4 Mata Hari

Susan Clayton observaba una estrecha columna de humo que se elevaba a lo lejos, enmarcada por el sol del ocaso, una raya negra que se arremolinaba perfilada contra el azul del cielo diurno. Apenas tomó conciencia de que algo se estaba quemando incontroladamente; en cambio, le chocó el insulto que el humo lanzaba contra el horizonte perfecto. Aguzó el oído, pero no percibió el sonido insistente de ninguna sirena que traspasara las ventanas de su despacho. Aquello no le parecía tan insólito; en algunas zonas de la ciudad era mucho más común, y considerablemente más razonable, por no decir económico, dejar simplemente que el edificio incendiado quedase reducido a cenizas, antes que poner en peligro la vida de bomberos y agentes de policía.

Giró en su silla y paseó la vista por el ajetreo vespertino que reinaba en la oficina de la revista. Un guardia de seguridad con un fusil de asalto al hombro se preparaba para escoltar al aparcamiento a los empleados que estaba reuniendo en un grupo pequeño y compacto. Por un instante, le recordaron a Susan un banco de peces que se arracimaban en una masa densa para protegerse de un depredador. Sabía que era el pez lento, el solitario, el que dejaban atrás todos los demás, el que acababa devorado. Esta idea hizo que sonriese y dijese para sus adentros: «Más vale nadar deprisa.»

Uno de sus compañeros, el redactor de las páginas de sociedad, asomó la cabeza por la abertura del pequeño cubículo donde trabajaba Susan.

– Vamos, Susan, recoge tus trastos. Es hora de irse.

Ella negó con la cabeza.

– Antes quiero terminar un par de cosas -repuso.

– Las tareas que parece necesario terminar hoy bien pueden ser las que comencemos mañana. Un poco de sabiduría para nuestras condiciones actuales. Una máxima que rija nuestras vidas.

Susan sonrió, pero hizo un leve gesto de rechazo con la mano.

– Sólo me quedaré un ratito más.

– Pero te quedarás sola -señaló él-, y eso nunca es bueno. Más vale que los de seguridad sepan que estás aquí. Y no olvides cerrar las puertas con llave y activar las alarmas.

– Ya conozco el paño -aseguró ella.

El redactor vaciló. Era un hombre mayor, con mechones blancos y una barba entreverada de canas. Ella sabía que era un profesional consolidado y que había tenido un puesto destacado en el Miami Herald hasta que su adicción a las drogas se lo había arrebatado y lo había relegado a escribir notas sobre la clase alta de la ciudad para la revista semanal en la que ambos trabajaban. Él realizaba esta labor con una minuciosidad tenaz pero desprovista de pasión, aunque no de un humor sarcástico muy valorado. Cobraba por ello un sueldo que repartía rápida y diligentemente en partes iguales: una para su ex mujer, otra para sus hijos y el resto para la cocaína. Susan sabía que en teoría él se había desenganchado, pero más de una vez lo había visto salir del aseo de caballeros con unas motas de polvo blanco en los pelos del bigote. Ella fingía no darse cuenta, como habría hecho con cualquier otra persona, pues era consciente de que comentar algo al respecto implicaría meterse en su vida, aunque sólo fuera un poco, y no estaba dispuesta a caer en eso.

– ¿No te preocupa el peligro? -preguntó él.

Susan sonrió, como para decirle que no había por qué preocuparse, cosa que por supuesto ambos sabían que era mentira.

– Lo que tenga que pasar, pasará -sentenció-. A veces pienso que nos pasamos tanto tiempo tomando precauciones contra eventualidades terribles que no nos queda gran cosa que valga la pena.

El redactor sacudió la cabeza, pero soltó una risita. -Ah, una mujer aficionada a los acertijos y a la filosofía -observó-. No, creo que te equivocas. En otra época uno podía dejar las cosas más o menos al arbitrio del destino, y lo más probable era que no pasara nada malo. Pero eso fue hace años. Las cosas ya no funcionan así.

– Aun así, prefiero correr el riesgo -replicó Susan-. Puedo manejarme sola.

El redactor se encogió de hombros.

– ¿Qué es lo que tienes que hacer? -preguntó, molesto-. ¿Qué te impulsa a quedarte aquí cuando todos los demás se han largado? ¿Qué atractivo tiene para ti esta mierda de lugar? No puedo creer que la benevolencia de nuestro jefe te tenga tan embelesada como para arriesgar el pellejo a mayor gloria de la Miami Magazine.

– Tienes razón. Dicho así… -respondió ella-. Pero quiero añadir un enigma especial a mi último pasatiempo, y todavía estoy trabajando en él.

El redactor asintió con la cabeza.

– ¿Un enigma especial? ¿Algún mensaje para un nuevo admirador?

– Supongo.

– ¿De quién se trata?

– He recibido en casa una carta en clave -explicó ella-, y he pensado seguirle el juego a esa persona.

– Suena interesante, pero peligroso. Ten cuidado.

– Siempre lo tengo.

El redactor miró el humo que seguía elevándose tras ella, aparentemente casi al alcance de la mano, justo al otro lado del cristal de la ventana, como si esta escena fuera una naturaleza muerta que plasmaba el abandono urbano.

– A veces me da la impresión de que no puedo seguir respirando -comentó.

– ¿Cómo dices?

– A veces creo que no podré tomar aliento, que hará demasiado calor para inspirar. O que habrá demasiado humo y me ahogaré. O que el aire estará infestado de alguna enfermedad virulenta y que me pondré a toser sangre de inmediato.

Susan no contestó, pero pensó: «Entiendo muy bien a qué te refieres.»

El redactor no apartó la vista de la ventana que ella tenía a su espalda.

– Me pregunto cuánta gente morirá ahí fuera esta noche -dijo en un tono suave y ausente que daba a entender que no esperaba respuesta. Luego echó la cabeza adelante y atrás repetidamente, como un animal que intenta espantar un insecto fastidioso-. No vayas a convertirte en una estadística -le advirtió de pronto, adoptando un tono paternal-. Cíñete a los horarios establecidos. No salgas sin escolta. Permanece alerta, Susan. Permanece a salvo.

– Ésa es mi intención -afirmó ella, preguntándose si realmente lo pensaba.

– Al fin y al cabo, ¿dónde encontraríamos a otra reina de los rompecabezas? ¿Qué nos ofrecerás esta semana? ¿Algún enigma matemático o literario?

– Literario -contestó ella-. He ocultado media docena de palabras clave de parlamentos célebres de Shakespeare en un diálogo inventado entre un par de amantes. El juego consistirá en reconocer qué palabras son del Bardo y en identificar las obras en las que aparecen.

– ¿Un personaje dirá algo así como «no seré yo quien lo niegue», donde la frase oculta sería «no ser», del «ser o no ser»?

– Sí -respondió ella-, sólo que esa frase en particular sería demasiado fácil de detectar para mis lectores.

El redactor sonrió.

– «Si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o…» ¿Cómo sigue? Nunca consigo acordarme.

– ¿Nunca?

– Así es -dijo él, sin dejar de sonreír-. Soy demasiado tonto. Demasiado inculto. Y demasiado impaciente. No tengo suficiente capacidad de concentración. Seguramente debería tomar algo para remediar eso. Soy sencillamente incapaz de sentarme y resolver los acertijos como haces tú. Resulta demasiado frustrante.

Ella no supo qué contestar.

– En fin -dijo él, encogiéndose de hombros-, no te vayas a dormir muy tarde. Este año todavía no han violado ni asesinado a ninguno de los que trabajamos aquí, al menos hasta donde se sabe, y a dirección le gustaría que eso no cambiara. Cuando termines, envía un mensaje de busca junto con tu archivo, para que los encargados de composición no la caguen de nuevo. La semana pasada pasaron por alto tres correcciones que les mandamos tarde.

– Así lo haré, pero a esos chicos les caigo bien, ¿sabes? No me conocen, pero creo que me aprecian. Recibo constantemente mensajes de admiración por correo electrónico.

– Es por tu seudónimo, misterioso, con un toque exótico al estilo de Oriente Medio, velado y esquivo. Evoca en la gente imágenes de secretos perdidos en el pasado. Resulta de lo más sexy, Mata Hari.

Susan sacó del cajón del escritorio unas gafas para leer que usaba rara vez pero que necesitaba de cuando en cuando. Se las puso, apoyándolas en la punta de la nariz.

– Ya me ves -dijo-. Tengo más pinta de institutriz antigua que de espía, ¿no crees?

El redactor se rio y se despidió agitando ligeramente la mano antes de marcharse.

Poco después, el guardia de seguridad asomó la cabeza al interior del cubículo.

– ¿Va a quedarse hasta tarde? -preguntó con un deje de incredulidad en la voz.

– Sí. No mucho rato. Le llamaré cuando necesite escolta.

– Nos vamos a las siete -dijo él-. Después sólo queda el vigilante nocturno, y no está autorizado para realizar labores de escolta. De todos modos, lo más probable es que le pegue un tiro cuando baje en el ascensor, porque estará cagado de miedo cuando se dé cuenta de que hay alguien más en el edificio.

– No tardaré mucho. Y le avisaré antes de bajar.

El hombre se encogió de hombros.

– Es su pellejo -dijo, y la dejó sentada a su escritorio.

«Ya no debe uno quedarse solo -pensó ella-. No es seguro.

»Y la soledad es sospechosa.»

De nuevo echó un vistazo por la ventana. Los atascos del atardecer ya empezaban a formarse; largas colas de vehículos que pugnaban por alejarse del centro. El tráfico de aquella hora le recordó escenas de viejas películas del Oeste, en las que el ganado que se dirigía al norte, hacia su muerte sin saberlo, se asustaba de pronto, y el mar de reses lentas y mugidoras, presa de un pánico repentino, arrancaba a correr desbocadamente por el terreno mientras los vaqueros, héroes de esa versión estilizada de la historia, luchaban por recuperar el control de los animales. Observó los helicópteros de policía que sobrevolaban los embotellamientos como aves carroñeras en busca de cadáveres. A su espalda oyó un sonido metálico y supo que era el de las puertas del ascensor al cerrarse. De pronto podía palpar el silencio en la oficina, como una brisa procedente del mar. Cogió un bloc de notas amarillo y escribió en la parte de arriba: «Te he encontrado.»

Estas palabras volvieron a provocarle un escalofrío. Se mordió con fuerza el labio inferior y se dispuso a formular una respuesta, intentando decidir cuál sería la mejor manera de cifrar las frases que eligiera, pues quería comenzar a trazar en su cabeza un retrato de su corresponsal, y hacer que esta persona resolviera un acertijo ideado por ella la ayudaría a averiguar quién era ese que la había encontrado.


Susan Clayton, como su hermano mayor, todavía conservaba una figura atlética. Su deporte preferido había sido el salto de trampolín; le gustaba la sensación de abandono que experimentaba de pie en el extremo de la plataforma de tres metros, sola, en peligro, preparándose mentalmente antes de precipitar su cuerpo al vacío. Cayó en la cuenta de que muchas de las cosas que hacía -como quedarse en la oficina hasta tarde- eran muy similares. No entendía por qué se sentía atraída por el riesgo tan a menudo, pero era consciente de que gracias a esos momentos de alta tensión era capaz de llegar al final del día. Cuando conducía, casi siempre circulaba por los carriles sin límite de velocidad, a más de 160 kilómetros por hora. Cuando iba a la playa, se adentraba en las corrientes apartadas de la costa, poniendo a prueba su capacidad de resistir la fuerza de la resaca. No tenía novio formal, y rechazaba casi todas las propuestas de citas, pues sentía un vacío extraño en su vida e intuía que un desconocido, por muy entusiasta que fuera, constituiría una complicación añadida que no necesitaba. No ignoraba que, debido a su comportamiento, sus probabilidades de morir joven eran muy superiores a sus probabilidades de enamorarse, pero curiosamente estaba a gusto con esa situación.

A veces, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si las marcas de tensión en las comisuras de sus ojos y su boca eran consecuencia de su visión de la vida, propia de un paracaidista, en caída libre a través de los años. Lo único que temía era la muerte de su madre, que sabía inevitable y más inminente de lo que podía asimilar. En ocasiones le parecía que cuidar de su madre, una tarea que la mayoría habría considerado una carga pesada, era lo único que la motivaba a conservar su empleo y ese burdo remedo de vida normal.

Susan odiaba el cáncer con toda el alma. Habría deseado enfrentarse a él cara a cara, en un combate justo. Le parecía un cobarde, y disfrutaba los momentos en que veía a su madre luchar contra la enfermedad.

Echaba de menos a su hermano lo indecible.

Jeffrey provocaba en ella una maraña de sentimientos encontrados. Ella había llegado a contar hasta tal punto con su presencia durante su infancia compartida que cuando su hermano se marchó de casa el resentimiento se apoderó de ella. Había llegado a albergar una mezcla de envidia y de orgullo, y nunca había logrado entender del todo por qué ella nunca se había animado a dejar el nido. La erudición y la obsesión de su hermano por los asesinos la inquietaban. Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez atracción hacia la misma cosa, y la preocupaba que, de alguna manera desconocida para ella, resultara ser igual que él.

En los últimos años, cuando conversaban, ella se percataba de que se mostraba reservada, reticente a expresar sus emociones, como si quisiera que él la comprendiese lo menos posible. Le costaba contestar a sus preguntas sobre su trabajo, sus expectativas, su vida. Se limitaba a dar respuestas vagas, escondida tras un velo de medias verdades y detalles incompletos. Aunque se consideraba una mujer de personalidad bien definida, se presentaba ante su hermano como una figura etérea y anodina.

Y, lo que resultaba más curioso, había convencido a su madre de que ocultase a Jeffrey el alcance de su enfermedad. Había alegado algo así como que no quería causar trastornos en su vida con esa información, y que no debían implicarlo en el irregular pero inexorable avance de su muerte. Había asegurado que su hermano se preocuparía demasiado, que querría volver a Florida para estar con ellas, y que no había espacio para todos. Se empeñaría en replantear todas las decisiones terribles y dolorosas -sobre medicamentos, tratamientos y clínicas- que ellas ya habían tomado. Su madre había escuchado todos estos argumentos y de mala gana se había mostrado conforme, con un suspiro. A Susan este consentimiento tan rápido le pareció extraño. Llegó a la conclusión de que pretendía imponerse a la muerte de su madre. Era como si creyera que se trataba de algo amenazador, contagioso. Susan se mintió a sí misma al persuadirse de que algún día Jeffrey le daría las gracias por protegerlo de los horrores del declive.

De vez en cuando la asaltaba la idea de que se equivocaba al hacer eso. Entonces se sentía tonta también, e incluso, brevemente, desesperada en su aislamiento, y no sabía de dónde venía ese sentimiento ni cómo vencerlo. En ocasiones pensaba que había llegado a confundir la independencia con la soledad, y que ésa era la trampa en la que había caído.

Se preguntaba además si Jeffrey estaría atrapado también, y creía que se aproximaba rápidamente el momento en que tendría que preguntárselo.

Susan, sentada a su mesa, se puso a hacer garabatos con su pluma, dibujando círculos concéntricos una y otra vez, hasta que se encontraban rellenos de tinta y se habían convertido en manchas oscuras. En el exterior, la noche había envuelto por completo la ciudad; se divisaba algún que otro brillo anaranjado ahí donde se habían declarado incendios en el centro urbano, y el cielo se veía desgarrado con frecuencia por los reflectores de los helicópteros de la policía que rastreaban la delincuencia siempre presente. Se le antojaban pilares de luz celestial, proyectados hacia la tierra desde las tinieblas de lo alto. Al borde del campo de visión que le ofrecía la ventana, vislumbró unos arcos luminosos de neón que delimitaban las zonas acordonadas y, a través de la ciudad, un flujo continuo de faros en la autovía, como agua a través de los cañones de la noche.

Se volvió de espalda a la ventana y posó la mirada en su bloc.

«¿Qué necesitas saber?», se preguntó.

Y acto seguido, con la misma rapidez, se respondió: «Sólo hay una pregunta.»

Se concentró en esa única pregunta e intentó expresarla matemáticamente, pero descartó esa idea a favor de un enfoque narrativo. «La cuestión -pensó- es cómo formular la pregunta con sencillez y a la vez con dificultad.»

Se sonrió, ilusionada por la tarea.

Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aquella rutina de violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta, enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y conseguirlo por medio de citas célebres, aunque sin quedar del todo satisfecha con el resultado.

Se puso a tararear fragmentos de melodías reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella tomaba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base es siempre lo que se conoce -pensó-: la respuesta. El juego consiste en construir el laberinto a partir de ella.»

Se le ocurrió una idea, y casi tiró al suelo su lámpara de escritorio al extender el brazo hacia uno de los muchos libros que rodeaban su espacio de trabajo.

Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró lo que buscaba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la satisfacción de quien se ha dado un buen banquete.

«Soy una bibliotecaria de lo trivial -se dijo-. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»

Susan anotó la información en su bloc amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrirse o un zapato al rozar el suelo.

Se enderezó de golpe en su asiento. Se inclinó despacio hacia delante, como un animal, intentando captar el sonido en aquel silencio.

«No es nada», se dijo.

Sin embargo, alargó lentamente el brazo hacia abajo y extrajo una pistola de su bolso. La empuñó con la mano derecha e hizo girar su silla para quedar de cara a la entrada del cubículo.

Contuvo la respiración, aguzando el oído, pero lo único que percibió fue el repentino palpitar de sus sienes con la sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Nada más.

Escrutando en todo momento la oscuridad de la oficina, alzó con cuidado el auricular del teléfono. Sin mirar el teclado, marcó el código de seguridad del edificio.

La señal de llamada sonó una vez y contestó un guardia.

– Seguridad del edificio. Al habla Johnson.

– Soy Susan Clayton -susurró ella-, de la planta trece, oficinas de la Miami Magazine. Se supone que estoy sola.

La voz del guardia de seguridad habló en tono enérgico al otro lado de la línea.

– Me han pasado una nota que decía que usted sigue aquí. ¿Cuál es el problema?

– He oído un ruido.

– ¿Un ruido? En teoría ahí no hay nadie aparte de usted.

– ¿Personal de limpieza, tal vez?

– Antes de medianoche, no.

– ¿Alguien de otras oficinas?

– Ya se han ido todos a casa. Está usted sola, señora.

– ¿Podría usted comprobarlo en sus pantallas y sus sensores de calor?

El guardia soltó un gruñido, como si lo que ella le pedía implicara mayor complicación que accionar unos pocos interruptores en un teclado de ordenador.

– Ah, estoy viendo la imagen de la planta trece, ahí está usted. ¿Eso que lleva es una automática?

– Siga buscando.

– Estoy girando la cámara. Joder, con toda la mierda que tienen ustedes ahí, podría haber un tipo escondido bajo una mesa y no habría forma de que yo lo viera.

– Compruebe los sensores de calor.

– Eso hago. Vamos a ver… Bueno, tal vez… nah, lo dudo.

– ¿Qué?

– Bueno, la percibo a usted y a su lámpara. Y varios compañeros suyos se han dejado encendido el ordenador, lo que siempre da una lectura engañosa. Ahora detecto una fuente de calor que podría ser otra persona, señora, pero no hay nada que se mueva. Seguramente no es más que el calor residual de otro ordenador. Ojalá la gente se acordara de apagar esos trastos. Desbarajustan los sensores una barbaridad.

Susan se percató de que los nudillos se le estaban poniendo blancos por sujetar el arma con tanta fuerza.

– Siga comprobando.

– No hay nada más que comprobar. Está sola, señora. O bien quien quiera que se encuentre allí con usted está escondido tras un terminal de ordenador sin mover un dedo, casi sin respirar y esperando, porque sabe cómo funciona nuestro sistema de seguridad y además nos está oyendo hablar. Eso es lo que yo haría -aseguró el guardia-. Hay que ser muy sigiloso. Pasar de una fuente de calor a otra sin hacer nada de ruido y despachar el asunto enseguida. Quizá le convenga cargar esa pistola, señora.

– ¿Puede usted subir?

– Eso no forma parte de mis obligaciones, es cosa de los escoltas. Puedo acompañarla al aparcamiento, pero para eso tiene usted que bajar por su cuenta. Yo no subiré hasta que lleguen los de limpieza. Esos chicos van bien armados.

– Mierda -musitó Susan.

– ¿Cómo dice? -preguntó el guardia.

– ¿Sigue sin ver nada?

– En la imagen de vídeo, nada, pero tampoco es que funcione muy bien. Y el detector de calor sólo me da las mismas lecturas dudosas. ¿Por qué no se va caminando despacito hacia el ascensor mientras yo la vigilo a través de la cámara?

– Antes tengo que terminar una cosa.

– Bueno, usted misma.

– ¿Puede seguir vigilándome? Será sólo un par de minutos.

– ¿Lleva usted cien pavos que le sobren?

– ¿Qué?

– La vigilaré mientras termina. Le costará cien pavos.

Susan reflexionó por unos instantes.

– De acuerdo. Trato hecho.

El guardia se rio.

– Dinero fácil.

Ella oyó otro sonido.

– ¿Qué ha sido eso?

– Yo, que he hecho girar otra cámara a distancia -explicó el guardia.

Susan depositó la pistola sobre el escritorio, junto al teclado de su ordenador, y, a su pesar, soltó la culata. Le costó más aún dar media vuelta en su asiento y volver la espalda a la entrada de su cubículo y a lo que fuera que había hecho el sonido que había oído.


Quizá fuera una rata, pensó. O incluso sólo un ratón. O nada. Inspiró lentamente, intentando controlar su pulso acelerado, y notando el sudor pegajoso en la parte posterior de su delgada blusa. «Estás sola -se dijo-. Sola.» Encendió la pantalla del ordenador e introdujo rápidamente la información necesaria para enviar un mensaje al departamento de composición electrónica. Puso como encabezamiento su identificación, «Mata Hari», y escribió rápidamente las instrucciones para los cajistas.

Acto seguido, tecleó:


Dedicado especialmente para mi nuevo corresponsal: Rock Tom setenta y uno segunda cancha cinco.


Hizo una pausa, mirando las palabras por un momento, satisfecha de su creación. Acto seguido, envió el mensaje. En cuanto el ordenador le indicó que el documento había sido expedido y recibido, giró en su silla y, en el mismo movimiento, cogió la pistola automática.

La oficina parecía en calma, y ella repitió para sus adentros que se encontraba sola. Sin embargo, no logró convencerse de ello, y pensó que el silencio, al igual que un espejo deformante, a veces podía ser engañoso. Levantó la vista hacia la cámara de videovigilancia que la enfocaba e hizo un leve gesto al guardia, que esperaba que estuviese atento. Con su mano libre empezó a recoger sus cosas y a meterlas en una mochila que se echó al hombro. Mientras se levantaba de su asiento, alzó la pistola, sujetándola con ambas manos, en posición de disparar. Respiró hondo, para relajarse, como un tirador un milisegundo antes de apretar el gatillo. Luego, con movimientos lentos y la espalda pegada a la pared siempre que le era posible, inició cautelosamente el trayecto de vuelta a casa.

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