11 Un lugar de contradicciones

Jeffrey Clayton se removió incómodo en el banco de madera noble pulida de la iglesia mientras los fieles que lo rodeaban rezaban en silencio con la cabeza gacha. Hacía muchos años que no se encontraba en un templo durante la celebración de los oficios, y se sentía incómodo con el entusiasmo que veía en torno a sí. Estaba sentado en la última fila de la iglesia unitaria en la población donde había vivido la joven a quien mentalmente no podía identificar más que como la número cuatro.

La ciudad, llamada Liberty, todavía estaba en plena construcción. Había varias excavadoras inactivas alineadas en una extensión de tierra marrón claro que pronto se convertiría en la plaza principal de la ciudad. En otros puntos se alzaban pilas de vigas de metal y bloques de hormigón ligero.

El día anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpidamente: los pitidos y bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las bestias del progreso guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le parecía encontrarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada, y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.

Jeffrey paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba completamente llena y, salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el profesor vio entre ellos algunos rostros negros, hispanos y asiáticos. Calculó que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la escuela secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos adolescentes mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios. Todos llevaban ropa bien lavada y planchada, e iban pulcramente peinados. Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a alguno a quien le molestara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese a unos pocos posibles candidatos -un chico con la corbata torcida, otro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse en su asiento pese a que su padre le había echado el brazo sobre los hombros-, no logró encontrar a uno que fuera evidentemente un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.

Jeffrey deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista de prioridades y un calendario de trabajo en algún sitio para que un artesano dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»

El coro se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas antes de apagarse.

El pastor llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena y de vez en cuando las levantaba para colocárselas sobre el tabique de la nariz. Curiosamente, gesticulaba sólo con la mano derecha, mientras que mantenía la izquierda rígida, a su costado. Era un hombre de baja estatura con una cabellera rala y más bien larga que parecía alborotada por la brisa, pese a que el aire en el interior de la iglesia estaba en calma. Su voz, sin embargo, era más imponente que su aspecto, y atronaba sobre las cabezas de los fieles.

– ¿Cuál es el mensaje de Dios cuando dispone que se produzca un accidente que nos arrebata a un ser querido?

«Por favor, dígamelo», pensó Jeffrey cínicamente, pero escuchó con atención. Era por eso por lo que estaba en la iglesia.

Ese oficio en particular no estaba dedicado específicamente a la número cuatro. Se había celebrado un funeral íntimo y familiar en una iglesia católica a unos metros de allí, al otro lado del terreno aún polvoriento que, una vez regado y sembrado, se cubriría de verde a medida que avanzara la temporada de crecimiento. Le había insistido al agente Martin en la necesidad de grabar en vídeo a todos los que asistieran a los oficios celebrados por la chica asesinada, y de identificar todos los vehículos, incluidos los que pasaran junto a la iglesia aparentemente por otros motivos. Quería saber el nombre y los antecedentes de toda persona relacionada con el funeral de la joven, de todo aquel que mostrase interés en su muerte, por pequeño que fuera.

Esas listas se estaban preparando, y él planeaba cotejarlas con las de profesores, trabajadores, jardineros… cualquiera que pudiese haber tenido algún contacto con ella. Luego cotejaría de nuevo la lista, esta vez con la de todos los nombres recopilados durante la investigación del asesinato de la víctima número tres. Sabía que éste era un procedimiento bastante habitual para examinar los asesinatos en serie. Era un proceso frustrante que llevaba demasiado tiempo, pero ocasionalmente -al menos según la bibliografía sobre asesinos múltiples- la policía, en un golpe de suerte, identificaba un solo nombre que aparecía en todas las listas.

Depositaba pocas esperanzas en que esto sucediera.

«Las conoces, ¿verdad? -se preguntó de pronto en referencia a su imagen mental del asesino-. ¿Conoces todas las técnicas de rigor? ¿Conoces todas las vías tradicionales de investigación?»


La voz del pastor lo arrancó de sus reflexiones.

– ¿Acaso los accidentes no son la manera que tiene Dios de elegir entre nosotros, de imponer su voluntad sobre nuestra vida?

Jeffrey había apretado los puños con fuerza. «Necesito saber cuál es la conexión -pensó-. ¿Qué te atrae hacia esas jóvenes? ¿Qué es lo que intentas decir?»

No se le ocurrió respuesta alguna a esa pregunta.

Jeffrey irguió la cabeza y empezó a prestar más atención al oficio. No había acudido a la iglesia en busca de inspiración divina. Su curiosidad era de naturaleza distinta. El día anterior había reparado en el letrero que anunciaba el sermón del domingo, titulado «Cuando sobrevienen los accidentes de Dios». Le había parecido curioso que eligiesen esa palabra: accidente.

¿Qué tenía que ver con la depravación cuyos frutos finales había contemplado hacía unos días?

Eso es lo que estaba ansioso por averiguar.

¿Qué accidente?

Se había guardado esta pregunta, sin compartirla con el agente Martin, que ahora aguardaba impaciente frente a la iglesia.

Jeffrey continuó escuchando. El pastor continuaba perorando con voz de trueno, y el profesor esperaba oír una sola palabra: asesinato.

– Así que nos preguntamos: ¿cuál es el designio de Dios cuando se lleva de nuestro lado a alguien tan joven y prometedor? Pues podéis estar seguros de que hay un designio…

Jeffrey se frotó la nariz. «Un designio cojonudo», pensó.

– … Y a veces comprendemos que, al acoger a los mejores de nosotros en su seno, en realidad nos está pidiendo a los que nos quedamos que redoblemos nuestra fe, renovemos nuestro compromiso y consagremos nuestra vida a hacer el bien y a propagar el amor y la devoción. -El pastor hizo una pausa, dejando que sus palabras fluyeran sobre los rostros levantados hacia él-. Y si seguimos ese camino que Él nos señala con tanta claridad, podremos, pese a nuestras penas y aflicciones, acercarnos y acercar a todos los que permanecen en este mundo a Él. ¡Eso es lo que nos exige, y debemos estar a la altura de ese reto!

La mano izquierda que el pastor mantenía pegada al costado apuntó ahora al cielo con afán, como señalando al ser que estaba en lo alto, escuchando la conclusión a la que había llegado. El pastor vaciló por segunda vez, para dar a sus palabras un mayor peso, y luego finalizó:

– Oremos.

Jeffrey agachó la cabeza, pero no para rezar.

«A partir de lo que no he oído he descubierto algo importante», se dijo. Algo que le formaba en el estómago un pequeño nudo de angustia extrema que no tenía nada que ver con los asesinatos que estaba investigando y sí mucho que ver con el lugar donde los estaba investigando.


El agente Martin estaba sentado a su escritorio, jugando a la taba. La bola botaba con un golpe sordo, y de vez en cuando el corpulento inspector fallaba, soltaba una palabrota y volvía a empezar, haciendo sonar las piezas contra la superficie metálica de la mesa.

– Una… dos… tres -farfullaba para sí.

Jeffrey se volvió hacia él desde donde estaba escribiendo en la pizarra.

– Hay que decir «uno, dos, tres, al escondite inglés» -le informó-. Apréndase bien la terminología. Martin sonrió.

– Usted dedíquese a su juego -repuso-, que yo me dedicaré al mío. -Arrastró todas las piezas con un movimiento repentino del brazo para dejarlas caer sobre su mano derecha y dirigió su atención a lo que escribía Clayton.

Las dos categorías principales seguían en la parte superior de la pizarra. Jeffrey, no obstante, había añadido datos sueltos bajo el encabezamiento «Similitudes», detalles sobre la posición del cuerpo de cada víctima, el emplazamiento y los dedos índices cortados. La víctima número cuatro, por supuesto, presentaba varios problemas en este apartado. Jeffrey había notado cierto escepticismo por parte de Martin, cierta resistencia a considerar -como consideraba él- que las diferencias en la cuidadosa colocación del cadáver y el hecho de que le faltara el dedo índice izquierdo y no el derecho, como a las otras víctimas, apuntaban a un mismo asesino. El inspector había demostrado su faceta más tozuda al negar con la cabeza y decir: «Las semejanzas son semejanzas, y las diferencias son diferencias. Usted pretende que lo diferente sea semejante. La cosa no funciona así.»

El lado de la pizarra con la anotación «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» tenía considerablemente menos información. Clayton no le había contado al inspector que la habían borrado y él la había vuelto a escribir; que alguien había violado la seguridad de la oficina.

Clayton no había tomado ninguna medida para ocultar los documentos sobre los asesinatos -informes de la escena del crimen, resultados de autopsias, declaraciones de testigos y cosas por el estilo- que atestaban los ficheros del despacho. La mayor parte de ellos existían también como archivos informáticos, y Jeffrey suponía que cualquiera con la capacidad para abrir la cerradura electrónica de la oficina también podría acceder a cualquier texto guardado en el ordenador.

En cambio, había pasado por una papelería local y había comprado una libreta pequeña encuadernada en cuero. En una era de blocs electrónicos inteligentes y comunicaciones a alta velocidad, la libreta casi parecía una antigüedad, pero tenía la cualidad excepcional de ser lo bastante modesta para caber en el bolsillo de su chaqueta, de modo que podía llevarla consigo en todo momento. Por lo tanto, era privada y no dependía de un circuito eléctrico o una clave informática para ser segura. Estaba llenándose rápidamente de las inquietudes y observaciones de Jeffrey, que parecían poner de relieve una duda que aún no había conseguido formular pero que empezaba a tomar cuerpo en su interior.

En una de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha borrado la pizarra?» y debajo había anotado cuatro posibilidades:

1. Un empleado de limpieza, por error.

2. Alguien de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.

3. Mi padre, el asesino.

4. El asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.


De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras encontrar el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemente con el personal de turno. Le habían revelado dos datos interesantes: que el agente Martin les había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo exclusivamente bajo su supervisión directa, y que el Servicio de Seguridad podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador en cualquier parte del estado.

También había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él. Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y dudaba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que él había escrito en la pizarra.

Lo que, claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el principio.

Como siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había garabateado en su libreta a altas horas de la noche. Si el asesino, fuera quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una pizarra, ¿qué significaba?

Había respondido a esta pregunta en su libreta con una sola palabra, escrita con un lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»

– Bueno, ¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene usted en mente?

Martin sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la ira. Asintió con la cabeza.

– No es mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesitaremos su informe definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre parece un poco reticente.

– No está acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.

– Pues vaya a encender una fogata.

– ¿Y usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi insistencia característica?

– Me quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los aspectos forenses de cada asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.

– Eso suena fascinante -comentó el inspector mientras se levantaba de su silla-. Y también muy importante.

– Nunca se sabe -respondió Jeffrey-. En esta clase de investigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento descubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.

Martin sacudió la cabeza.

– No -replicó-, no lo creo. Eso es lo que ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. -El inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo-. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.

Jeffrey asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una idea clara de lo que necesitaba averiguar.


Las oficinas del New Washington Post se encontraban cerca del centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un orden casi rígido disfrazado de organización rutinaria. La cuadrícula de calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada estaban bien cuidados. Las aceras eran amplias y proporcionadas, casi como un paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.

Nueva Washington era un lugar meticulosamente planificado, esbozado, medido y modelado antes de que se excavara una sola palada de tierra. No es que todo fuera igual. En apariencia, al menos, no lo era. Diferentes diseños y formas distinguían cada manzana. No obstante, el hecho de que todo fuera tan nuevo lo abrumaba. Aunque arquitectos distintos habían proyectado edificios diferentes, saltaba a la vista que, en algún momento, todos los planos habían pasado por las manos de la misma comisión y de este modo la ciudad había impuesto, más que la uniformidad, una visión común. Eso es lo que le resultaba opresivo.

Sin embargo, también reconocía que esta repugnancia seguramente sería transitoria. Al caminar por Main Street, advirtió que la acera estaba limpia de toda basura del día anterior, y cayó en la cuenta de que no tardaría mucho en acostumbrarse al nuevo mundo creado en Nueva Washington, aunque sólo fuera porque era un sitio pulcro, no recargado y tranquilo.

Y seguro, se recordó Jeffrey. Siempre seguro.

La recepcionista del vestíbulo de las oficinas del periódico le sonrió cuando entró por unas puertas batientes de cristal. En una pared había números destacados del periódico ampliados a un tamaño gigantesco, con unos titulares que pedían atención a gritos. Esto no le pareció a Clayton una entrada atípica de un periódico, pero lo que le sorprendió fue la selección de ampliaciones. En otras publicaciones lo habitual era ver ediciones famosas del pasado que reflejaban una mezcla de éxitos, desastres e iniciativas, todo ello de gran importancia para el país -Pearl Harbor o el día de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el asesinato de Kennedy, el crac de la bolsa, la dimisión de Nixon, la llegada del hombre a la Luna -, pero aquí los titulares eran absolutamente optimistas y considerablemente más restringidos al ámbito local: SE ALLANA EL TERRENO PARA NUEVA WASHINGTON, LA CATEGORÍA DE ESTADO ES PROBABLE, ANEXIÓN DE TERRITORIO NUEVO EN EL NORTE, SE CIERRAN ACUERDOS CON OREGÓN Y CALIFORNIA.

«Sólo noticias buenas», pensó Jeffrey.

Apartó la vista de la pared y le devolvió la sonrisa a la recepcionista.

– ¿Tiene morgue su periódico?

La mujer abrió los ojos como platos.

– ¿Que si tiene qué?

– Un departamento de archivo, donde se guardan ediciones anteriores.

La recepcionista era joven e iba bien peinada y mejor vestida de lo que cabría esperar de una persona de su edad y posición.

– Ah, por supuesto -respondió rápidamente-. Es que no había oído a nadie emplear esa expresión. La que se refiere al depósito de gente muerta.

– En los viejos tiempos, así es cómo llamaban a los archivos de los periódicos -le explicó él.

Ella sonrió de nuevo.

– No te acostarás sin saber una cosa más. Cuarta planta, a la derecha. Que pase un buen día.

Encontró el archivo sin mayor dificultad, al fondo de un pasillo que salía de la sala de redacción. Se detuvo por un momento a contemplar a los hombres y mujeres trabajando ante sus mesas, frente a monitores de ordenador. Había una fila de pantallas de televisión sintonizadas con las cadenas de noticias por cable, colgadas del techo sobre una mesa de redacción central. La sala estaba en silencio, salvo por el omnipresente tecleteo de los ordenadores y alguna que otra voz que estallaba en carcajadas. Los teléfonos emitían zumbidos bajos. Todo le pareció elegante y eficiente, desprovisto de todo el encanto del periodismo de otros tiempos. No tenía el aspecto de un sitio propicio para la pasión, para lanzar cruzadas, para la rabia ni la indignación. No había nadie remotamente similar a Hildy Johnson o el señor Burns de Primera Plana. No se respiraba un ambiente de ajetreo. El lugar era como cínicamente se imaginaba las oficinas de una compañía de seguros grande; unos oficinistas grises procesando información para homogeneizarla con vistas a su difusión.

El archivero era un hombre de mediana edad, unos años mayor que Jeffrey y con un ligero sobrepeso, que resollaba un poco al hablar, como si trabajara constantemente bajo los efectos de un resfriado o del asma.

– El archivo está cerrado al público ahora mismo -dijo-, a menos que haya concertado una cita. El horario general está expuesto en la placa de la derecha. -Hizo un gesto con la mano como para despachar al visitante.

Jeffrey extrajo su pasaporte de identificación provisional.

– Se trata de un asunto oficial -aseguró en el tono más profesional del que fue capaz. Sospechaba que el archivero era el tipo de persona que adoptaba una actitud protectora de su territorio durante unos momentos pero que acababa por ceder e incluso por mostrarse servicial.

– ¿Oficial? -El hombre se quedó mirando el pasaporte-. ¿Oficial de qué tipo?

– Seguridad.

El archivero alzó la vista con curiosidad.

– Le conozco -dijo.

– No, no lo creo -repuso Jeffrey.

– Sí, estoy seguro -insistió el hombre-. Segurísimo. ¿Ha estado antes por aquí?

Jeffrey se encogió de hombros.

– No, nunca. Pero necesito ayuda para encontrar unos archivos.

El hombre volvió a mirar el pasaporte, luego al visitante y finalmente asintió con la cabeza. Le señaló al profesor un asiento desocupado frente a una pantalla de ordenador y arrimó una silla para sentarse junto a él. Jeffrey se percató de que el hombre parecía estar sudando, aunque el ambiente era fresco en la sala. Además, el archivero hablaba en voz baja pese a que no había nadie más por ahí, actitud que a Jeffrey le pareció de lo más normal en un bibliotecario.

– Muy bien -dijo el hombre-. ¿Qué necesita?

– Accidentes -contestó Jeffrey-. Accidentes en los que se hayan visto envueltos mujeres jóvenes o adolescentes. En los últimos cinco años, más o menos.

– ¿Accidentes? ¿De tráfico, quiere decir?

– De lo que sea. De tráfico, ataques de tiburones, impactos de meteoritos, lo que sea. Toda clase de accidentes sufridos por mujeres jóvenes. Sobre todo casos en los que la chica haya permanecido desaparecida durante algún tiempo antes de que la encontraran.

– ¿Desaparecida? ¿Así, zas, sin más?

– Exacto.

El archivero puso los ojos en blanco.

– Extraña petición -gruñó-. Palabras clave. Siempre se necesitan palabras clave. Así es como está archivado en la base de datos. Identificamos palabras o frases comunes y luego las registramos electrónicamente. Cosas como «ayuntamiento» o «Super Bowl». Probaré con «accidente» y «adolescente». Déme más palabras clave.

Clayton reflexionó por un instante.

– Pruebe con «fugitiva» -dijo-. También con «desaparecida» y «búsqueda». ¿Qué otras palabras emplean los periódicos para describir los accidentes?

El archivero movió afirmativamente la cabeza.

– «Suceso» es una de ellas. Además, se aplica automáticamente un adjetivo a casi todos los accidentes, como «trágico». Lo introduciré también. ¿Los últimos cinco años, dice? En realidad, sólo llevamos una década en circulación. Ya puestos, podemos hacer la búsqueda desde el principio.

El archivero pulsó varias teclas. Al cabo de unos segundos el ordenador había procesado la orden, y para cada palabra clave había una respuesta con el número de artículos en que aparecía. Al escribir «Detalles» en el teclado, el ordenador mostraba el titular, la fecha y la página del periódico en que cada uno de ellos se había publicado. El archivero le enseñó cómo abrir los artículos para leerlos y cómo dividir la pantalla para cotejar dos textos.

– Bueno, todo suyo. -El archivero se levantó-. Estaré por aquí, por si tiene alguna duda o necesita ayuda. Conque accidentes, ¿no? -Clavó una vez más los ojos en Jeffrey-. Sé que he visto su cara antes -comentó antes de alejarse arrastrando los pies.

Jeffrey hizo caso omiso de él y se concentró en la pantalla de ordenador. Estudió los artículos metódicamente sin encontrar nada que le pareciera útil hasta que se le ocurrió lo obvio e introdujo un par de palabras clave: «muerte» y «letal».

Esto dio como resultado una lista más manejable de setenta y siete artículos. Los examinó y descubrió que cubrían veintinueve incidentes distintos acaecidos a lo largo del período de diez años. Se puso a leerlos de principio a fin, uno por uno.

No tardó mucho en darse cuenta de lo que tenía delante. En el transcurso de una sola década, veintinueve mujeres -la mayor de ellas una joven de veintitrés años recién licenciada que iba a visitar a su familia, y la menor una niña de doce que se dirigía a su clase de tenis- habían fallecido como consecuencia de algún suceso en el estado número cincuenta y uno. Ninguno de esos «accidentes» había sido uno de esos actos corrientes de un Dios caprichoso que podría colocar a una adolescente en bicicleta ante un coche en marcha cualquier tarde. En cambio, Jeffrey leyó historias de mujeres jóvenes que habían desaparecido misteriosamente en viajes de acampada, o que habían decidido de pronto fugarse de casa mientras realizaban alguna actividad de lo más normal, o que nunca habían llegado a su destino, una clase o cita de rutina. Había algunos titulares estrambóticos que aseguraban que perros salvajes o lobos reintroducidos en las zonas forestales por ecologistas obsesionados por conservar el medio ambiente habían atacado a un par de aquellas jóvenes. Una serie de sucesos se había producido al aire libre: despeñamientos, ahogamientos en ríos e hipotermias desafortunadas que habían acabado con varias. Según los artículos, unas cuantas estaban deprimidas, y se insinuaba que habían huido de su familia para quitarse la vida, como si se tratara de una decisión absolutamente normal en una adolescente, a diferencia de los impulsos autodestructivos sistemáticos como por ejemplo la bulimia o la anorexia.

El Post informaba de todos los casos con el mismo estilo aburrido. Artículo uno: CHICA DESAPARECE INESPERADAMENTE (página tres). Artículo dos: LAS AUTORIDADES INICIAN LA BÚSQUEDA (página cinco, una sola columna, a la izquierda, sin foto). Artículo tres: RESTOS DE CHICA DESCUBIERTOS EN ZONA RURAL SIN URBANIZAR. LA FAMILIA LLORA A LA VÍCTIMA DEL ACCIDENTE.

Había unos pocos textos que se apartaban de este enfoque tan poco imaginativo, casos que en vez de terminar con la triste variante JOVEN ENCONTRADA finalizaban con un LAS AUTORIDADES DAN POR TERMINADA LA BÚSQUEDA INFRUCTUOSA. Ni uno solo de los sucesos había aparecido en primera plana junto con las noticias de empresas nuevas que se trasladaban al estado número cincuenta y uno. Ninguna crónica ahondaba en el tema más allá de las declaraciones de los portavoces del Servicio de Seguridad. Ningún reportero intrépido mencionaba semejanzas entre un incidente y alguno que se hubiera producido anteriormente. Ningún periodista había confeccionado tampoco una lista como la que estaba elaborando él.

Esto le sorprendió. Si él había reparado en el número de casos similares, a un periodista tampoco le habría costado mucho descubrirlo. La información se encontraba en su propio archivo digitalizado.

A menos, claro está, que lo hubieran descubierto pero hubiesen optado por no publicarlo.

Jeffrey se reclinó en su silla de oficina, con la vista fija en la pantalla de ordenador. Por un momento deseó que la sala de redacción por la que había pasado estuviera realmente repleta de empleados de una compañía de seguros, porque al menos ellos estarían al corriente de las tablas actuariales con los porcentajes de probabilidades que tenía una chica adolescente de morir a causa de alguna de estas presuntas calamidades.

«Ni de casualidad -se dijo-. Y por qué no también abducciones extraterrestres», se mofó, acordándose de que ésta era la misma comparación que el agente Martin había hecho.

Lo repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»

Se preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el periódico. Supuso que un par. Seguramente alguna de aquellas adolescentes se había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso dos. Calculó rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una década. Al menos dos por año.

Continuó meciéndose en la silla.

A los asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para una inversión de energía homicida. No espectacular, pero aceptable. En el polo opuesto, los asesinos psicópatas sedientos de sangre sin duda considerarían insuficiente este número desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte. Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.

Sin embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que elige a los caribúes enfermos o heridos de la manada, procurando no matar a demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.

Jeffrey se estremeció.

Comenzó a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades estaban quedándose sin excusas creíbles.

Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema considerable. Se sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.

«No tienen a dos víctimas», pensó.

«Tienen a veinte.»

Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»

La impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos. Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio al archivero del periódico caminando hacia él con un ejemplar del Post.

– Sabía que le había visto antes -resolló el hombre con aire ufano-. Pues ¿no salió en la primera página de la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.

– ¿Qué?

El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí estaba su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la imagen y del artículo que la acompañaba rezaba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.

Leyó:


… En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Seguridad ha encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de Massachusetts, que lleve a cabo una inspección a gran escala de los planes y sistemas actuales.

Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde están, o que se vayan a algún otro sitio…».


Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nunca había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y las ganas que tenía de volver en el futuro.

Dejó el periódico, sobresaltado.

– Se lo he dicho -señaló el archivero. Echó un vistazo a las hojas de papel que salían de la impresora-. ¿Esto tiene algo que ver con el motivo por el que está aquí?

Jeffrey asintió con la cabeza.

– Este artículo -dijo-, ¿qué difusión tuvo?

– Se publicó en todas nuestras ediciones, incluida la electrónica. Todo el mundo puede leer las noticias del día en el ordenador de su casa sin mancharse los dedos de tinta de periódico.

Jeffrey asintió de nuevo, mirando su fotografía en aquella plana del diario. «Vaya con la confidencialidad -pensó-. Nunca tuvieron la intención de mantener en secreto mi presencia aquí. Lo único que quieren ocultar al público es el auténtico motivo por el que estoy aquí.»

Tragó saliva y sintió que una grieta serena, glacial y profunda se abría en su interior. Pero al menos ahora sabía por qué estaba allí. No le vino a la mente justo la palabra «cebo», pero lo invadió la desagradable sensación de ser una lombriz que se retorcía en un anzuelo mientras alguien la sumergía despiadadamente en las frías y oscuras aguas en que nadaban sus depredadores.


Cuando salió a la calle, la puerta doble del periódico se cerró detrás de Jeffrey con un sonido como de succión. Por un momento, quedó cegado por el sol del mediodía, que se reflejaba en la fachada de cristal de un edificio de oficinas, y apartó la vista de la fuente de luz, llevándose instintivamente la mano a la frente para protegerse los ojos, como si temiese sufrir algún daño. Echó a andar por la acera y apretó el paso, moviéndose con rapidez. Antes, se había desplazado hasta el centro desde las oficinas del Servicio de Seguridad en autobús. No era una distancia muy grande, apenas unos tres kilómetros. Caminó más deprisa mientras los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, y al cabo de un rato corría.

Iba esquivando el tráfico de peatones de la hora del almuerzo, sin hacer caso de las miradas o los insultos ocasionales de algún que otro oficinista que se veía obligado a apartarse de un salto para dejarlo pasar. La espalda de la chaqueta se le inflaba, y su corbata se agitaba al viento que él mismo generaba. Echó la cabeza hacia atrás, aspiró una gran bocanada de aire y corrió con todas sus fuerzas, como si estuviese en una carrera, intentando dejar atrás a los demás competidores. Sus zapatos crujían contra la acera, pero desoyó sus quejidos y pensó en las ampollas que le saldrían después. Comenzó a mover los brazos como pistones, para ganar velocidad, y al cruzar una calle con el semáforo en rojo oyó un pitido furioso tras de sí.

A estas alturas ya no prestaba atención a su entorno. Sin aminorar el paso, enfiló el bulevar para alejarse del centro en dirección al edificio de las oficinas del estado. Notaba el sudor que le corría desde las axilas y le humedecía la parte baja de la espalda. Escuchaba su respiración, que desgarraba roncamente el límpido aire del Oeste. Ahora estaba solo en medio del mundo de las sedes empresariales. Cuando avistó la torre de las oficinas del estado, se detuvo bruscamente para quedarse jadeando a un lado de la calle.

Pensó: «Vete. Vete ahora mismo. Coge el primer vuelo. Que se metan el dinero por donde les quepa.»

Sonrió y negó con la cabeza. No iba a hacer eso.

Apoyó las manos en las caderas y se puso a dar vueltas, intentando recuperar el resuello. «Demasiado tozudo -pensó-. Demasiado curioso.»

Recorrió unos metros, intentando relajarse. Se detuvo ante la entrada del edificio y alzó la vista para contemplarlo.

«Secretos -se dijo-. Aquí se guardan más secretos de los que imaginabas.»

Por un instante se preguntó si él mismo era como el edificio; una fachada sólida y poco llamativa que escondía mentiras y medias verdades. Sin dejar de mirar el edificio, se recordó algo que era evidente: no hay que confiar en nadie.

De un modo extraño, esta advertencia le infundió ánimos, y aguardó a que su pulso volviera a la normalidad antes de entrar en el edificio. El guardia de seguridad levantó la mirada de sus monitores de videovigilancia.

– Oiga -dijo-, Martin le está buscando, profesor.

– Pues aquí estoy -respondió Jeffrey.

– No parecía muy contento -continuó el guardia-. Claro que nunca se le ve demasiado contento, ¿verdad?

Jeffrey asintió con la cabeza y prosiguió su camino. Se enjugó el sudor que le empapaba la frente con la manga de la chaqueta.

Imaginaba que se encontraría al inspector caminando furioso de un lado a otro del despacho cuando cruzase el umbral, pero la habitación estaba vacía. Echó una ojeada alrededor y vio un aviso de mensaje en la pantalla de su ordenador. Abrió su cliente de correo electrónico y leyó:


Clayton, ¿dónde diablos anda? Se supone que debe mantenerme informado de su paradero las veinticuatro horas del día. En todo puto momento, profesor. Sin excepciones. Incluso cuando vaya al cagadero. He salido a buscarle. Si regresa antes que yo, encontrará el informe preliminar de la autopsia de la última presunta víctima en el archivo «nuevamuerta 4» de su ordenador. Léalo. Vuelvo enseguida.


Jeffrey se disponía a examinar dicho archivo cuando se percató de que el indicador de mensajes en la parte superior de la pantalla señalaba que había recibido otro. «¿Qué más quejas tiene, inspector?», se preguntó mientras desplazaba el texto hacia abajo para abrir el segundo mensaje.

Pero todo resto de irritación se disipó de inmediato en cuanto lo leyó. No constaba de firma ni encabezamiento, sólo de una serie de palabras que parpadeaban en verde sobre un fondo negro. Lo leyó entero dos veces antes de retroceder unos centímetros de la pantalla, como si la máquina fuese peligrosa y capaz de echarle la zarpa.

Decía: DE BEBÉ, LO QUE MÁS TE GUSTABA ERA JUGAR A TAPARTE LA CARA, REAPARECER DE PRONTO Y GRITAR: «¡TE PILLÉ!» CUANDO ERAS UN POCO MAYOR, TU JUEGO FAVORITO ERA EL ESCONDITE. ¿TE ACUERDAS TODAVÍA DE CÓMO SE JUEGA A ESO, JEFFREY?

Jeffrey intentó contener el súbito torrente de emociones que penetró a través de todos los años de soledad que había acumulado en torno a sí. Sintió una agitación por dentro, una mezcla de miedo, fascinación, terror y excitación. Todos estos sentimientos se arremolinaban en su interior, y luchó por mantenerlos a raya. No se permitió pensar en otra cosa que en una respuesta dirigida a sí mismo y a nadie más; menos aún a sus empleadores. Sospechaba que su presa -aunque de pronto no estaba seguro de que éste fuera el término más apropiado para designar al hombre a quien buscaba- ya conocía esa respuesta.

«Sí -dijo para sus adentros-, me acuerdo de cómo se juega.»

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