Los dos hombres se dirigían en coche al norte a través del estado número cincuenta y uno, hacia las estribaciones rocosas donde, unos meses atrás, se había descubierto el cadáver de la joven designada con el número tres. Jeffrey Clayton escuchaba distraídamente el golpeteo rítmico de las ruedas del automóvil contra los sensores electrónicos incrustados en el asfalto de la carretera. Avanzaban deprisa, aunque en una sala de control lejana, su velocidad y su posición podían leerse en un mapa informático de todo el sistema viario del estado. Aun así, los dejaron en paz. Al principio del viaje, el agente Martin había dado un código de tráfico a la oficina central por teléfono para que ningún helicóptero del Servicio de Seguridad apareciera sobre sus cabezas exigiéndoles que redujesen la velocidad para ceñirse al límite que normalmente se hacía cumplir a rajatabla.
De cuando en cuando pasaban zumbando junto a salidas que conducían a zonas pobladas. Todas ellas tenían nombres agresivamente optimistas como Victoria, Éxito o Valle Feliz, o bien los tipos de nombres inventados con el fin de suscitar imágenes de una vida pura en plena naturaleza, según la visión de algún ejecutivo en su despacho, como Río Viento o Trote del Ciervo. La entrada a cada una de estas zonas se anunciaba con un letrero distinto, codificado con colores. Al final, Clayton preguntó por qué.
– Muy sencillo -respondió el agente Martin-. Cada color indica un tipo distinto de vivienda. Hay cuatro niveles dentro del estado: amarillo, las casas y apartamentos urbanos; marrón, casas unifamiliares de dos o tres habitaciones; verde, residencias de cuatro o cinco habitaciones; y azul, fincas grandes. Todo se basa en un concepto urbanístico ideado por Disney para la primera de sus ciudades privadas, erigida a las afueras de Orlando, pero llevado un poco más lejos.
Clayton dio unos golpecitos con el dedo a un adhesivo rojo pegado a la ventana lateral.
– ¿Y el rojo? -inquirió.
– Significa que tengo acceso a todas partes.
Cuando pasaron junto a una señal verde que anunciaba un sitio llamado Cañada del Zorro, Clayton lo señaló.
– Enséñeme.
Con un gruñido, el inspector dio un bandazo para enfilar la rampa de salida.
– Buena elección -comentó crípticamente.
Casi al instante se encontraban en medio de una urbanización residencial de las afueras, un barrio de patios amplios y de pinares. El sol se colaba por entre las ramas y ocasionalmente arrancaba destellos al capó metálico de algún coche último modelo bien pulido aparcado en algún camino particular. Se formaban arcos iris pequeños cuando la luz daba de lleno en el rocío de los aspersores que regaban automáticamente el césped. Las casas en sí parecían espaciosas, cada una de ellas rodeada por cerca de media hectárea de terreno y bastante apartadas de la modesta carretera. Más de una estaba equipada con una piscina cubierta.
A Clayton le dio la impresión de que había varios diseños básicos para cada casa; reconoció los estilos colonial, del Oeste y mediterráneo. Todas las viviendas estaban pintadas de blanco, gris o beige, o bien teñidas con una capa translúcida que resaltaba el revestimiento de tablas de madera. En el trazado de cada modelo, sin embargo, sólo había diferencias menores -un atrio, una galería con vidrieras o ventanas en forma de media luna-, de manera que los barrios parecían iguales, pero no del todo; similares, pero ligeramente distintos. O quizá, pensó él, únicos pero no demasiado, lo que tuvo que reconocer que era un contrasentido, aunque resultaba bastante adecuado. La arquitectura de la urbanización era sutil: aparentemente proclamaba que cada hogar era diferente pero que el conjunto era uniforme. Clayton se preguntó si podría decirse lo mismo de quienes vivían en las casas.
Era mediodía y la temperatura templada empezaba a subir levemente conforme el sol ascendía en lo alto. El barrio estaba tranquilo. Salvo por alguna que otra mujer que vigilaba pacientemente a unos niños pequeños que jugaban en los columpios y las estructuras de barras de madera en un patio lateral, las calles estaban desiertas. Clayton miraba en torno a sí, buscando atisbos de deterioro o abandono, pero todo era demasiado nuevo. Unas manzanas más adelante, avistó a un par de mujeres vestidas con atuendos de corredoras de colores vistosos, haciendo footing despacio tras unos relucientes cochecitos de tubos de acero con sendos bebés en su interior. Las dos eran jóvenes, quizá de la edad del propio Jeffrey, aunque de repente se sintió mayor. Las mujeres saludaron con un gesto cuando pasaron junto a ellas en el coche.
Clayton reparó en otra cosa: no había cercas de seguridad.
– No está mal, ¿no? -preguntó el inspector.
– No -admitió Clayton-. Parece agradable. ¿Hay normas que regulen los estilos de las casas?
– Por supuesto. Hay normas sobre el color, normas sobre el diseño, normas sobre lo que uno puede y no puede instalar. Hay normas de todo tipo, sólo que no las llamamos normas. Las llamamos pactos, y todo el mundo firma el acuerdo necesario antes de establecerse aquí.
– ¿Nadie protesta?
El inspector negó con la cabeza.
– Nadie protesta.
– Pongamos que tienes una colección de objetos artísticos caros que requiere sensores de presión y alarmas. ¿Te los dejarían instalar?
– Sí. Tal vez. Pero todos los sistemas tienen que registrarse, someterse a la inspección y la aprobación del Servicio de Seguridad. Cualquier arquitecto autorizado por el estado puede encargarse del papeleo. Forma parte del paquete.
Martin frenó poco a poco y detuvo el coche frente a una construcción grande y de diseño moderno. No obstante, estaba claramente vacía, y un letrero de SE VENDE colgaba junto al camino de acceso. El césped del patio era un poco más tupido que el de otros patios de la misma manzana, y los setos no estaban podados. Al profesor la casa le recordaba a un adolescente desgarbado, presentable en general, pero despeinado y sin afeitar, como si se hubiera ido a dormir muy tarde la noche anterior, tras ingerir demasiadas cervezas ilegales.
– Ahí es donde vivía Janet Cross -dijo el inspector en voz baja, señalando con un gesto las carpetas que Clayton tenía sobre las piernas-. Era hija única. La familia acabó por mudarse a otro sitio hace dos, tal vez tres semanas.
– ¿Adónde fueron?
– Tengo entendido que a Minneapolis. El lugar del que habían venido. Tenían parientes allí.
– ¿Y los vecinos? ¿Ellos qué opinan?
El agente Martin metió la marcha y avanzó lentamente por la calle.
– ¿Quién sabe? -contestó al cabo de un momento.
Clayton se disponía a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Echó una ojeada al inspector, que mantenía la vista al frente. Al profesor le pareció que acababan de darle una respuesta sorprendente. Tendrían que haber interrogado a los vecinos a fondo. ¿Habían visto u oído algo? ¿Se habían fijado en si algún desconocido rondaba por allí durante los días previos al secuestro de la joven? ¿Y después? ¿No se habían quejado a las autoridades? ¿No habían formado asociaciones vecinales anticrimen, ni celebrado reuniones para asignar turnos de guardia? ¿No, habían insistido en reforzar la seguridad ni hablado de instalar cámaras de videovigilancia en la calle? En un segundo se le ocurrió más de media docena de posibles reacciones típicas de la clase media frente al crimen violento. Tal vez fueran reacciones inútiles, pero reacciones al fin y al cabo.
Exhaló despacio y preguntó en cambio:
– ¿En qué circunstancias desapareció?
– Regresaba a casa caminando de una casa en la que había estado haciendo de canguro, a menos de tres calles de distancia. Justo lo bastante cerca para que no tuviera que pedirle a nadie que la llevara en coche. Y justo lo bastante temprano, también. La pareja para la que estaba trabajando había hecho una reserva de primera hora en un restaurante para cenar y luego ir al cine a la sesión de las ocho de la tarde. Llegaron a casa, le pagaron un par de pavos, y ella salió por la puerta después de las once. Ya nadie la volvió a ver.
– Vamos a la casa donde había estado trabajando -le pidió Jeffrey a Martin, que gruñó en señal de asentimiento.
Clayton se reclinó en su asiento y dejó funcionar la imaginación. Contempló la tranquila calle de la zona residencial y le resultó fácil visualizarla envuelta en un denso velo nocturno. ¿Había habido luna esa noche? «Averigúalo», se dijo. Los grupos de árboles habrían proyectado sombras, bloqueando toda la luz del cielo. Y había pocas farolas, que no eran, desde luego, de alta intensidad ni de vapor de sodio como las que iluminaban gran parte del resto del país. Seguramente no hacían falta, y los propietarios de las casas se quejarían con toda probabilidad del resplandor que se colaría por sus ventanas.
Clayton lo entendía. Si uno se traga el mito de la seguridad, no le interesa que una luz brillante le recuerde todas las noches que podría estar equivocado.
Continuó reconstruyendo el momento en su mente. Así pues, ella iba andando, sola, mucho después del anochecer, dándose algo de prisa, porque incluso allí la noche debía de resultar inquietante y porque, aun cuando creyera no tener nada que temer, estaba sola. A paso ligero, oyendo las suelas de sus deportivas repiquetear la acera, sujetando los libros contra su pecho, como alguien en algún retrato pintado por Norman Rockwell. Y después, ¿qué? ¿Un coche acercándose despacio por detrás, con los faros apagados? ¿La había acechado él como un depredador nocturno?
Jeffrey podía responder a esa pregunta: sí.
Clayton tomó nota para sus adentros: la agresión tuvo que ser rápida, silenciosa y repentina. Una sorpresa absoluta, porque un grito habría dado al traste con la operación. Por tanto, ¿qué había necesitado él para conseguir eso?
¿Aquélla había sido una noche idónea para la caza y número tres simplemente había pasado por allí en el momento equivocado por azar o porque así lo había querido el destino? ¿O era ella la presa que él ya había elegido y estudiado, y la noche simplemente le había brindado la oportunidad que había estado esperando pacientemente?
Clayton asintió para sí. Era una distinción interesante. Un tipo de cazador se mueve sigilosamente por el bosque, rastreando. El otro se agazapa en su escondrijo, aguardando a la víctima que sabe que se dirige hacia allí. Había que encontrar la respuesta.
Tras toda muerte violenta siempre hay un nexo. Un motivo oculto. Un conjunto de reglas y de respuestas que, como una ecuación matemática diabólica, tienen como resultado el asesinato.
¿De qué se trataba esta vez? En la mente de Jeffrey Clayton se agolpaban las preguntas, algunas de las cuales no estaba ansioso por responder.
Llegaron al final de la manzana y torcieron por una segunda calle flanqueada por casas que desembocaba en una calle cerrada cerca de un kilómetro más adelante. Mientras daban la vuelta a la pequeña rotonda ajardinada, el inspector señaló una cuesta que descendía hacia una casa un poco más apartada de la calle que las demás. Por un capricho del trazado, la siguiente casa en la calle cerrada había quedado orientada hacia el exterior de la manzana, y su camino particular discurría por entre unos setos verdes y enmarañados. Una tercera casa, situada al otro lado de la línea divisoria, también estaba construida de tal manera que sus ventanas daban a la calzada y no a la rotonda. Se encontraba también en lo alto de un promontorio, tras un par de pinos grandes.
– Pare el coche -dijo Clayton de pronto.
Martin lo miró extrañado y luego obedeció.
Clayton se apeó y se alejó unos pasos, volviéndose para mirar cada casa, tomando medidas a ojo.
El inspector bajó su ventanilla.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Justo aquí -respondió Clayton. Notaba una sensación fría y pegajosa en la piel.
– ¿Aquí?
– Aquí es donde él esperó.
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Martin.
Clayton hizo un gesto rápido en dirección a las tres casas.
– En este punto nadie alcanzaría a verlo desde ninguna de las tres casas. Es como un punto ciego. No hay farolas. Un coche oscuro, después del anochecer. Simplemente aparcó aquí y se puso a esperar.
El inspector bajó del coche y miró en derredor. Se alejó caminando por unos instantes, se volvió, se quedó mirando el sitio en que se encontraba Clayton y regresó. Frunció el ceño, volvió a contemplar los ángulos que formaban las casas, midiendo mentalmente la intersección. Al cabo de un momento asintió y soltó un silbido.
– Seguramente está en lo cierto, profesor. No está mal. No está nada mal. Todas estas casas están ocultas a la vista. Treinta metros más adelante, en la calle, ella habría estado en la acera, visible desde ambos lados. Y también más cerca de las casas, desde donde se habrían podido oír sus gritos. Si es que gritó. Si es que pudo gritar. -El inspector hizo una pausa y dejó que sus ojos recorrieran la zona de nuevo-. No. Quizá tenga usted razón, profesor. No entiendo cómo lo he pasado yo por alto. Me quito el sombrero.
– ¿Se llevó a cabo una batida después de la desaparición? ¿En esta zona?
– Claro. Pero debe usted entender que no fue sino hasta el momento en que vimos el cadáver cuando comprendimos a qué nos enfrentábamos. Y para entonces… -Su voz se apagó.
Clayton movió la cabeza afirmativamente y volvió a subir al coche. Echó otro vistazo alrededor, con mil preguntas rondándole la cabeza. Los clientes de la canguro llegaron seguramente en su coche. ¿Cómo se las arregló él para evitar que lo vieran a la luz de los faros? Muy fácil. Llegó después. ¿Cómo sabía que ella se iría a casa a pie y que no la acompañarían? Porque la había visto antes. ¿Cómo sabía que no habría vecinos entrando o saliendo? Porque conocía sus horarios también.
Clayton respiró hondo en silencio e intentó convencerse de que no era una cosa terrible estar recorriendo una apacible calle residencial y descubrir de inmediato el mejor lugar donde podía aguardar un asesino. Se dijo que era necesario ver el barrio a través de los ojos del asesino, pues de lo contrario no tendrían la menor posibilidad de dar con él, por lo que su habilidad era algo que debía causar admiración y no espanto. Él sabía, claro está, que eso era mentira. Aun así, se aferró a ello en su fuero interno, pues la alternativa era algo que no deseaba contemplar.
Avanzaron durante unos minutos más en el coche y dejaron atrás la exclusiva urbanización. Clayton divisó un parque pequeño. Vio que había una pista de arcilla para hacer footing en torno al perímetro, unas canchas de tenis, una canasta de baloncesto y una zona de juegos en la que había varios niños pequeños. Un corrillo de mujeres sentadas en unos bancos conversaban mientras prestaban a sus hijos una atención intermitente que denotaba seguridad. Al pasar junto al parque, advirtió que las casas del otro lado eran más pequeñas, estaban más juntas y próximas a la acera. Ahora las señales de la calle eran marrones.
– Estamos en Ecos del Bosque -le informó Martin-. Una urbanización marrón. De clase media, pero en el otro extremo de ese espectro. Justo en el límite de la ciudad.
Del barrio residencial pasaron a un bulevar amplio con centros comerciales de una sola planta a ambos lados. Todos eran de estilo suroeste, con techumbre de tejas rojas y paredes de estuco beige claro, incluida la tienda de comestibles que ocupaba casi una manzana entera en el centro del complejo. Clayton se puso a leer los nombres de los establecimientos y cayó en la cuenta de que también estaban agrupados: las boutiques de ropa fina y las tiendas de objetos curiosos estaban en una punta del centro comercial, mientras que las de saldos y las ferreterías estaban en el extremo opuesto. Los restaurantes, las pizzerías y los locales de comida rápida estaban repartidos por todo el lugar.
– Ya hemos acabado las compras -comentó el inspector-. Bienvenido a Evergreen, zona residencial de las afueras de Nueva Washington.
El centro de la pequeña ciudad tenía un regusto anticuado, como de Nueva Inglaterra. Todo estaba dispuesto en torno a un parque extenso, verde y recubierto de césped. En un extremo Clayton divisó el chapitel blanco de una iglesia episcopaliana recortado contra el azul claro del cielo del oeste. A su derecha había otro campanario, rematado con una cruz: una iglesia metodista. Al otro lado del parque, había una sinagoga frente a las iglesias, con una estrella de David desacomplejadamente instalada en lo alto del tejado. Todas tenían un diseño moderno, abstracto. Cerca, Jeffrey vio un grupo de tres edificios con paredes de tablas pintadas de blanco. Uno tenía una placa que decía OFICINAS MUNICIPALES, el de al lado era la SUBCOMISARÍA DEL SERVICIO DE SEGURIDAD 6, y el tercero rezaba: CENTRO INFORMÁTICO.
Había también un letrero pequeño que señalaba una calle lateral con la indicación ESCUELA Y CENTRO DE SALUD REGIONALES DE EVERGREEN.
El agente Martin asintió con la cabeza y detuvo el coche a la orilla del parque. Clayton reparó en una estatua situada en un extremo, un soldado de la época de la Segunda Guerra Mundial en una pose heroica que se alzaba sobre un par de cañones antiguos pintados de negro. Se preguntó si el ayuntamiento habría importado a algún héroe de ficción para rendirle homenaje.
– ¿Lo ve, profesor? Todo cuanto se puede necesitar, ordenado y a mano. ¿Se va haciendo una idea?
– Creo que sí.
– Hay al menos tres lugares de culto en cada comunidad. No siempre son los mismos, claro está. Pueden ser mormones o católicos. Incluso pueden ser musulmanes, por el amor de Dios. Pero siempre son tres. Una sola iglesia implica exclusividad. Dos, competitividad. Pero tres implica diversidad, y sólo la suficiente para dar fuerza sin crear divisiones, no sé si me explico. Una mezcla étnica que fortalece en lugar de dividir. Lo mismo ocurre con la manera en que se organizan las comunidades. Todos los grupos económicos están representados, pero se relacionan entre sí en la ciudad o en el centro comercial. Podemos pasar junto a las fincas, si le interesa. Si a esto le sumamos un solo edificio que alberga desde el jardín de infancia hasta el instituto y otro que es una combinación de gimnasio y mini hospital, ¿qué más se puede necesitar?
– ¿Un centro informático?
– Todas las casas están conectadas por medio de fibra óptica. Si uno lo desea, puede hacer sus compras, votar en las elecciones municipales, presentar la declaración de impuestos, chismorrear, intercambiar recetas o vender acciones, lo que sea, desde casa. Enviar o recibir correo electrónico, fijar el horario de clases de música, lo que sea. Todo lo que figuraría en un tablón de anuncios municipal. Joder, los profesores pueden poner deberes por medio del ordenador y los niños pueden enviar sus ejercicios por el mismo procedimiento. Todo está conectado hoy en día. La biblioteca, la tienda de comestibles, el horario del equipo de baloncesto escolar y las actuaciones de la clase de danza. Cualquier cosa que se le ocurra.
– ¿Y el Servicio de Seguridad puede intervenir cualquier transmisión u operación?
Martin vaciló antes de contestar.
– Por supuesto. Pero no lo proclamamos a los cuatro vientos. La gente es consciente de ello, pero al cabo de un año o dos se olvidan. O les da igual. Seguramente, a un matrimonio típico le trae sin cuidado que el Servicio de Seguridad lea todas las invitaciones a su cena o monitorice sus tratos con la empresa de catering. Probablemente ni siquiera les importe que sepamos cuándo extendieron un cheque para pagar por bebidas alcohólicas o arreglos florales. Y cuando ese cheque se cobra, también nos enteramos.
– No sé… -repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le parecía distante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con claridad de nuevo.
– ¿Quiere que pasemos junto a algunas de las fincas? Se encuentran a las afueras de la ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos prefieren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad. Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas? Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de todos modos.
– ¿Están construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?
– No. Las hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas está limitado por la normativa de concesión de licencias por parte del estado, existen algunas similitudes.
A Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comentarla. En cambio, señaló la rampa de acceso a la autopista.
– Quiero ver el lugar donde se encontró el cadáver -dijo.
Con un gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.
– ¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Amarillo? ¿Verde o azul? En este orden social, ¿dónde encajan los polis?
– En el amarillo -respondió despacio-. Tengo una casa urbana cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a hacer grandes desplazamientos. Ya no tengo esposa. Nos separamos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo amistoso, al menos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No los veo muy a menudo. En resumen, vivo solo.
Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más educado.
– Claro que eso no es muy habitual por aquí.
– ¿A qué se refiere?
– En este estado no están bien vistos los varones adultos solteros. Aquí todo gira en torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo. Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divorcios, aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso si eres un solitario. No hay muchos bares para solteros en el estado. De hecho, debe de haber cerca de cero.
Jeffrey asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurrido algo. Abrió la boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía -pensó-, pero empiezo a enterarme un poco.»
Se reclinó en su asiento mientras el inspector aceleraba. Las estribaciones, que parecían ostensiblemente más cercanas, se elevaban sobre la llanura, verdes, marrones y ligeramente más oscuras que el resto del mundo. Al principio le dio la impresión de que se hallaban a sólo unos pocos kilómetros, pero luego comprendió que aún les quedaban varias horas de trayecto. Se recordó a sí mismo que en el Oeste las distancias son engañosas. Las cosas suelen estar más lejos de lo que uno cree. Pensó que lo mismo ocurría con la mayor parte de las investigaciones de homicidios.
A primera hora de la tarde llegaron a la zona donde se había encontrado el cuerpo número tres. Hacía más de una hora que habían pasado por la última población, y las señales de la autopista les advertían de que se hallaban a unos 150 kilómetros de la frontera recién trazada que separaba el territorio del sur de Oregón. Era un terreno agreste, densamente arbolado, y en él reinaba una calma opresiva. Había pocos vehículos que adelantar. Clayton se dijo que estaban en medio de uno de los parajes inhóspitos del mundo: un lugar donde dominaban el silencio y la soledad. La región apenas estaba urbanizada; había un vacío inmenso que resultaría difícil de llenar artificialmente. Las montañas a las que se aproximaban se alzaban imponentes, grises como el granito, coronadas de blanco y escarpadas. Un territorio implacable.
– No hay mucha cosa por aquí -comentó Clayton.
– Sigue siendo tierra salvaje -convino Martin-. No lo será siempre, pero aún lo es. -Titubeó antes de añadir-: Hay estudios psicológicos, y algunas encuestas supuestamente científicas que dicen que la gente se siente a gusto y está a favor de las zonas salvajes siempre y cuando estén limitadas en su extensión. Declaramos bosques estatales y áreas de acampada, y luego apenas los tocamos. Eso hace felices a los fanáticos de la naturaleza. La civilización gana terreno despacio, inadvertidamente. Eso ocurrirá aquí también. Dentro de cinco años, quizá diez. -Hizo un gesto con el brazo derecho-. Ahí delante hay una carretera que usaban los madereros. Ya no se talan árboles, por supuesto. Los ecologistas han ganado esa batalla. Pero el estado mantiene los caminos transitables para los excursionistas. Es un lugar estupendo para la caza y la pesca. Además, resulta cómodo. Se tarda sólo tres horas en llegar en coche desde Nueva Washington, y menos todavía desde Nueva Boston y Nueva Denver. Están en vías de crear todo un sector económico nuevo. Se puede ganar un montón de pasta con la naturaleza controlada.
– Fue así como la encontraron, ¿verdad? ¿Un par de pescadores?
El inspector asintió.
– Un par de ejecutivos de seguros que se habían dado un día libre para buscar truchas salvajes. Encontraron más de lo que esperaban.
Tomó una salida de la autopista, y el coche de pronto iba dando tumbos y cabeceando como una barca en un mar picado. El polvo se arremolinaba tras ellos, y la grava repiqueteaba contra la parte inferior del vehículo como una ráfaga de disparos. A causa de los bandazos, los dos hombres se quedaron callados. Avanzaron así durante unos quince minutos. Clayton se disponía a preguntar cuánto faltaba cuando el inspector detuvo el coche en un pequeño apartadero.
– A la gente le gusta -dijo Martin-. Para mí es un coñazo, pero a la gente le gusta. Yo por mí mandaría asfaltar el puto camino, pero me dicen que, según los psicólogos, la gente prefiere la sensación de aventura que les da el ir botando. Les hace creer que los treinta de los grandes que se gastaron en su cuatro por cuatro valieron la pena.
Clayton bajó del coche y de inmediato vio un sendero angosto que discurría entre matorrales y árboles. A la orilla del apartadero, allí donde arrancaba el camino, había una placa de madera color castaño con un mapa plastificado.
– Ya estamos llegando -dijo el inspector.
– ¿Él la dejó aquí?
– No, más lejos. A un kilómetro y medio de aquí, tal vez un poco menos.
El sendero bordeado de árboles había sido despejado, por lo que no costaba caminar por él. Era justo lo bastante ancho para que los dos hombres pudieran andar uno al lado del otro. Bajo sus pies, el suelo del bosque estaba recubierto de agujas de pino marrones. De cuando en cuando se oía un correteo, cuando espantaban a alguna ardilla. Un par de mirlos protestaron por su presencia con un canto discordante y se alejaron aleteando ruidosamente entre los árboles.
El inspector se detuvo. Aunque hacía algo de fresco a la sombra, sudaba a mares, como el hombretón que era.
– Escuche -dijo.
Clayton se detuvo también y sólo alcanzó a distinguir el murmullo de agua que corría.
– El río está a unos cincuenta metros. Suponemos que los dos tipos debían de estar encantados. No es una excursión tremenda, pero llevaban botas de pescador e iban cargados con cañas, mochilas y todas esas cosas. Además, ese día hacía bastante calor. Más de veintiún grados. Póngase en su lugar. Así que iban a toda prisa, seguramente sin fijarse mucho en lo que pudieran encontrar por el camino.
El inspector hizo un gesto hacia delante, y Clayton reanudó la marcha.
– Janet Cross -dijo Martin entre dientes, un paso por detrás del profesor-. Así se llamaba.
El sonido del río se hacía más intenso conforme se acercaban, hasta que Clayton prácticamente no oía otra cosa. Atravesó un último grupo de árboles y de pronto se vio en lo alto de un ribazo, unos dos metros por encima del agua que burbujeaba y corría en unos rápidos salpicados de rocas. Parecía sinuosa, viva. Era un agua veloz, vigorosa, que bajaba con ímpetu por una cuenca estrecha como un pensamiento rabioso. El sol se reflejaba en la superficie, tiñéndola de una docena de tonos distintos de azul y verde veteados de espuma blanca
Martin se detuvo a su lado.
– Un lugar de primera para los pescadores. Hay truchas casi en todas partes. Son difíciles de pescar, según me cuentan, porque van a toda pastilla y se mueven mucho. Además, si uno resbala en una de esas rocas, bueno, digamos que se lía una buena. Pero no deja de ser un sitio estupendo.
– ¿Y el cadáver?
– El cadáver, sí. Janet. Buena chica. Siempre son buenas chicas, ¿no, profesor? Todo sobresalientes. Iba a matricularse en la universidad. Tengo entendido que también era gimnasta. Quería estudiar el desarrollo en la primera infancia. -El inspector levantó los brazos despacio y apuntó a una roca grande y plana situada en la margen-. Justo allí.
La roca medía al menos tres metros de ancho y parecía el tablero de una mesa inclinado ligeramente hacia donde ellos se encontraban. Jeffrey pensó que el cuerpo casi debía de parecer allí enmarcado o engastado, como un trofeo.
– Los dos pescadores… joder, al principio creyeron que ella sólo estaba tomando el sol desnuda. Una primera impresión, ¿sabe? Porque estaba ahí, abierta de brazos, cómo decirlo, como en un crucifijo. En fin, le gritaron algo y ella no reaccionó, de modo que uno se acercó caminando por el agua, subió de un salto, y lo demás ya se lo imaginará. -Sacudió la cabeza-. Ella debía de tener los ojos abiertos. Los pájaros se los habían sacado. Pero el cuerpo no presentaba más daños causados por animales. Y el estado de descomposición era mínimo; llevaba allí entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de que aparecieran esos tipos. Dudo que vuelvan a pescar mucho en este tramo del río.
Jeffrey bajó la vista y advirtió que la roca en la que habían encontrado el cadáver estaba a cierta distancia de la orilla. Descansaba sobre una base de grava, en menos de treinta centímetros de agua. Dominaba una charca de modestas dimensiones; un par de peñas más grandes en la cabecera de la charca dividían la energía del río, lanzando el agua más furiosa hacia el ribazo opuesto y creando una corriente más lenta tras la roca plana.
Clayton no sabía mucho de pesca, pero sospechaba que la roca era un lugar privilegiado. Desde su borde posterior se podía lanzar fácilmente el anzuelo hasta el otro lado de la charca. Pensó que el hombre que había dejado el cuerpo allí seguramente se había fijado en eso también.
– Cuando rastrearon ustedes la zona… -empezó a decir, pero el inspector lo interrumpió.
– Todo roca. Roca y algo de agua. No hay huellas. Además, la tarde anterior había llovido. Tampoco hubo la suerte de que se encontraran trozos de ropa enganchados en alguna espina. Revisamos toda la zona hasta el lugar donde hemos dejado el coche, con lupa, como suele decirse. Tampoco había huellas de neumáticos. No teníamos nada excepto un cadáver, justo aquí, como si hubiera caído directamente del cielo.
Martin tenía la mirada fija en la orilla opuesta, en el sitio exacto.
– Yo iba con el primer equipo que llegó aquí, así que sé que la escena no sufrió ningún tipo de contaminación. -Sacudió la cabeza. Hablaba en tono neutro, inexpresivo-. ¿Alguna vez ha visto algo que le recuerde a una pesadilla? No me refiero a un sueño que haya tenido o a una fantasía. Ni siquiera a una de esas situaciones de deja vu que todos conocemos. No, yo estaba justo ahí, de pie, y allí estaba ella, y fue como si estuviera reviviendo una pesadilla que había tenido una vez y que creía haber olvidado hacía tiempo. La vi con los brazos extendidos y las piernas juntas, sin sangre ni señales de lucha evidentes. Entonces supe, en cuanto recuperé el aliento, que no íbamos a encontrar una puta pista que nos sirviera. Y cuando nos acercamos, supe que iba a ver ese dedo cortado… y supe, profesor, justo en ese momento lo que tenía que saber, es decir, quién lo hizo. -La voz del inspector se apagó, ahogada por el ruido de la corriente impetuosa que pasaba junto a ellos.
Jeffrey no confiaba demasiado en su propia voz, y desde luego fue lo bastante sensato para no hacer algún comentario de listillo. Al observar a Martin contemplando la roca plana, supo que el agente veía aún el cuerpo de la chica tendido allí con la misma nitidez con que lo había visto aquel día.
– Él quería que encontraran el cadáver -dijo Clayton.
– Eso pensé yo también -respondió Martin-. Pero ¿por qué aquí?
– Buena pregunta. Seguramente tenía una razón.
– Un lugar aislado, pero no precisamente oculto. Por estos pagos habría podido encontrar algún sitio donde nadie la descubriese nunca. O, al menos, donde pasara suficiente tiempo antes de que la descubriesen como para quedar reducida a una pila de huesos. Joder, podría haberla tirado al río. Desde el punto de vista forense, eso incluso habría tenido más sentido, si lo que pretendía era evitar que hallásemos algún indicio revelador que lo relacionara con la víctima. En cambio la trajo hasta aquí, lo que, por muy menuda que fuera ella y muy fuerte que sea él, sería un buen tute, y dispuso su cadáver como si se tratara de un plato especial del día.
– Él debe de ser considerablemente más fuerte de lo que parece a simple vista -señaló Jeffrey-. ¿Cuánto pesaba ella? ¿Unos cincuenta kilos, tal vez?
– Era delgada. Bajita y delgada. Seguramente cincuenta es demasiado para ella.
Jeffrey dejaba que sus ideas se derramasen en forma de palabras.
– La transportó por el camino un kilómetro y medio y luego la colocó aquí porque quería que la encontrasen justo así. No es que la haya dejado aquí tirada sin más. Quería transmitir un mensaje.
Martin movió la cabeza afirmativamente.
– Yo pensé lo mismo, pero no es el tipo de opinión que conviene expresar en voz alta. Por razones políticas, no sé si me entiende. -Se cruzó de brazos y se quedó mirando la roca plana y el flujo incesante de agua que se rizaba en torno a sus bordes.
Jeffrey estaba de acuerdo con las palabras del inspector. Le vino a la memoria una frase de un político muy conocido en Massachusetts, que decía que todos los políticos son locales, y se preguntó si lo mismo valía para el asesinato. Comenzó a analizar la escena en su mente y luego a sumar, a restar, a reflexionar profundamente sobre lo que revelaba de sí mismo un hombre capaz de cargar con un cuerpo a través del bosque desierto, sólo para depositarlo sobre un pedestal en el que lo encontrarían al cabo de uno o dos días.
No lo dijo en voz alta, pero pensó: «Es un hombre cuidadoso. Un hombre que hace planes y luego los pone en práctica con precisión y seguridad. Un hombre que comprende exactamente cuáles serán las repercusiones de sus actos. Un hombre que conoce la ciencia de la detección y la naturaleza de la medicina forense, pues sabe cómo evitar dejar información sobre sí mismo junto a la víctima. Lo que deja es un mensaje, no un rastro.»
A continuación añadió, de nuevo en su fuero interno: «Un hombre peligroso.»
– Los dos tipos que la encontraron, los pescadores… ¿a qué conclusión llegaron?
– Les dijimos que había sido un suicidio. Se quedaron hechos polvo.
En ese momento sonó el busca que el inspector llevaba al cinto, con un pitido electrónico que parecía ajeno a los árboles y los ruidos acuáticos del río. Martin lo miró con expresión de extrañeza por un instante, como si le costara volver al presente desde sus recuerdos. Entonces lo apagó y, casi en el mismo movimiento, extrajo un teléfono móvil del bolsillo de su americana. Marcó un número en silencio y de inmediato se identificó. Luego escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza.
– De acuerdo -dijo-. Vamos para allá. Calculo que tardaremos una hora y media. -Cerró el teléfono de un golpe-. Es hora de marcharnos -anunció-. Han encontrado a nuestra fugitiva.
Jeffrey advirtió que las cicatrices de quemaduras en las manos del inspector se habían puesto rojas.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Ya lo verá.
– ¿Y?
Martin se encogió de hombros con amargura.
– Le he dicho que la han encontrado. No he dicho que haya vuelto por su propio pie a casa para abrazar a sus padres enfadados pero rebosantes de alegría.
Dio media vuelta y echó a andar rápidamente por el sendero en dirección al camino y al apartadero donde habían dejado el coche. Clayton lo siguió a toda prisa, y el murmullo de la corriente se extinguió a su espalda.
El profesor vislumbró el resplandor de las luces a más de un kilómetro de distancia. Los reflectores parecían desgarrar el manto de oscuridad. Bajó la ventanilla y alcanzó a oír la impasible disonancia de los generadores eléctricos que colmaba la noche. Habían atravesado a toda velocidad y sin detenerse una extensión desértica, en dirección oeste, hacia la frontera con California. El inspector no habló durante el trayecto salvo para informarle de que se dirigían de nuevo a una zona no urbanizada del estado. Sin embargo, la topografía había cambiado; las colinas rocosas y los árboles habían cedido el paso a un matorral llano. Era el tipo de paisaje que los escritores del Oeste loaban tan elocuentemente, pensó Clayton; a sus ojos inexpertos de la Costa Este les parecía un territorio en el que Dios debió de distraerse momentáneamente mientras se dedicaba a crear el mundo.
A varios cientos de metros de los generadores y los reflectores, había un control de carretera solitario. Un policía uniformado del Servicio de Seguridad, de pie junto a un conjunto de conos de tráfico color naranja y varias señales luminosas, les indicó por gestos que se detuvieran, y al ver el adhesivo rojo en la ventanilla del coche les hizo señas de que siguieran adelante.
El agente Martin paró el vehículo de todos modos. Bajó el cristal de la ventana.
– ¿Qué le están diciendo a la gente? -preguntó sin rodeos.
El agente asintió, le dedicó un breve saludo y respondió:
– Que un escape en una cañería de distribución ha anegado la carretera. Estamos desviando a todos los vehículos a la Sesenta. Por suerte, de momento sólo han sido un puñado.
– ¿Quién la ha encontrado?
– Un par de topógrafos. Siguen aquí.
– ¿Son residentes del estado o forasteros con permiso?
– Forasteros.
Martin hizo un gesto de afirmación y arrancó.
– Mantenga la boca cerrada -le avisó a Clayton-. Es decir, puede hacer preguntas en caso necesario, para llevar a cabo su trabajo, pero no llame la atención más de la cuenta sobre sí mismo. No quiero que nadie pregunte quién es usted. Y si lo hacen, simplemente les diré que es un especialista. Ésa es la clase de descripción genérica que suele satisfacer a todo el mundo, pero que en realidad no significa gran cosa si uno se para a pensar sobre ello.
Jeffrey no contestó. El coche salió disparado hacia delante, y luego el inspector se detuvo tras un par de furgonetas sin ventanas, blancas y resplandecientes, que lucían el logotipo del Servicio de Seguridad en los costados, pero ningún otro distintivo. Jeffrey echó un vistazo a los vehículos y supo qué eran: unidades de análisis de la escena del crimen. En un estado en el que supuestamente no se cometían crímenes, claro está, no les interesaba dar a conocer su presencia. Clayton se sonrió. Era un pequeño acto de hipocresía, sin duda, pero supo valorarlo. Sospechaba que habría otros en el estado cincuenta y uno en los que él no habría reparado. Se apeó del coche del inspector. La noche empezaba a refrescar, de modo que se subió el cuello de la chaqueta.
Otro agente les hizo señas y apuntó con el dedo.
– Cuatrocientos metros más allá -dijo, señalando hacia el origen de las luces.
Martin se adelantó a zancadas rápidas, y Clayton tuvo que trotar para seguirle el ritmo.
Los haces de los grupos de luces de arco voltaico hendían la oscuridad. Jeffrey vio enseguida que había varios equipos trabajando en el área delimitada por las luces. Distinguió tres grupos de búsqueda distintos que examinaban cuidadosamente la tierra arenosa y la roca en busca de fibras, huellas de pies o de neumáticos o cualquier otra pista que pudiera indicar quién había pasado por ahí antes. Clayton los observó por unos instantes, como un entrenador presente en las pruebas de selección de un equipo. Le pareció que se movían demasiado deprisa. No tenían suficiente paciencia, y probablemente tampoco suficiente experiencia. Si había algo allí que pudieran pasar por alto, lo pasarían por alto. Volvió la mirada hacia otro equipo que trabajaba en torno al cadáver, ocultándoselo a la vista en un principio. Este grupo estaba en lo alto de una meseta pequeña y polvorienta. Entre ellos avistó a un hombre que iba en mangas de camisa pese al fresco de la noche, agachado, con unos guantes de látex blancos que, cuando los iluminaba algún rayo procedente de los palpitantes reflectores, brillaban con un resplandor que parecía de otro mundo. Jeffrey supuso que era el jefe de forenses.
Siguió al agente Martin, que mientras tanto estaba reconociendo el terreno. Un pensamiento fugaz y doloroso le vino a la cabeza: «Es lo que debería haberme esperado. De hecho, quizá me lo esperaba.»
Sacudió la cabeza mientras caminaba hacia delante. «No encontrarán nada», se dijo.
Los agentes de seguridad se apartaron para dejar pasar a los dos hombres, y Clayton atisbo por primera vez el cadáver casi en el mismo momento en que el inspector profería una obscenidad breve y rotunda.
La adolescente estaba desnuda. La habían colocado sobre una superficie extensa, llana y pedregosa. Estaba boca abajo, con el rostro en sombra, los brazos extendidos ante ella y las rodillas encogidas debajo del torso. Esta posición le recordó a Jeffrey el modo en que los musulmanes se postraban cuando rezaban en dirección a La Meca. Advirtió que ella también estaba orientada hacia el este.
Al mirarla más de cerca vio que le habían grabado algo en la piel de la espalda descubierta. Después de muerta, advirtió: no había sangre en torno a los bordes de los cortes. De hecho, apenas había sangre en ningún sitio; sólo una mancha oscura que se había formado bajo el pecho de la chica, un residuo de la muerte y, él lo sabía, simplemente el último insulto líquido. La habían matado en otro sitio y luego la habían llevado allí.
Se fijó en sus manos y vio que le faltaba el índice de la mano izquierda. No el derecho, como en el caso de las otras víctimas, sino el izquierdo. Esto ocasionó que enarcara una ceja involuntariamente. No pudo determinar de inmediato qué otros daños había sufrido el cuerpo. No alcanzaba a verle el rostro; estaba apoyado contra el suelo, bajo sus brazos extendidos.
«Una súplica», pensó.
– ¿Causa de la muerte? -preguntó Martin en voz alta y autoritaria a un técnico de guantes blancos, señalando el torso-. ¿Cómo la han matado?
El técnico se inclinó y le mostró una pequeña zona rojiza en la base del cráneo de la joven, donde su cabellera larga y castaña estaba apelmazada por la sangre.
– El agujero de entrada -dijo el hombre-. Ahora veremos el de salida, por el otro lado. Parece ser grande. Lo bastante grande, al menos. Nueve milímetros, seguramente. Quizás una.357. Sabremos más cuando le demos la vuelta. Tal vez la bala siga allí.
Jeffrey contempló la figura tallada en su espalda y la reconoció. Retrocedió un paso. Las luces lo hacían sentirse acalorado, sofocado. Quería refugiarse en la oscuridad, donde estaría más fresco y podría respirar. Se alejó unos metros del cadáver, luego se volvió hacia todos los hombres allí agolpados. Se agachó para tocar la tierra arenosa y frotó unos granos entre sus dedos. Cuando alzó la vista, vio que Martin se dirigía hacia él.
– No es nuestro hombre, maldita sea -espetó el inspector-. Dios santo, qué desastre. Resultará ser un novio o quizás el vecino cuyos niños cuidaba la chica o algún pervertido del instituto que da clase de gimnasia o trabaja de conserje y consiguió burlar de alguna manera los controles de inmigración, maldita sea, pero no es nuestro hombre. ¡Mierda! ¡Esto no tendría que pasar! Aquí no. Alguien la ha cagado de verdad.
Jeffrey se reclinó contra una roca grande.
– ¿Por qué cree que no ha sido nuestro hombre? -preguntó.
Martin clavó en él la mirada por un momento antes de contestar.
– Joder, profesor, usted lo ve tan claro como yo. Posición del cuerpo distinta. Causa de la muerte, un disparo: eso es distinto. Algo grabado en la espalda, eso es distinto. Y el puto dedo que falta es de la otra mano. En las otras tres, era el de la mano derecha. En ésta, es el de la izquierda.
– Pero la mataron en otro sitio y la trajeron aquí. ¿Qué hacían los topógrafos que la han encontrado?
Martin frunció el entrecejo por un instante.
– Mediciones preliminares para la construcción de una nueva ciudad -contestó-. Hoy es el primer día que vienen. Llevaban toda la mañana trabajando en ello y estaban a punto de dejarlo por hoy, pero han decidido hacer algunas mediciones más, y entonces la han encontrado. Guy la ha visto directamente a través del visor. ¿Y qué?
– Pues que en algún sitio habrá un calendario de trabajo, ¿no? ¿O algo que indicase a la gente que ellos vendrían tarde o temprano?
– Así es. Salió en los periódicos. Siempre ocurre, cuando se inicia la planificación de una nueva ciudad. También se anuncia en las vallas electrónicas.
– ¿Sabe qué es eso que lleva grabado en la espalda? -preguntó Clayton.
– Ni idea. Algún tipo de figura geométrica.
– Una estrella de cinco puntas.
– Sí, vale, eso ya lo he visto. ¿Y qué?
– Suele relacionarse con el demonio y con cultos satánicos.
– ¿De veras? Tiene razón. ¿Cree que estarán celebrando algún aquelarre desenfrenado por aquí? ¿Desnudos y aullándole a la luna y follando entre ellos y hablando de degollar gallinas y gatos? ¿Algún tipo de chaladura del sur de California? Es todo lo que necesito saber.
– No, aunque es posible, incluso probable, que el asesino diera por sentado que usted lo interpretaría así. Hacer las averiguaciones correspondientes le llevaría tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía.
– ¿Adónde quiere llegar, profesor?
Jeffrey titubeó, mirando al cielo. Parpadeó ante aquella inmensidad entre azul y negra, tachonada de estrellas. «Debería aprender astronomía -pensó-. Me gustaría saber dónde están Orion y Casiopea y todo lo demás. Así, al contemplar la bóveda celeste tendría la sensación de que lo entiendo todo, de que existe el orden y la armonía en el firmamento.»
Bajó la vista y miró al inspector.
– Es nuestro hombre -aseguró Jeffrey-. Simplemente está siendo astuto.
– Explíqueme por qué.
– Las otras eran ángeles, con los ojos abiertos a Dios y los brazos abiertos para recibirlo. Ésta lleva la marca de Satán en la espalda y le reza a la tierra. Y le falta un dedo de la mano izquierda, la mano del diablo. La derecha es la mano del cielo, al menos según algunas tradiciones. Lo único que ha hecho es darles la vuelta a algunos elementos. Son los mismos, pero distintos. El cielo y el infierno. ¿No es ésa la dualidad entre la que nos debatimos siempre? ¿No es precisamente lo que usted intenta impedir justo aquí? Martin soltó un resoplido de disgusto.
– Todo eso me suena a palabrería religiosa -dijo-. Chorradas sociorreligiosas. Dígame: ¿por qué con una pistola y no con un cuchillo, como en los otros casos?
– Porque no es el asesinato lo que lo excita -respondió Jeffrey con frialdad-. Dudo que le importe el instrumento que utiliza para cargarse a las chicas. Es el acto en su totalidad: raptar a la niña y poseerla, física, emocional, psicológicamente, y luego dejarla en algún sitio donde la encuentren. ¿Qué emoción tiene pintar un cuadro si luego uno no se lo muestra a nadie? ¿Qué satisfacción proporciona escribir un libro que uno no dejará que nadie lea?
Se le ocurrió otra pregunta. «¿Cómo deja uno su impronta en la historia si muchos otros ya han dejado una igual a lo largo de tantos siglos?»
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Martin, despacio-. ¿Cómo puede estar tan seguro?
«Lo sé porque lo sé», dijo Jeffrey para sí, pero no se atrevió a responder a la pregunta en voz alta.
Ya era pasada la medianoche cuando Martin dejó a Clayton delante del edificio de las oficinas del estado. Habían intercambiado frases del tipo «duerma un poco, nos pondremos con ello por la mañana», y luego el inspector se había alejado en el coche, dejando al profesor solo frente a la imponente estructura de hormigón. Los edificios de las multinacionales estaban cerrados de noche, y sólo alguna que otra luz iluminaba el nombre y el logotipo de la empresa. Los aparcamientos estaban vacíos; a lo lejos se divisaba el tenue resplandor del centro de Nueva Washington, pero incluso esta mínima señal de humanidad se veía neutralizada por el silencio que envolvía al profesor. Encorvó los hombros, en parte para protegerse del aire frío que lo había perseguido durante toda la noche, y en parte por la sensación de aislamiento que lo invadió.
Dio la espalda a la oscuridad y entró a paso rápido por las puertas de las oficinas del estado. En el centro del vestíbulo había un puesto de seguridad e información, con un solo agente uniformado tras un gran mostrador. Le iluminaba el rostro el brillo de una pantalla de televisión pequeña. Saludó a Clayton con un gesto de la mano.
– Trabajando hasta tarde, ¿no? -comentó, sin esperar en realidad una respuesta-. ¿Me echa una firma en el registro?
– ¿Quién gana? -preguntó Jeffrey.
La hoja que le tendió el guardia estaba en blanco. No había habido otras visitas a altas horas de la noche. Su nombre sería el único que figurase en aquella página.
– Van empatados -respondió el hombre. No especificó qué equipos estaban jugando mientras recuperaba el sujetapapeles del registro de entradas y volvía a concentrarse en el partido.
Por un momento Jeffrey acarició la idea de darle conversación, pero al valorar su grado de agotamiento decidió que, por muy solo que se sintiera, era preferible dormir a conocer las opiniones del guardia de seguridad sobre la vida, el deporte y el deber, fueran las que fuesen. Caminó penosamente hasta el ascensor, subió hasta la planta en que se encontraba su despacho, y avanzó despacio por el pasillo mientras las pisadas de sus zapatillas resonaban en el corredor desierto.
Colocó la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerrojo de la puerta se descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y se encaminó hacia el dormitorio contiguo, intentando despejar su mente de lo que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó en la cuenta de que había obtenido información pertinente para su pizarra. Recordó las dos columnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.
Lo que vio lo hizo pararse en seco.
Se recostó contra la pared, respirando agitadamente.
Miró en torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad -pensó-. Alguien del personal de limpieza, tal vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»
Pero no se le ocurría ninguna excepto la más evidente.
Jeffrey dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»
Permaneció así, contemplando la pizarra durante varios minutos, sin despegar la vista de un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» había sido borrada.
Moviéndose despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tropezar con algo, se acercó a la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la vorágine que se había desatado en su interior, volvió a escribir con todo cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procuremos que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»