Una vez más, el agente Martin precedió a Clayton a través del laberinto antiséptico de cubículos en la oficina central del Servicio de Seguridad del estado número cincuenta y uno. Su presencia causó cierto revuelo; los empleados sentados frente a sus mesas, al teléfono o mirando su pantalla de ordenador, interrumpían lo que estaban haciendo para observar a los dos hombres que atravesaban la sala, de modo que dejaban a su paso una estela de silencio. Jeffrey imaginó que tal vez ya se había corrido la voz del asalto abortado a la casa vacía. O quizá la gente se había enterado de por qué estaba él allí, en el nuevo estado, y eso lo había convertido, si no en una celebridad, sí al menos en objeto de cierta curiosidad. Notaba que las miradas se posaban en ellos al pasar.
La secretaria que custodiaba la puerta del despacho del director, sin decir nada, les indicó con un gesto que entraran.
Al igual que en la ocasión anterior, el director estaba sentado a su mesa, meciéndose suavemente en su silla. Tenía los codos apoyados en la superficie pulida y brillante de madera y las puntas de los dedos juntas, lo que le confirió un aspecto de depredador cuando se inclinó hacia delante. A la derecha de Jeffrey, sentados en el sofá, estaban los otros dos hombres que se hallaban presentes en la primera reunión: el calvo y mayor a quien Clayton había bautizado como Bundy, que llevaba la corbata aflojada y cuyo traje parecía ligeramente arrugado, como si hubiera dormido en el sofá; y el hombre más joven y elegantemente vestido de la oficina del gobernador, a quien había dado el apodo de Starkweather. Éste apartó la vista cuando Jeffrey hizo su entrada.
– Buenos días, profesor -saludó el director.
– Buenos días, señor Manson -respondió Jeffrey.
– ¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?
– No, gracias -dijo Jeffrey.
– Bien. Entonces podemos pasar directamente a los asuntos de trabajo. -Señaló las dos sillas colocadas frente al amplio escritorio de caoba, invitándoles a sentarse.
Jeffrey ordenó unos papeles sobre su regazo y luego miró al director.
– Me alegro de que haya podido venir para ponernos al día sobre sus progresos -comenzó Manson.
– O falta de progresos -farfulló Starkweather, cortándolo, lo que ocasionó que el director lo fulminase con la mirada. Como la vez anterior, el agente Martin estaba sentado impertérrito, aguardando a que le hicieran alguna pregunta para abrir la boca, desplegando todo el instinto de conservación de un funcionario experimentado.
– Oh, creo que está usted siendo muy injusto, señor Starkweather -dijo el director-. Tengo la impresión de que el buen profesor sabe bastantes más cosas que cuando llegó aquí…
Jeffrey asintió con la cabeza.
– La cuestión que debemos dilucidar es, como siempre, cuál es la mejor manera de aprovechar los conocimientos del profesor. ¿Cómo puede sernos útil? ¿Qué ventajas tiene para nosotros? ¿Estoy en lo cierto, profesor?
– Sí -respondió.
– Y estoy en lo cierto al pensar que hemos tomado al menos una decisión crítica, ¿verdad, profesor?
Jeffrey titubeó, se aclaró la garganta y asintió de nuevo.
– Sí-dijo despacio-. Por lo visto, nuestro objetivo guarda, en efecto, relación conmigo.
No era capaz de pronunciar la palabra «padre», pero el señor Bundy lo hizo en su lugar:
– ¡Así que el cabrón enfermo que lo está jodiendo todo es su padre!
Jeffrey se volvió parcialmente en su asiento.
– Eso parece. Aun así, yo no descartaría un engaño extremadamente astuto. Es decir, quizás alguien que tuvo un trato personal con mi padre reunió información y detalles que él conocía. Pero las probabilidades de que ocurra algo así son sumamente escasas.
– ¿Y, qué sentido tendría, al fin y al cabo? -preguntó Manson. Tenía una voz balsámica, suave, como el lubricante sintético, que contrastaba en sumo grado con el tono bravucón y frenético de los otros dos hombres. Jeffrey pensó que Manson debía de ser un tipo que sabía imponerse, a juzgar por el modo en que se contenía-. Es decir, ¿por qué fraguar un engaño semejante? No, creo que podemos dar por sentado sin temor a equivocarnos que el profesor ha cumplido al menos con la primera tarea que le encomendamos: ha identificado con exactitud la fuente de nuestros «problemas». -Manson hizo una pausa tras la que añadió-: Le doy la enhorabuena, profesor.
Jeffrey asintió, pero pensó que habría sido más correcto afirmar que la fuente de sus problemas lo había identificado con exactitud a él, una posibilidad que ellos podrían haber previsto razonablemente después de publicar su nombre y fotografía en el periódico de manera tan ostentosa. No comentó esto en voz alta.
– Yo creía que había venido a encontrar a ese hijo de puta para que pudiéramos encargarnos de él -señaló Starkweather-. Me parece que las felicitaciones podrían esperar a que llegase ese momento.
Bundy, el hombre del traje arrugado, se mostró de acuerdo enseguida.
– Entender no es lo mismo que progresar -dijo-. Me gustaría saber si estamos más próximos a identificar a ese hombre para que podamos detenerlo y seguir adelante con nuestras vidas. ¿O hace falta que le recuerde que, cuanto más tardemos, mayor será la amenaza para nuestro futuro?
– ¿Se refiere a su futuro político? -preguntó Jeffrey con un deje de sarcasmo-. ¿O quizás a su futuro económico? Claro que probablemente van muy unidos.
Bundy se removió en el sofá y se inclinó hacia delante, irritado, y se disponía a replicar cuando Manson alzó la mano.
– Caballeros, le hemos dado muchas vueltas a esta cuestión. -Se volvió parcialmente hacia Clayton y al mismo tiempo cogió un abrecartas de los de antes que estaba sobre el escritorio. El mango era de madera tallada y la hoja reflejaba la luz del sol. Manson apretó el borde agudo contra la palma de su mano, como para poner a prueba el filo-. Nunca hemos considerado que sería una detención fácil, ni siquiera con la inestimable ayuda del buen profesor. Y seguirá siendo una misión difícil, a pesar de lo que hemos descubierto, incluso aquí, donde la ley nos da tanta ventaja. Aun así, hemos hecho grandes avances en poco tiempo, ¿no es cierto, profesor? -Creo que eso es exacto, sí.
Pensó que en esa sala se estaba abusando un poco de la palabra «cierto», pero tampoco lo dijo en voz alta.
Manson sonrió y se encogió de hombros, mirando a los otros dos hombres.
– Esta investigación, profesor… ¿Recuerda algún caso parecido en los anales de la historia? ¿En la bibliografía sobre esta clase de asesinos? ¿O en esos archivos del FBI con los que está usted tan familiarizado, tal vez?
Jeffrey tosió, intentando concentrarse. No esperaba esta pregunta y de pronto se sintió como uno de los alumnos a los que les ponía un examen oral sin previo aviso.
– Percibo elementos de otros casos, de casos famosos. Después de todo, Jack el Destripador supuestamente se puso en contacto con la policía y la prensa. David Berkowitz enviaba sus mensajes como el Hijo de Sam. Ted Bundy (no se ofenda, señor Bundy) tenía la habilidad de confundirse con su entorno, como un camaleón, y sólo pudieron detenerlo cuando perdió todo el control sobre su compulsión. Estoy seguro de que se me ocurrirían otros…
– Pero se trata sólo de similitudes, ¿no? -preguntó Manson-. ¿Se le ocurre algún asesino que haya dado a conocer su identidad… y, encima, a su propio hijo?
– No me viene a la memoria ningún ejemplo en que los hijos hayan sido utilizados para dar caza al asesino, no. Pero a lo largo de la historia ha habido asesinos que tenían… bueno, «tratos» con sus perseguidores en la policía, o bien con los periodistas que les daban publicidad.
– Ése no es precisamente el caso que tenemos entre manos, ¿verdad?
– No, por supuesto que no.
– ¿Y eso a qué conclusión le lleva, profesor?
– Parece indicar varias cosas. Cierta megalomanía. Cierto egotismo. Pero, sobre todo, parece indicar que el sujeto ha creado muchas capas, un manto de información errónea, que ocultan el vínculo entre lo que fue y lo que es ahora. Me refiero únicamente a su identidad actual, es decir, su trabajo, su casa, su vida. El núcleo esencial de su personalidad no ha cambiado, o en todo caso ha cambiado a peor. Sin embargo, su fachada, su vida de cara a la sociedad, será distinta. También su apariencia física. Imagino que habrá introducido cambios en su aspecto. Y debe de creer que no corre el menor peligro al hacer lo que ha hecho hasta ahora. -Se quedó callado unos instantes y agregó-: «Arrogancia» es la palabra que me viene a la mente.
– Bueno, y entonces ¿qué se supone que debemos hacer? -preguntó Bundy, casi gritando-. ¡Ese cabrón enfermo no deja de matar, y no podemos hacer nada para impedirlo! Si se corre la voz, apaga y vámonos. La gente se marchará del estado en desbandada. Será como la fiebre del oro, pero a la inversa.
Nadie dijo una palabra.
«Todo gira en torno al dinero -pensó Jeffrey-. La seguridad es dinero. La protección es dinero. ¿Qué precio tiene poder salir de tu casa sin poner una alarma o sin cerrar siquiera las puertas con llave?»
La habitación permaneció en silencio un momento más, y entonces Jeffrey habló.
– Dudo que la gente siga tragándose el cuento de que a sus hijas adolescentes se las llevaron los lobos.
Starkweather soltó un resoplido.
– Se tragarán todo lo que les digamos -aseveró.
– O perros salvajes, o accidentes en excursiones. ¿No se les están acabando las explicaciones creíbles, o incluso semicreíbles?
Starkweather no dio propiamente una respuesta. En cambio, dijo:
– Siempre me han parecido penosas esas historias de perros.
– ¿Cuántos asesinatos ha habido? -exigió saber Jeffrey con voz suave-. He encontrado posibles indicios de más de veinte. ¿Cuántos son?
– ¿Cuándo ha averiguado eso? -estalló Martin.
Clayton se limitó a encogerse de hombros. El silencio volvió a imponerse en la sala.
Manson giró en su silla, que emitió un leve chirrido, para mirar por la ventana, dejando que la pregunta flotara en el aire. Jeffrey oyó a Martin mascullar una obscenidad entre dientes, y supuso que estaba dedicada a él.
– No sabemos cuántos exactamente -contestó Manson al fin, sin apartar la vista de la ventana-. Como mínimo, tres o cuatro. Como máximo, veinte o treinta. ¿Importa mucho el número? Los crímenes no son similares por la disposición y aspecto de los cadáveres, sino por las características de la víctima y el estilo de los secuestros. Sin duda sabrá usted comprender, profesor, lo excepcional que es la situación en que nos encontramos. Los asesinos en serie se identifican por el origen de su interés o por los resultados de su depravación. Es ese elemento secundario el que nos llevó hasta usted y a nuestras conclusiones sobre los tres cuerpos con los brazos extendidos, colocados en una posición tan parecida y provocadora. Pero luego están las otras desapariciones, de naturaleza tan semejante. Sin embargo, los cadáveres se encuentran (cuando se encuentran) dispuestos… ¿cómo expresarlo? Con estilos diferentes. Como el más reciente, que usted cree obra del mismo hombre, aunque hay quienes… -sin moverse en su asiento, le dirigió una breve mirada por encima del hombro al agente Martin- no están de acuerdo. Aquella joven desapareció de forma parecida, y luego la encontraron en posición de rezar. Eso es de todo punto diferente. Plantea muchas dudas. -Manson se volvió rápidamente hacia Jeffrey-. Todo tiene su explicación, profesor, pero debe usted descubrir cuál es. Hay asesinatos y desapariciones, y todos creemos fervientemente que están causadas por un solo hombre. Pero ¿cuál es la pauta? Si lo supiéramos, podríamos tomar medidas. Denos las respuestas, profesor.
De nuevo se apoderó de la habitación el silencio, roto al cabo de un rato por Bundy, que suspiró desalentado antes de hablar.
– Así que supongo que esta última identidad, la del tal Gilbert Wray, la de su esposa, Joan Archer, y sus hijos son todas ficticias, ¿no? No nos aportan nada. Seguimos donde estábamos, ¿verdad?
El agente Martin respondió a esa pregunta, con voz monótona de policía.
– Después del asalto frustrado a la casa de Cottonwood, hicimos más pesquisas en el Departamento de Inmigración y descubrimos que muchos de los informes y documentos oficiales de la familia Wray faltan o no existen. La investigación preliminar parece indicar que los datos de estas supuestas personas se introdujeron en las bases de datos desde un terminal desconocido situado dentro del estado previendo que nosotros nos dirigiríamos a ese lugar en particular. Es posible que nuestro objetivo creara esas identidades y las instalase en los sistemas informáticos como maniobra de distracción. Tal vez lo hizo días, o quizás horas, antes de que llegásemos a la casa de Cottonwood. A juzgar por esta y otras informaciones que hemos recabado… -en este punto, el inspector hizo una pausa y echó un vistazo rápido a Jeffrey- cabe suponer que tiene acceso en un grado significativo a la red de ordenadores del Servicio de Seguridad y conoce nuestras contraseñas actuales.
Jeffrey recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su propio despacho.
– Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad implementados en el estado -dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo concreto. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson-. Yo no daría por sentado que esos documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en los cajones de su escritorio.
Manson asintió con gravedad.
– Maldición -exclamó Starkweather-. Lo sabía. Lo he sabido desde el principio.
– ¿Qué ha sabido? -preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather se encorvó con rabia.
– Que el cabrón es uno de nosotros.
Este comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
– ¿De dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D. Wray. ¿Significa algo para usted?
– Repítalo -dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contestó. Se limitó a inclinarse hacia delante en su silla.
– ¿Qué? -inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
– El nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
– Gilbert D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de pronunciar su nombre?
Jeffrey se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
– Le pido disculpas -murmuró, dirigiéndose a Manson-. Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
– ¿Reconocerlo? -preguntó Manson-. ¿A qué se refiere?
Jeffrey sonrió, pero por dentro sintió náuseas.
– Gilbert D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrancesado, se parece a Gilíes de Rais, ¿no?
– ¿Y ése quién es? -preguntó Bundy.
– Un personaje histórico interesante -contestó Jeffrey.
– ¿Ah, sí? -dijo Manson.
– Y Joan D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vinieron aquí de Nueva Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota soy.
– ¿Haberse dado cuenta de qué?
– Gilíes de Rais fue una figura importante en la Francia del siglo XIII. Se convirtió en un famoso caudillo militar en la lucha contra los invasores ingleses. Fue, según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y el delfín, Carlos de Francia.
Una vez más, todos callaron en la habitación por un momento.
– Pero ¿eso qué tiene que ver…? -empezó Starkweather.
– Gilíes de Rais -lo interrumpió Jeffrey-, además de un militar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de los más terribles y prolíficos infanticidas que se han conocido. Se creía que había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con devoción y un valor inmenso como mano derecha de una santa.
– Cielo santo -se admiró Bundy-. Acojonante.
– Gilíes de Rais desde luego lo era -comentó Jeffrey en voz baja-, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida a una santa?
Nadie respondió a su pregunta.
– Bueno, ¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? -quiso saber Starkweather, enfadado.
Jeffrey no contestó al momento. Había descubierto que disfrutaba con el desasosiego del político.
– Creo que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre… bueno, le interesan las cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.
Starkweather se quedó mirando a Jeffrey con una rabia considerable derivada de la frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin embargo, rellenó esa pausa momentánea.
– Y a mí también -añadió.
Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marcaría el final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma con la hoja del abrecartas. De pronto, el director de seguridad plantó el arma sobre el escritorio, que dio un chasquido como la detonación de una pistola de pequeño calibre.
– Creo que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato -dijo.
Bundy hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.
– Como quiera -dijo Starkweather-. Nos pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de acuerdo, profesor? -Esta última frase encerraba tanto una orden como una pregunta.
– Cuando quieran -dijo Jeffrey.
Starkweather se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se levantó con dificultad del acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la puerta lateral.
El agente Martin también se había levantado.
– ¿Quiere que yo me quede o que me vaya? -preguntó.
Manson apuntó a la puerta.
– Esto no nos llevará más de unos minutos -dijo.
Martin asintió con la cabeza.
– Esperaré justo al otro lado de la puerta.
– Me parece muy bien.
El director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin inflexiones:
– Me preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a entender de forma implícita.
– ¿En qué sentido, señor Manson?
El director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.
– No tengo suficiente vista -comentó-. No es exactamente lo que quisiera, y eso siempre me ha molestado.
– Perdón, ¿cómo dice?
– La vista -repitió, señalando la ventana con un gesto del brazo derecho-. Abarca las montañas que están al oeste. Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o a edificios en obras. Acerqúese, profesor.
Jeffrey se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director parecía más bajo visto de cerca.
– Es muy hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?
– Estoy de acuerdo.
– Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años. En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde donde me encuentro, puedo mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi como era cuando las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas penalidades.
– Sí, eso veo.
El director dio unos golpéenos en el cristal.
– Lo que ve es el pasado, También es el futuro
Apartó la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se sentó a su vez.
– ¿Cree usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido? ¿Olvidado?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
– Es una opinión cada vez más generalizada.
– Allí donde usted vive, en la América que se desintegra, reina la violencia. Se ha perdido el respeto, el espíritu familiar. Nadie aprecia la grandeza que tuvimos, ni la que podemos alcanzar, ¿verdad?
– Se enseña. Forma parte de la historia.
– Ah, pero enseñarla y vivirla son cosas muy distintas, ¿no?
– Desde luego.
– Profesor, ¿cuál cree que es la razón de ser del estado número cincuenta y uno?
Jeffrey no respondió.
– En otro tiempo, Estados Unidos fue una tierra de aventura. Rebosaba seguridad y esperanza. América era un lugar para soñadores y visionarios. Eso se acabó.
– Muchos estarían de acuerdo con usted.
– Así que, la cuestión, para aquellos que esperan que nuestros siglos tercero y cuarto de existencia sean tan grandiosos como los dos primeros, es cómo recuperar ese orgullo nacional.
– El Destino Manifiesto.
– Exacto. No he vuelto a oír esa expresión desde mis tiempos de estudiante, pero es precisamente lo que necesitamos. Lo que debemos restituir. Al fin y al cabo, ya no se puede importar, como hicimos en otras épocas, acogiendo a las mejores mentes del mundo en este crisol inmenso que es nuestro país. Ya no se puede inculcar una sensación de grandeza concediendo más libertades a las personas, porque es algo que se ha intentado y lo único que se ha conseguido con ello es una mayor desintegración. En un par de ocasiones conseguimos avivar la esperanza y la gloria, así como un sentimiento de destino y unidad nacionales participando en una guerra mundial, pero eso ya no es factible porque hoy en día las armas son demasiado potentes e impersonales. En la Segunda Gue rra Mundial combatieron individuos dispuestos a sacrificarse por
unos ideales. Eso ya no es posible ahora que el armamento moderno permite que los conflictos sean antisépticos, robóticos, que las batallas las libren ordenadores y técnicos a distancia, teledirigiendo dispositivos que surcan los cielos. Así pues, ¿qué nos queda?
– No lo sé.
– Nos queda fe en una sola cosa, y todos aquí, en el estado número cincuenta y uno, nos consagramos por entero a hacerla realidad. Es la fe en que la gente redescubrirá sus valores, el espíritu de sacrificio y de superación, y volverán a ser pioneros, si se les da una tierra tan virgen y prometedora como lo fue este país en otro tiempo. -Manson se inclinó hacia delante en su asiento, con las manos abiertas-. No deben tener miedo, profesor. El miedo da al traste con todo. Hace doscientos años, la gente que se encontraba donde estamos nosotros, contemplando esas mismas montañas y esos mismos paisajes, sabía afrontar los desafíos y las dificultades. Y superó el miedo a lo desconocido.
– Cierto -dijo Jeffrey.
– El reto hoy en día es superar el miedo a lo conocido. -Manson hizo una pausa, reclinándose en su asiento-. Así pues, ése es el ideal en el que se basa nuestro estado: el de un mundo dentro del mundo. Un país dentro de un país. Fabricamos oportunidades y seguridad. Ofrecemos de nuevo lo que en otra época se daba por sentado en este país. ¿Y sabe qué ocurrirá después?
Jeffrey sacudió la cabeza.
– Se propagará. Hacia el exterior. A paso constante, inexorable.
– ¿Qué me está diciendo?
– Le estoy diciendo que lo que tenemos aquí se impondrá lento pero seguro en el resto del país. Quizás hayan de sucederse varias generaciones para que el proceso se complete, como en el pasado, pero al final nuestro estilo de vida acabará con el horror y la depravación que conocen quienes viven fuera de este estado. Ya están surgiendo comunidades justo al otro lado de nuestras fronteras que empiezan a adoptar algunas de nuestras leyes y principios.
– ¿Qué leyes y principios?
Manson se encogió de hombros.
– Ya conoce muchos de ellos. Restringimos algunos de los derechos que establece la Primera Enmienda. Se respeta la libertad de culto. La libertad de expresión… bueno, no tanto. ¿Y la prensa? Nos pertenece. Limitamos algunos de los derechos reconocidos por la Cuarta Enmienda; ya no se puede cometer un delito y comprar la libertad por medio de algún abogado astuto. ¿Y sabe qué, profesor?
– ¿Qué?
– La gente renuncia a ello sin rechistar. La gente está dispuesta a ceder su derecho a la libertad a cambio del sueño sin garantías de un mundo donde no tengan que cerrar con llave la puerta de su casa cuando se van a dormir. Y los que estamos aquí apostamos a que hay muchos más como nosotros fuera de nuestras fronteras, y a que nuestro sistema se extenderá poco a poco por todo el país.
– ¿Como una infección?
– Más bien como un despertar. Un país arrancado de un largo sopor. Nosotros simplemente nos hemos levantado un poco más temprano que los demás.
– Hace que parezca algo atractivo.
– Lo es, profesor. Permítame preguntarle: ¿cuándo ha apelado usted, en persona, a alguna de esas garantías constitucionales? ¿Cuándo ha pensado: «Ha llegado el momento de ejercer los derechos que me otorga la Primera Enmienda»?
– No recuerdo haberlo hecho nunca. Pero no estoy seguro de que no los quiera, en caso de que algún día los necesite. Tengo mis dudas acerca de renunciar a las libertades fundamentales…
– Pero si esas mismas libertades le esclavizan, ¿no estaría mejor sin ellas?
– Es una pregunta complicada.
– Pero si la gente ya está accediendo a vivir encarcelada. Reside en comunidades amuralladas. Contrata servicios de seguridad. Va por ahí armada. La sociedad es poco más que una serie de vallas y cárceles. Para cerrar el paso al mal, uno tiene que recluirse. ¿Eso es libertad, profesor? Las cosas no funcionan así aquí. De hecho, ¿sabía, profesor, que somos el único estado del país con leyes eficaces de control de armas? Aquí ningún supuesto cazador posee un rifle de asalto. ¿Sabía que la Asociación Nacional del Rifle y su viejo grupo de presión en Washington nos detestan?
– No.
– ¿Lo ve? Cuando le digo que hemos derogado derechos constitucionales, usted me toma automáticamente por un conservador de derechas. Al contrario. No necesito adherirme a ninguna tendencia política porque puedo buscar las soluciones desde cualquier extremo del espectro político. Aquí en el estado cincuenta y uno, la Segunda Enmienda de la Constitución se interpreta literalmente y no como algún miembro de un lobby con los bolsillos llenos se empeña en interpretarla, pese a que todo indique lo contrario. Y podría seguir hablándole de esto, profesor. Por ejemplo, en el estado número cincuenta y uno no hay leyes que restrinjan los derechos reproductivos de la mujer. Pero es un tema muy polémico. Por consiguiente, el estado regula el aborto. Establecemos directrices. Directrices razonables. De este modo, no sólo evitamos que el debate sobrepase los límites de esta cuestión, sino que protegemos a los médicos que prestan este servicio.
– Veo que también es usted filósofo, señor Manson.
– No, soy pragmático, profesor. Y creo que el futuro está de mi parte.
– Quizá tenga razón.
Manson sonrió.
– ¿Ahora entiende la amenaza que supone su padre, el asesino?
– Empiezo a hacerme una idea -respondió Jeffrey.
– Lo que está consiguiendo es sencillo: aprovecha los fundamentos mismos del estado para hacer el mal. Se burla de todo aquello en lo que creemos. Nos hace quedar como hipócritas incompetentes. No sólo atenta contra esas adolescentes, sino contra la esencia de nuestras ideas. Nos utiliza para perjudicarnos a nosotros mismos. Es como levantarse una mañana y descubrir un tumor canceroso en los pulmones del estado.
– ¿Cree que un solo hombre puede representar un peligro tan grande?
– Ah, profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos enseña que es posible. Y su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de nadie, con una visión única y retorcida, y la dedicación necesaria para materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, además de hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si no lo detenemos, asesinará nuestro proyecto. Él solo. Hasta ahora, hemos tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades…
– ¿Y aquello de «la verdad os hará libres»?
Manson sonrió y negó con la cabeza.
– Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo más que sufrimiento.
– ¿Por eso está tan controlada aquí?
– Por supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consistente en proporcionar información falsa a las masas. Nosotros somos… bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores. Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho, soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.
– La seguridad es frágil.
Manson suspiró profundamente.
– He disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas cosas dependen de que lo consiga.
Jeffrey asintió con la cabeza.
– Haré lo que pueda -dijo.
– No, profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.
– Lo intentaré -aseguró Jeffrey.
– No. Lo conseguirá. Lo sé, profesor.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas, profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.
– ¿Cuál es?
– Que un padre y un hijo compiten siempre por el mismo objetivo, profesor. Ésta es su lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya… bueno, surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba agitadamente.
– Y el momento ha llegado, ¿no es así? ¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?
Jeffrey notó que la voz le salía áspera.
– Creía que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un recuerdo. Creía que él había muerto.
– Pero no ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?
– No. -Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.
– De modo que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?
– Eso parece, señor Manson.
– Padres e hijos -prosiguió Manson en un tono suave, ligeramente cantarín, como si todo lo que decía se le antojase tremendamente divertido-. Siempre forman parte del mismo rompecabezas, como dos piezas que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su hijo.
– Quizá necesite ayuda -barbotó Jeffrey.
– ¿Ayuda? ¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?
– Hay dos componentes más en la maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.
El director sonrió.
– Muy cierto -dijo-, aunque sospecho que tendrán sus propias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza usted de una libertad total y absoluta.
Por supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última aseveración era mentira.
El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edificio, uno al lado del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban cerca de su despacho, una secretaria con un sobre de papel de Manila salió de un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria sonrió, se despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los dos hombres.
– Esto es para usted, agente -dijo sin más preámbulos-. Urgente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesantes. No sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo han despachado con prisas y sin formalidades. -Le tendió el sobre a Martin-. De nada -dijo ante el silencio del inspector. Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en dirección a los ascensores.
– ¿Y eso es…? -preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un zumbido neumático.
– Un informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en Cottonwood. -El inspector rasgó el sobre-. Mierda -farfulló.
– ¿Qué pasa?
– No hay huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el maldito trasto con las manos sudadas, quizás habríamos podido obtener una muestra de ADN. No ha habido suerte. El maldito trasto estaba limpio.
– El tipo no es idiota.
– Sí, lo sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey lo recordaba.
– ¿Qué más?
Martin continuó estudiando el informe. -Bueno -dijo, al cabo de un momento-. Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
– ¿Por qué lo dice?
– Dejó intacto el número de serie del ordenador. Los del laboratorio han hecho algunas pesquisas.
– ¿Y?
– Pues que el número corresponde a una remesa de ordenadores enviada por el fabricante a varias tiendas del sureste. Ya es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
– Sabía que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El agente Martin sacudió la cabeza.
– Seguramente pagó el puto trasto en efectivo.
– Supongo que sí.
Martin enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
– Ojalá descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el mamón de su padre pasara por alto.
Los dos hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
– ¿Qué motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor estuvo allí de vacaciones? ¿Por negocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
– ¿Dónde? -preguntó Jeffrey de pronto.
– El sur de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie. Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa zona a las que pudieran enviar ese ordenador, casi todas al sur de Miami. Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista. Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
Jeffrey, presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba algún secreto.
Apartó a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omiso del súbito torrente de preguntas del inspector, y se dirigió al teléfono para llamar a su madre y prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y el cerrojo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que él estaba a punto de hacerle.