos, haciendo acopio de fuerzas. No esperaba que se le presentara la oportunidad tan rápidamente, pero al parecer había llegado el momento, y al pensar en ello ahora, le parecía obvio. Un pedido a un servicio de coches por ordenador. Era la suplantación más sencilla imaginable. Ella subiría al primer coche que apareciera, sin prestar atención, sin pensar en lo que hacía.
Y, sobre todo, sin fijarse en el conductor.
Vio que el coche reducía la velocidad y se detenía. Susan Clayton se acercó a la puerta justo cuando el conductor sacaba parte del cuerpo de detrás del volante. Martin mantuvo los prismáticos enfocados en el hombre, que llevaba encasquetada una gorra de béisbol que le daba sombra en la cara. Martin soltó otro taco, maldiciendo la densidad gris del aire que lo rodeaba y hacía que lo viese todo borroso. Se apartó los anteojos de la cara, se frotó los ojos con fuerza por unos instantes y luego reanudó su observación. El hombre parecía de espaldas anchas, fuerte y, lo que era más significativo, tenía lo que al inspector le parecieron unos mechones de cabello cano que le sobresalían por debajo de la gorra. El conductor se quedó a un costado del coche, como inseguro respecto a si Susan Clayton necesitaba ayuda con su maleta o si él debía rodear el automóvil para abrirle la portezuela. A ella no le hizo falta ninguna de las dos cosas. A continuación, el conductor se agachó para subir de nuevo al vehículo, pero, antes de que se perdiera de vista tras el volante, Martin pudo atisbarlo durante una fracción de segundo; lo suficiente, pensó. La edad justa, la estatura justa y el momento justo. Era justo la persona.
Martin echó una última ojeada para comprobar el color y la marca del coche. Lo vio girar en redondo en la zona de aparcamiento, y tomó nota del número de matrícula.
Luego, cuando el automóvil enfiló la calle sin salida, para alejarse despacio por donde había venido, Martin dio media vuelta y arrancó a correr hacia su coche.
El inspector atravesó a toda prisa los arbustos y la maleza como un jugador de fútbol americano con el balón. Saltó por encima de una roca y avanzó trabajosamente sobre trozos sueltos de pizarra, luchando contra todo cuanto se interponía en su camino. Le daba igual el estrépito que hacía, así como los animales pequeños que se espantaban y salían huyendo mientras él seguía adelante a toda velocidad. Ya estaba visualizando el recorrido del coche que había recogido a Susan, intentando prever en qué dirección viraría el conductor y cuándo llegaría el momento en que se desviaría por sorpresa de la ruta hacia el aeropuerto. «Le dirá que se trata de un atajo, y ella no sabrá lo suficiente para percatarse de la verdad.» Martin, resollando por el esfuerzo de su carrera, sabía que debía darles alcance antes de que el asesino tomase ese desvío. Tenía que estar allí, pisándole los talones, justo en el instante en que el padre de Jeffrey virase hacia la muerte.
El inspector sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar, y tomó bocanadas del aire enrarecido de la mañana. Notaba que el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Divisó su coche ante sí, una figura desdibujada en la penumbra, y aceleró, sólo para tropezar con una piedra suelta que lo precipitó de bruces sobre la tierra.
– ¡Hostia puta!
Martin atronó el aire con una retahíla de obscenidades. Se puso de pie, con el sabor de la tierra arenosa en la boca. Una punzada le traspasó el tobillo; se lo había torcido y empezaba a inflamarse debido a la caída. Tenía el pantalón desgarrado y notó que la sangre le resbalaba por la pierna desde una desolladura larga y ardorosa en la rodilla. Hizo caso omiso del dolor y continuó la marcha. Sin molestarse siquiera en sacudirse el polvo, salió disparado hacia delante, intentando no perder ni un segundo más.
– ¡Maldita sea! -exclamó mientras metía con brusquedad las llaves en el contacto.
– ¿Qué prisa tiene, inspector? -preguntó una voz susurrante justo detrás de su oreja derecha.
Robert Martin profirió un grito, casi un alarido, no una palabra, sino un sonido ininteligible que expresaba un miedo súbito y absoluto. El cuerpo se le tensó, como una amarra que sujeta un barco a un muelle cuando el viento y un oleaje repentino empujan el casco No veía las facciones de la persona que había aparecido a su espalda, pero, aun presa del pánico que lo asaltó en ese momento, supo de quién se trataba, de modo que dejó caer las llaves del coche con la intención de coger su automática.
Su mano se encontraba a medio camino de la funda cuando la voz del hombre sonó de nuevo.
– Toque esa arma y será hombre muerto.
Su tono frío y despreocupado hizo que la mano del inspector quedase paralizada en el aire, delante de él. Entonces reparó en la navaja que tenía contra el cuello.
El hombre habló de nuevo, como para responder a una pregunta que no se había formulado.
– Es una cuchilla de afeitar de las de antes con un mango auténtico de marfil tallado, inspector, que compré a un precio considerable hace no mucho en una tienda de antigüedades, aunque dudo que el anticuario tuviera la menor idea del uso que yo pensaba hacer de ella. Es un arma excepcional, ¿sabe? Pequeña, cómoda de empuñar. Y afilada. Ah, muy afilada. Le seccionaría la yugular con un simple movimiento de la muñeca. Dicen que es una forma desagradable de morir. Es el tipo de arma que ofrece posibilidades interesantes. Y posee cierta sofisticación que ha sobrevivido al paso de los siglos. Algo que no ha podido mejorarse en décadas. No tiene nada de moderno, salvo el tajo que le abrirá a usted en la garganta. Así pues, debe preguntarse «¿Es así como quiero morir, ahora mismo, justo en este instante, habiendo llegado tan lejos en mi investigación, sin despejar ninguna de mis incógnitas?» -El hombre hizo una pausa-. ¿Y bien? ¿Es así, inspector?
De pronto, Robert Martin tenía los labios secos y fruncidos.
– No -respondió con voz entrecortada.
– Bien -dijo el hombre-. Y ahora, no se mueva, mientras le quito el arma.
Martin notó que la mano libre del hombre serpenteaba en torno a él, alargándose hacia la automática. La navaja permaneció inmóvil, fría y apretada contra su cuello. El hombre forcejeó por un segundo, luego sacó la pistola de la funda de Martin. El inspector posó la mirada en el retrovisor, intentando vislumbrar al hombre que tenía detrás, pero el espejo estaba torcido, en una posición que no era la habitual. Martin trató de hacerse una idea de la talla del hombre que estaba a su espalda, pero no veía nada. Sólo estaba la voz, serena, impasible, sosegada, que penetraba la penumbra del amanecer.
– ¿Quién es usted? -preguntó Martin.
El hombre rio brevemente.
– Esto es como el viejo juego infantil de las veinte preguntas. ¿Es animal, vegetal o mineral? ¿Es más grande que una panera? ¿Más pequeño que una furgoneta? Inspector, debería hacer preguntas cuya respuesta no conozca de antemano. Sea como fuere, soy el hombre a quien usted lleva todos estos meses buscando. Y ahora me ha encontrado, aunque me parece que no exactamente como había previsto.
Martin intentó relajarse. Estaba desesperado por verle el rostro al hombre que tenía detrás, pero incluso el más leve cambio de postura ocasionaba que la navaja le apretase más la garganta. Dejó caer las manos sobre el regazo, pero la distancia entre sus dedos y el revólver de refuerzo que llevaba en una pistolera en torno al tobillo se le antojaba maratoniana, inalcanzable e infranqueable.
– ¿Cómo sabía que yo estaba aquí? -espetó Martin.
– ¿Cree que se puede llegar tan lejos como yo siendo un tonto, inspector? -La voz respondió a la pregunta con otra pregunta.
– No -contestó Martin.
– De acuerdo. ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? Hay dos respuestas. La primera es sencilla: porque yo no estaba lejos cuando usted recibió a mi hija y mi esposa en el aeropuerto, y les seguí en su tranquilo paseo por nuestra hermosa ciudad, y sabía que en realidad no dejaría usted que se quedasen solas esperándome. Sabiendo esto, ¿no tenía más sentido anticiparme a sus movimientos y no a los de ellas? Claro que nunca imaginé que tendría tanta suerte. No sospechaba que usted acudiría por su propio pie al tipo de lugar que yo habría elegido para nuestro encuentro, de haber tenido opción. Un estupendo paraje desierto, silencioso, olvidado. Ha sido toda una suerte para mí. Aunque, por otro lado, ¿no es la suerte una consecuencia habitual de una buena planificación? Yo creo que sí. En fin, inspector, ésa es una respuesta a su pregunta. La respuesta más compleja, por supuesto, es ligeramente más profunda. Y esa respuesta es que me he pasado toda mi vida como adulto tendiendo trampas para que la gente caiga en ellas inadvertidamente. ¿Pensaba usted que no reconocería una trampa tendida para mí de forma tan tentadora?
La cuchilla dio una sacudida contra la garganta de Martin.
– Sí -tosió éste.
– Pues se ha demostrado que se equivocaba, inspector.
Martin soltó un gruñido. Se removió de nuevo en su asiento.
– Le gustaría verme la cara, ¿verdad?
Los hombros de Martin permanecían rígidos.
– ¿Ha soñado usted con nuestro primer y único encuentro, hace tantos años? ¿Ha intentado imaginar cómo he cambiado desde aquella charla que mantuvimos entonces?
– Sí.
– No se dé la vuelta, inspector. Piense en sí mismo. Usted era más esbelto, más joven y atlético. ¿Por qué no habría de presentar los mismos signos de la edad? Menos pelo, tal vez. Más papada. Más barriga. Estos cambios serían previsibles, ¿no?
– Sí.
– ¿Y buscó fotografías antiguas en el lugar donde yo trabajaba, o tal vez en viejos carnets de conducir, para procesarlos digitalmente? ¿No le pasó por la cabeza que tal vez una máquina podría ayudarle a averiguar mi aspecto actual?
– No había fotografías. Al menos, no pude encontrar ninguna.
– Vaya, que lastima. Aun así, siente curiosidad por otros motivos, ¿no es cierto? Cree que me he operado, ¿verdad?
– Sí.
– Y tiene toda la razón respecto a eso. Naturalmente, aún he de pasar la prueba de fuego. Hay personas que deberían reconocerme. Deberían reconocerme tan pronto como me vean, en el momento en que me huelan, en el instante en que me oigan. Pero ¿me reconocerán? ¿Serán capaces de ver más allá de los años que han pasado y de las mejores atenciones quirúrgicas? ¿Detectarán las alteraciones en la barbilla, los pómulos, la nariz, lo que sea? ¿Qué continúa igual? ¿Qué es distinto? ¿Serán capaces de ver lo que ha cambiado en vez de lo que sigue inalterado? Ah, he aquí una pregunta interesante. Y es una partida que aún está por jugarse.
A Martin le costaba respirar. Tenía la garganta seca, los músculos tensos y un temblor en las manos. La sensación de la navaja contra el cuello era como estar atado por una cuerda irrompible e invisible. La voz del asesino era cadenciosa y suave; sus palabras denotaban que era una persona culta, pero, lo que era mucho peor, su tono delataba al asesino que había en su interior y lo envolvía, opresivo, como un calor implacable en un día de verano. Martin sabía que la delicadeza, la fluidez de las frases del asesino eran algo que ya había empleado antes, para reconfortar en voz queda a alguna víctima al borde del terror. La tranquila certeza de su lenguaje resultaba desconcertante; no casaba con la violencia subsiguiente y evocaba algo distinto, algo mucho menos terrible que lo que iba a ocurrir en realidad. Como las lágrimas del cocodrilo, la serenidad del asesino era una máscara que encubría lo que estaba destinado a suceder después. Martin luchaba con todas sus fuerzas contra el miedo; pensó que él mismo era un hombre de acción, un hombre que sabía recurrir a la violencia. En su fuero interno, insistió en que era un digno rival del hombre cuya navaja le hacía cosquillas en el cuello. Era el terreno que él dominaba y con el que se sentía cómodo. Se recordó a sí mismo lo peligroso que era. «Eres tan homicida como él.» Se prometió no morir sin plantar batalla.
«Te dará una oportunidad. No la dejes escapar.»
Martin se armó de valor, esperando.
Sin embargo, adivinar cuál sería su siguiente paso y cuándo lo daría parecía imposible.
– ¿Tiene miedo de morir, inspector? -preguntó el hombre.
– No -respondió Martin.
– ¿De veras? Yo tampoco. Es de lo más curioso. Algo raro, ¿no cree? Un hombre tan familiarizado con la muerte como yo sigue teniendo preguntas. Es extraño, ¿no le parece? Todo el mundo combate el proceso de envejecimiento a su manera, inspector. Algunos solicitan los servicios de los cirujanos. Yo los veía cuando iba a operarme. Claro que mis motivos eran distintos. Otros invierten en viajes a balnearios caros para darse baños de lodo y masajes dolorosos. Algunos hacen ejercicio, siguen algún régimen o se ponen a dieta de anémonas marinas y posos de café o alguna tontería por el estilo. Algunos se dejan crecer el pelo hasta los hombros y se compran una motocicleta. Detestamos lo que nos pasa y la inevitabilidad de todo, ¿verdad?
– Sí -contestó Martin.
– ¿Sabe cómo me las arreglo para mantenerme joven, inspector?
– No.
– Matando.
Su tono era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El hombre se quedó callado, como meditando sobre sus palabras. Luego añadió:
– El ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. -Vaciló de nuevo antes de decir-: El mundo es un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda clase.
Martin deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándola unos centímetros al arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto, y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instante, esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de ésta cambiara, cuando él se inclinara hacia delante para alcanzar el revólver supletorio, con toda probabilidad se degollaría a sí mismo.
– Le gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
– Por supuesto.
El asesino se rio.
– En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría allí para intervenir en ese preciso instante y acabaría conmigo sin pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento… -Titubeó y agregó-: No había ninguna detención prevista, ¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirparía el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?
Robert Martin no quería responder. Se lamió los labios, pero fue como si la fría presión de las palabras del asesino hubiese absorbido toda la humedad de su interior.
La navaja dio otra sacudida bajo su barbilla, y él notó una leve punzada.
– ¿Estoy en lo cierto? -repitió el asesino.
– Sí -contestó Martin con un hilillo de voz. Se impuso otro momento de silencio antes de que el asesino continuase.
– Era una respuesta previsible. Pero dígame una cosa. Usted ha hablado con él. Supongo que ha llegado a conocerlo un poco. ¿Cree usted que Jeffrey estaría dispuesto a matarme también?
– No lo sé. No tenía la menor intención de dejar esa decisión en sus manos.
El hombre de la navaja reflexionó sobre ello.
– Ha sido una respuesta sincera, inspector. Se lo agradezco. Estaba previsto desde el principio que usted fuese el asesino en esta historia, ¿verdad? El papel de Jeffrey debía ser limitado. Clave pero limitado. ¿Me equivoco?
A Martin le pareció que mentir sería un error.
– Es evidente que no se equivoca.
– Usted no es un policía en realidad, ¿no, inspector? Es decir, quizá lo fue alguna vez, pero ya no. Ahora no es más que un matón a sueldo del estado. Alguien que se dedica a recoger los estropicios, ¿verdad? Una especie de servicio de limpieza especializado.
El agente Martin se quedó callado.
– Me he leído su expediente, inspector.
– Entonces no tiene por qué hacerme todas estas preguntas.
La voz soltó una única y áspera carcajada.
– Me ha pillado -dijo. Aguardó un instante antes de continuar-. Pero mi mujer y mi hija, ¿cómo encajan ellas en esta ecuación? Su marcha de Florida me cogió por sorpresa. Era allí donde iba a organizar mi reencuentro con ellas.
– Eso fue idea de su hijo. No estoy muy seguro de qué quiere que hagan.
– ¿Tiene idea de cuánto las he echado de menos en los últimos años, de lo mucho que he deseado que volvamos a estar juntos? Incluso en la vejez, un tipo malvado como yo necesita el consuelo de su familia.
Martin sacudió la cabeza levemente.
– No me venga con gilipolleces sentimentales. No me lo creo. El asesino se rio de nuevo.
– Vaya, inspector, al menos no es usted tonto. Bueno, un poco tonto sí, pues de lo contrario no habría venido sin fijarse en que un coche le seguía. Y desde luego ha sido lo bastante tonto para no cerrar con llave las puertas de su coche. ¿Por qué no lo ha hecho, inspector?
– Nunca lo hago. Aquí no. Este mundo es seguro.
– Ya no lo es, ¿o sí?
Martin no respondió, y de pronto la navaja le presionó la garganta con un poco más de fuerza. Él notó que una gota de sangre le resbalaba por el cuello hasta mancharle el cuello de la camisa.
– No lo entiende, ¿verdad, inspector? Nunca lo ha entendido.
– ¿Entender qué?
– Matar es una cosa. Mucha gente lo hace. Es una constante en la vida actual. Incluso el hecho de matar con total impunidad, libertad y regularidad. No es difícil cometer un asesinato sin sufrir las consecuencias. Ni siquiera es algo que llame mucho la atención, ¿no es cierto?
– Sí. Su hijo me comentó algo muy parecido.
– ¿En serio? Chico listo. Pero, inspector, póngase en mi lugar. No debería costarle mucho, después de todo, es lo que hacen los policías, ¿no? Regla número uno: aprender a pensar como un asesino. Reproducir esas pautas mentales. Prever esos arranques de emoción. Asimilar los propios pensamientos a los de él. Si uno consigue entender lo que impulsa al asesino a matar, debería poder encontrarlo, ¿verdad? ¿No es eso lo que se enseña? ¿No lo dicen en todos los cursos? ¿No es una lección transmitida por todos los inspectores viejos, en edad de jubilarse, a todos los recién llegados prometedores que ascienden desde los rangos inferiores?
– Sí.
– ¿Y nunca se le ha ocurrido que a la inversa funciona igual de bien? Lo único que tiene que hacer a su vez un asesino realmente competente y eficiente es aprender a pensar como un policía. ¿No lo había pensado, inspector?
– No.
– No pasa nada. No es usted el único con esta ceguera. Pero a mí sí que se me ocurrió, hace muchos años. -El hombre de la navaja vaciló-. Y tenía usted razón. Por aquel entonces, herví ese primer par de esposas después de quitárselas a aquella joven.
Las manos de Robert Martin se tensaron. La luz del amanecer empezaba a inundar el coche, pero él continuaba sin poder ver la cara del hombre. Sentía el aliento del asesino en el cogote, pero eso era todo.
– ¿Se arrepiente de no haberme dado caza un poco más diligentemente hace veinticinco años?
– Sí. Sabía que era usted, pero no había pruebas para incriminarle.
– Y yo sabía que usted sabía que era yo. Desde luego, la diferencia entre otras personas como yo y yo es que yo no tengo miedo. Nunca. Siempre he estado muy lejos del perfil del asesino típico, inspector. Soy blanco, culto, inteligente y sé expresarme. Era un profesional del mundo académico. Casado, con una familia estupenda. Ellos, claro está, eran la pieza clave. El camuflaje perfecto. Me daban un cariz de normalidad. La gente es proclive a creerse cualquier cosa sobre un soltero… incluso la verdad. Pero ¿un hombre con una familia aparentemente cariñosa y bien avenida? Ah, un hombre así puede salirse con la suya haga lo que haga. Aunque cometa una docena de asesinatos. -Tosió una vez-. Y, por supuesto, yo lo hice.
El asesino se quedó callado de nuevo. Martin cayó en la cuenta de que el hombre lo estaba pasando bien. La ironía de la situación casi lo hizo sonreír. El padre de Jeffrey era como cualquier otro profesor de universidad: enamorado, cautivado por el campo en que se ha especializado. Si de él dependiera, no hablaría de otra cosa. El problema, claro está, estribaba en que su especialidad era la muerte.
De pronto, las palabras del asesino se tiñeron de amargura. Martin percibió la ira que hacía vibrar el aire viciado justo detrás de su oreja derecha.
– Maldita sea esa arpía. Ojalá arda para siempre en el infierno. Cuando me los robó, me robó mi tapadera. ¡Robó lo que yo había creado! ¡Me robó la perfección que había en mi vida! Es la única vez que he tenido miedo, ¿sabe? Cuando tuve que explicarle a usted por qué se fueron. Durante unos minutos, temí que usted se oliese la verdad. Pero no lo hizo. No era lo bastante inteligente.
De repente el inspector tuvo frío. Se estremeció sin querer.
– Debería haberlo sido -respondió-. Lo sabía. Simplemente no actué en consecuencia.
– Atado de pies y manos por el sistema, ¿no, inspector? Las leyes, las normas, las convenciones sociales, ¿no es cierto?
– Sí.
– Pero aquí la cosa no funciona exactamente igual, ¿verdad? -No.
– Y ésa es la razón de ser de este nuevo estado, ¿no?
– Sí.
– Y mi razón de ser también.
– No le sigo.
– Déjeme explicarle, inspector. En realidad no es tan complicado. El mundo está repleto de asesinos. Asesinos de todas las formas, tamaños y estilos. Hay quienes matan por la emoción de hacerlo, quienes matan por motivos sexuales, quienes matan por dinero o por toda clase de razones. La muerte actúa a diario, no, cada hora… no, minuto a minuto. Segundo a segundo. La muerte violenta es algo común y corriente, habitual. Ya no nos escandalizamos, ¿verdad? ¿Depravación? Vaya cosa. ¿Sadismo? Nada nuevo. De hecho, utilizamos la violencia y la muerte como entretenimiento. Nos excita. Está presente en nuestro cine, nuestra literatura, nuestro arte, nuestra historia, nuestras almas… Es -dijo el asesino, tomando aire- nuestra auténtica aportación al mundo.
Martin se retorció ligeramente en su asiento. Se preguntó si en algún momento del sermón tendría la oportunidad de agacharse para coger la pistola de refuerzo. Sin embargo, casi como respuesta a esto, la navaja de afeitar se apretó una vez más contra su garganta, y el asesino se inclinó hacia delante, de modo que sus palabras sonaron cálidas contra su cuello.
– Verá, agente Martin, cuando me vaya al infierno, quiero que sea entre aplausos y aclamaciones. Quiero que una guardia de honor integrada por asesinos, por todos los destripadores, carniceros y maníacos, se ponga firmes en señal de respeto. Quiero ganarme un lugar en la historia, junto a ellos… ¡Me niego -susurró el asesino con frialdad- a ser olvidado!
– ¿Y cómo pretende impedirlo? -inquirió Martin.
El asesino soltó un resoplido.
– Este estado -respondió despacio-. Este territorio que aspira a convertirse en el estado número cincuenta y uno de la Unión más poderosa que ha conocido la historia. ¿Qué es? Una ubicación geográfica, pero sus fronteras reales son filosóficas, ¿no?
»La prueba de esa afirmación, inspector, está aquí mismo. Somos nosotros. Usted y yo y los seguros de las puertas desafortunadamente abiertos que me han permitido colarme aquí detrás para esperarle. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
– Sí.
– Bien, inspector, dígame una cosa. ¿Quién figurará en los libros de historia, la pandilla de políticos y empresarios que concibieron este mundo anacrónico, este lugar que pretende asegurar nuestro futuro invocando al pasado o… -Martin casi podía ver la sonrisa del hombre- el hombre que lo destruya?
Martin barbotó una objeción:
– No lo conseguirá -dijo. Le pareció que sus palabras daban pena.
– Oh, sí, claro que lo conseguiré, inspector. Porque el concepto de seguridad personal es muy frágil. De hecho, ya lo habría conseguido, de no ser porque sus esfuerzos por encubrir el alcance de mis actos han sido extraordinariamente exhaustivos… y también un poco ridículos. O sea, ¿perros salvajes? Venga ya. Por otro lado, gracias a eso se me ocurrió otra manera de participar en este juego. Para lo que requería, claro está, la presencia de mi hijo. Mi hijo casi famoso. Mi hijo conocido y respetado. Por lo que respecta a nuestra batalla personal, con el destino político de este estado en juego, ¿de verdad cree que los medios de comunicación de los otros cincuenta estados pasarían por alto esta noticia? ¿Acaso no es ésta una lucha que despierta instintos primarios, atávicos, abrumadoramente inherentes a la condición humana? Padre contra hijo. Es por eso por lo que hice que le trajera usted aquí, inspector. -El padre de Jeffrey respiró hondo-. Desde el principio confié en que usted lo encontraría y lo traería hasta mí, inspector. Y, por hacer precisamente lo que predije que haría, le estoy agradecido.
Martin sintió que le resultaba imposible respirar. Miró por el parabrisas y vio la mañana que había irrumpido en el mundo ante sus ojos. Todas las piedras, los arbustos, las pequeñas cavidades y hendiduras del suelo que le habían parecido tan traicioneras en la oscuridad y las tinieblas cuando había llegado ahora aparecían nítidas, iluminadas, inofensivas.
– ¿Qué quiere de mí? -preguntó. Acercó todo lo posible la mano a su pierna y el revólver supletorio. Alzó la rodilla ligeramente, intentando reducir la distancia entre la mano y el arma. Pensaba alzar a la vez la izquierda para agarrar la navaja. Suponía que se haría un corte, pero si se movía de forma lo bastante repentina y veloz, podría evitar que la herida fuese mortal. Abrió los dedos y tensó los músculos, preparándose para entrar en acción.
– ¿Que qué quiero de usted, inspector? Quiero que transmita un mensaje.
Martin vaciló.
– ¿Qué?
– Quiero que le lleve un mensaje a mi hijo. Y a mi hija. Y a mi ex esposa. ¿Cree que será capaz, inspector?
Martin no cabía en sí de asombro. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. «¡No va a matarme!»
– Quiere que les transmita un mensaje…
– Es usted el único a quien puedo confiarle esta tarea, inspector. ¿Será usted capaz?
– ¿De llevarles un mensaje? Por supuesto.
– Bien. Excelente. Levante la mano izquierda, inspector. Martin obedeció. El asesino le tendió un sobre grande, blanco, tamaño carta.
– Cójalo. Agárrelo con fuerza.
Martin volvió a hacer lo que le pedían. Asió el sobre con la mano y aguardó más instrucciones. Transcurrió un par de segundos, y, a su espalda, en el asiento trasero, sonó el chasquido tan familiar de una bala al introducirse en la recámara de su semiautomática.
– ¿Es éste el mensaje que quiere que les lleve? -preguntó.
– Es una parte -contestó el asesino-. Hay un segundo elemento.