Cuando oyó la voz de su hijo por teléfono, a Diana Clayton la invadieron oleadas paralelas de alegría y miedo. La primera era fruto del afecto normal de una madre por su hijo que está demasiado lejos. El segundo era un sentimiento más complicado, con tintes de una angustia que ella creía enterrada hacía mucho tiempo y que ahora eclosionaba en su interior como brotes. La raíz de este miedo era la conciencia de que nada de lo que ellos habían llegado a considerar parte de su vida estaba del todo bien y había muchas cosas que cambiar.
– ¿Mamá? -dijo Jeffrey.
– Jeffrey -respondió ella-, gracias a Dios. He estado intentando localizarte desesperadamente.
– ¿De verdad?
– Sí. Te he dejado un montón de mensajes en la oficina, y en el contestador de tu casa. ¿No los has recibido?
– No, ni uno solo.
Jeffrey tomó nota mentalmente de este hecho, que le pareció curioso, y luego cayó en la cuenta de que sólo era una muestra de lo eficientes que eran las fuerzas de seguridad del estado número cincuenta y uno. Enchufó rápidamente el teléfono al conector del ordenador, y unos segundos después, el rostro de su madre apareció en la pantalla ante él. Le dio la impresión de que estaba demacrada, inquieta. Ella debió de notar su reacción, porque dijo:
– He perdido peso. Es inevitable. Estoy bien.
Él sacudió la cabeza.
– Lo siento. Tienes buen aspecto.
Los dos dejaron pasar esa mentira piadosa.
– ¿Te duele mucho? ¿Qué dicen los médicos?
– Oh, que les den por saco a los médicos. No tienen idea de nada -contestó Diana-. ¿Y qué mas da un poco de dolor? No es peor que cuando me rompí la pierna ese verano cuando tenías catorce años. Me caí del maldito tejado, ¿te acuerdas?
Se acordaba. Había aparecido una gotera, y ella había trepado con un cubo de brea para intentar taparla, había resbalado y se había caído. Él la había llevado en coche a la sala de urgencias del hospital pese a que faltaban dos años para que pudiera sacarse el carnet de conducir.
– Claro que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía las llaves del coche?
Madre e hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
– Se habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
– Siempre fuiste un buen conductor -dijo.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Lento y prudente. Don Soso. No soy tan bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
– Pero conduce demasiado deprisa.
– Es su estilo.
Diana asintió de nuevo.
– Es verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terriblemente aburrido a veces. Por eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se impuso un silencio momentáneo entre los dos.
– Creo que tengo un problema -dijo él al cabo-. Tenemos un problema.
Diana frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no tener que decir nunca:
– Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
– ¿Ha…? -empezó a preguntar.
– Ha estado aquí -lo cortó su madre-. Dentro de casa, mientras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras… -Titubeó antes de añadir-: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos años. Pero ahora estoy segura de que es… -Se interrumpió y miró la imagen de su hijo, ante sí-. ¿Cómo lo sabías? -preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada-. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha…? ¿Se ha comunicado contigo también?
Jeffrey asintió despacio.
– Sí.
– Pero ¿cómo?
– Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a investigarlos. Yo tampoco creía que se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado vivir engañado durante todos estos años.
– ¿Qué clase de crímenes?
– La clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahuyentar la visión que evocaba la conversación.
– Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí lo detenga -prosiguió su hijo-. Pero, en vez de eso, parece ser que él me ha encontrado a mí.
– Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en casa?
– No, no estoy en casa. He venido al Oeste.
– ¿Adónde?
– Al estado cincuenta y uno. Estoy en Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
– Pero yo creía…
– Sí, lo sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
– Jeffrey, ¿qué me estás diciendo? -preguntó Diana Clayton.
Su hijo vaciló antes de contestar.
– Creo -dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba de su cabeza, sino del corazón- que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo que ha hecho tenía el propósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía que podía fabricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traerme aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a entender.
Diana aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire lentamente, dejándolo silbar entre sus dientes.
– Juega a ser la muerte -dijo de pronto.
Tras ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta principal y, unos segundos más tarde, unos pasos y una voz.
– ¡Mamá!
– Tu hermana acaba de llegar -dijo Diana-. Vuelve temprano.
Susan entró en la cocina y vio al instante la imagen de su hermano en la pantalla de vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emociones sacudió su corazón.
– Hola, Jeffrey -saludó.
– Hola, Susan -contestó él-. ¿Estás bien?
– Creo que no -respondió ella.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Diana.
– Él está aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado enviando los anónimos…
– No es un hombre -la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos desorbitados, sorprendida-. Sé de quién se trata.
– Entonces…
– No es un hombre -repitió la madre-. Nunca ha sido un hombre. Es vuestro padre.
El silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se arrastra por un apartamento inundado de humo.
– ¿Lo sabías y no dijiste nada? -preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras-. ¿ Creías que podía ser él y pensabas que yo no debía saberlo?
Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.
– No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan convencida de que había muerto… Creía que estábamos a salvo.
– Pues no murió y no lo estamos -replicó Susan con amargura-. Supongo que nunca lo hemos estado.
– La pregunta es -terció Jeffrey-: ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida…?
– Yo sé lo que quiere -dijo Susan de súbito-. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho. Y tampoco ha sido muy explícito, pero…
– ¿Qué?
– Quiere lo que se le robó.
– ¿Que quiere qué?
– Lo que se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.
De nuevo se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló primero.
– Pero ¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exactamente?
Diana empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.
– Es sencillo -dijo-. ¿Qué se le robó? Le robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida. Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inventarse otra, supongo.
– Pero ¿qué crees que significa eso? -inquirió Susan.
– En pocas palabras, quiere vengarse, me imagino -contestó Diana en voz baja.
– No digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos…?
– No, eso no tiene sentido -la interrumpió su hermano-, salvo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave peligro. De hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de formas distintas y por razones diferentes.
– «Quiero lo que se me robó» -murmuró Susan-. Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero decir. Mamá es un tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distintos para cada uno. -Hizo una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad-. Sólo hay un modo de enfocar esto -continuó-. Pongamos que los tres somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtiene una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averiguar cuál es esa imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí… -Aspiró profundamente-… Antes de que se nos adelante y las haga encajar él.
Jeffrey se frotó la frente con una mano, sonriendo.
– Susan, recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las damas. Creo que tienes toda la razón.
Diana se había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad, repitiéndose.
– Juega a ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros somos las piezas.
La verdad de esta afirmación era evidente para los tres.
Jeffrey alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando planteaba una pregunta a sus alumnos en clase.
– Supongo que no tendría sentido intentar escondernos de nuevo -dijo despacio-. Tal vez podríamos vencerlo en su juego separándonos, partiendo en tres direcciones distintas…
– Ni de coña -soltó Susan con brusquedad.
– Susan tiene razón -agregó Diana, volviéndose hacia la pantalla-. No -dijo-, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéramos. Esta vez debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo debería haber hecho hace veinticinco años.
– ¿Qué es? -preguntó Susan.
– Jugar mejor que él -respondió su madre.
Una sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de diversión o placer, sino de cruel determinación.
– A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocultarnos, entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habremos de volver a Nueva Jersey?
Una vez más, los tres guardaron silencio.
– Jeffrey, tú eres el experto en esa clase de preguntas -señaló su hermana.
Jeffrey titubeo.
– Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.
Las dos mujeres no contestaron. Él aguardó un momento y luego añadió con un arranque de certeza:
– La guarida de Grendel.
Diana parecía confundida.
– No acabo de entender-Pero el rostro de Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso modesto, sólo burlón en parte.
– Lo que quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo, porque es allí donde tu lucha empezará y terminará.
Todos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere dejar escapar la oportunidad de participar en clase.
– Sólo tengo una pregunta más -dijo, con algo menos de confianza en la voz-. Así que los tres lo rastreamos y damos con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto? Es decir, ¿qué hacemos cuando se produzca ese reencuentro?
Ninguno de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.
Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oeste, que salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien fuera a recogerlas al aeropuerto de Nueva Washington y de conseguirles alojamiento. De inmediato delegó esas tareas en el agente Martin.
– De acuerdo -dijo el inspector-. Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?
– Estaré fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que tuviéramos oportunidad siquiera de planear nuestro ataque.
El inspector soltó un gruñido de asentimiento. No le gustaba, pero claramente estaba de acuerdo. Jeffrey pensó que seguramente Robert Martin no rechistaba porque había concluido que con tres señuelos aumentarían las probabilidades de atraer a su presa. Además, la perspectiva de elaborar un plan de acción debía de parecerle seductora.
– Mi hermana irá armada. Bien armada. Eso tampoco representará un problema.
– Mi tipo de chica.
– Lo dudo mucho.
– Y usted, profesor, ¿adónde irá?
– Voy a emprender un viaje sentimental.
– ¿Luz de luna y música romántica? ¿Rasgueo de guitarras de fondo? ¿Y adónde le llevará eso, si puede saberse?
– Tengo que volver al lugar de donde vengo -dijo Jeffrey-. Durante poco tiempo, pero necesito ir allí.
– No estará pensando en regresar a ese vertedero que usted llama universidad -señaló Martin con escasa delicadeza-. Eso no forma parte de nuestro acuerdo. Debe permanecer aquí mientras dure la investigación, profesor.
Jeffrey respondió en un tono suave pero acre.
– No es de ahí de donde vengo. Es donde trabajo. Voy a volver al lugar de donde vengo.
– Bueno, sea como sea -dijo Martin, encogiéndose de hombros como si el asunto no le interesara-, debería llevarse a una amiga consigo. -El inspector introdujo la mano en un cajón del escritorio y sacó una pistola semiautomática de nueve milímetros que arrojó a Jeffrey con una risita.
Logró dormirse de forma discontinua durante el vuelo hacia el este, y sólo despertó de unos sueños que parecían empeñados en convertirse en pesadillas cuando el avión empezó a descender hacia el aeropuerto internacional de Newark. Amanecía, y la crudeza del invierno del noreste amenazaba con llegar en el transcurso de las siguientes semanas. Una bruma gris oscuro de contaminación se cernía sobre la ciudad, repeliendo los rayos de luz matutinos que intentaban penetrar y llegar hasta el suelo. A través de la ventanilla, el mundo le parecía a Jeffrey un lugar hecho de hormigón y asfalto, denso, compacto, cercado con acero y ladrillo, rodeado de tela metálica y alambre de espino.
Cuando el avión viró despacio hacia el norte de la ciudad, divisó huellas de disturbios, varias manzanas carbonizadas, en ruinas y abandonadas. Desde el aire alcanzó a distinguir las líneas donde policías y guardias nacionales asediados habían formado filas para detener las oleadas de ataques incendiarios y saqueos tan nítidamente como podía ver las zonas que habían dejado reducirse a cenizas. Mientras los reactores reducían gas y el tren de aterrizaje bajaba con un golpe sordo, descubrió que curiosamente echaba de menos los espacios abiertos y los trazados bien definidos del estado cincuenta y uno. Expulsó este pensamiento de su mente, restregándose los ojos para despejarlos de la somnolencia del vuelo y encorvó los hombros como preparándose para el frío.
Había mucho tráfico cuando salió del aeropuerto en el coche que había alquilado. El atasco llegaba hasta la autopista, y luego había retenciones intermitentes a lo largo de treinta kilómetros, de modo que para cuando llegó a Trenton, la capital del estado, coincidió con la hora punta de la mañana.
Tomó la salida de Perry Street, la rampa que pasaba junto al bloque de hormigón ligero y cristal del Times de Trenton. Unas manchas de hollín grandes y negras surcaban el costado del viejo e impasible edificio y aumentaban de tamaño cerca de la zona de carga, donde una cola de camiones destartalados de color azul marino y amarillo aguardaba la tirada de la mañana. Fuera había media docena de conductores reunidos en torno a una hoguera encendida en un viejo bidón de metal, esperando la señal para empezar a cargar.
Jeffrey giró y avanzó unas manzanas hacia el parlamento, acercándose lo suficiente para ver la cúpula dorada que lo remataba relucir al sol. A medio camino tuvo que pasar por un control policial, una barricada con alambre de púas y sacos terreros que separaba una zona de plagas urbanas y estructuras de edificios quemadas y cerradas con tablas de las casas adosadas reconstruidas por los planes de renovación de la ciudad. La presencia policial era dispersa, pero constante; lo suficiente para asegurarse de que no surgieran oleadas de descontento que recorriesen las calles en que se había gastado dinero, avanzando con furia hacia el parlamento. Clayton encontró un sitio donde aparcar y continuó el camino a pie.
El bufete del abogado estaba a sólo una manzana de los edificios legislativos, en una anticuada casa de piedra rojiza reacondicionada que conservaba una elegancia propia de otra época en su exterior. La entrada era una puerta falsa, y para pasar tuvo que esperar a que un guardia de seguridad de aspecto huraño y aburrido pulsara el timbre dos veces para abrirle tanto la puerta exterior como la interior.
– ¿Tiene cita? -inquirió, consultando un sujetapapeles.
– Vengo a ver al señor Smith -respondió Jeffrey.
– ¿Tiene cita? -repitió el guardia.
– Sí -mintió Jeffrey-. Jeffrey Clayton. A las nueve de la noche.
El guardia examinó la lista con detenimiento.
– Aquí no -repuso y acto seguido desenfundó una pistola de gran calibre con la que encañonó al profesor. Jeffrey hizo caso omiso del arma.
– Debe de tratarse de un error -dijo.
– Aquí no cometemos errores -dijo el hombre-. Márchese ahora mismo.
– ¿Y si llama a la secretaria del señor Smith? Eso puede hacerlo, ¿verdad?
– ¿Por qué habría de hacerlo? No figura usted en la lista. Jeffrey sonrió, se llevó la mano lentamente al bolsillo interior d la chaqueta y sacó su pase de seguridad temporal del estado cincuenta y uno. Supuso que el hombre no repararía en la fecha de caducidad estampada en el anverso, y que en cambio se fijaría en la placa y el símbolo del águila dorada.
– El motivo por el que debe hacer lo que le pido -dijo despacio, tendiéndole el pase- es que, si no lo hace, volveré aquí con una orden judicial, un equipo de registro y una unidad de Operaciones Especiales, y arrasaremos la oficina de su jefe, y cuando él averigüe al fin quien la cagó de mala manera causándole un marrón de cojones, sabrá que fue el gilipollas de la puerta principal. ¿Le parece una razón convincente?
El guardia de seguridad levantó el auricular.
– Está aquí una especie de policía que quiere ver al señor Smith sin cita previa -dijo-. ¿Quiere salir a hablar con el tipo? -Colgó y le informó-: La secretaria vendrá enseguida. -Continuó apuntando al pecho de Jeffrey con la pistola-. ¿Va usted armado, hombre de la S.S.? -Al ver que Jeffrey negaba con la cabeza, pues había dejado su pistola en la guantera del coche, el guardia le indicó que pasara por un detector de metales-. Eso ya lo veremos -dijo. Pareció decepcionado cuando la alarma del aparato no se disparó-. No llevará una de esas nuevas pistolas de plástico de alta tecnología, ¿verdad? -preguntó, pero antes de que Jeffrey pudiera responder, una mujer salió de un despacho interior. Joven y remilgada, llevaba una camisa blanca ceñida de hombre abrochada hasta la garganta, que Jeffrey, en un arrebato de humor interno irrespetuoso, interpretó como señal de que ella se acostaba con el abogado, que engañaba a su esposa anodina y adicta al club de campo. Seguramente las prendas de corte conservador y poco provocativo eran para disimular sus actividades auténticas. Esta fantasía lo hizo sonreír, pero dudaba que estuviera equivocado.
– ¿Señor?
– Clayton. Jeffrey Clayton.
El guardia de seguridad le alargó la tarjeta de identificación del estado cincuenta y uno.
– ¿Y qué le trae por aquí desde las prometedoras y felices tierras del Oeste?-El sarcasmo de la mujer era de una claridad meridiana.
– Hace unos años el señor Smith representó a un hombre que ahora es objeto de una investigación importante en nuestro territorio.
– Toda comunicación y trato entre el señor Smith y sus clientes es estrictamente confidencial. Jeffrey sonrió.
– Claro que lo es.
– Así que no creo que pueda ayudarle. -Le devolvió la identificación.
– Como quiera -dijo Jeffrey-, pero, por otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nombre en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin previo aviso, bueno, allá usted.
De una forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de farol no era su estilo, ni algo que hiciera a menudo.
La secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.
– Sígame -dijo-. Veré si puede dedicarle dos minutos. -Giró sobre sus talones y añadió-: Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.
Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio, distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de madera se abrió y apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones grises de raya fina cosidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan lustrosos que resplandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó enérgicamente la del profesor.
– ¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton? -preguntó el abogado con los labios fruncidos.
– Todo depende, claro -respondió Jeffrey.
– ¿De qué?
– De lo que haya hecho usted.
El abogado sonrió.
– Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo que quiera, señor Clayton.
Jeffrey le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.
– ¿Le resulta familiar?
El abogado leyó la carta despacio.
– Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso… un terrible accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.
– Él no murió.
El abogado vaciló por un momento.
– Eso no es lo que consta aquí.
– No murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.
El abogado se encogió de hombros.
– Ojalá me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros falsos?
– Ese hombre, como usted lo llama, era mi padre.
El abogado enarcó una ceja fina y gris.
– ¿De veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los hijos, no es un crimen.
– Tiene razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.
– ¿A qué se refiere exactamente?
– A homicidios.
El abogado guardó silencio por unos instantes.
– Un muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. -Sacudió la cabeza-. Me parece que no tengo información adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa confidencialidad no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve el expediente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompaña al caballero a la puerta.
La secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.
El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla de hierro forjado de casi cinco metros de altura que habría tenido una función puramente decorativa de no ser por el letrero que advertía que estaba electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos metros bajo tierra. Un guardia lo recibió en la puerta y lo escoltó al interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que discurría entre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de ladrillo como tentáculos fantasmagóricos. Desde los escalones del edificio de la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se había levantado por el uso. El guardia llevaba un blazer azul y una corbata roja, y Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y los pasillos desiertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estudiantes.
La ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los cambios, las viejas instituciones educativas eran lo que más tardaba en cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.
– Profesor Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre. Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que estuviera casado.
– Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven.
– Ah -dijo la mujer-. Un caso demasiado frecuente. Y ahora usted…
– Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida -dijo Jeffrey-. Siento haberme presentado sin avisar…
La mujer adoptó más o menos la misma expresión con que debía de mirar a algún alumno que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del todo cordial.
– Yo tampoco lo tengo muy fresco en la memoria -aseguró-. Recuerdo a un joven prometedor. A un joven apuesto muy prometedor, con un intelecto envidiable. Su campo era la historia, me parece.
– Sí, eso creo.
– Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha coincidió con mi llegada. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era profesor. Y, veinticinco años es mucho tiempo, incluso en una institución como ésta…
– Pero… -Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.
– Tal vez debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Unidos. Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás él tenga información sobre su padre.
El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuando Jeffrey llamó a la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una ocasión, aplastada y deforme. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba con su apariencia de bulldog.
– ¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del balón, voces, silbidos y aclamaciones. Envejecer es terrible. Los recuerdos se imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno… -escrutó con detenimiento a Jeffrey-, me resulta conocido, pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted no acabo de situarlo.
– No fui alumno suyo.
– ¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? -inquirió.
– Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando información…
– Ah -dijo el profesor, asintiendo con la cabeza-. Eso está bien. Quedan tan pocas…
– Perdón, ¿cómo dice?
– Personas que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuerzo, dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?
Jeffrey se encogió de hombros con una sonrisa. -Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.
– Aun así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de información?
– Sobre un hombre que usted conoció.
– ¿De quién se trata?
– De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su departamento.
Maynard se meció en su asiento, con los ojos clavados en su visitante.
– Esto es de lo más curioso -dijo-, pero no del todo inesperado, ni siquiera después de tantos años.
– ¿Se acuerda de él?
– Pues sí, me acuerdo. -Continuó mirando a Jeffrey. Instantes después, añadió-: Presumo que es usted pariente del señor Mitchell, ¿no es así?
– En efecto. Era mi padre.
– Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Esbelto y atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin, hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es la que viene a buscar?
– Él falleció…
– Eso me contaron. Eso leí.
– En realidad, no murió.
– Ah, qué interesante. ¿Y vive todavía?
– Sí.
– ¿Y tiene usted contacto con él?
– No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya veinticinco.
– ¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trágicamente cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?
– Quizás «abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.
El profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo hacia Jeffrey.
– Joven, le recomiendo que no se embarque en ese viaje.
Jeffrey, de pie ante el escritorio, titubeó.
– ¿Y por qué no? -preguntó.
– ¿Espera sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?
Jeffrey no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en voz alta, dijo:
– ¿Lo recuerda?
– Por supuesto. Me causó una impresión extraña.
– ¿Cuál?
– La de que era un hombre peligroso.
Por unos instantes Jeffrey se quedó sin palabras.
– ¿En qué sentido?
– Era un historiador de lo más insólito.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque a la mayoría de nosotros simplemente nos intrigan los caprichos de la historia. Por qué sucedió esto, por qué pasó lo otro. Es un juego, ¿sabe? Como calcar un mapa en un papel que no es lo bastante traslúcido.
– Pero ¿es que él era distinto?
– Sí. Al menos eso me parecía.
– ¿Y entonces?
El hombre mayor vaciló y luego se encogió de hombros.
– Le encantaba la historia porque… le recuerdo que es sólo una impresión mía… tenía la intención de utilizarla. Para sus propios fines.
– No le entiendo.
– La historia a menudo es una compilación de los errores del hombre. Mi sensación era que su padre tenía sed de conocimiento porque estaba decidido a no cometer los mismos errores.
– Comprendo… -empezó a decir Jeffrey.
– No, no lo comprende. Su padre impartía clases de historia europea, pero ése no era su auténtico campo.
– ¿Y cuál era?
El hombrecillo sonrió de nuevo.
– Es sólo una opinión. Una intuición. En realidad no tengo pruebas. -Hizo una pausa y suspiró-. Me estoy haciendo viejo. Ya sólo doy una clase. De último curso. A los alumnos les da igual mi estilo. Descarnado. Agresivo. Provocador. Pongo en tela de juicio las teorías, las convenciones. Ése es el problema cuando eres historiador, ¿sabe? El mundo actual no te gusta mucho. Sientes nostalgia por los viejos tiempos.
– Decía usted que su auténtico campo era…
– ¿Qué sabe usted de su padre, señor Clayton?
– Lo que sé no me gusta.
– Qué respuesta tan diplomática. Perdone que lo diga con tanta crudeza, señor Clayton, pero su padre me dio una gran alegría cuando me dijo que se iba. Y no es porque fuera un mal profesor, pues no lo era. Seguramente fue uno de los mejores que he conocido jamás, y también muy popular, pero ya habíamos perdido a una alumna. Una joven desafortunada secuestrada en el campus y sometida a un trato de lo más brutal. Yo no quería que hubiera una segunda.
– ¿Cree que él tuvo algo que ver?
– ¿Qué sabe usted, señor Clayton?
– Sé que la policía lo interrogó.
El anciano sacudió la cabeza.
– ¡La policía! -resopló-. No sabían qué buscar. Verá, un historiador sabe. Sabe que todos los sucesos son la combinación de muchos factores: la mente, el corazón, la política, la economía, el azar y la coincidencia. Las fuerzas caprichosas del mundo. ¿Lo sabe usted, señor Clayton?
– En mi especialidad, las cosas también funcionan así.
– ¿Y cuál es su especialidad, si me permite la indiscreción? -preguntó el hombre mayor, frotándose la punta de su nariz rota.
– Doy clases sobre conductas criminales en la Universidad de Massachusetts.
– Ah, qué interesante. Entonces su especialidad es…
– Mi especialidad es la muerte violenta.
El viejo profesor sonrió.
– También era la de su padre.
Jeffrey se inclinó hacia delante, formulando una pregunta con su lenguaje corporal. El historiador se balanceó en su asiento.
– Lo cierto es que llegué a preguntarme por qué -prosiguió el anciano- a lo largo de los años nunca apareció nadie que buscara respuestas sobre Jeffrey Mitchell. Y, conforme pasaba el tiempo, a veces me tomaba la libertad de pensar que ese famoso accidente de tráfico se había producido de verdad y que el mundo se las había arreglado para esquivar una bala pequeña pero mortal. Es un tópico. No debería caer en los tópicos, ni siquiera ahora que soy viejo y no soy tan útil aquí ni en ningún otro sitio como en otra época. Un historiador debe dudar siempre, dudar de las respuestas fáciles. Dudar de la idea de que la suerte tonta y ciega le ha traído buena fortuna al mundo, porque rara vez lo hace. Dudar de todo, pues sólo a través de la duda, sazonada con un poco de escepticismo, puede uno albergar la esperanza de descubrir las verdades de la historia…
– Mi padre…
– ¿Quería ahondar en la muerte? ¿Tenía curiosidad sobre el asesinato, la tortura, todas las ocasiones en que aflora la cara más oscura de la naturaleza humana? Él era el hombre al que había que consultar. Toda una enciclopedia del mal: los autos de fe, la Inqui sición, Vlad el Empalador, los cristianos en las catacumbas, Tamerlán el Conquistador, la quema de herejes durante la guerra de los Cien Años. Estas son las cosas que él sabía. ¿Qué parte del riñon de la mujer envió Jack el Destripador a las autoridades junto con su famoso desafío? Su padre lo sabía. ¿El arma preferida de Billy el Niño} Un revólver Cok calibre cuarenta y cuatro, no muy distinto del Charter Arms Bulldog cuarenta y cuatro que David Berkowitz, el Hijo de Sam, utilizaba. ¿ La fórmula exacta del Zyklon B? Su padre también la conocía, así como la temperatura de los hornos de Auschwitz. ¿Cuántos hombres murieron en los primeros momentos después de que sonaran los silbatos en el Somme y ellos saltaran el parapeto? Él lo sabía. ¿Limpieza étnica y campos de exterminio serbios? ¿Tutsis y hutus en Ruanda? Él había memorizado perfectamente los pormenores de todas esas atrocidades. Sabía cuántos latigazos se necesitaban para matar a un hombre condenado en los campos de concentración zaristas de la Rusia prerrevolucionaria, y sabía cuánto tardaba en caer la cuchilla de la guillotina, y te contaba, con una sonrisita muy suya, que monsieur Guillotin, el inventor del aparato, les aseguró de forma tajante y poco sincera a las autoridades francesas cuando estaban contemplando la posibilidad de emplear su ingenio que las víctimas de aquella máquina infernal notarían poco más que «un ligero cosquilleo en la nuca». Él contaba todas estas cosas y muchas más. -El anciano tosió-. Si quiere conocer a su padre, entonces debe conocer a la muerte.
Jeffrey hizo un leve gesto con la mano, como para disipar el olor de los recuerdos que flotaban ante él.
– ¿Le daba miedo?
– Por supuesto. Una vez se jactó ante mí de que si algo nos enseña la historia es lo fácil que resulta matar.
– ¿Se lo dijo usted a la policía?
El profesor de Historia sacudió la cabeza.
– ¿Decirles qué? ¿Que su sospechoso parecía estar familiarizado con los detalles históricos de la vida y muerte de los asesinos del mundo moderno, desde el más célebre hasta el más insignificante? ¿Qué demuestra esto?
– Seguramente la información les habría resultado útil.
– La chica fue asesinada. A varias personas de aquí, entre ellas su padre, las interrogaron. Pero él no fue el único. Sometieron a interrogatorio a un par de profesores más, un conserje, un empleado del comedor y el entrenador del equipo femenino de lacrosse de la escuela. Como a los demás, lo dejaron libre sin cargos, porque no había pruebas contra él. Sólo sospechas. Al poco tiempo, de buenas a primeras, renunció a su empleo. Unas semanas después, recibimos la chocante noticia de su muerte. Su presunta muerte, según dice usted. Pero noticia al fin y al cabo. Esto suscitó una conmoción menor. Una sorpresa momentánea. Un poco de curiosidad, tal vez, dado el extraño momento en que se produjo. Pero surgieron pocas preguntas y menos respuestas todavía. En cambio, todo el mundo siguió adelante con su vida. Es lo que ocurre invariablemente en colegios como éste. Pase lo que pase en el mundo, la escuela sigue adelante como antes y como hará siempre.
Jeffrey pensó que había similitudes entre la escuela y el estado para el que trabajaba. Ambos creían que, cada uno a su manera, podían aislarse del resto del mundo. Ambos tenían los mismos problemas para mantener viva esa ilusión.
– ¿Por casualidad recuerda lo que él dijo cuando renunció?
El viejo señor Maynard asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.
– Tuve dos encuentros con él. Todavía los tengo grabados en la memoria, incluso después de todas estas décadas. Así debe ser un historiador, ¿sabe, señor Clayton? Tiene que tener ojo para los detalles, como un periodista.
– ¿Y bien?
– Nos reunimos dos veces. La primera fue poco después de las averiguaciones policiales. Me topé con su padre en la tienda de autoservicio de la localidad. Ambos teníamos que comprar algunas cosas. La tienda existe todavía, en la misma calle, enfrente de la escuela. Vende cigarrillos, periódicos, leche, refrescos y comida en un estado peor que incomible, ya sabe…
– Sí.
– Hizo algunas bromas, primero sobre la lotería estatal, luego sobre la policía. Al parecer no tenía un gran concepto de ella. ¿Sabe, señor Clayton, que su padre mostraba por lo general una actitud indiferente y despreocupada? Escondía mucho de sí mismo tras esa fachada desenvuelta. Desde luego, lograba disimular su sentido de la precisión y la exactitud. Más bien como un científico, supongo. Podía mostrarse divertido o tímido, pero en el fondo era frío y calculador. ¿Es usted así, señor Clayton?
Jeffrey no respondió.
– Era un hombre que daba mucho miedo. Tenía un aire disoluto, lascivo. Como un tiburón. Recuerdo que la conversación que mantuvimos aquella tarde me heló la sangre. Fue como hablar con un zorro hambriento frente a la puerta de un gallinero y que alguien me asegurase que no había por qué preocuparse. Luego, una semana después, se presentó de improviso en mi despacho. Fue algo de lo más inesperado. Sin apenas saludarme, anunció que se marcharía la semana siguiente. No me dio realmente una explicación, aparte de que había heredado un dinero. Le pregunté por la policía, pero él simplemente se rio y dijo que dudaba que hubiera que preocuparse por ellos. Cuando lo interrogué sobre sus planes, me dijo… y esto lo recuerdo con toda claridad… dijo que tenía que buscar a unas personas. «Buscar a unas personas.» Tenía mirada de cazador. Empecé a pedirle más detalles, pero giró sobre sus talones y salió de mi despacho. Cuando, más tarde, fui al suyo, ya se había ido. Había vaciado sus armarios y estanterías. Telefoneé a su domicilio, pero ya le habían desconectado la línea. Creo que al día siguiente, fui en coche a su casa, que estaba vacía, con un letrero de SE VENDE delante. En pocas palabras, se había marchado. Yo apenas había tenido tiempo de asimilar su desaparición cuando nos llegó la noticia de su muerte.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Bueno, recuerdo que fue una suerte para nosotros, porque faltaba sólo una semana para las vacaciones de Navidad, de modo que sólo tuvimos que dar unas pocas clases en su lugar. Estábamos entrevistando a posibles sustitutos suyos cuando nos informaron de la colisión. Nochevieja. Alcohol y exceso de velocidad. Por desgracia, nada excesivamente fuera de lo normal. Esa noche cayó una lluvia desagradable y gélida en toda la Costa Este que dio lugar a muchos accidentes, entre ellos el de su padre. Al menos eso se nos hizo creer.
– ¿Por casualidad se acuerda de cómo se enteró del accidente?
– Ah, excelente pregunta. ¿Un abogado, tal vez? Mi memoria no es tan precisa respecto a ese punto como quisiera.
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente. Eso tenía sentido para él. Sabía qué abogado había hecho esa llamada.
– ¿Y su entierro?
– Eso fue curioso. A ningún conocido mío se le dio la menor indicación sobre la hora, el lugar o lo que fuera, por lo que nadie asistió. Podría usted ir al archivo de microfilmes del Times de Trenton a comprobarlo.
– Eso haré. ¿Se acuerda de cualquier otra cosa que pueda serme de ayuda?
El viejo historiador desplegó una sonrisa irónica.
– Pero, mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de ignorancia son preferibles a la verdad.
– Tal vez tenga razón -respondió Jeffrey con frialdad-, pero yo no tenía esa opción.
Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determinar de dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fuese, contribuía a hacer más deprimente el mundo.
Se detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años, en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido muchos años atrás. Cuando estudiaba, había pasado un tiempo en una biblioteca de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el secuestro cambió todo eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más sutil en los años siguientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter del pueblo también había cambiado. Los granjeros vendieron sus tierras a los promotores inmobiliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La localidad sufría las consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el quedar a mano.
Su propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande, espaciosa, llena de rincones oscuros y zonas de luz inesperadas. El dormía en una habitación frontal de la primera planta, que tenía una forma semicircular, victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo prehistórico que había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida bajo su mano.
Ahora, arrancó el coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información.Este viaje a la casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.
Avanzó en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.
Cuando se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mismo: «No hiciste nada malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia la casa.
Veinticinco años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra sobre la fachada frontal había desaparecido.
Bajó del coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.
El hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga. Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de piloto con el cuello forrado de piel.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó cuando el profesor se aproximó.
– Probablemente no -respondió Jeffrey-. Yo viví aquí durante poco tiempo, cuando era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un vistazo a mi viejo hogar.
El hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no representaba una amenaza.
– ¿Quiere comprarla? Se la vendo a buen precio.
Jeffrey negó con la cabeza.
– ¿Vivió usted aquí? ¿Cuándo?
– Hace unos veinticinco años. ¿Y usted?
– Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la habían comprado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido muchos propietarios.
– ¿De veras? ¿Y cómo se lo explica usted?
El hombre se encogió de hombros.
– No lo sé. Mala suerte, supongo.
Jeffrey le dirigió una mirada inquisitiva.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
– Lo cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Tendré que sacar de su ambiente a los niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese sitio donde sabe Dios qué hay.
– Lo siento.
– El tipo que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía nada, e incluso yo consulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que habría sido mala suerte.
Jeffrey clavó la vista en el hombre.
– ¿Un asesinato?
– O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar una ojeada?
– Tal vez sólo un rato.
– Deben de haber remodelado el lugar tres veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.
– Seguramente tiene razón.
El hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un pequeño recibidor y luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora había una cadena de música y un televisor que ocupaba toda una pared. La mente de Jeffrey se puso a trabajar a todo tren, intentando resolver matemáticamente una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.
– Mi mujer -comentó el hombre-, ella es la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las paredes. ¿En qué habitación dormía usted?
– En la primera planta, a la derecha. Una de las paredes era circular.
– Ya. Mi despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador. ¿Quiere verlo?
A Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alcoba, con la cabeza sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.
– No -respondió-. No hace falta. No es tan importante.
– Como quiera -dijo el propietario-. Joder, me he acostumbrado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes, así que se me da bastante bien hacer de vendedor. -El hombre sonrió y se dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta-. Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que tiene un aspecto tan diferente y todo eso.
– Una sensación un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.
– Es lógico. Usted era más pequeño entonces.
Jeffrey asintió con la cabeza.
– De hecho, yo diría que la única habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.
– Perdón, ¿cómo dice?
– Ese cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la curiosidad y echamos abajo el tabique.
Jeffrey se quedó de piedra.
– ¿Una especie de habitación secreta? -preguntó.
El hombre extendió las manos a los lados.
– No lo sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quiere verlo?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
– Vale -dijo el hombre-. No está muy limpio eso de ahí abajo. Espero que no le importe.
– Enséñemelo, por favor.
Detrás de las escaleras había una puerta pequeña que, si la memoria no le fallaba a Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recordaba haber pasado mucho tiempo allí abajo. Era un sitio polvoriento, oscuro, intimidador para un niño de nueve años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con ruidosas pisadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas. Secretas, como la habitación.
– ¿Sólo se puede bajar por aquí? -preguntó.
– No, hay una entrada fuera, también, en un costado. Una trampilla y un hueco, donde antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. -El hombre accionó un interruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de balancín-. No uso este sitio más que para guardar trastos -añadió el hombre.
– ¿Dónde está la puerta?
– Por aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.
Jeffrey tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.
– Yo puse ahí esa tabla de madera cutre -señaló el hombre-, como ya le he dicho, antes había Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas de carbón dejaron de funcionar.
Jeffrey deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas telarañas cubrían la entrada. El profesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.
Medía aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En el centro, colgaba un solo portalámparas, sin la bombilla. No había ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un grueso baño de blanco radiante que reflejaba la luz de la linterna a su paso. El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.
– ¿Ve lo que le decía? -comentó el propietario-. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿ Habrá sido alguna vez una bodega de vino? Tal vez. Frío hace. Pero no sé… Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted recuerda algo? Joder, para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los presos tenían ventanas.
Jeffrey recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros de diámetro, sujetas en cada extremo.
Enfocó las anillas con la luz.
– ¿Tiene idea de para qué pueden servir? -le preguntó al propietario-. ¿Sabe quién las instaló?
– Ya, las vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más remota idea, amigo mío. ¿A usted se le ocurre alguna posibilidad?
Se le ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué se habían utilizado. Alguien atado a esas anillas parecería, suspendido contra esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas después de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo realizado por la policía científica; con toda seguridad había partículas microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el juez más comprensivo había podido dictar una orden de registro. Décadas después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones totalmente distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que buscaban.
Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de cemento. La luz no puso de manifiesto mancha alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier ferretería y tirar en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentando percibir el rastro revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las décadas.
Se volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habitación. Allí no había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.
Allí arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar siempre lo que ensucies», el tipo de admonición que todos los padres hacen a sus hijos.
Sin embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.
El profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía más probable, pero no podía descartar la segunda.
De pronto le vino a la cabeza el nombre de alguien, aparte de su padre, que quizá podría aclarar esa incógnita.
Cuando se disponía a salir de la sala, Jeffrey sintió un escalofrío repentino, como si estuviese a punto de darle fiebre, y una punzada en el estómago, casi un anuncio de náuseas. Cayó en la cuenta de que había descubierto muchas cosas en muy poco tiempo, y en ese momento concibió un odio enorme e indefinible hacia sí mismo por ser capaz de entenderlo todo.
El archivo del Times de Trenton se parecía muy poco al despacho moderno e informatizado del New Washington Post. Estaba situado en un cuarto lateral estrecho y aislado, no muy lejos de un espacio cavernoso, de techo bajo, lleno de viejos escritorios de acero y sillas de oficina cojas, que albergaba la redacción de noticias del periódico. Una pared lejana estaba ocupada por ventanas, pero las recubría una gruesa capa de mugre y polvo gris, por lo que daba la impresión de que la sala se hallaba sumida en un atardecer perpetuo. En el archivo había filas y filas de ficheros de metal, un par de ordenadores obsoletos y una máquina de microfilmes. Un empleado joven, con los pómulos picados a causa de una dura batalla contra el acné juvenil, insertó sin decir una palabra el viejo microfilme que le pidió Jeffrey.
El profesor leyó toda la información en el periódico sobre el asesinato de la joven alumna de la academia St. Thomas More, y era tal y como había imaginado: detalles escabrosos sobre el hallazgo del cadáver en el bosque, aunque en menor número que en los informes de la policía científica. Se citaban las frases de rigor de agentes de la ley, incluida una de un joven inspector Martin, que declaraba haber interrogado a varios sospechosos y estar siguiendo varias pistas prometedoras, lo que en lenguaje policial quería decir que estaban totalmente atascados. En ningún momento se mencionaba el nombre de su padre. Se incluía una semblanza muy vaga de la víctima, con material extraído de anuarios escolares y comentarios absolutamente previsibles de sus compañeros, que la pintaban como una chica callada, que no se hacía notar mucho, que parecía bastante agradable y no tenía ni un enemigo en el mundo, como si el hombre que la atacó hubiese actuado movido por un odio específico, pensó Jeffrey, cuando la realidad era mucho más general.
A continuación intentó encontrar alguna crónica sobre el accidente de coche. Jeffrey consideraba el Times de Trenton una especie híbrida de periódico: lo bastante grande para hacer un intento serio de ahondar en los entresijos del mundo, lo bastante importante, desde luego, para centrarse en los asuntos del estado que se decidían a una manzana de distancia, en los despachos del parlamento, pero no lo bastante grande para pasar por alto un accidente de tráfico que arrebatase la vida a un vecino de la localidad, sobre todo si tenía el valor añadido de ser espectacular.
Buscó con diligencia en las páginas de sucesos pero no encontró ni una palabra sobre el tema. Finalmente, en la sección de necrológicas del día 3 de enero, dio con una nota breve:
Jeffrey Mitchell, de 37 años, ex profesor de historia en la academia St. Thomas More de Lawrenceville, perdió la vida de forma inesperada el 1 de enero. El señor Mitchell conducía un vehículo que se estrelló en Havre de Grace, Maryland. Murió en el acto, según la policía local. Se celebrarán exequias privadas en la funeraria O'Malley Brothers en Aberdeen, Maryland.
Jeffrey releyó la necrológica varias veces. No tenía la más remota idea de qué estaba haciendo su padre en Nochevieja en una pequeña ciudad rural de Maryland. Havre de Grace. Refugio de perdón. Esto hizo que se parase a pensar. Intentó ponerse en la piel de un director de periódico agobiado de trabajo, con media redacción pasando las fiestas navideñas en familia. En circunstancias normales, cabría esperar que un director, al ver una nota necrológica como ésa, pensara que allí había una noticia. Pero ¿estaría dispuesto a gastar recursos humanos enviando a alguien a ciento cincuenta kilómetros al sur sólo por esa posibilidad? Tal vez no. Tal vez lo dejaría correr.
Jeffrey revisó las ediciones sucesivas del periódico, buscando algún artículo que aportase nueva información sobre el caso, pero fue en vano. Se reclinó en su asiento, dejando que la máquina zumbara ociosa ante él. Lo desanimaba pensar que probablemente tendría que viajar a Maryland para buscar una funeraria que con toda seguridad ya había cerrado e intentar encontrar un informe policial que debía de haber quedado enterrado por los años. Refugio de perdón. Dudaba que la ciudad tuviese un periódico propio, lo que quizá podría proporcionarle datos útiles. Aberdeen, una población más grande, seguramente sí que lo tenía, aunque no acertaba a imaginar si le serviría de algo o no. Se humedeció los labios con la lengua y pensó en la persona situada a pocas manzanas de allí, en su bien equipado bufete, que podría responder a sus preguntas.
Se disponía a apagar la máquina cuando echó un último vistazo a la página que tenía delante, en la pantalla. Un artículo breve en la esquina inferior derecha de la página de noticias del estado le llamó la atención. El título rezaba: ABOGADO COBRA EL PREMIO GORDO DE LA LOTERÍA.
Hizo girar el botón de enfoque para ver con mayor nitidez el artículo y leer los pocos pero jugosos párrafos:
La ganadora anónima del tercer bote más grande en la historia de la lotería del estado ha saltado a la palestra al enviar al abogado de Trenton H. Kenneth Smith a la oficina central de la lotería a recoger su premio de 32,4 millones de dólares.
Smith mostró a los funcionarios un boleto ganador firmado y autenticado -el primer billete premiado tras seis semanas de sorteos en las que se ha acumulado el bote- y declaró a los periodistas que la ganadora deseaba permanecer en el anonimato. Los funcionarios de la administración de lotería tienen prohibido divulgar información sobre una persona agraciada con el premio gordo sin su autorización.
El premio para la afortunada ganadora será un cheque anual durante veinte años con un valor total de 1,3 millones de dólares, una vez deducidos los impuestos estatales y federales. Smith, el abogado, rehusó hacer comentarios sobre la ganadora, salvo que es una persona joven que valora su privacidad y que teme el acoso de aprovechados y estafadores.
Los funcionarios de la administración de lotería han calculado que el premio de la semana que viene será de poco más de dos millones de dólares.
Jeffrey se inclinó en su silla, agachando la cabeza hacia la pantalla de la máquina de microfilmes, diciéndose: «Ahí está.» Sonrió al pensar lo fácil que debió de resultarle al abogado emplear pronombres femeninos al negarse a revelar la identidad de quien se había llevado el premio. Era un engaño nimio e inocuo que confería una falsa credibilidad a muchas cosas. ¿Qué otras mentiras se habían urdido en torno al asunto? El accidente de tráfico a las afueras de la ciudad. Una funeraria que probablemente jamás existió. Jeffrey estaba convencido de que podría encontrar algunas verdades en aquella maraña de embustes, pero el objetivo fundamental era sencillo: simular la muerte de Jeffrey Mitchell y fabricar la vida de una persona que no sería distinta, pero que estaría provista de un nombre y una identidad nuevos, así como de fondos más que suficientes para perseguir un deseo antiguo y perverso por los medios que quisiera. Jeffrey se acordó de lo que el profesor de Historia le dijo: «Había heredado un dinero…» Se trataba de una herencia de otro tipo.
Jeffrey no sabía cuántas personas habían muerto a manos de su padre, pero le pareció irónico que cada una de esas muertes estuviese subvencionada por el estado de Nueva Jersey.
El hijo del asesino se rio a carcajadas ante esta idea, lo que ocasionó que el empleado con la cara picada volviese la mirada hacia él.
– ¡Eh! -exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del archivo dejando la máquina encendida.
El profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.
Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se encontraba el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ramas desnudas. Una farola de vapor de sodio emitió un breve zumbido cuando su temporizador la encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas de ladrillo rojo acondicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra mientras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un rebaño.
Sentado en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera prudente.
La expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.
No había tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último modelo y un letrero que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.
A Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más vulnerable, un lugar nada fácil de identificar. Seguramente entre las funciones del corpulento portero figuraba la de acompañar a su patrón hasta que se encontrase a salvo, sentado al volante. Jeffrey suponía que el guardia dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo en el trayecto entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para introducir una bala en la recámara y concluyó que tendría que abordarlos en la calle, justo antes de que llegaran al aparcamiento. En ese momento estarían concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien se les acercaba rápidamente por detrás. Reconoció que no era un buen plan, pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.
En caso necesario, trataría al guardia de seguridad como lo habría hecho el agente Martin: como un mero obstáculo que se interponía entre él y la información que deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al hombre, pero necesitaba la colaboración del abogado, y temía que dicha colaboración tendría un precio.
Aparte de comprometerse intelectualmente a usar el arma -un compromiso, hubo de admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo-, no contaba más que con el factor sorpresa. Esto le disgustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y rabia que bullía en su interior.
Sacudió la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosamente mientras vigilaba la puerta principal del bufete.
El atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio. Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y los mantenía con la vista al frente.
El estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápidamente la penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por la otra acera. Intentaba moverse con paciencia, a una distancia suficiente de ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el paso ligeramente, pensando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado. Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia. Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.
Cuando el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio adónde se dirigían: los únicos tres vehículos que quedaban, aparcados juntos en fila. El primero era un cuatro por cuatro con neumáticos gruesos y una barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores. A su lado había un sedán más modesto y, en la plaza más apartada, un espacioso coche de lujo europeo negro.
Jeffrey atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia respiración entrecortada y jadeante, y veía las vaharadas de vapor que brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo para reducir la distancia.
La voz que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.
– En, tío, ¿adónde vas con tanta prisa?
Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.
– ¿Quién eres? -le espetó a una figura que se fundía con las sombras.
– No soy nadie, tío -respondió ésta después de un breve titubeo-. Nadie.
– ¿Qué quieres?
– Nada, tío.
– Sal a la luz para que te vea.
Un hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.
– No iba a hacer nada malo -aseguró el hombre.
– Y un cuerno -repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma-. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?
El hombre retrocedió un paso.
– No sé de qué me hablas, tío. -Pero sonrió, como reconociendo su mentira.
Jeffrey le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosamente por la calle.
– Hoy es tu día de suerte, jefe -dijo el hombre con cierta cadencia en la voz, como si recalcara la frase final de un chiste-. Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado, jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol. -Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola cuchillada y, acto seguido, dio media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.
Jeffrey no dejó de encañonarle la espalda con la pistola, pero notó que le temblaba la mano. Recordó que había vacilado, por lo que, en efecto, había tenido suerte, pues la vacilación habría podido costarle la vida. Exhaló lentamente y, en cuanto el hombre se desvaneció en las tinieblas de la noche, se volvió otra vez hacia el abogado, la secretaria y el guardia de seguridad.
No estaban a la vista, de modo que Jeffrey arrancó a correr hacia delante, maldiciendo los segundos que había perdido. Se hallaba a unos treinta metros del aparcamiento cuando vio de repente que los faros de los tres vehículos se encendían, casi a la vez.
Aflojó el paso y se guareció en las sombras, sin dejar de avanzar. Bajó el arma y expulsó el aire despacio para normalizar el ritmo de su corazón. Encorvó la espalda y bajó la barbilla sobre su pecho. No quería que lo reconocieran, ni atraer la atención por esconderse. Decidió seguir andando hasta dejar atrás el aparcamiento, persuadiéndose de que por la mañana tendría otra oportunidad, como el atracador que le había robado unos segundos preciosos.
Observó el cuatro por cuatro del guardia, que arrancó con un rugido del motor. Tras reducir la marcha para pasar junto al sensor óptico que abrió la puerta de par en par, el coche avanzó, frenó junto al bordillo y luego aceleró por la calle con un chirrido de neumáticos. Jeffrey suponía que los otros dos vehículos lo seguirían de cerca, uno detrás de otro, pero no fue así.
De pronto, los faros del coche de la secretaria se apagaron. Un momento después, ella se apeó. Escudriñó la calle en una y otra dirección y rápidamente se acercó al automóvil del abogado por el lado del pasajero. La puerta se abrió y ella subió.
En el mismo instante, Jeffrey, movido por un impulso en el que nunca antes había confiado, entró en el aparcamiento cuando la puerta corredera estaba cerrándose. Arrimó la espalda contra una pared de ladrillo rojo, no muy seguro de lo que había visto.
Exhaló con un lento silbido.
Sólo alcanzaba a atisbar las siluetas de las dos personas en el interior del coche del abogado, fundidas en un prolongado abrazo.
Clayton aprovechó la ocasión y salió disparado hacia delante, con sus músculos de corredor activados por el repentino apremio. Acortó la distancia rápidamente, moviendo los brazos como pistones, y consiguió llegar al costado del automóvil antes de que el abogado y la secretaria se separasen. En un microsegundo repararon en su presencia y, sorprendidos, se apartaron el uno del otro; luego él agarró la pistola por el cañón y rompió con la culata la ventanilla del conductor, cuyos vidrios rotos llovieron sobre los dos amantes.
La mujer chilló y el abogado gritó algo incomprensible, tendiendo a la vez la mano hacia la palanca de velocidades.
– No toque eso -le advirtió Jeffrey.
La mano del abogado vaciló sobre el pomo de la palanca y luego se detuvo.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó con voz aguda y trémula a causa del asombro. La secretaria se había encogido, retirándose de la pistola de Jeffrey, como si cada centímetro que retrocediera fuese fundamental para su supervivencia-. ¿Qué es lo que quiere? -inquirió de nuevo, más en tono de súplica que de exigencia.
– ¿Que qué es lo que quiero? -respondió Jeffrey pausadamente-. ¿Que qué es lo que quiero? -Sentía que la adrenalina le corría por los oídos. El miedo que percibía en el semblante del abogado, tan arrogante unas horas antes, y el pánico de la secretaria remilgada le resultaban embriagadores. En ese momento, pensó, tenía más control sobre su propia vida que nunca antes-. Lo que quiero es lo que usted podría haberme dado hoy mismo sin tanto jaleo y de forma mucho más amable -dijo con frialdad.
Tal como sospechaba en parte, había un segundo sistema de alarma, oculto en la carpintería de la entrada del bufete. Palpó el alambre sensor justo debajo de un resalto de pintura. Jeffrey dedujo que se trataba de una alarma silenciosa conectada con la policía de Trenton o, si no era de fiar, con algún servicio de seguridad.
Se volvió hacia la secretaria y el abogado.
– Desconéctenla -ordenó.
– No sé muy bien cómo -repuso la secretaria.
Jeffrey sacudió la cabeza. Apartó la vista y la posó despreocupadamente en la pistola que sostenía en la mano, como para comprobar que no se tratase de un espejismo.
– ¿Está loca? -preguntó-. ¿Cree que no voy a usar esto?
– No -contestó el abogado-. Parece usted un hombre razonable, señor Clayton. Trabaja para una agencia del gobierno. Ellos seguramente no aprobarían el uso de un arma como base para una orden de registro.
El abogado y la secretaria estaban de pie con las manos enlazadas tras la cabeza. El profesor advirtió que cruzaban una mirada rápida. La impresión inicial causada por su aparición se había mitigado. Empezaban a recobrar la calma y, junto con ella, la sensación de control. Jeffrey reflexionó por un momento.
– Quítense la ropa, por favor -dijo.
– ¿Qué?
– Lo que oyen. Quítense la ropa ahora mismo. -Para dar mayor énfasis a sus palabras, encañonó a la secretaria.
– No toleraré bajo ningún concepto…
Jeffrey alzó la mano para acallar al hombre.
– Hombre, señor Smith, si era más o menos lo que pensaban hacer cuando yo les he interrumpido tan inoportunamente. Sólo cambiarán las circunstancias y tal vez el escenario. Y quizás esto afecte un poco al placer que sentirán.
– No lo haré.
– Sí que lo hará, y ella también, o, para empezar, le pegaré un tiro a su secretaria en el pie. Quedará lisiada y le dolerá horrores. Pero sobrevivirá.
– No lo hará.
– Ah, un escéptico. -Dio un paso hacia delante-. Detesto que se ponga en duda mi sinceridad. -Apuntó con el arma, luego se detuvo y miró a la secretaria a los ojos, muy abiertos por el miedo-. ¿O a lo mejor prefiere que le dispare a él en el pie? En realidad a mí me da igual…
– Dispárele a él -dijo ella enseguida.
– ¿Puedo dispararles a los dos?
– No, a él.
– ¡Un momento! -El abogado miraba con ojos desorbitados la pistola-. De acuerdo -dijo. Se aflojó la corbata.
La secretaria dudó unos instantes y empezó a desabrocharse la camisa. Ambos se detuvieron cuando se quedaron en ropa interior.
»Debería bastar con esto -dijo el abogado-. Si es verdad que usted sólo necesita información, no hay por qué obligarnos a perder la dignidad.
– ¿La dignidad? ¿Le preocupa perder la dignidad? Debe de estar de guasa. Totalmente -replicó Jeffrey-. Me parece que la desnudez conlleva una vulnerabilidad interesante, ¿no creen? Si uno no lleva ropa, es menos probable que dé problemas. O corra riesgos. Rudimentos de psicología, señor Smith. Y ya le he dicho quién es mi padre, así que supongo que comprenderá usted que, aunque yo sepa sólo la mitad de lo que sabe él sobre la psicología de la dominación, eso es mucho. -Jeffrey guardó silencio mientras el abogado y la secretaria dejaban caer sus últimas prendas al suelo-. Bien -dijo-, y ahora, ¿cómo desactivo la alarma?
La secretaria había bajado una mano inconscientemente para taparse la entrepierna, mientras mantenía la otra en la cabeza.
– Hay un interruptor detrás del cuadro de la pared -dijo con gravedad, fulminando con la mirada a Jeffrey y luego a su amante.
– Vamos progresando -comentó Jeffrey con una sonrisa.
La secretaria tardó sólo unos minutos en encontrar la carpeta indicada en un archivador de roble tallado a mano situado en un rincón del despacho del abogado. Atravesó la habitación, con los pies descalzos sobre la suave moqueta, arrojó el dossier sobre el escritorio, delante del abogado y se retiró a una silla colocada contra la pared, donde hizo lo posible por hacerse un ovillo. El abogado estiró el brazo para coger la carpeta, y su piel rechinó contra el cuero del sillón. Parecía menos incómodo que la joven, como si se hubiese resignado a ir desnudo. Abrió el expediente, y Jeffrey, decepcionado, advirtió que era extremadamente delgado.
– No lo conocía demasiado -dijo Smith-. Sólo nos vimos en un par de ocasiones. Después de eso, hablamos una o dos veces por teléfono a lo largo de los años, pero eso fue todo. En los últimos cinco años no he sabido de él. Aunque eso es comprensible…
– ¿Por qué?
– Porque hace cinco años el estado acabó de pagarle el premio de la lotería. Las ganancias se terminaron. Bueno, es un decir. No tengo información sobre el modo en que invirtió el dinero, pero intuyo que lo hizo inteligentemente. Su padre me pareció un hombre muy cuidadoso y sereno. Tenía un plan y lo llevó a cabo del modo más minucioso.
– ¿Qué plan?
– Yo cobraba el dinero del premio. Luego, tras descontar mis honorarios, por supuesto, ingresaba ese dinero en la cuenta de su padre, protegida de miradas curiosas por la confidencialidad entre abogado y cliente, y de ahí la enviaba a bancos en paraísos fiscales del Caribe, ignoro qué ocurría después, seguramente, como ocurre en la mayor parte de las operaciones de blanqueo, el dinero se transfería, previo pago de una modestísima comisión, a una cuenta a nombre de algún individuo o empresa inexistentes. Finalmente, acababa por volver a Estados Unidos, pero para entonces su relación con la fuente original se había dispersado a conciencia. Yo lo único que hacía era dar un empujoncito al asunto. No tengo idea de hasta dónde llegaba.
– ¿Cobraba usted bien por ello?
– Cuando uno es joven, sin muchos recursos, y un hombre le dice que le pagará cien mil dólares al año sólo por dedicar una hora a hacer operaciones bancarias… -El abogado encogió sus hombros desnudos-. Bueno, era un buen negocio.
– Hay algo más, su muerte.
– Su muerte se fraguó sólo en el papel.
– ¿A qué se refiere?
– No se produjo accidente alguno. Sí hubo, no obstante, un informe sobre el accidente. Reclamación al seguro. El pago de una incineración. Avisos enviados a los periódicos y a la escuela donde había trabajado. Se tomaron todas las medidas posibles para dar visos de realidad a un suceso que nunca ocurrió. Se conservan copias de esos papeles en el dossier. Pero no hubo muerte.
– ¿Y usted le ayudó a hacer todo eso?
El abogado volvió a encogerse de hombros.
– Decía que quería empezar de cero.
– Explíquese.
– Nunca dijo directamente que quisiera convertirse en otra persona. Y yo me guardé mucho de hacerle preguntas, aunque cualquier imbécil se habría dado cuenta de lo que estaba pasando. ¿Sabe? Hice unas pequeñas averiguaciones sobre su pasado, y descubrí que no estaba fichado por la policía, y desde luego su nombre no constaba en ninguna base de datos oficial, al menos en ninguna de las que consulté. Dígame, señor Clayton, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazar el dinero? Un hombre que aparentemente no tiene motivos para ello, un hombre respetado entre los de su profesión, sin una necesidad evidente por razones delictivas o sociales, quiere dejar atrás su vida y empezar una nueva en algún otro sitio. En un lugar distinto. Y está dispuesto a pagar una suma fabulosa por ese privilegio. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?
– ¿No se lo preguntó?
– En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus motivos. Cuando mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación, pero él se crispó y me pidió que me limitara a hacer aquello por lo que me pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. -Señaló la habitación con un gesto amplio-. El dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar. Le estoy agradecido.
– ¿Puedo rastrear su nueva identidad?
– Imposible. -El abogado sacudió la cabeza.
– ¿Por qué?
– ¡Porque ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no lo necesitaban! ¡Y es que lo que intentaba proteger no era el dinero, sino a sí mismo! ¿Entiende la diferencia?
– Pero seguro que Hacienda…
– Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Desde su punto de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí, con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su padre contactó conmigo fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.
– ¿Qué le pidió?
– Que viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la concedieran.
– ¿Y esta persona tenía un nombre?
– Elizabeth Wilson. Pero no podrá ayudarle.
– ¿Por qué no?
– Porque está muerta.
– ¿Y eso?
– Seis meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda suya apareció en el bosque, ensangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su padre quiso ayudarla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en agua de borrajas. -El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se levantó y rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras-. A veces lo envidiaba -admitió-. Era el único hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa. Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo estaba a su disposición.
– ¿Tiene usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?
El abogado se paró en seco, en medio de la habitación.
– No -dijo.
– Pesadillas -respondió Jeffrey.
El abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.
– ¿De modo -preguntó despacio- que de tal palo, tal astilla?