A Diana Clayton ya no le gustaba salir de casa. Una vez por semana, porque no le quedaba otro remedio, se acercaba a la farmacia local para abastecerse de analgésicos, vitaminas y ocasionalmente algún fármaco experimental. Nada de eso parecía ayudar gran cosa a frenar el avance deprimente y continuo de su enfermedad. Mientras esperaba a que le entregaran las pastillas, entablaba charlas superficiales y falsamente animadas con el farmacéutico inmigrante de origen cubano, quien tenía aún un acento tan marcado que ella apenas entendía lo que decía, pero cuya compañía le era grata por su eterno optimismo y su empeño en que algún mejunje extraño u otro le salvaría la vida. Después cruzaba con cautela los cuatro carriles de la autopista 1, evitando cuidadosamente los vehículos, y luego caminaba una manzana por una calle lateral hasta llegar a la biblioteca pequeña y bien protegida del sol, hecha de bloques de hormigón, apartada de los chabacanos centros comerciales que había desperdigados a lo largo de la carretera de los Cayos.
Al bibliotecario auxiliar, un señor mayor que le debía de llevar unos diez años, le gustaba coquetear con ella. La esperaba encaramado en un asiento alto tras una de las ventanillas con barrotes, y pulsaba sin dudarlo el timbre que abría la puerta de seguridad doble. Aunque el bibliotecario estaba casado, se sentía solo y alegaba que su esposa estaba demasiado ocupada con sus dos pitbull y las vicisitudes de los protagonistas de los culebrones que seguía compulsivamente. Era un donjuán casi cómico, que seguía obstinadamente a Diana por entre las estanterías medio vacías, invitándola con susurros a cócteles, a cenar, al cine… a cualquier actividad que le diese la oportunidad de expresarle que ella era su único amor verdadero. A Diana sus atenciones le resultaban halagadoras y también agobiantes, casi en igual medida, de modo que lo rechazaba, aunque procurando no desanimarlo del todo. Se decía a sí misma que estaba decidida a morirse antes de tener que pedirle al bibliotecario que la dejara en paz de una vez por todas.
Sólo leía a los clásicos. Al menos dos por semana. Dickens, Hawthorne, Melville, Stendhal, Proust, Tolstói y Dostoievski. Devoraba las tragedias griegas y las obras de Shakespeare. Lo más moderno que llegaba a leer era, de vez en cuando, algún libro de Faulkner o Hemingway, este último por una especie de lealtad hacia los Cayos y porque a Diana le gustaba especialmente lo que escribía sobre la muerte. En sus textos ésta siempre parecía tener algo de romántico, de heroico, de sacrificio altruista, incluso en sus aspectos más sórdidos, y esto le infundía ánimos, aunque sabía que se trataba de ficción.
Una vez que elegía los libros que iba a llevarse, se despedía del bibliotecario, una separación que solía requerir cierta diligencia por su parte para rehusar sus últimas súplicas. A continuación, caminaba otra manzana por otra calle lateral bañada de sol hasta una vieja iglesia baptista, deteriorada por los elementos. Una palmera espigada y solitaria se alzaba en el patio delantero del edificio de madera pintada de blanco. Era demasiado alta para dar sombra, pero al pie tenía un banco astillado. Diana sabía que el coro estaría practicando, y que sus voces emanarían como un soplo de viento del interior penumbroso de la iglesia hacia el banco, donde ella acostumbraba a sentarse a descansar y escuchar.
Junto al banco, había un letrero que rezaba:
IGLESIA BAPTISTA DE NEW CALVARY OFICIOS: DOMINGO A LAS 10 DE LA MAÑANA Y AL MEDIODÍA CATEQUESIS: 9 DE LA MAÑANA EL SERMÓN DE ESTA SEMANA: CÓMO HACER DE JESÚS TU MEJOR Y MÁS ESPECIAL AMIGO, POR EL REVERENDO DANIEL JEFFERSON
En varias ocasiones durante los últimos meses, el pastor había salido a intentar convencer a Diana de que estaría más cómoda y considerablemente más fresca dentro de la iglesia, y de que a nadie le molestaría que ella escuchara los ensayos del coro en la mayor seguridad del interior. Ella había declinado su invitación. Lo que le gustaba era escuchar las voces elevarse en el calor, hacia el sol que brillaba sobre su cabeza. Disfrutaba del esfuerzo de intentar distinguir las palabras. No quería que le hablaran de Dios, como sabía que el pastor, de apariencia bondadosa, haría inevitablemente. Y, lo que es más importante, no quería ofenderlo al negarse a escuchar su mensaje, por muy sincera que fuese al expresarlo. Lo que deseaba era escuchar la música, porque había descubierto que, mientras se concentraba en el jubiloso sonido del coro, olvidaba el dolor que sentía en el cuerpo.
Eso, pensó, era por sí solo un pequeño milagro.
Puntualmente, a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás ése fuera el segundo milagro que se producía durante sus excursiones semanales.
A veces se permitía el lujo de pensar que morir a manos de algún vagabundo de ojos vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se preguntaba si experimentar unos momentos de espanto no sería preferible en cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelante, a continuar tomando la medicación y a luchar y batallar internamente contra la enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad derivaba del sentido del deber, de la obstinación y del deseo de no dejar solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie confiaba ya en nada.
Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.
Estaba convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.
Sin embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que, mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros nietos. Inventaba nombres, imaginaba rostros y fabricaba recuerdos del porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o desolladura, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo por su parte, pero no perjudicial.
Y el nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preocupaciones por los hijos que sí tenía.
A menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos habían abrazado le parecían a Diana tan dolorosos como su enfermedad. Pero ¿qué pastilla podían tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?
En esa tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco metros de su camino de entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de Onward Christian Soldiers resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de Por quién doblan las campanas y Grandes esperanzas bajo el brazo, advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas nubes grandes y de color gris oscuro se habían aglomerado en una masa de energía intensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana. Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija llegara a casa sana y salva antes de que estallara la tormenta.
Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la protección de las armas automáticas de los guardias de seguridad. La escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
Por lo general, el trayecto desde el centro de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque circulara por los carriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se parecía más a una carrera de stock-cars que a un desplazamiento vespertino benigno; sólo faltaban unas gradas repletas de paletos deseosos de presenciar una colisión. En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas desilusiones.
Susan disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente no había tiempo para concentrarse en otra cosa que no fuera la calzada y los coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían bajo la luz residual de la zona comercial del centro. Pero, casi en ese momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado. Previo Virginia cereal-r.
Estaba convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple juego verbal en que cada palabra guardaba una relación lógica con alguna otra que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo que le había escrito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso, razonablemente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra respuesta.
«Es manipulador», pensó.
Un hombre que quería tener el control.
¿Qué más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin lugar a dudas.
¿Y qué intención era ésa?
No lo sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones posibles: sexual o sentimental.
Un coche que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al instante notó que el pánico le subía por la garganta mientras el mecanismo de freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el tráfico comenzó a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un helicóptero de policía pasó rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos. Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás ahumado de la visera de su casco.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó.
«Todavía muy poco», respondió.
«Pero el juego no consiste en eso -insistió-, sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el ritmo.»
«Es peligroso», hubo de admitir.
A medio camino entre Miami e Islamorada había un bar, el Last Stop Inn, situado a las afueras de un centro comercial de postín en el que hacían sus compras los vecinos de las zonas residenciales amuralladas más elegantes. El bar era el tipo de local que a ella le gustaba frecuentar, no todos los días, pero lo bastante a menudo para saludarse con algunos de los camareros y reconocer de vez en cuando a algunos de los otros clientes habituales. No compartía nada con ellos, desde luego, ni siquiera conversación. Simplemente le gustaba la falsa familiaridad de los rostros sin nombre, las voces sin personalidad, la camaradería sin pasado. Cruzó la autovía en dirección a la salida que la llevaría hasta el bar.
El aparcamiento estaba a unas tres cuartas partes de su capacidad. La luz dibujaba un extraño claroscuro sobre el macadán negro y brillante; el primer resplandor de la tarde se mezclaba con el baile irregular de los faros de la autovía contigua. El centro comercial cercano contaba con senderos cubiertos con suelo de madera y zonas verdes bien cuidadas, en las que había plantados sobre todo helechos y palmeras para crear una jungla artificial y dar a los clientes la impresión de que habían viajado a la versión de diseño de una selva tropical que en lugar de animales salvajes incontrolables estaba repleta de boutiques caras. Los guardias de seguridad vestían en los tonos caquis de los aficionados a la caza mayor y llevaban salacots, aunque sus armas eran de tendencia más urbana. El Last Stop Inn se había contagiado en parte de la pretenciosidad de su vecino, pero sin los mismos recursos económicos. Sus propias zonas verdes habían creado sombras y rincones oscuros en los alrededores del aparcamiento. Susan pasó caminando a toda prisa junto a una palmera rechoncha y densa que se erguía como un centinela ante la puerta de entrada del bar.
La sala principal del lugar estaba en penumbra, mal iluminada. Había unas cuantas mesas pequeñas y un par de camareras que se movían afanosamente entre los grupos de hombres de negocios sentados con sus Martinis y las corbatas aflojadas. Un solo barman, a quien ella no reconoció, trabajaba sin descanso tras la oscura y larga barra de caoba. Era un joven de pelo enmarañado y unas patillas que le daban un aire de estrella del rock de la década de 1960, por lo que parecía un poco fuera de lugar. Claramente era alguien que habría preferido tener un empleo distinto, o quizá lo tenía, pero se veía obligado a preparar copas para ganarse la vida. Una veintena de personas ocupaban los taburetes frente a la barra, las suficientes para darle a la zona un aspecto abarrotado pero no opresivo. El establecimiento no cumplía con todas las características de un bar de ligue -aunque probablemente una tercera parte de la clientela estaba integrada por mujeres-; era más bien un lugar donde lo principal era beber, si bien siempre cabía la posibilidad de relacionarse con gente del sexo opuesto. Dedicaba menos energías que otros bares a establecer lazos; el volumen de las voces era moderado, la música ambiental permanecía en un segundo plano, sin imponerse. Al parecer, era un local acondicionado para albergar cualquier actividad que pudiera realizarse con una copa en la mano.
Susan se sentó hacia el final de la barra, a tres sillas de distancia del parroquiano más próximo. El barman se acercó discretamente, limpió la superficie de madera pulida con una toalla de mano y asintió con la cabeza cuando ella le pidió un whisky con hielo. Regresó casi de inmediato con la bebida, la colocó delante de ella, cogió el dinero que le tendía y se desplazó de nuevo a lo largo de la barra.
Ella sacó su libreta y un bolígrafo, los dispuso junto a su copa y se encorvó sobre ellos para ponerse a trabajar.
«Previo», se dijo. ¿A qué se refería? A algo que pasó antes.
Hizo un gesto de afirmación para sí misma: algo referente al mensaje anterior. «Te he encontrado.»
Anotó esta frase en la parte superior de la página, y debajo escribió: «Virginia con cereal-r.»
«Se trata de nuevo de un sencillo juego de palabras -se dijo-. ¿Quiere quedar como un tipo listo? ¿Qué grado de complejidad tendrá esto? ¿O quizás empieza a impacientarse, y por tanto lo ha hecho lo bastante fácil para que yo no pierda demasiado el tiempo antes de dar con la respuesta?
«¿Conocerá mis fechas límite de entrega en la revista? -se preguntó-. En ese caso, sabrá que tengo hasta mañana para desentrañar esto y elaborar una respuesta adecuada que pueda publicar en la columna de pasatiempos habitual.»
Susan tomó un sorbo largo de whisky, notó cómo le quemaba la garganta, y luego lamió el borde del vaso con la punta de la lengua. El aguardiente descendió por su interior como la promesa de una sirena. Hizo un esfuerzo por beber despacio; la última vez que había visto a su hermano, lo había observado despachar un vaso de vodka como si fuese agua, echándoselo al cuerpo sin disfrutar, simplemente ansioso por notar los efectos relajantes del alcohol. «Él hace footing -pensó Susan-. Corre y hace deporte dejando de lado toda prudencia, y luego bebe para aliviarse de los desgarros musculares. -Tomó otro sorbo de su bebida y pensó-: Sí. "Previo" hace referencia al primer mensaje. Y ya he descifrado lo de "siempre".» Contempló las palabras, las sopesó, y de pronto dijo en voz alta:
– Siempre he…
– Yo también -respondió una voz a su espalda.
Ella se volvió en su asiento, sobresaltada.
El hombre que se le había acercado por detrás sujetaba una copa en una mano y sonreía confiadamente, con una avidez agresiva que produjo en ella una reacción de rechazo instantánea. Era alto, fornido, unos quince años mayor que ella, con una calva incipiente, y reparó en el anillo de casado que llevaba en el dedo. El sujeto pertenecía a un subtipo que ella reconoció al momento: un ejecutivo de bajo rango, último candidato al ascenso, con ganas de ligar. Buscando un rollo fácil de una noche; sexo anónimo antes de regresar a casa para tomar una cena de microondas, junto a una esposa a quien le importaba un bledo a qué hora volvería, y un par de adolescentes huraños. Seguramente ni siquiera el perro se molestaría en menear el rabo cuando él entrara por la puerta. Un breve escalofrío recorrió a Susan. Vio al tipo sorber de su bebida.
– Siempre he deseado lo mismo -añadió éste.
– ¿A qué te refieres? -preguntó ella.
– Sea lo que sea lo que tú siempre has, yo también siempre lo he -contestó él rápidamente-. ¿Te invito a una copa?
– Ya tengo una.
– ¿Quieres otra?
– No, gracias.
– ¿Qué es eso que te tiene tan concentrada?
– Cosas mías.
– Quizá podría hacer que fueran también cosas mías, ¿no?
– No lo creo.
Dejó al hombre ahí de pie y giró en su taburete al advertir que daba un paso hacia ella.
– No eres muy agradable -señaló el tipo.
– ¿Eso es una pregunta? -inquirió Susan.
– No -dijo él-. Una observación. ¿No te apetece hablar?
– No -respondió ella. Intentaba ser cortés, pero firme-. Quiero estar sola, acabar mi bebida y marcharme de aquí.
– Venga, no seas tan fría. Deja que te invite a una copa. Charlemos un poco, a ver qué pasa. Nunca se sabe. Apuesto a que tenemos mucho en común.
– No, gracias -dijo ella-. Y no creo que tengamos una mierda en común. Y ahora, disculpa, estaba ocupada haciendo algo.
El hombre sonrió, tomó otro trago de su bebida y asintió con la cabeza. Se inclinó hacia ella, no como un borracho, pues no lo estaba, ni con una actitud abiertamente amenazadora, pues hasta entonces sólo se había mostrado optimista, quizás un poco esperanzado, pero con una intensidad que la hizo retroceder.
– Zorra -siseó-. Que te den por el culo, zorra.
Ella soltó un grito ahogado.
El hombre se acercó aún más, de modo que ella percibió el fuerte olor de su loción para después de afeitarse y el licor en su aliento.
– ¿Sabes lo que me gustaría hacer? -preguntó él en un susurro, pero era una de esas preguntas que no exigen respuesta-. Me gustaría arrancarte el puto corazón y pisotearlo delante de ti.
Antes de que tuviera oportunidad de contestar, el hombre se volvió bruscamente y se alejó por el bar, sin detenerse, hasta que su ancha espalda desapareció en el mar cambiante de trajeados y regresó al anonimato del que había salido.
Susan tardó unos momentos en recuperar la entereza.
La ráfaga de obscenidades le había sentado como otras tantas bofetadas. Respirando agitadamente, se dijo: «Todo el mundo es peligroso. Nadie es de fiar.»
Se sentía torcida por dentro, con un nudo en el estómago, que notaba apretado como un puño. «No lo olvides -se recordó-. No bajes la guardia, ni por un instante.»
Se llevó el vaso a la frente, aunque no la tenía caliente, luego tomó un trago largo y alzó la vista hacia el camarero, que estaba trabajando de espaldas a ella. Echaba café molido en una máquina exprés. Susan dudaba que él hubiese visto al hombre abordarla. Se volvió en su asiento, pero aparentemente nadie prestaba atención a otra cosa que no fuera el espacio de pocos centímetros que tenían delante. Las sombras y el ruido parecían contradictorios, inquietantes. Ella se inclinó hacia atrás y, con cautela, recorrió la barra con la mirada, escudriñando el gentío para intentar averiguar si el hombre seguía allí, pero no lo localizó. Trató de grabarse la imagen de su rostro en la mente, pero no recordaba más que el sonido y la furia súbita de su susurro. Se volvió de nuevo hacia el bloc que tenía enfrente, miró las palabras y luego otra vez al barman, que había colocado una cafetera bajo la salida de la máquina y retrocedido para contemplar el goteo constante de líquido negro.
«Un estado -pensó Susan de pronto-. Virginia es un estado.»
«Siempre he estado.»
Escribió la frase y acto seguido irguió la cabeza.
Se sentía observada, de modo que se volvió de nuevo, buscando al hombre. Sin embargo, tampoco esta vez pudo distinguirlo entre la multitud.
Por un momento intentó ahuyentar esa sensación, pero no lo consiguió. Recogió con cuidado su bloc y su lápiz y se los guardó en el bolso, junto a la pistola automática de calibre.25 que acechaba en el fondo. Bromeó para sus adentros, al tocar el metal azul, frío y reconfortante del arma: «Al menos no estoy sola.»
Susan examinó su situación: un local atestado, docenas de testigos poco fiables, seguramente ninguno que recordaría que ella había estado allí. Mentalmente volvió sobre sus pasos hacia el aparcamiento, midiendo la distancia hasta su coche, acordándose de cada sombra o recoveco oscuro donde el hombre que había dicho querer arrancarle el corazón podría estar esperándola. Pensó en pedirle al barman que la acompañara afuera, pero dudaba que él accediese. Estaba solo tras la barra y se jugaría el empleo si dejara su puesto.
Tomó otro sorbo de su bebida. «Estás perdiendo la cabeza -se dijo-. Vete por donde haya luz, evita las sombras, y no te pasará nada.»
Apartó de sí lo poco que quedaba de su whisky y cogió su bolso. Se echó la larga correa de cuero sobre el hombro derecho de tal manera que le permitió dejar caer la mano disimuladamente en el interior del bolso y rodear el gatillo con el dedo.
La muchedumbre del bar prorrumpió en carcajadas como consecuencia de algún chiste contado en voz alta. Ella se levantó con decisión de su asiento y se abrió paso a toda prisa por entre la aglomeración de gente, con la cabeza ligeramente gacha y paso resuelto. Al final de la barra, a su izquierda, había una puerta doble con un letrero que indicaba el aseo de señoras. Por encima de las puertas, en rojo, estaba la palabra SALIDA. Trazó un plan rápidamente; se detendría por un momento en el servicio para darle al hombre más tiempo de perderse en el aparcamiento, aguardando a que ella saliese por la puerta principal, y luego se escabulliría por la salida trasera, fuera la que fuese, hasta su coche, cambiando su itinerario, acercándose desde una dirección distinta.
Si él estaba esperándola, eso le daría a ella ventaja. Quizás incluso conseguiría burlarlo del todo.
Tomó la decisión al instante, y atravesó las puertas, que daban a un angosto pasillo posterior. No había más que una bombilla solitaria y desnuda, que arrojaba una luz difusa sobre las paredes sucias y amarillentas. Había varias cajas de bebidas alcohólicas apiladas en el pasillo. En una pared, un segundo letrero, más pequeño y escrito a mano, con una flecha negra gruesa y toscamente dibujada que señalaba el camino a los aseos. Ella supuso que la salida estaría justo al otro lado. El pasillo estaba más silencioso, y cuando las puertas insonorizadas se cerraron tras ella, el ruido del bar se atenuó. Susan avanzó por el pasillo a paso veloz y torció a la izquierda. El estrecho espacio se prolongaba poco más de cinco metros, y desembocaba en dos puertas enfrentadas; una marcada con un letrero que decía HOMBRES, y la otra con la palabra MUJERES. La salida estaba entre las dos. Sin embargo, se le cayó el alma a los pies al ver dos cosas más: la advertencia SÓLO PARA EMERGENCIAS / SE ACTIVARÁ LA ALARMA y una gruesa cadena sujeta con candado al tirador de la puerta y a la pared contigua.
– Pues menos mal que esto no es una emergencia -musitó para sí.
Titubeó por un momento, retrocedió un paso hacia el pasillo que conducía al bar y, tras volver la cabeza en derredor para cerciorarse de que estaba sola, decidió entrar en el servicio de señoras.
Era una habitación reducida, en la que sólo cabían un par de retretes y dos lavabos en la pared opuesta. De manera incongruente, había un solo espejo instalado entre los dos lavamanos gemelos. Los servicios no estaban especialmente limpios, ni bien equipados. La luz de los fluorescentes le habría conferido a cualquiera un aspecto enfermizo, por muchas capas de maquillaje que llevara. En un rincón había una máquina expendedora combinada de condones y Tampax de color rojo metálico. El olor a exceso de desinfectante le inundaba las fosas nasales.
Exhaló un profundo suspiro, se dirigió a uno de los compartimentos y, con cierta resignación, se sentó en la taza. Acababa de terminar y se disponía a accionar la palanca de descarga de la cisterna cuando oyó que la puerta de los servicios se abría.
Se detuvo y aguzó el oído, esperando percibir el repiqueteo de unos tacones contra el manchado suelo de linóleo. En cambio, lo que oyó fue el sonido de unos pies que se arrastraban, seguido del golpe seco de la puerta al cerrarse de un empujón.
Entonces sonó la voz del hombre:
– Zorra -dijo-. Sal de ahí.
Ella se arrimó al fondo del compartimento. Había un pequeño cerrojo en la puerta, pero dudaba que resistiera la más leve patada. Sin responder, introdujo la mano en el bolso y sacó la automática. Le quitó el seguro, alzó la pistola hasta una posición de disparo y aguardó.
– Sal de ahí -repitió el hombre-. No me obligues a entrar a por ti.
Ella se disponía a contestar con una amenaza, algo así como «lárgate o disparo», pero cambió de idea. Haciendo un gran esfuerzo por controlar su corazón desbocado, se dijo, serenamente: «No sabe que vas armada. Si fuera listo, lo sabría, pero no lo es. En realidad no ha bebido lo bastante para perder la cabeza, sólo para enfadarse y portarse como un idiota.» Probablemente no merecía morir, aunque si ella se parase a pensar sobre ello, llegaría a una conclusión distinta.
– Déjame en paz -dijo, con sólo un ligero temblor en la voz.
– Sal de ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.
Ella oyó el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.
– Una gran sorpresa -añadió él con una risotada.
Ella cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.
– De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré -lo previno. Apuntaba con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una bala podría atravesar el metal y conservar el impulso suficiente para herir al hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva algunas balas por si fallas. No falles.»
– Venga -la apremió el hombre-, vamos a pasarlo bien.
– Que me dejes en paz -repitió ella.
– Zorra -espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.
La puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el hombre.
– ¿Crees que estás a salvo? -preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un vendedor que visita una casa-. Esto no me va a detener.
Ella no contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.
– Soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.
La puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.
– ¿Tú qué crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?
Susan amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar. Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.
El hombre tardó unos segundos en reaccionar.
– Bueno, ¿y tú quién coño eres? -le oyó decir Susan.
No hubo respuesta.
En cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gorgoteo y una respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que cesó al cabo de unos segundos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No podía ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.
Oyó unos jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de agua que se interrumpió con un rechinido. A continuación, unas pisadas y el sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.
Susan siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había sucedido.
Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensación pegajosa del miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.
No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abrumadora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el cerrojo de la puerta del retrete.
Lo descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.
Lo primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.
Susan salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.
Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta.
Estaba desplomado, en posición sedente, apretujado en el espacio reducido que había bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abiertos la miraban con una especie de asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.
Le habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particularmente irónica.
La sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.
Susan retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.
La conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino también lo que debía hacer a continuación. Por unos momentos se quedó mirando la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había utilizado, si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la mirada perdida, sorprendido por la muerte. Susan guardó el arma en el bolso mientras las arcadas le convulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las ganas de vomitar.
No cobró conciencia de que había reculado, casi como si hubiera recibido un puñetazo, hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el cadáver y, para su sorpresa, descubrió que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él. Intentando recobrar la calma, se propuso intentar averiguar los detalles, y de pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por encima del cadáver.
Lo observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y le dio la impresión de que se la habían registrado. «¿Un atraco?», se preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si hubiera estado a punto de coger una serpiente. Decidió que lo más conveniente era no tocar nada.
– No has estado aquí -musitó para sí. Respiró hondo y añadió-: Nunca has estado aquí.
Intentó poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola al borde del pánico. Empeñada en recuperar el control, logró que el ritmo de su corazón volviese a algo parecido a la normalidad al cabo de unos segundos. «No eres una niña -se recordó-. Ya has visto la muerte antes.» Sin embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.
– ¡El retrete! -exclamó.
No había tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo. Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a salir y echó una ojeada al cuerpo. La frialdad se apoderó de ella.
– Te lo merecías -dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro-. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?
Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.
¿Qué había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un cuchillo de caza. Seguramente había pasado por unos momentos de pánico al comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.
Pero ¿por qué? ¿Y quién?
Estas preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.
Moviéndose con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de los servicios y salió al pasillo. En el suelo vio una huella de zapato solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro parecido. Sus zapatos estaban limpios.
Susan avanzó por el pasillo, giró a la derecha, en dirección a la puerta doble e insonorizada del bar y apretó el paso, aunque procurando no darse demasiada prisa. Por unos instantes, contempló la posibilidad de acudir al barman y decirle que llamara a la policía. Luego, tan rápidamente como la idea le había venido a la cabeza, la desechó. Había sucedido algo de lo que ella formaba parte, pero no sabía con certeza de qué forma, ni qué papel había desempeñado en ello.
Ocultó sus emociones bajo una capa de hielo y entró de nuevo en el bar.
El ruido la envolvió. La multitud había crecido durante los minutos que había pasado en los servicios. Echó un vistazo a las pocas mujeres que había en el bar y pensó que, más temprano que tarde, alguna de ellas tendría que hacer una visita al aseo también. Escudriñó a los hombres con la mirada.
«¿Quién de vosotros es un asesino?», se preguntó.
¿Y por qué?
Ni siquiera se atrevió a aventurar una respuesta. Deseaba huir de allí.
A velocidad constante, en silencio, casi de puntillas, procurando no llamar la atención, se encaminó hacia la salida principal. Un puñado de ejecutivos se dirigía también hacia la puerta, y ella los siguió, aparentando que formaba parte de su grupo. Se apartó de ellos en cuanto salieron a la oscuridad del exterior.
Susan tomó grandes bocanadas de aquel aire negro como si fuera agua en un día caluroso. Alzó la cabeza e inspeccionó los bordes del edificio del bar, dejando que su vista trepara por las pocas farolas que arrojaban una luz amarilla y mortecina sobre el aparcamiento. Buscaba cámaras de videovigilancia. En los mejores establecimientos siempre se monitorizaba, tanto el interior como el exterior, pero no logró vislumbrar cámara alguna, y agradeció entre dientes a los propietarios del Last Stop Inn, estuvieran donde estuviesen, que fueran tan tacaños. Se preguntó si quizás una cámara habría captado su encuentro con el hombre en el bar, pero lo dudaba. De todos modos, si a pesar de todo había un sistema de videovigilancia, la policía acabaría por localizarla y ella podría contarles lo poco que sabía. O mentir y callárselo todo.
Sin darse cuenta, había apretado el paso y caminaba a toda prisa por entre los coches, hasta que llegó junto al suyo. Abrió la puerta, se dejó caer en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto. Deseaba arrancar y largarse de ahí de inmediato, pero, tal como había hecho antes, se esforzó por dominar sus impulsos y obligarlos a obedecer el sentido común y la cautela. Lenta y pausadamente, puso en marcha el motor y metió la marcha atrás. Echando algún que otro vistazo a los retrovisores, maniobró para sacar el coche del espacio en que estaba aparcado. A continuación, sin dejar de reprimir sus pensamientos y emociones como si fueran a traicionarla en cualquier momento, huyó de allí de manera contenida y parsimoniosa. En aquel momento no era consciente de que a un criminal profesional le habrían parecido admirables la firmeza de su mano sobre el volante y la serenidad de su partida, aunque este pensamiento le vino a la cabeza muchas horas después.
Susan condujo durante unos quince minutos antes de decidir que se había alejado lo bastante del hombre degollado. Una debilidad voraz empezaba a apoderarse de ella, y sintió que sus manos tenían la necesidad de soltar el volante para echarse a temblar.
De un bandazo metió el coche en otro aparcamiento y se detuvo en una plaza vacía y bien iluminada situada justo enfrente del bloque sólido y cuadrado de un gran almacén que pertenecía a una cadena nacional de aparatos electrónicos. En la fachada, la tienda tenía un enorme rótulo de neón rojo que despedía una mancha de color contra el cielo oscuro.
Quería reconstruir en su mente lo sucedido en el bar, pero no conseguía sacar nada en claro. «Me he encerrado en los servicios de señoras -se dijo-, cuando el hombre ha entrado con la intención de violarme, tal vez, o tal vez sólo de exhibirse, pero sea como sea me tenía acorralada, y entonces otro hombre ha entrado y, sin decir nada, ni una palabra, lo ha matado sin más, le ha robado su dinero y me ha dejado ahí. ¿Sabía que yo estaba allí? Por supuesto. Pero ¿por qué no ha abierto la boca, ni siquiera después de salvarme?»
Esta idea le resultaba difícil de digerir, de modo que le dio vueltas en su mente: «El asesino me ha salvado.»
Se sorprendió a sí misma contemplando el gigantesco letrero de la tienda de electrodomésticos. El rótulo le estaba diciendo algo, pero parecía distante, como cuando alguien a lo lejos toca una y otra vez el mismo acorde en algún instrumento musical. Continuó mirando el letrero, dejando que la distrajese de sus reflexiones sobre lo acontecido aquella noche en el bar. Por último, pronunció la frase publicitaria de los almacenes en voz alta pero suave:
– Llévatelo contigo.
«¿Qué es lo que te pasa?», se preguntó.
Notó que la garganta se le secaba de golpe.
«Cereal-r.»
El trigo era un cereal.
Sacó el bloc de notas de su bolso, tras apartar bruscamente la pistola, que estaba por en medio. «Número/siempre Previo Virginia con cereal-r.»
La inundó un torrente de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción. «La última palabra -pensó-. Debería haberla descifrado antes. Era casi tan fácil como la primera.» No había tantos cereales; sólo era cuestión de pensar en el nombre de cada uno de ellos. El trigo, por ejemplo. Y luego, quitarle una letra. La erre.
– Número Previo Virginia con cereal menos erre -dijo en voz alta.
Y escribió en su bloc: «Siempre he estado contigo.»
El repentino temblor de sus manos ocasionó que el lápiz se le cayera al suelo del coche. Susan aferró el volante para que dejaran de moverse. Respiró hondo, y durante ese segundo no fue capaz de determinar si lo que sentía era el miedo residual de lo sucedido hacía un rato aquella noche, o un nuevo terror que emanaba de las palabras que acababa de anotar en la página que tenía delante, o una combinación aún más siniestra de ambas cosas.