6 Nueva Washington

El cielo del oeste tenía un brillo metálico y parecía de acero bruñido, una gran extensión de claridad, fría e implacable.

– Se acostumbrará -comentó Robert Martin como sin darle mucha importancia-. A veces, aquí, en esta época del año, a uno le da la impresión de que le enfocan la cara con un reflector. Nos pasamos mucho rato mirando al horizonte con los ojos entornados.

Jeffrey Clayton no contestó directamente. En cambio, mientras circulaban por una calle ancha, se volvió y paseó la vista por los edificios de oficinas modernos que se sucedían a lo largo de la carretera, a cierta distancia. Todos eran diferentes, y a la vez iguales: amplios patios ajardinados y cubiertos de verde con arboledas aquí y allá; lagunas artificiales de un azul vibrante y estanques reflectantes al pie de formas arquitectónicas grises y sólidas que decían más sobre el dinero que habían costado que sobre creatividad en el diseño, una unión entre la funcionalidad y el arte en que no hay lugar a dudas sobre el elemento predominante. Su mirada no dejaba de vagar, y Clayton se percató de que todo era nuevo. Todo estaba esculpido, espaciado y ordenado. Todo estaba limpio. Reconoció los logotipos de una multinacional tras otra. Telecomunicaciones, entretenimiento, industria. Las empresas que figuraban en el Fortune 500 desfilaban ante sus ojos. «Todo el dinero que se hace en este país -pensó- está representado aquí.»

– ¿Cómo se llama esta calle? -preguntó.

– Freedom Boulevard -respondió el agente Martin.

Jeffrey esbozó una sonrisa, convencido de que el nombre encerraba cierta ironía. El tráfico era fluido, y avanzaban a un ritmo moderado pero constante. Clayton continuó asimilando el paisaje que lo rodeaba, y la novedad de todo ello le pareció algo vacía.

– ¿No era esto un páramo antes? -se preguntó en voz alta.

– Sí -contestó Martin-. No había prácticamente nada salvo matorrales, algún que otro arroyo y plantas rodadoras. Montones de tierra y arena, y mucho viento hace una década. Represaron algún río, desviaron algún curso de agua, quizá se saltaron algunas leyes sobre el medio ambiente, y este lugar floreció. La tecnología es cara, pero, como ya se imaginará, eso no representó un gran obstáculo.

A Jeffrey la idea de reemplazar un tipo de naturaleza por otro le pareció interesante; crear una visión idealizada, empresarial, de cómo debería ser el mundo, e imponerla en el mundo desordenado, sucio y de mala calidad que nos ofrece la realidad. Un territorio dentro de otro. No era irreal, pero en modo alguno era auténtico, tampoco. No estaba seguro de si esto lo incomodaba o más bien lo inquietaba.

– Si se cortara el suministro de agua, supongo que dentro de unos diez años este lugar sería una ciudad fantasma -dijo Martin-. Pero nadie va a cortar el suministro de agua.

»¿ Quién vivía aquí? Me refiero a antes…

– ¿Aquí, en Nueva Washington? Aquí no había nada. O casi nada. Unos cientos de kilómetros cuadrados de casi nada. Serpientes de cascabel, monstruos de Gila y auras. En tiempos inmemoriales, una parte del territorio pertenecía al Gobierno federal, otra parte era una vieja reserva india que fue anexionada, y la otra parte se la arrebataron a sus propietarios en virtud del derecho de expropiación. Algunos ganaderos adinerados se lo tomaron un poco mal. Lo mismo ocurrió en el resto del estado. La gente que vivía en las zonas recalificadas para su urbanización recibió su indemnización y se marchó antes de que llegaran las excavadoras. Fue como las otras épocas de la historia en que este país se ha expandido; algunos se enriquecieron, otros fueron desplazados, y algunos se vieron abocados a la misma pobreza en que vivían, pero en otro sitio. No fue distinto de lo sucedido en la década de 1870, por ejemplo. Tal vez la única diferencia es que ésta fue una expansión hacia dentro, no hacia tierras inexploradas del exterior, sino hacia un territorio que no le importaba mucho a nadie. Ahora les importa a muchos, pues han visto lo que somos capaces de hacer. Y lo que vamos a hacer. Es una región muy amplia. Todavía queda mucho terreno desocupado, sobre todo hacia el norte, cerca de la cordillera de Bitterroot. Hay lugar para llevar a cabo otra expansión.

– ¿Hace falta otra expansión? -preguntó Jeffrey.

El inspector se encogió de hombros.

– Todo territorio intenta crecer, sobre todo si su principal meta es la seguridad. Siempre hará falta una nueva expansión. Y siempre habrá más gente que quiera participar de la auténtica visión americana.

Clayton se quedó callado de nuevo y dejó que Martin se concentrara en la conducción.

No habían hablado del motivo de su presencia en el estado número cincuenta y uno; ni por un momento durante el largo vuelo hacia el oeste, sobre la parte central del país, ni al sobrevolar la gran espina dorsal de las montañas Rocosas, para finalmente descender sobre lo que había sido la aislada zona septentrional del estado de Nevada.

Mientras avanzaban en el coche, a Jeffrey lo asaltó un recuerdo repentino y desagradable.

La ordenada procesión de edificios se disipó ante sus ojos y cedió el paso a un mundo duro de hormigón, un lugar que había conocido los excesos de la riqueza y el éxito pero que, como tantas otras cosas en la última década, había caído en un estado de decaimiento, abandono y deterioro: Galveston, Tejas, menos de seis años atrás. Clayton recordaba un almacén. Alguien había abierto por la fuerza la puerta, que batía con un ruido metálico movida por un viento incesante, frío y penetrante procedente de las aguas color barro del golfo. Todas las ventanas de la planta baja presentaban un contorno irregular de cristales rotos; había llovido temprano por la mañana, y los reflejos de la luz mortecina proyectaban grotescas serpientes de sombra sobre las paredes.

«¿Por qué no esperaste?», se preguntó de repente. Era una pregunta habitual que acompañaba este recuerdo concreto cada vez que se colaba en su conciencia cuando estaba despierto o, como sucedía con frecuencia, en sus sueños.

No había necesidad de precipitarse. Se recordó que, si hubiera esperado, habrían llegado refuerzos, tarde o temprano. Una unidad de Operaciones Especiales con gafas de visión nocturna, armamento pesado, coraza de cuerpo entero y disciplina militar. Había bastantes agentes para rodear el almacén. Gas lacrimógeno y megáfonos. Un helicóptero sobre sus cabezas, con un reflector. No era necesario que él entrase con esos agentes antes de que llegaran los refuerzos.

«Pero ellos querían entrar», respondió a su propia pregunta. Estaban impacientes. La caza había sido larga y frustrante, intuían que estaba tocando a su fin, y él era el único que sabía lo peligrosa que podía llegar a ser la presa, acorralada en su guarida.

Hay un cuento para niños, de Rudyard Kipling, sobre una mangosta que sigue a una cobra al interior de su agujero. Es una historia con moraleja: libra tus batallas en tu propio terreno, no en el del enemigo. Si puedes. «El problema -pensó- es cuando no se puede.»

Ya lo sabía entonces, pero aquella noche no había dicho nada, pese a que la ayuda venía en camino. Se preguntó por qué, aunque conocía la verdadera razón. Había estudiado muchos casos de asesinos y sus asesinatos, pero nunca había presenciado el momento de poder luminiscente en que tenían a alguien en su poder y estaban concentrados en la tarea de crear una muerte. Era algo que había deseado ver y experimentar en primera persona: estar presente en el instante glorioso en que la razón y la locura del asesino se conjugan en un acto de salvajismo y depravación extraordinarios.

Había visto demasiadas fotos. Había grabado cientos de testimonios de testigos oculares. Había visitado docenas de escenas del crimen. Sin embargo, había asimilado toda esa información a posteriori, paso a paso. Nunca había presenciado el momento justo en que ocurría, no había visto por sí mismo aquella demencia y aquella magia actuando juntas. Y ese impulso -no se atrevía a llamarlo curiosidad, pues sabía que se trataba de algo significativamente más profundo y poderoso que ardía en su interior- lo llevó a mantener la boca cerrada cuando los dos agentes municipales desenfundaron sus armas y entraron sigilosamente por la puerta del almacén, muy pocos metros por delante de él. Primero avanzaron con cautela, y luego a un paso más rápido, dejando de lado la prudencia, cuando oyeron el primer grito agudo de terror que desgarró la oscuridad lúgubre que reinaba en el interior.

Fue una equivocación, un capricho, un error de cálculo.

«Deberíamos haber esperado -pensó-, al margen de lo que le estuviera pasando a esa persona. Y no deberíamos haber hecho tanto ruido al irrumpir en los dominios de ese hombre, al penetrar en esa madriguera que él llamaba su hogar, donde estaba familiarizado con cada recoveco, cada sombra y cada tabla del suelo.»

«Nunca más», insistió.

Respiró hondo. El resultado de esa noche era un recuerdo de luz estroboscópica que le palpitaba en el pecho: un agente muerto, otro cegado, una prostituta de diecisiete años viva, pero por poco, y sin lugar a dudas con la vida destrozada para siempre. Él mismo resultó herido, pero no lisiado, al menos en un sentido ostensible y evidente.

El asesino acabó detenido, escupiendo y riéndose, no demasiado enfadado por el fin de su carnicería. Más bien era como si le hubiesen ocasionado algunas molestias, sobre todo dada la satisfacción única que le había proporcionado lo sucedido en el interior del almacén. Era un hombre de baja estatura, albino, de cabello blanco, ojos rojos y rostro macilento, como el de un hurón. Era joven, casi de la misma edad que Clayton, con el cuerpo delgado pero musculoso, y un enorme tatuaje rojo y verde de un águila extendido sobre su pecho blanco lechoso. La matanza de aquella noche le había causado un gran placer.

Jeffrey ahuyentó de su mente la imagen del asesino, negándose a evocar la voz monótona con que éste había hablado cuando se lo llevaban entre las luces parpadeantes de los vehículos policiales reunidos.

– ¡Me acordaré de ti! -había gritado, mientras transportaban a Jeffrey en una camilla hacia una ambulancia.

«Ya no está -pensó Clayton ahora-. Se encuentra en Tejas, en el corredor de la muerte. No vuelvas a ir allí -se dijo-. Jamás entres en un almacén como ése. Nunca más.»

Le echó un vistazo breve y furtivo al agente Martin. «¿Sabrá por qué opté por el anonimato -se preguntó-, por qué ya no hago precisamente lo que él me ha pedido que haga?»

– Ahí está -dijo Martin de pronto-. Hogar, dulce hogar. O al menos mi lugar de trabajo.

Lo que Jeffrey vio fue un edificio grande, de índole inconfundiblemente oficial. Un poco más funcional, de diseño menos elaborado que las oficinas frente a las que habían pasado. Su aspecto era algo menos fastuoso; en absoluto mísero, sino simplemente más austero, como el de un hermano mayor en medio de un patio lleno de niños más pequeños. Se trataba de una construcción sólida, imponente, de hormigón gris, con las esquinas afiladas de un cubo y una uniformidad que llevó a Clayton a sospechar que las personas que trabajaban allí eran tan rígidas y anodinas como el edificio en sí.

Martin entró con un viraje brusco en un aparcamiento que estaba a un lado de las oficinas y redujo la velocidad.

– Eh, Clayton -dijo rápidamente-, ¿ve a ese hombre ahí delante?

Jeffrey avistó a un hombre vestido con un modesto traje azul que llevaba un maletín de piel e iba caminando solo entre las filas de coches último modelo.

– Obsérvelo un rato y aprenderá algo -agregó el agente.

Jeffrey miró al hombre, que se detuvo junto a una ranchera pequeña. Vio que se quitaba la chaqueta del traje y la echaba al asiento trasero junto con el maletín. Dedicó unos momentos a remangarse la camisa blanca de cuello abotonado y a aflojarse la corbata antes de sentarse al volante. El vehículo salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás y se alejó. Martin ocupó a toda prisa el hueco que acababa de quedar libre.

– ¿Qué ha visto? -preguntó el inspector.

– He visto a un hombre que tenía una cita. O que tal vez se dirigía a su casa, por estar incubando una gripe. Eso es todo.

Martin sonrió.

– Tiene que aprender a abrir los ojos, profesor. Le creía más observador. ¿Cómo ha entrado en su coche?

– Ha caminado hasta él y se ha subido. Nada del otro mundo.

– ¿Le ha visto abrir el seguro de la puerta?

Jeffrey negó con la cabeza.

– No. Debe de tener uno de esos cierres centralizados con mando a distancia. Como prácticamente todo el mundo…

– No lo ha visto apuntar al vehículo con una luz infrarroja, ¿verdad?

– No.

– Es un detalle difícil de pasar por alto, ¿no? ¿Sabe por qué?

– No.

– Porque las puertas no tenían el seguro puesto. En eso reside justamente el sentido de todo esto, profesor. Las puertas no tenían el seguro puesto, porque no hacía falta. Porque si había dejado algo dentro, no corría el menor peligro, pues nadie vendría a este aparcamiento a robárselo. Ningún adolescente con una pistola y una adicción iba a salir de detrás de otro coche para exigirle su cartera. ¿Y sabe qué? No hay cámaras de videovigilancia. No hay guardias de seguridad que patrullen la zona. No hay perros dóberman ni detectores de movimiento electrónicos ni sensores de calor. Este lugar es seguro porque es seguro. Es seguro porque a nadie se le ocurriría siquiera llevarse algo que no le pertenece. Es seguro por el sitio en el que estamos. -El inspector apagó el motor-. Y mi intención es que siga siendo seguro.


En el vestíbulo del edificio había una placa grande con estas palabras:


BIENVENIDOS A NUEVA WASHINGTON LAS NORMAS LOCALES DEBEN CUMPLIRSE EN TODO MOMENTO TODA IRREGULARIDAD EN EL PASAPORTE ESTÁ PENADA CON LA CÁRCEL PROHIBIDO FUMAR LES DESEAMOS UN BUEN DÍA


Jeffrey se volvió hacia el agente Martin.

– ¿Normas locales?

– Hay una lista considerablemente larga. Le facilitaré una copia. Refleja bastante bien nuestra razón de ser.

– ¿Y lo de las irregularidades en el pasaporte? ¿A qué se refieren con eso?

Martin sonrió.

– Ahora mismo está usted infringiendo las normas relativas al pasaporte. Aquí eso forma parte del paquete. El acceso al estado en ciernes está controlado, tal como lo estaría en cualquier otro país o terreno privado. Necesita permiso para estar aquí. A fin de conseguirlo, debe acudir al Control de Pasaportes. Pero no hay problema. Es usted mi invitado. Y en cuanto le concedan el permiso, podrá viajar libremente por todo el estado.

Jeffrey se fijó en un letrero que indicaba el camino a la oficina de Inmigración y dirigió la vista a una sala espaciosa situada al final de un pasillo, repleta de mesas, ante cada una de las cuales había un oficinista sentado, trabajando diligentemente frente a una pantalla de ordenador. Se quedó mirando trabajar a la gente por unos instantes y luego tuvo que echar a andar a toda prisa para alcanzar a Martin, que avanzaba a paso ligero por un pasillo contiguo, siguiendo una indicación que rezaba: SERVICIOS DE SEGURIDAD. Un tercer letrero señalaba la dirección de la guardería. Sus pasos sonaban como bofetadas contra el pulido suelo de terrazo y resonaban entre las paredes.

Poco después, entraron en otra sala grande, no tanto como la de Inmigración, pero aun así de tamaño considerable. Un resplandor blanco y limpio inundaba la estancia, y la luz de los fluorescentes del techo se fundía con el omnipresente verde de las pantallas de ordenador. No había ventanas, y el rumor del aire acondicionado se mezclaba con las voces mitigadas por las mamparas de vidrio y el aislamiento acústico. Clayton pensó que así era como se imaginaba las oficinas de una empresa, no de una comisaría, por muy moderna que fuera. La atmósfera no estaba contaminada por la suciedad del crimen. No había rabia o ira latentes, ni una locura oculta, ni furia ni contención. No había sillas rotas ni mesas rayadas por detenidos desquiciados al forcejear con las esposas que les sujetaban las muñecas. No se oían ruidos estridentes ni obscenidades; sólo el murmullo prolongado de la eficiencia y la síncopa del trabajo incesante.

Martin se detuvo frente a una mesa, y una joven vestida con una elegante blusa blanca y pantalones oscuros lo saludó. Un jarrón pequeño con una sola flor amarilla descansaba sobre una esquina del escritorio.

– Por fin ha vuelto, inspector. Se le echaba de menos por aquí. El agente Martin se rio.

– Seguro que sí-respondió-. ¿Puede llamar al jefe para que sepa que estoy aquí?

– Veo que le acompaña el famoso profesor.

La secretaria alzó la vista hacia Jeffrey.

– Tengo algo de papeleo para usted, profesor. Primero, un pasaporte y una identificación temporales. Luego, algunos documentos que debe leer y firmar cuando lo considere oportuno. -Le alargó una carpeta-. Bienvenido a Nueva Washington -dijo-. Estamos seguros de que será usted de gran ayuda para… -Se volvió hacia el agente Martin y añadió, con una sonrisa tímida-. Con el problema que el inspector no consigue resolver solo y que no comenta con nadie.

Jeffrey miró la carpeta de documentos.

– Bueno -empezó a replicar-, el agente Martin es más optimista que yo, pero eso es porque yo sé más sobre…

El corpulento inspector lo interrumpió.

– Nos esperan dentro. Vamos.

Asió a Clayton del brazo para apartarlo del escritorio de la secretaria y atravesar con él la puerta de un despacho. En ese momento lo atrajo hacia sí y le espetó, en susurros:

– Nadie, ¿lo entiende? ¡Nadie lo sabe! ¡Mantenga la boca cerrada!


En el interior del despacho había dos hombres sentados ante un escritorio de palisandro pulido. Dos sillones de cuero estaban dispuestos delante del escritorio. En contraste con el aspecto pulcro y utilitario de la sala principal que habían atravesado, ese despacho tenía un regusto más antiguo y definitivamente más lujoso. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble repletas de textos legales, y en el suelo había una alfombra oriental. Un sofá verde de piel gruesa estaba arrimado contra una pared, entre un asta con la bandera de Estados Unidos y otra con la enseña del futuro estado cincuenta y uno. Colgadas en una pared había numerosas fotografías enmarcadas que Clayton no tuvo tiempo de examinar con atención, aunque sí reconoció un retrato del presidente de Estados Unidos, elemento que, según creía, era obligatorio en todas las oficinas gubernamentales.

Un hombre alto y delgado como un junco con la cabeza calva estaba sentado justo en el centro del escritorio. A su lado había un hombre mayor, más bajo y de constitución más robusta, con la mandíbula cuadrada y el rostro torcido como el de un boxeador retirado. El calvo les indicó por señas a Jeffrey y al agente Martin que se sentaran en los sillones. A la derecha del profesor, se abrió otra puerta, y entró un tercer hombre. Parecía más joven que Jeffrey y llevaba un traje caro azul, de rayas finas. Se sentó en el sofá.

– Sigan con lo suyo -dijo simplemente.

El calvo se inclinó hacia delante con un movimiento suave, de depredador, como un águila pescadora posada en la rama desnuda de un árbol, observando a los roedores corretear por la hierba.

– Profesor, soy el superior del agente Martin en el Servicio de Seguridad. El hombre a mi derecha también es un experto en seguridad. El caballero del sofá es representante de la oficina del gobernador del Territorio.

Algunas cabezas asintieron, pero ninguna mano se tendió para saludar.

El hombre bajo y fornido situado a un costado del escritorio dijo, sin rodeos:

– Quiero repetir, para que quede constancia, que no apruebo la decisión de convocar aquí al profesor. Me opongo a implicarlo en este caso bajo ningún concepto.

– Ya hemos tratado ese tema -repuso el calvo-. Tomamos nota de su objeción. Sus opiniones constarán en los informes del cierre del caso y en los documentos del sumario.

El hombre mostró su conformidad con un resoplido.

– Con mucho gusto me iré -dijo Jeffrey-, ahora mismo, si así lo desean. Si ni siquiera deseo estar aquí.

El calvo hizo caso omiso de sus palabras.

– El agente Martin le habrá puesto en antecedentes, supongo.

– ¿Tienen ustedes nombre? -preguntó Jeffrey-. ¿Con quién estoy hablando?

– Los nombres son irrelevantes -aseguró el hombre joven, removiéndose en su asiento, haciendo crujir el cuero del sofá-. Toda la información sobre esta reunión está estrictamente controlada. De hecho, hay órdenes de que su presencia aquí se mantenga en el más estricto secreto.

– Quizás a mí los nombres me parezcan relevantes -dijo Jeffrey con terquedad. Le echó una ojeada rápida al agente Martin, pero el corpulento inspector se había hundido en el sillón, ocultando su expresión. El calvo sonrió.

– Muy bien, profesor. Ya que insiste, le diré que yo me llamo Tinkers, él es Evers y el hombre del sofá, allí, se llama Chance.

– Muy gracioso. Así que esto va de jugadores de béisbol -comentó Jeffrey -. Pues yo soy Babe Ruth. O Ty Cobb.

– ¿Le gustan más Smith, Jones y esto… Gardner?

Jeffrey no contestó.

– ¿Tal vez -prosiguió el calvo- podríamos llamarnos Manson, Starkweather y Bundy? Casi suena como el nombre de un bufete de abogados, ¿verdad? Y son apellidos más relacionados con su especialidad profesional, ¿no?

Jeffrey se encogió de hombros.

– De acuerdo, señor Manson. Lo que usted diga.

El calvo hizo un gesto de asentimiento y sonrió de oreja a oreja.

– Bien, llámeme Manson, pues. Ahora, permítame que intente hacer más fácil esta conversación, profesor. O como mínimo, menos tensa. Le expondré los parámetros financieros de su visita, que sin duda serán de su interés.

– Continúe.

– Sí. Bien, si su investigación aporta información que más tarde pueda utilizarse como prueba para llevar a cabo una detención, le pagaremos un cuarto de millón de dólares. Si consigue identificar y localizar a nuestro objetivo, así como colaborar en la aprehensión de dicho individuo, nosotros le pagaremos un millón de dólares. Ambas sumas, o cualquier suma intermedia que consideremos justificada por el alcance de su contribución a solucionar nuestro problema, se le entregarán libres de impuestos y en efectivo. A cambio, usted debe prometer que se abstendrá de dejar constancia alguna, ya sea por medios físicos o electrónicos, de toda información que reúna, toda impresión que se forme, todo recuerdo de su visita; y que no comentará ni dará a conocer en modo alguno su estancia aquí o el propósito de la misma. No concederá entrevistas a periódicos, ni firmará contratos con editoriales. No redactará artículos académicos, ni siquiera para el circuito limitado de las agencias encargadas del cumplimiento de la ley. En otras palabras: los sucesos que le han traído aquí, y aquellos que se produzcan en adelante, no existirán oficialmente. Se le recompensará con creces por guardar esta confidencialidad.

Jeffrey aspiró despacio, por entre los dientes.

– Realmente deben de tener un problema muy gordo -dijo lentamente.

– Profesor Clayton, ¿tenemos un acuerdo?

– ¿Qué ayuda me darán? ¿Qué hay del acceso a…?

– El agente Martin es su compañero. El le proporcionará acceso a todos los registros, documentos, escenas, testigos… lo que necesite. Él correrá con los gastos, y se encargará de conseguirle alojamiento y transporte. Aquí sólo hay un objetivo, que tiene prioridad sobre cualquier otra cuestión, especialmente de índole económica.

– Cuando usted dice «nosotros le pagaremos», ¿a quién se refiere exactamente?

– Será dinero procedente de los fondos reservados del gobernador.

– Debe de haber alguna trampa. ¿Cuál es, señor Manson?

– No hay ninguna trampa oculta, profesor -aseveró el calvo-. Estamos bajo una presión considerable para llevar esta investigación a buen término a la mayor brevedad. No carece usted de inteligencia. Dos funcionarios del servicio de seguridad y un político deberían dejarle claro que hay mucho en juego. He aquí el porqué de nuestra generosidad. Sin embargo, también está la cuestión de la impaciencia. Del tiempo, profesor. El tiempo es de fundamental importancia.

– Necesitamos respuestas, y las necesitamos cuanto antes -terció el hombre más joven, de la oficina del gobernador.

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Usted es Starkweather, ¿verdad? ¿Tiene novia? Porque, si la tiene, debería empezar a llamarla Caril Ann. Bien, señor Starkweather, ya se lo he dicho al inspector, y ahora se lo repetiré: estos casos no se prestan a explicaciones fáciles ni a soluciones rápidas.

– Ah, pero sus pesquisas resultaron particularmente eficaces en Tejas. ¿Cómo lo logró, y encima con resultados tan espectaculares?

Jeffrey se preguntó si había un atisbo de sarcasmo en las palabras del hombre. Fingió no percibirlo.

– Sabíamos que era una zona frecuentada por las prostitutas entre las que nuestro asesino elegía a sus víctimas. Así que, discretamente, sin montar escándalo, empezamos a detener a todas las fulanas; nada emocionante que atrajese la atención de la prensa, sólo las típicas redadas antivicio del sábado por la noche. Pero, en lugar de multarlas, las reclutamos. Equipamos a un porcentaje significativo de ellas con dispositivos pequeños de rastreo. Eran miniaturas, con un alcance limitado, y se activaban con un solo botón. Les indicamos a las mujeres que se los cosieran en la ropa. El plan se basaba en la suposición de que, al final, nuestro hombre raptaría a alguna de las mujeres, quien entonces podría poner en marcha el rastreador. Monitorizábamos los aparatos las veinticuatro horas del día.

– ¿Y dio resultado? -preguntó el hombre bajo y fornido, ansioso.

– En cierto modo sí, señor Bundy. Hubo unas cuantas falsas alarmas, tal como esperábamos. Luego, tres mujeres fueron asesinadas pese a llevar el dispositivo antes de que una de ellas lograra hacerlo funcionar. Era más joven que las demás, y nuestro objetivo debió de sentirse menos amenazado por ella, porque por una vez se lo tomó con calma antes de inmovilizarla, lo que le dio a la chica la oportunidad de enviarnos una señal. Como él no la vio pulsar el botón de alarma, cosa que lo habría puesto en fuga, llegamos allí a tiempo para salvarla, pero por muy poco. Yo diría que fue un éxito relativo.

El hombre bajo y fornido, Bundy, lo interrumpió.

– Pero proactivo. Eso me gusta. Usted tomó iniciativas. Fue creativo. Eso es lo que deberíamos hacer. Algo por el estilo. Tender una trampa. Eso me gusta: una trampa.

El joven también intervino, hablando atropelladamente.

– Estoy de acuerdo. Pero toda iniciativa de ese tipo deberá someterla a la aprobación de cada uno de nosotros tres, agente Martin. ¿Entendido?

– Sí.

– No quiero que albergue la menor duda sobre esto. Todos y cada uno de los aspectos de este caso tienen ramificaciones políticas. Debemos decantarnos siempre por la opción que nos permita mantener el máximo control y confidencialidad y que al mismo tiempo elimine nuestro problema.

Jeffrey sonrió de nuevo.

– Señor Starkweather, señor Bundy, por favor, recuerden que la probabilidad de identificar siquiera al hombre responsable de su problema político es mínima. Crear las circunstancias que nos permitirían tenderle una trampa resultará incluso más difícil. A menos que quieran que les ponga un rastreador a todas las mujeres que hay dentro de las fronteras de su estado, después de lanzar una especie de alerta general.

– No, no, no… -replicó Bundy rápidamente.

Manson se inclinó hacia delante y habló en un tono bajo, como conspirando.

– No, profesor, evidentemente, no queremos sembrar el pánico generalizado que su sugerencia traería consigo. -Hizo un gesto amplio de rechazo con la mano antes de proseguir-: Pero, profesor, el agente Martin nos ha dado a entender que podría haber un vínculo entre nuestro escurridizo objetivo y usted que nos facilitaría la tarea de localizarlo. ¿Es eso correcto?

– Tal vez -respondió Jeffrey, con una rapidez que no concordaba con la incertidumbre que denotaban sus palabras.

El calvo asintió y se reclinó despacio en su asiento.

– Tal vez -dijo con una ceja arqueada. Se frotó las manos, como lavándoselas-. Tal vez -repitió-. Bueno, sea como fuere, profesor, el dinero está sobre la mesa. ¿Cerramos el trato?

– ¿Acaso tengo elección, señor Manson?

La silla de despacho sobre la que estaba sentado el calvo chirrió cuando la hizo girar por un momento.

– Es una pregunta interesante, profesor Clayton. Intrigante. Una pregunta con un gran peso filosófico. Y psicológico. ¿Tiene usted elección? Examinemos la cuestión: desde el punto de vista económico, por supuesto, la respuesta es no. Nuestra oferta es de lo más generosa. Aunque ese dinero no le hará fabulosamente rico, es mucho más del que, siendo razonables, puede aspirar a ganar dando clase en aulas atestadas, a alumnos de licenciatura aburridos hasta rayar en la psicosis. Ahora bien, ¿emocionalmente? Teniendo en cuenta lo que sabe (y lo que sospecha), lo que es posible… ah, no sé. ¿Puede usted elegir dejar eso atrás, sin respuestas? ¿No estaría condenándose a vivir atormentado por la curiosidad para el resto de sus días? Por otra parte, naturalmente, está el aspecto técnico de todo esto. Una vez que le hemos traído hasta aquí, ¿cree que estamos ansiosos por verle partir, sin prestarnos ayuda, tanto más cuanto que el agente Martin nos ha persuadido de que usted es la única persona en el país verdaderamente capaz de solucionar nuestro problema? ¿Espera que sencillamente nos encojamos de hombros y le dejemos marchar?

La última pregunta quedó flotando en el aire.

– Esto es un país libre -soltó Jeffrey.

– ¿Lo es, ahora? -repuso Manson.

Se inclinó hacia delante de nuevo, con el mismo aire de depredador en que Jeffrey había reparado antes. Pensó que, si al calvo de pronto le diera por ponerse un hábito oscuro con capucha, tendría el estilo y el aspecto idóneos para desempeñar un cargo importante en la Inquisición española.

– ¿Acaso alguien es realmente libre, profesor? ¿Lo somos nosotros ahora, en esta habitación, ahora que sabemos que esta fuerza del mal actúa en nuestra comunidad? ¿Nuestro conocimiento no nos hace prisioneros de ese mal?

Jeffrey no contestó.

– Plantea usted preguntas interesantes, profesor. Por supuesto, no esperaba menos de un hombre de su reputación académica. Pero, por desgracia, no es momento de discutir estos temas tan elevados. Quizás en circunstancias distintas, en un ambiente más cordial, podríamos intercambiar ideas al respecto. Pero, por ahora, nos ocupan asuntos más apremiantes. Así que se lo pregunto de nuevo: ¿cerramos el trato?

Jeffrey respiró hondo y asintió con la cabeza.

– Por favor, profesor -dijo Manson con severidad-. Responda en voz alta. Para que quede constancia.

– Sí.

– Imaginaba que ésa sería su respuesta -aseguró el calvo. Hizo un gesto en dirección a la puerta, para indicar que daba por finalizada la reunión.

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