3 Preguntas poco razonables

Jeffrey Clayton se sintió mareado por unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un bofetón.

– Eso es ridículo -contestó de inmediato-. Usted no está en sus cabales.

– ¿De verdad? -preguntó el agente Martin-. ¿Le parece que actúo como un loco, que hablo como un loco?

Jeffrey inspiró hondo, despacio, e hizo una pausa al espirar, de modo que el aire que expulsaban sus pulmones siseó al pasar entre sus dientes.

– Mi padre -dijo con una ponderación con la que intentaba poner en orden los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza-. Mi padre murió hace más de veinte años. Se suicidó.

– Ya. ¿Está seguro de eso?

– Sí.

– ¿Vio usted el cadáver?

– No.

– ¿Asistió al entierro?

– No.

– ¿Leyó algún informe policial, un dictamen forense?

– No.

– Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro?

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Sólo le repito lo que me dijeron y lo que yo creía. Que él murió. Cerca de la que había sido nuestra casa, en Nueva Jersey.

Pero no recuerdo exactamente cómo, ni dónde. Nunca he querido conocer las circunstancias concretas.

– Eso tiene mucho sentido -comentó Martin en voz baja, volviendo los ojos hacia arriba con una expresión irónica.

El agente sonrió, pero se trataba de nuevo de un gesto forzado, que reflejaba más ira amenazadora que otra cosa. Jeffrey abrió la boca para añadir algo, pero decidió quedarse callado.

Al cabo de unos segundos, Martin arqueó las cejas.

– Entiendo -dijo-. No recuerda dónde murió su padre, ni exactamente cuándo, ni conoce los detalles. Hay muchas maneras de suicidarse. ¿Se pegó un tiro? ¿Se ahorcó? ¿Se tiró a una vía de tren? ¿Dejó alguna nota escrita, o un último mensaje grabado en vídeo? ¿Un testamento, tal vez? Usted no tiene idea, ¿verdad? Y aun así está convencido de que en efecto se mató y de que lo hizo en algún sitio distinto pero no muy lejano de allí donde había vivido. ¿Es ésa una certeza científica? -preguntó con sarcasmo.

El profesor dejó que la pregunta quedara flotando en el aire entre los dos por unos instantes antes de responder.

– Todo lo que sé lo oí de boca de mi madre durante una conversación que tuvimos. Me dijo que la habían informado del suicidio, y que ella desconocía las causas. No recuerdo que me haya hablado de cómo se enteró, ni recuerdo haberle preguntado cómo lo sabía. De todos modos, ella no tenía ninguna razón para mentirme o engañarme de alguna manera. No hablábamos de mi padre a menudo, así que no había ningún motivo para que me mostrara interesado por los pormenores. Simplemente seguí con lo mío: mis estudios, mis clases, mis títulos. Él ya no era un factor relevante en mi vida. Había dejado de serlo cuando yo aún era pequeño. No lo conocía, ni sabía gran cosa de él. Era mi padre exclusivamente como consecuencia de una cópula y no porque yo tuviera relación con él. La noticia de su muerte me dejó más bien indiferente. Era como si me hubiesen relatado algún incidente lejano y secundario de escasa trascendencia. Algo que hubiese ocurrido en un rincón remoto del mundo. Para mí, él no significaba nada. No existía. Un recuerdo vago de una infancia que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Ni siquiera llevo su apellido.

El agente Martin se reclinó en el sillón de piel, tan grande que envolvía su corpulencia considerable. Por un momento intentó ponerse cómodo, cambiando varias veces de posición.

– Joder -farfulló-. Este sillón es como una casa. Se podría instalar una cocina. -Volvió la vista hacia Jeffrey-. Nada de lo que acaba de decir se ajusta ni remotamente a la realidad, ¿verdad, profesor? -preguntó con brusquedad.

Jeffrey clavó la mirada en el hombre que tenía enfrente, tratando de verlo con mayor claridad, como un topógrafo que, al no fiarse ya de las lecturas de sus instrumentos y de su equipo, estudia el terreno a simple vista para asegurarse. Cayó en la cuenta de que apenas era consciente de las dimensiones de Martin, así que decidió que lo más prudente sería formarse un nuevo juicio sobre él. Reparó en que las cicatrices de quemaduras que el inspector tenía en manos y cuello parecían emitir un tenue brillo rojizo cuando Martin reprimía la furia de su interior, como si delataran sus emociones inadvertidamente.

– Bueno -prosiguió Martin con suavidad-, tal vez una cosa sea verdad. Tengo entendido que su madre sí le dijo que él había muerto, y seguramente incluso que había sido un suicidio. Eso no dudo que sea cierto. Me refiero a que ella se lo dijera. -Tosió, quizá con la intención de ser cortés, aunque sonó más como una expresión de burla-. Pero eso viene a ser lo único, ¿no?

Jeffrey negó con la cabeza, lo que sólo sirvió para arrancarle otra sonrisa a Martin. Al parecer, cuanto más se enfadaba el inspector, más sonreía.

– Ocurre constantemente, ¿no es así, profesor? Don Experto en la Muerte. A los asesinos en serie con frecuencia les remuerde tanto la conciencia por la depravación de sus asesinatos que, al no soportar más su existencia patética y maligna, se suicidan, ahorrándole con ello a la sociedad la molestia y el esfuerzo que supone darles caza y llevarlos a juicio. ¿Estoy en lo cierto, profesor? Es algo que sucede comúnmente, ¿no?

– Sucede -admitió Jeffrey con aspereza-, pero no es algo común. La mayoría de los asesinos en serie que hemos estudiado no muestran remordimiento. Ni por asomo. No todos, desde luego, pero la mayoría.

– Entonces, ¿tendrían algún otro motivo para cometer uno de esos suicidios infrecuentes?

– Lo que tienen es un acuerdo con la muerte. Ya sea la suya propia o la de otro, aparentemente se sienten cómodos con ella.

El agente asintió, complacido con el impacto que su pregunta sarcástica parecía haber tenido.

– ¿Cómo es -inquirió Jeffrey despacio- que ha venido usted aquí? ¿Cómo es que me ha relacionado con ese hombre que quizás o quizá no perpetró algún crimen que otro hace más de veinte años? ¿Cómo es que cree que mi padre, que en realidad está muerto, ha vuelto de algún modo a este mundo y es el supuesto asesino que usted busca?

El agente Martin apoyó la cabeza en el respaldo.

– No son preguntas irrazonables -dijo.

– Yo no soy un hombre irrazonable.

– Yo creo que sí que lo es, profesor. Eminentemente irrazonable. Notablemente irrazonable. Delirante y extraordinariamente irrazonable. Igual que yo, en ese aspecto. Es la única manera de sobrellevar cada día que pasa, ¿verdad? Ser irrazonable. Cada segundo que pasa usted en este bonito entorno académico es irrazonable, profesor. Porque si fuese usted razonable, no sería la persona que es, sino el hombre que teme que vive en su interior. Igual que yo, como ya le he dicho. Aun así, intentaré responder a algunas de sus preguntas.

A Jeffrey le pareció de nuevo que debía replicar, negar vehementemente todo lo que acababa de decir el inspector, levantarse, marcharse, dejarlo allí solo. Pero no hizo nada de eso.

– Por favor -dijo con frialdad.

Martin se removió en su asiento y se agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con montura de pasta, en forma de media luna. Se las colocó sobre la nariz y levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto que tenía delante.

– Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me favorecen mucho, ¿verdad? -El inspector se rio, como para recalcar la incongruencia de su aspecto-. Es una transcripción de la entrevista entre un inspector de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?

– Por supuesto que me suena. Así se llamaba mi padre. Mi difunto padre.

El agente Martin sonrió.

– Claro. El caso es que el inspector sigue el procedimiento habitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día… todo muy minucioso y muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interrogatorio. Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones y toda clase de datos a su viejo, que parece responder sin reservas…

– Tal vez no tenía nada que ocultar.

El agente volvió a sonreír de oreja a oreja.

– Claro. Bueno, luego el inspector entra en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos, uno tras otro.

– Exacto. Fin de la historia.

– No del todo.

Martin pasó las páginas del informe y arrancó tres de las centrales, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido -dos páginas por minuto- y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras. Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir de una grabación; sólo figuraban las preguntas y respuestas, sin adornos de ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin pormenores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el policía? -se preguntó-. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa? ¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa? ¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con frialdad, arrojándole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se reclinaba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el juego de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en torno a él?»

Jeffrey imaginó un cuarto reducido, probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposado, pues no lo habían detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras, con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que nunca llegaría.

¿Qué más? Un espejo en la pared que en realidad era una ventana de observación, pero él la habría reconocido y habría hecho caso omiso de ella.

Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes saber eso? -se exigió una respuesta a sí mismo-. ¿Cómo puedes saber nada acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tantos años?»

Notó un ligero temblor en las manos cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó la atención fue que no constara el nombre del policía.


P. Señor Mitchell, dice que, la noche que desapareció Emily Andrews, usted estaba en casa con su familia, ¿correcto?

R. Sí, correcto.

P. ¿Podrían ellos corroborar esa información?

R. Sí, si da usted con ellos.

P. ¿Ya no viven con usted?

R. Así es. Mi mujer me ha dejado.

P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?

R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, supongo que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está. Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre decía que le gustaban los climas más fríos. Es raro, ¿no cree?

P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?

R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotaciones en este contexto, ¿no, inspector? No acabo de entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospechosos. ¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.

P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.

R. Si no me equivoco, la noche de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompañase en el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?

P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última noche que fue vista con vida?

R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo es que no tendría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.

P. ¿Su mujer lo ha dejado de buenas a primeras?

R. ¿Recuperando un tema anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos habíamos distanciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién sabe?

P. ¿Y sus hijos?

R. Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá, inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro. Y entonces todos volveremos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a seguir juntos, para siempre. Unidos.

P. ¿Ella le había dejado en ocasiones anteriores?

R. Hemos tenido problemas antes. Alguna que otra separación temporal. La encontraré. Es todo un detalle por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.

P. ¿Cómo la encontrará, señor Mitchell?

R. A través de sus familiares, sus amigos. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a alguien, inspector? En el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa. Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por tirar de un hilo que los conecta con su vida anterior. Escriben una carta, hacen una llamada… lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el otro extremo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya lo sabe, ¿no, inspector?

P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su esposa?

R. Wilkes. Su familia es de Mystic, Connecticut. Le anotaré su número de la seguridad social, si quiere. ¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?

P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas en su automóvil?

R. Entiendo. Ahora estamos saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden judicial.

P. ¿Para qué las tenía allí?

R. Soy muy aficionado a todo lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.

P. ¿Cuántos profesores de historia llevan esposas consigo?

R. No lo sé. ¿Algunos? ¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?

P. El cadáver de Emily Andrews presentaba en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.

R. «Podrían» es una palabra endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.

P. No le creo. Me parece que me está mintiendo.

R. Entonces no se prive de demostrar que lo que digo es falso. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no estaríamos perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?


La respuesta del inspector no constaba en las páginas que Jeffrey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de repente y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.

Jeffrey se encogió de hombros, confundido como un pobre actor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a otro, en otra parte del escenario.

– Esto no me dice gran cosa… -mintió.

– Yo creo que sí.

– ¿Tiene más páginas?

– Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo, pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.

– Era.

El agente sacudió la cabeza.

– Él era claramente el mayor sospechoso. Se vio a la víctima subir a su coche, o quizás a uno parecido, y se encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las esposas.

– ¿Y?

– Eso es todo, más o menos. El inspector de policía iba a detenerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las esposas no había el menor resto de tejido. Yo creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la posibilidad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.

– ¿A qué se refiere con eso de «resultados interesantes pero negativos» del registro de la casa?

– Me refiero a pornografía de una índole particularmente sórdida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de utensilios para depredadores sexuales.

Clayton, que notaba seca la garganta, tragó saliva con dificultad.

– Nada de eso demuestra que fuese un asesino.

El agente Martin asintió con la cabeza.

– Tiene más razón que un santo, profe. Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la policía del estado de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.

– ¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?

El agente Martin se encogió de hombros.

– Ninguno que sea indicativo de nada. Ella había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato, pero…» Ya me entiende, profesor. -Martin tamborileó contrariado con los dedos sobre el cuero del sillón-. Es evidente que el maldito poli se vio desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario. Introducción a la Obtención de Confesiones. -El agente suspiró-. Eso era lo malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los derechos del delincuente. Y la policía… ¡Dios santo! La policía del estado de Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estirados que observaban una disciplina casi militar. Incluso a los secretas y los que iban de paisano les habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí, señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala convencido de que su padre se reclinaría en la silla y le contaría sin más cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.

– Eso parece -comentó Jeffrey.

– Y nos dice algo, ¿no es así?

– No deja usted de hablar de manera críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos, una capacidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo eso. Nada más, nada menos.

– Bueno, eso nos dice que era infatigable, ¿no, profesor? Venció en resistencia a un inspector desesperado por resolver el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigante, pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente, algo que me tiene realmente preocupado.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha visto esas fotos de satélite que tanto les gustan a los meteorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los vientos, incubándose antes de estallar?

– Sí -respondió Jeffrey, sorprendido por la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.

– Hay personas que son como esas tormentas en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La emoción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peligroso. Ese poli intentaba conseguir que confesara… -Martin hizo una pausa para respirar hondo-, pero él estaba aprendiendo.

Jeffrey se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. «Debería estar aterrorizado», pensó. En cambio, sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.

– Parece usted saber mucho sobre esa confesión que nunca se produjo.

El agente Martin hizo un gesto de afirmación.

– Oh, desde luego. Porque ese inspector novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.

Jeffrey se inclinó sobre el respaldo rápidamente, retrocediendo.

Martin lo observó, reflexionando al parecer sobre lo que acababa de decir. Luego se inclinó, acercando mucho la cara a la de Clayton, de modo que sus palabras tuviesen la fuerza de un grito.

– Uno se convierte en aquello que absorbe durante la infancia. Eso lo sabe todo el mundo, profesor. Por eso yo soy yo, y usted es usted. Quizá negar esto le haya dado resultado hasta ahora, pero eso se ha acabado. De eso me encargaré yo.

Jeffrey se meció de nuevo hacia delante.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó de nuevo.

El agente se relajó.

– Por medio de una labor detectivesca a la vieja usanza. Me acordé de todo eso que su padre decía sobre los apellidos. Como bien sabe, la gente detesta renunciar a su apellido. Los apellidos son algo especial. Las raíces. Lo que nos conecta con el pasado, ese tipo de cosas. El apellido le da a la gente una noción del lugar que ocupa en el mundo. Y su padre me proporcionó la pista cuando mencionó el apellido de soltera de su madre. Yo sabía que sería lo bastante lista para no recuperarlo; él la habría encontrado demasiado fácilmente. Pero, como le digo, la gente no renuncia a los apellidos de buen grado. ¿Sabe de dónde viene el de Clayton?

– Sí -respondió el profesor.

– Yo también. Después de que su padre hablara del apellido de soltera de su madre, pensé que eso sería demasiado sencillo y obvio, pero que a la gente no le gusta nada renegar de sus orígenes, aunque intente esconderse de alguien que cree que podría ser un monstruo. Así que, en un arrebato, hice unas pesquisas y averigüé el apellido de soltera de la madre de su madre. Clayton. Eso ya no resulta tan obvio, ¿verdad? Y pim pam: lo junté con el nombre («mi tocayo Jeffrey»; bueno, dudaba que una madre les cambiara el nombre de pila a sus hijos, por muy prudente que fuera la medida), y, oh maravilla, obtuve «Jeffrey Clayton». Y se encendió una luz en mi cabeza. Así se llamaba el Profesor de la Muerte, no del todo célebre pero tampoco del todo desconocido para los policías profesionales. ¿Y le sorprende que esa coincidencia me llamara la atención cuando me enteré de que otra de nuestras víctimas despatarradas, crucificadas y sin dedo índice resultó ser alumna de usted en otro tiempo? El apellido de soltera de su madre. Buena jugada. ¿Cree que su papaíto ató cabos también?

– No. Al menos no volvimos a verlo ni a tener noticias de él. Se lo he dicho. Dejó de formar parte de nuestra vida cuando lo dejamos en Nueva Jersey.

– ¿Está seguro de eso?

– Sí.

– Pues me temo que no debería estar tan seguro. Creo que debería dudar de todo cuando se trata de su viejo. Porque, si yo logré encontrarle pese a ese pequeño e ingenioso engaño, quizás él también.

El inspector extendió el brazo, cogió la fotografía de la alumna asesinada de Clayton y la lanzó de modo que se deslizó girando sobre la mesa hasta que se detuvo delante del profesor.

– Creo que sí tuvo usted noticias de él.

Jeffrey negó con la cabeza.

– Está muerto.

El agente Martin alzó la vista.

– Me encanta su seguridad, profesor. Debe de ser bonito eso de estar seguro de absolutamente todo. -Suspiró antes de proseguir-. De acuerdo. Bien, si consigue usted demostrarlo, recibirá mis disculpas y un cheque que le compensará generosamente por las molestias de parte de la oficina del gobernador del Territorio del Oeste, así como un viaje seguro, cómodo y tranquilo en limusina de vuelta a su casa.

«Qué locura», pensó Jeffrey.

Y entonces se preguntó: «¿Lo es?»

Casi sin darse cuenta dirigió la vista más allá del agente, a la sala central de la biblioteca. Unas pocas personas leían en silencio, en su mayoría gente mayor, abstraídas en las palabras que tenían ante sí. Le pareció que la escena tenía algo de pintoresco, un toque antiguo. Casi le daba la impresión de que el mundo exterior era un lugar seguro. Dejó vagar su mirada por las estanterías de libros alineados, aguardando pacientemente el momento en que alguien los sacase de la balda y los abriese para mostrar la información que guardaban a los ojos de algún indagador. Se preguntó si algunos de los volúmenes permanecerían cerrados para siempre, y las palabras que contenían entre sus cubiertas se volverían obsoletas de alguna manera, inútiles con el paso de los años. O tal vez, pensó, pasarían inadvertidos, pues los conocimientos que encerraban no se encontraban en un disco, disponibles al instante con sólo pulsar unas teclas de ordenador. No eran modernos.

Volvió a visualizar a su padre con los ojos de su infancia.

Acto seguido, pensó: «Las nuevas ideas no resultan verdaderamente peligrosas. Son las viejas las que llevan siglos existiendo y absorben energías en cualquier entorno. Ideas vampiro.»


Vio el asesinato como un virus, inmune a todo antibiótico.

Sacudió la cabeza y advirtió que Martin sonreía de nuevo, observándolo mientras se debatía. Al cabo de un momento, el agente se desperezó, apoyó las manos en los brazos del sillón de cuero y se impulsó para ponerse de pie.

– Vaya a buscar sus cosas. Se hace tarde.

Martin juntó los informes y las fotografías, los guardó en su maletín y se encaminó a grandes zancadas a la salida. Clayton lo siguió a toda prisa. Cuando llegaron ante los detectores de metales, ambos hicieron un gesto de asentimiento a la bibliotecaria, que le devolvió al inspector sus armas, pero mantuvo una mano muy cerca del botón de alarma mientras se colocaba las sobaqueras bajo el abrigo.

– Vamos, Clayton -dijo Martin con gravedad y salió por las puertas a la noche color negro azabache, próxima al invierno, de aquel pueblo de Nueva Inglaterra-. Es tarde. Estoy cansado. Mañana nos espera un largo viaje, y alguien a quien tengo que matar.

Загрузка...