Jeffrey y Susan estaban en la esquina de Adobe Street, situada en una comunidad modesta llamada Sierra, una hora y media al norte de Nueva Washington. Un conductor del Servicio de Seguridad, apoyado contra un coche a media manzana de allí, los observaba mientras ellos inspeccionaban la calle lentamente. Durante un rato, Jeffrey se había preguntado si ese agente sería también el nuevo asesino designado para seguirlos de cerca, esperando el momento en que descubriesen a su padre. Pero lo dudaba. «El sicario sustituto estará oculto -pensó-. Oculto y en el anonimato.» Siguiéndolos, aguardando el instante oportuno para aparecer. Supuso que las personas capacitadas para ello no abundaban precisamente en el estado cincuenta y uno, aunque no resultarían tan difíciles de encontrar en los otros cincuenta. Los policías del nuevo mundo eran sobre todo oficinistas y burócratas, y su trabajo se asemejaba más al de los contables y administrativos. Imaginaba que por eso la pérdida del agente Martin planteaba tantos problemas.
Se dio la vuelta bruscamente, como para sorprender al doble del agente Martin acechándolos en algún rincón. No vio a nadie, y se dio cuenta de que eso era justo lo que esperaba. Manson no era uno de esos políticos que cometen el mismo error dos veces.
A unos metros de los dos hermanos había un hombre y una mujer de mediana edad. Arrastraban los pies nerviosamente, sin quitar ojo a los Clayton ni hablar entre sí. Eran el director y la subdirectora del instituto de Sierra. El director era una caricatura de los de su especie: de baja estatura, espalda encorvada y calva incipiente, con el tic nervioso de frotarse las manos como si tuviera frío. No dejaba de aclararse la garganta, intentando captar su atención, pero no decía una palabra, aunque de vez en cuando miraba al hombre del Servicio de Seguridad, como esperando que el policía le explicara por qué los habían sacado a los dos de su rutina escolar y los habían llevado hasta esa calle que quedaba a medio kilómetro.
La calle en sí era poco más que un tramo polvoriento de asfalto negro de sólo dos manzanas de largo. Que se hubieran molestado en ponerle un nombre parecía una exageración. En mitad de la segunda manzana había un garaje de acero corrugado pintado de blanco radiante y verde intenso, los colores del instituto de Sierra, supuso Susan. En una parte del tejado había dibujado un árbol enorme con brazos, piernas, cara y unos dientes de aspecto feroz, con la leyenda ABETOS AGUERRIDOS DEL INSTITUTO DE SIERRA.
Jeffrey y Susan avanzaron despacio por la calle, recorriéndola con la mirada, buscando algún indicio de lo que había sucedido esa mañana. La calle terminaba en una verja de metal amarilla que cerraba el paso a un estrecho camino de tierra. No había ninguna otra barrera ni cosa parecida, aparte de unos montículos de grava y la valla. Jeffrey se fijó en un objeto de color vivo remetido junto a uno de los pilares de hormigón que sujetaban los postes de la entrada. Al acercarse vio que era una carpeta de plástico rojo. La levantó por una esquina y advirtió que contenía una media docena de páginas impresas. Sin abrir la boca, le enseñó la carpeta a su hermana.
Los dos volvieron sobre sus pasos y examinaron el garaje. Era aproximadamente del tamaño de una cancha de baloncesto, y más o menos de la altura de un piso y medio. No tenía ventanas, y las grandes puertas dobles de batiente de la fachada estaban cerradas con candado. Rodearon el edificio. Jeffrey no despegaba la vista del suelo, pensando que tal vez habría huellas de neumáticos, pero la zona estaba recubierta de polvo y barrida por el viento.
Cuando salieron de detrás del edificio, el director de la escuela dio unos pasos hacia ellos.
– Éste es el cobertizo donde guardamos nuestro equipo pesado -dijo-. Un par de tractores, accesorios cortacésped y una quitanieves que nunca utilizamos, mangueras y sistemas de riego por aspersión. Todas las cosas para el mantenimiento de los campos de fútbol y rugby, como las máquinas para marcar las líneas. Algunos de los entrenadores guardan aquí otros trastos, como porterías de fútbol y una jaula de bateo.
– ¿Y el candado?
– Unas cuantas personas conocen la combinación, especialmente los encargados de mantenimiento. En realidad se cierra con candado sólo para evitar que algún alumno demasiado entusiasta decida llevarse prestado un tractor en una noche loca de sábado.
Jeffrey echó un vistazo en derredor. El camino de tierra protegido por la verja discurría por entre una densa arboleda.
– ¿Adónde se va por allí? -preguntó, señalando.
– Ese camino lleva a los campos de deportes situados detrás de la escuela -respondió el director, frotándose las manos vigorosamente-. La verja está ahí para impedir pasar a los vehículos de los alumnos. Eso es todo. De hecho, nunca hemos tenido problemas, pero ya se sabe, con los adolescentes más vale prevenir que curar.
– No me cabe duda -dijo Jeffrey.
La subdirectora, una mujer que llevaba pantalones color caqui y un blazer azul, con unas gafas colgadas al cuello de una cadena de oro, se acercó. Le sacaba unos quince centímetros al director, y hablaba con una firmeza en la voz que denotaba sentido de la disciplina.
– Se supone que no deben ir al colegio por aquí. No es que haya una norma contra ello precisamente, pero…
– Es un atajo, ¿no?
– Algunos de los chicos que viven en la urbanización marrón, no muy lejos, atajan por aquí en vez de dar toda la vuelta, como en teoría deberían. Sobre todo si se les hace tarde. Quiero decir que preferiríamos que llegaran puntuales al instituto…
Susan bajó la vista hacia un bloc de notas.
– Kimberly Lewis… ¿a qué hora tenía que llegar ella a la escuela hoy?
La subdirectora abrió un maletín de cuero barato y extrajo un dossier amarillo. Lo abrió, leyó rápidamente y dijo:
– El timbre de la mañana suena a las siete y veinte. A primera hora debía ir a la sala de estudio, de siete y veinte a ocho y cuarto. A las ocho y veinte tenía clase de historia avanzada de Estados Unidos. No se presentó.
Susan asintió.
– Hoy tenía que entregar un trabajo, ¿no?
La subdirectora se mostró sorprendida.
– Pues sí.
Antes de proseguir, Susan observó la carpeta que Jeffrey había encontrado junto a la verja.
– Un trabajo sobre el Convenio de 1850. Por lo que respecta a la sala de estudio, ella era alumna del último curso, ¿verdad? ¿Tenía la obligación de estar allí?
– No. Es alumna de cuadro de honor, y como tal está exenta de la hora de estudio…
– ¿O sea que es probable que se desplazase al instituto más tarde que el resto del alumnado?
– Hoy, sí. Casi todos los demás ya estarían en clase.
– Y entre los encargados de mantenimiento, ¿quién estaría aquí?
– De hecho, hoy están en el vestuario masculino, pintando. Ya hacía tiempo que eso se había programado. Tuvimos que enviar un aviso de que hoy el vestuario permanecería cerrado, hasta que se secara la pintura. Así que aquí no habría nadie. El material de pintura se guarda en el cuarto de mantenimiento de la escuela.
Susan miró a su hermano y advirtió que cada detalle se le clavaba como un estilete, provocándole un dolor nuevo y único. Varios factores pequeños se habían conjugado para brindarle una oportunidad al asesino. Ella, por otra parte, notaba un frío inconfundible y absoluto dentro de sí, como si cada dato no hiciera sino alimentar la rabia que se acumulaba en su interior. No era una sensación distinta de la que la había invadido al contemplar las fotos de jóvenes asesinadas.
– Bien -dijo Jeffrey, interviniendo en la conversación-. Ella no se presentó a clase. ¿Qué sucedió entonces? -inquirió con cierta dureza en el tono.
– Bueno, no recibí todos los informes de inasistencia hasta media mañana -respondió la subdirectora-. El procedimiento establecido consiste en llamar a casa del alumno que no nos ha comunicado la razón de su ausencia. Poco después del mediodía, llamé a la residencia de los Lewis…
– Nadie contestó, ¿verdad?
– Bueno, los dos padres trabajan, y no quise molestarlos en sus oficinas. Pensaba que Kim cogería el teléfono. Supuse que estaba enferma. Hemos tenido varios casos de una gripe que deja a los chicos fuera de combate. Básicamente se pasan el día durmiendo hasta que se curan…
– Nadie contestó, ¿verdad? -preguntó de nuevo Jeffrey, alzando la voz.
La subdirectora le dedicó una mirada de indignación.
– Correcto -dijo.
– Y luego, ¿qué hizo?
– Bueno, decidí volver a llamar más tarde, cuando ella se hubiera despertado.
– ¿Llamó al Servicio de Seguridad para decirles que una alumna suya había faltado a clase y no había dado señales de vida? El director se acercó bruscamente.
– Oiga, señor Clayton, ¿por qué íbamos a hacer eso? La inasistencia no es un asunto de seguridad, sino de disciplina escolar. Es un asunto interno del instituto.
Jeffrey titubeó, pero su hermana respondió en su lugar.
– Depende precisamente del tipo de inasistencia del que estemos hablando -dijo con amargura.
– Bueno -la subdirectora soltó una risita irónica-, Kimberley Lewis no es la clase de alumna que se mete en líos. Saca sobresalientes y es muy popular.
– ¿Tiene amigas? ¿Un novio, tal vez? -preguntó Susan.
La subdirectora pareció dudar unos momentos.
– No, no tiene novio este año. Es una buena chica en todos los sentidos, con todos los números para ingresar en una universidad de primera categoría.
– Ya no -repuso Susan en voz baja de manera que sólo su hermano pudiese oírla.
– ¿Tuvo novio el año pasado? -inquirió Jeffrey, con una curiosidad repentina.
La subdirectora vaciló de nuevo.
– Sí. El año pasado. Mantuvo una relación intensa, pese a que recomendamos a nuestros alumnos que procuren evitarlas. Por fortuna, el joven en cuestión iba un curso por delante de ella. Se marchó a la universidad y la relación se extinguió sola, supongo.
– ¿A usted no le caía bien el chico? -quiso saber Jeffrey.
Susan volvió la mirada hacia él.
– ¿Qué más da? -preguntó con suavidad-. Sabemos lo que ocurrió aquí, ¿no?
Jeffrey levantó la mano para cortar la respuesta de la subdirectora y, a continuación, tomó a su hermana del brazo y se la llevó aparte, a unos metros de donde estaban.
– Sí-murmuró-, sabemos lo que ocurrió aquí. Pero ¿cuándo se decidió él por esta chica? ¿Qué información tenía sobre ella? Quizás el ex novio sepa algo. Tal vez la relación que la subdirectora cree que se extinguió sola no se hubiera roto del todo. Sea como sea, es algo que deberíamos investigar un poco.
Susan asintió.
– Estoy impaciente -se disculpó.
– No -replicó su hermano-, estás centrada.
Se acercaron de nuevo a las dos autoridades escolares.
– ¿No le caía bien el chico? -repitió Jeffrey.
– Era un joven difícil pero sumamente brillante. Se fue a una universidad del este.
– ¿Difícil en qué sentido?
– Cruel -aclaró la subdirectora-, manipulador. Siempre me daba la impresión de que se mofaba de nosotros. No me entristecí cuando terminó el instituto. Sacaba buenas notas y resultados excepcionales en las pruebas, y era el principal sospechoso de un misterioso incendio declarado en el laboratorio la primavera pasada. Más de una docena de animales de laboratorio, conejillos de Indias y ratas blancas, se quemaron vivos. En fin, al menos ya no está por aquí. Seguramente triunfará a lo grande en alguno de los otros cincuenta estados. No creo que éste sea para él.
– ¿Conserva su expediente académico?
La subdirectora hizo un gesto de asentimiento.
– Quiero verlo. Tal vez tenga que hablar con él.
El director metió baza otra vez.
– Necesito una autorización del Servicio de Seguridad para facilitarle esa información -aseveró pomposamente.
Jeffrey sonrió con malicia.
– ¿Y si envío mejor a una unidad de agentes para que venga a buscarlo? Podrían entrar marchando en su oficina. Sería la comidilla de todo el alumnado durante días.
El director fulminó al profesor con la mirada. Dirigió la vista al conductor del Servicio de Seguridad, que se limitó a asentir con la cabeza.
– Lo recibirá -dijo el director-. Se lo enviaré por correo electrónico.
– El expediente entero -le recordó Jeffrey.
El director movió afirmativamente la cabeza, con los labios apretados como para reprimir alguna que otra obscenidad.
– Bien, ya hemos respondido a sus preguntas. Ahora dígannos qué está pasando.
Susan tomó la palabra, hablando con una severidad poco común en ella, pero que creía que quizá necesitaría en un futuro cercano.
– Muy sencillo -dijo, e hizo un gesto en torno a sí-. ¿Lo ven? Echen un buen vistazo alrededor.
– Sí -dijo el director en un tono de exasperación que había perfeccionado en su trato con alumnos díscolos, pero que no impresionó a Susan-. ¿Qué se supone que estoy viendo exactamente?
– Su peor pesadilla -contestó ella con brusquedad.
Los dos permanecieron callados durante los primeros minutos de trayecto de vuelta a Nueva Washington, en el asiento trasero del coche estatal mientras el agente aceleraba en dirección a la autopista. Susan abrió el trabajo de final de trimestre de la alumna desaparecida y leyó algunos párrafos, intentando formarse una imagen de la chica en sí a través del texto, pero no fue capaz. Lo que leyó le hablaba en tono sombrío de estados esclavistas y estados libres y del acuerdo que permitió que aquéllos ingresaran en la Unión. Se preguntó si había algo de irónico en ello.
Fue la primera en romper el silencio.
– Muy bien, Jeffrey, tú eres el experto. ¿Está viva aún Kimberly Lewis?
– Probablemente no -comentó su hermano, cabizbajo.
– Eso me imaginaba -murmuró Susan. Exhaló con frustración-. Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que el cadáver aparezca en algún sitio?
– Sí, por duro que parezca. Simplemente debemos retomar lo que estábamos haciendo. Aunque se me ocurre una posible circunstancia que significaría para ella una oportunidad de sobrevivir.
– ¿Cuál?
– Creo que existe una pequeña posibilidad de que ella forme parte del juego. Quizá sea el premio. -Soltó el aire despacio-. El ganador se lo lleva todo. -En voz baja, con un profundo pesimismo, añadió-: Resulta doloroso -dijo lentamente-. Tiene diecisiete años, y tal vez ya esté muerta, sencillamente porque él quiere burlarse de mí, demostrar que, aunque el Profesor de la Muerte le sigue la pista, sigue siendo lo bastante poderoso para secuestrar a alguien delante de nuestras narices, incluso después de avisarnos de antemano de lo que iba a hacer. Pero yo he sido demasiado estúpido y egocéntrico para darme cuenta. -Sacudió la cabeza y continuó-: Otra posibilidad es que la chica esté encadenada en una habitación en algún sitio, esperando que alguien acuda a salvarla. Y el único alguien somos nosotros, y heme aquí diciendo: «Debemos andarnos con cautela, tomarnos nuestro tiempo.» -Soltó un gruñido-. Qué valiente soy -comentó con cinismo.
– Dios santo -dijo Susan pausadamente, arrastrando las sílabas, como cobrando conciencia del dilema-. ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Qué podemos hacer aparte de lo que estamos haciendo? -preguntó Jeffrey entre dientes-. Cotejar la lista de viviendas con la de empleados de seguridad, y luego comprobar cuáles de ellos poseen un vehículo que sirva para transportar víctimas. A ver que descubrimos.
– Supón que, mientras nos ocupamos de todo eso, la joven señorita Kimberly Lewis sigue con vida.
– Está muerta -soltó Jeffrey-. Está muerta desde el momento en que salió por la puerta esta mañana, tarde y sola, apenas con tiempo suficiente para atajar por una calle desierta. Ella no lo sabía, pero ya estaba muerta.
Susan no respondió al principio, pero se permitió albergar la esperanza remota de que su hermano estuviese equivocado. Luego agregó con suavidad:
– No, creo que deberíamos actuar, cuanto antes. Tan pronto como identifiquemos una casa que reúna las características que buscamos. Actuar en ese momento. Porque si esperamos un solo minuto de más, quizá lleguemos un minuto tarde, y nunca nos lo perdonaríamos. Jamás.
Jeffrey se encogió de hombros.
– Tienes razón, por supuesto. Actuaremos con la mayor rapidez posible. Eso es seguramente lo que él quiere. Sin duda es la razón por la que la pobre Kimberly Lewis se ha visto metida en todo esto. No es debido a ninguna perversión o deseo, sino simplemente un estímulo para que yo actúe de manera impulsiva e imprudente. -Jeffrey parecía resignado-. Lo ha conseguido, supongo.
A Susan le vino una idea a la cabeza que casi la hizo pararse en seco.
– Jeffrey -susurró-. Si él la ha raptado para incitarte a actuar, cosa que parece factible aunque no estemos seguros de ello, porque no estamos seguros de nada, entonces, ¿no sería lógico pensar que hay algo en su secuestro que puede indicarte dónde buscarla?
Jeffrey abrió la boca para responder, luego vaciló. Sonrió.
– Susie, Susie, la reina de los acertijos. Mata Hari. Si salgo bien librado de ésta, debes venir e impartir una de mis clases avanzadas conmigo. El Ranger de Tejas tenía razón; serías una investigadora de narices. Creo que tienes toda la razón. -Extendió el brazo y le dio a su hermana unas palmaditas afectuosas en la rodilla-. Lo más difícil de este asunto es que cada conclusión que nos acerca un poco más a nuestro objetivo empeora las cosas. -Sonrió de nuevo, esta vez con tristeza.
Los dos guardaron silencio durante el resto del viaje de regreso a las oficinas del Servicio de Seguridad. Susan decidió sacar todo su armamento de la casa adosada, donde lo tenía escondido, y de mala gana resolvió que, durante lo que quedaba de su estancia en el estado cincuenta y uno, llevaría encima un arsenal suficiente para solucionar de una vez por todas los acertijos psicológicos que les acosaban a ella y a su familia.
Diana Clayton observó a su hijo, que repasaba a conciencia la lista de empleados del Servicio de Seguridad. Notaba que la frustración crecía en su interior a medida que examinaba un nombre tras otro. Las mujeres con acceso a las claves de seguridad eran en su mayoría secretarias y ejecutivas de baja categoría. En la lista figuraba también alguna que otra encargada de logística y unas cuantas agentes.
Parte del problema de Jeffrey residía en que los límites entre los niveles de seguridad informáticos no eran precisos. Estaba convencido de que alguien con acceso al nivel ocho probablemente tendría alguna clave del nivel nueve; así es como funcionaban casi todas las burocracias. Además, pensó Jeffrey, si la nueva esposa de su padre era realmente astuta, permanecería en un nivel intermedio y averiguaría cómo acceder a los niveles más altos. Esto la ayudaría a mantener sus actividades en la sombra.
Mientras su hijo trabajaba, Diana apenas hablaba. Había insistido en que Susan y él la pusieran al corriente de lo que había sucedido en la escuela, y eso habían hecho, de forma somera y a grandes rasgos. Ella no los había presionado para que le contaran más detalles. Era consciente de que temían por ella y probablemente la consideraban el eslabón más débil. También comprendía que su presencia, sumada al hecho de que, según creía, era un objetivo prioritario del hombre con quien se había casado, los ponía a todos en una situación de vulnerabilidad. Aun así, se aferraba en su fuero interno a la idea de que podía resultar necesaria. Se recordó a sí misma que, veinticinco años atrás, cuando los dos eran niños, había sido necesario que ella actuara, por ellos, y lo había hecho. Y se acercaba rápidamente el momento en que quizá tendrían que recurrir a ella una vez más.
De modo que se reservó su opinión y se quedó callada, sin entrometerse, cosa que no le resultaba fácil en absoluto. Ni siquiera había protestado cuando Susan había anunciado que se iría con el coche y el conductor a la casa adosada a buscar algo de ropa y medicamentos que se habían dejado allí, entre algunas otras cosas que no había especificado pero que su madre ya se imaginaba.
Jeffrey había llegado hasta la letra efe, subrayando en amarillo todos los nombres cuyo domicilio estuviese situado en una urbanización de color verde. A continuación, cotejaba el nombre marcado con la lista de cuarenta y seis casas que habían identificado como posibles emplazamientos. Por el momento, había encontrado trece coincidencias, que dejó a un lado para examinarlas con mayor detenimiento cuando hubiese completado la labor mecánica de analizar la lista. En aras de la minuciosidad, y porque albergaba dudas respecto a la lista de cuarenta y seis, a veces seleccionaba un nombre y consultaba de nuevo en el ordenador la lista maestra de miles de planos de casas construidas por encargo para buscar el diseño en planta de la vivienda de la mujer en cuestión, sólo para asegurarse de no pasar por alto ninguna posibilidad. Esto alargaba el proceso, y él intentaba no pensar que le estaba robando ese tiempo a una chica aterrorizada de diecisiete años.
Mientras estaba trabajando, el ordenador que tenía al lado emitió tres pitidos.
– Debe de ser correo electrónico -le dijo a su madre-. Ábrelo por mí, ¿quieres? -Apenas alzó la vista.
Diana se colocó ante el teclado del ordenador e introdujo una contraseña. Leyó por unos instantes y luego se volvió hacia su hijo.
– ¿Tú le has pedido un expediente al instituto de Sierra?
– Sí, el del novio. ¿Es eso lo que han enviado?
– Sí, junto con la nota de un tal señor Williams, que debe de ser el director, escrita en términos no muy amistosos…
– ¿Qué dice?
– Te recuerda que utilizar documentos académicos confidenciales de manera no autorizada o divulgarlos sin permiso constituye una infracción de nivel amarillo penada con una multa considerable y trabajos comunitarios…
– Qué imbécil -dijo Jeffrey, sonriendo-. ¿Algo más?
– No…
– Pues imprímelo. Le echaré un vistazo dentro de un rato.
Diana obedeció. Leyó las primeras líneas.
– El joven señor Curtin parece un chico de lo más excepcional… -comentó, mientras la impresora comenzaba a zumbar.
Jeffrey seguía escrutando el listado de nombres.
– ¿Por qué? -preguntó distraídamente.
– Pues parece haber sido un muchacho difícil. El número de sobresalientes sólo es equiparable a los problemas de disciplina: interrumpía en clase, gastaba bromas pesadas, estuvo acusado de hacer pintadas racistas, aunque no se demostró. Es el principal sospechoso de provocar un incendio en el laboratorio. No se presentaron cargos. Lo expulsaron unos días por llevar una navaja al instituto… Yo creía que en teoría esas cosas no pasaban en este estado. Le dijo a un compañero de clase que tenía una pistola en su taquilla, pero el registro consiguiente dio un resultado negativo. La lista sigue y sigue…
– ¿Cuál dices que es su apellido?
– Curtin.
– ¿Y su nombre de pila?
– Qué curioso -dijo Diana-. Es igual que el tuyo, sólo que escrito de otra manera. G-E-O…
– Geoffrey Curtin -dijo Jeffrey despacio-. Me pregunto…
– Aquí hay un informe del psicólogo escolar que recomienda que reciba tratamiento y que se le someta a una serie de tests psicológicos. También hay una nota que dice que los padres se negaron a autorizar ningún tipo de test…
Jeffrey giró en su silla y se inclinó hacia su madre.
– ¿Puedes deletrear el apellido?
– C-U-R-T-I-N.
– ¿Constan los nombres de los padres? Diana asintió.
– Sí. El padre se llama… vamos a ver, aquí está. Sí: Peter. La madre se llama Caril Ann. Pero lo escribe con I-L al final. Es una ortografía poco común para ese nombre.
Jeffrey se puso de pie y caminó hasta situarse junto a su madre. Se quedó mirando el archivo que parpadeaba en pantalla mientras se imprimía al lado. Hizo un gesto lento de afirmación.
– Tienes razón -dijo con cautela-. Que yo recuerde, sólo lo había visto escrito así una vez.
– ¿Dónde?
– En el caso de Caril Ann Fúgate, la joven que acompañó a Charles Starkweather en las matanzas que perpetró por toda Nebraska en 1958. Once víctimas.
Diana se volvió hacia su hijo con los ojos muy abiertos.
– Y Curtin -prosiguió él prudentemente, como un animal que acabara de percibir un olor amenazador traído por una racha de viento caprichosa-, bueno, es la versión adaptada al inglés del alemán Kürten.
– ¿Y eso significa algo?
Jeffrey asintió de nuevo.
– En Dúseldorf, Alemania, a finales del siglo XIX, Peter Kürten, el Vampiro de Dúseldorf, infanticida. Pervertido. Violador. Despiadado. M, aquella película tan famosa, estaba basada en él. -Jeffrey exhaló despacio-. Hola, papá -dijo-. Hola, madrastra y hermanastro.