Se hizo un largo silencio. Hal extendió las manos sobre la mesa y se levantó.
– ¿Y si tomáramos un poco más de café? -Observó a Roz mientras ésta escribía a toda prisa unas notas en su bloc-. ¿Más café? -repitió.
– Hum… solo, sin azúcar -dijo ella sin levantar la vista ni parar de escribir.
– Sí, bwana. No quería molestar, bwana, yo no ser más que sirviente…
Roz soltó una carcajada.
– Perdón. Muchas gracias, un poco de café me sentará estupendamente. Oiga, si no le importa, quisiera hacerle unas pocas preguntas más, pues me gustaría anotarlo todo ahora que lo tengo fresco.
Hal la contempló mientras escribía. La Venus de Botticelli, había pensado la primera vez que la vio, pero era demasiado delgada para su gusto, apenas cincuenta kilos y metro sesenta y dos. Claro que se ajustaba totalmente a la moda, pero le faltaba algo de chicha que abrazar, un poco de muelle en aquel cuerpo tan tenso como un alambre. Se preguntaba si era tan delgada porque se lo había propuesto o porque los nervios no le dejaban engordar. Se decidió por lo último. Evidentemente era una mujer con ideas fijas y su cruzada a favor de Olive lo demostraba. Colocó una taza de café recién hecho ante ella y se quedó de pie acariciando la taza que había preparado para él.
– Listos -dijo ella ordenando las hojas-. Empecemos por la cocina. Ha dicho que las pruebas del forense apoyaban la declaración de Olive de que actuó por su cuenta. ¿Cómo?
Él reflexionó.
– Tiene que imaginarse el lugar. Era un matadero, y cada vez que se movió dejó huellas sobre la sangre coagulada. Las fotografiamos una por una y todas eran de ella, incluyendo las que dejó sobre la moqueta del vestíbulo. -Encogió los hombros-. También había huellas de las palmas de las manos y dedos en la mayor parte de superficies en las que había apoyado las manos. También todas de ella. El caso es que aparecieron otras huellas, unas tres, me parece, que no pudimos adjudicar a nadie de la familia Martin ni a sus vecinos, aunque son cosas normales en una cocina. Podían ser del electricista o del fontanero. En éstas no había sangre, por lo que pensamos que eran de días anteriores al asesinato.
Roz movió el lápiz.
– ¿Y el hacha y el cuchillo? Supongo que en ellos tan sólo se encontraron sus huellas.
– Pues no. Los dos instrumentos cortantes estaban tan empapados que no pudo sacarse ninguna huella. -Sonrió irónicamente al comprobar el interés de Roz-. Está siguiendo pistas falsas. La sangre húmeda es muy resbaladiza. ¡Sería una sorpresa haber encontrado allí unas huellas perfectas! En el rodillo había tres extraordinariamente perfiladas, todas de ella.
Roz tomó nota.
– No sabía que pudieran sacarse de la madera sin barnizar.
– Era de cristal macizo, unos setenta centímetros. Creo que lo que más nos sorprendió fue que los golpes dados con esta herramienta no mataran a Gwen y a Amber. Las dos eran muy delgaditas. Realmente podía haberles aplastado el cráneo con eso. -Tomó un poco de café-. Otorgó cierta credibilidad a su historia el hecho de que en un primer momento las golpeó ligeramente con el rodillo para hacerlas callar. Nos temíamos que pudiera haberlo utilizado en defensa propia para que le redujeran la acusación a homicidio involuntario, al defender ella que les cortó el cuello porque estaba convencida de que ya estaban muertas y, presa de pánico, pretendía descuartizarlas. Si hubiera podido seguir con ello y demostrar que los primeros golpes con el rodillo los atizó con muy poca fuerza… evidentemente podía haber convencido al jurado de que aquello era el resultado de un macabro accidente. Una buena razón, por cierto, por la que nunca mencionó la pelea con su madre. Nosotros insistimos en ello, pero ella mantuvo que al ver que no se empañaba el cristal decidió que estaban muertas. -Hal hizo una mueca-. De forma que pasé dos días de lo más desagradables trabajando con el forense y los cadáveres, revisando paso a paso lo que había sucedido en realidad. Terminamos con pruebas suficientes sobre la lucha que mantuvo Gwen para salvar su vida y determinar la acusación de asesinato. ¡Pobre mujer! Tenía las manos y los brazos prácticamente hechos trizas en los puntos en que intentó desviar los golpes.
Roz permaneció unos minutos con la mirada fija en la taza.
– Olive fue muy amable conmigo el otro día. No me la puedo imaginar haciendo algo así.
– Nunca la ha visto en un arranque de ira. Si la hubiera visto, quizás opinaría de otra forma.
– ¿La vio usted?
– No -admitió Hal.
– Pues a mí incluso me parece difícil imaginarlo. Es cierto que durante los seis últimos años ha engordado mucho, pero tiene una complexión fuerte, un aire impasible. Los que suelen perder el control son las personas impacientes, como un muelle. -Notó el escepticismo de él y rió-. Lo sé, lo sé, psicología barata de la peor calaña. Un par de preguntas más y voy a dejarle tranquilo. ¿Qué se hizo con la ropa de Gwen y de Amber?
– Ella la quemó en uno de estos incineradores que tenían en el jardín. Recuperamos algunos jirones entre las cenizas, que se ajustaban a la descripción que había dado Martin sobre los vestidos que llevaban ambas aquella mañana.
– ¿Y por qué lo hizo?
– Supongo que para deshacerse de ellos.
– ¿No se lo preguntó?
Hal frunció el ceño.
– Me imagino que lo hicimos. Ahora no lo recuerdo.
– En su declaración no consta que quemara la ropa.
Hawksley bajó la cabeza reflexionando y apretó sus párpados con los dedos índice y pulgar.
– Le preguntamos por qué las desnudó -murmuró-, y respondió que tenía que desnudarlas para cortar por las articulaciones. Creo que luego Geoff le preguntó qué había hecho con la ropa. -Hizo una pausa.
– ¿Y?
Hal levantó la mirada y se frotó la mandíbula con aire pensativo.
– No creo que respondiera. Y si lo hizo, no lo recuerdo. Tengo la impresión de que la información sobre los restos del incinerador nos llegó a la mañana siguiente, cuando se hizo una investigación a fondo del jardín.
– ¿Así que se lo preguntó entonces?
Negó con la cabeza.
– No, pero supongo que lo hizo Geoff. Gwen llevaba una bata floreada de nailon que se mezcló con una masa de lana y algodón. Tuvimos que aislar los elementos, pero había suficientes como para reconocerlo. Martin identificó los jirones y también lo hizo la vecina. -Alzó un dedo-. También había unos botones. Martin los identificó enseguida como los de la bata que llevaba su esposa aquella mañana.
– ¿Y no le extrañó que Olive tuviera tiempo para quemar la ropa? Podía haberla metido en las maletas con los cadáveres y tirarlo todo al mar.
– Evidentemente, el incinerador no estaba ardiendo aquella tarde a las cinco, pues nos habríamos dado cuenta; es decir, para ella, esto de decidir qué hacía con la ropa fue una de las primeras cuestiones que resolver. No tenía que considerarlo como una pérdida de tiempo porque en aquel momento pudo tener la impresión de que sería relativamente fácil descuartizar los cadáveres. Lo que ella quería era deshacerse de las pruebas. Lo único que la llenó de pánico y la movió a llamarnos fue pensar que su padre volvía a casa. Si en aquella casa hubieran vivido únicamente las tres mujeres, probablemente habría seguido con el plan y a nosotros nos habría tocado identificar algún trozo de carne mutilada que habría flotado en el mar cerca de Southampton. Hasta se podía haber salido con la suya.
– Lo dudo. Los vecinos no eran estúpidos. Se habrían preguntado dónde estaban Gwen y Amber.
– Es cierto -admitió él-. ¿Cuál era la otra pregunta?
– ¿Tenía Olive marcas en las manos y en los brazos de la lucha que mantuvo con Gwen?
Él movió la cabeza.
– Ninguna. Algún moratón, sí, pero ningún arañazo.
Roz le miró fijamente.
– ¿No le pareció raro? Ha dicho que Gwen luchaba por salvar su vida.
– No tenía nada con qué defenderse -respondió Hal casi disculpándose-. Se comía las uñas. Era algo deplorable en una mujer de su edad. No pudo hacer más que agarrar las muñecas de Olive e intentar apartar el cuchillo. Era donde tenía los moratones. Unas señales profundas marcadas con los dedos. Se fotografiaron.
Con un movimiento brusco, Roz puso bien los papeles y los colocó en el portafolios.
– No queda espacio para la más mínima duda, ¿verdad? -dijo, levantando la taza de café.
– Por supuesto. No habría cambiado nada, por otra parte, si no hubiera abierto la boca o se hubiera declarado inocente. La habrían condenado igual. Las pruebas contra ella eran abrumadoras. Al final, incluso su padre tuvo que aceptarlo. Me supo mal por él entonces. De la noche a la mañana, se convirtió en un viejo.
Roz miró la grabadora, que seguía en funcionamiento.
– ¿La apreciaba él?
– No lo sé. Era la persona más reservada que he conocido. Tuve la sensación de que no apreciaba a ninguna de ellas, pero -hizo un gesto de indiferencia- lo cierto es que le sentó muy mal la culpabilidad de Olive.
Roz tomó el café.
– Supongo que el post mortem reveló que Amber había tenido un hijo a los trece años.
Él asintió.
– ¿No siguieron esta pista? ¿Intentar localizar al niño?
– No vimos la necesidad. Había sucedido ocho años antes. Difícilmente podía haber tenido algo que ver con el caso. -Hal esperó pero ella no dijo nada-. ¿Y ahora qué? ¿Va a seguir con el libro?
– Claro que sí -respondió Roz.
Él pareció sorprendido.
– ¿Por qué?
– Porque ahora veo más contradicciones que antes. -Levantó la mano y fue tocándose cada uno de los dedos-. ¿Por qué llamó a la policía tan deshecha en lágrimas que ni el sargento de turno pudo entender lo que decía? ¿Por qué no llevaba su vestido preferido para ir a Londres? ¿Por qué quemó la ropa? ¿Por qué creía su padre que Olive era inocente? ¿Por qué no estaba perturbado él por las muertes de Gwen y Amber? ¿Por qué dijo Olive que no apreciaba a Amber? ¿Por qué no habló de la lucha con su madre si pretendía confesarse culpable? ¿Por qué asestó unos golpes relativamente flojos con el rodillo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? -Puso las manos sobre la mesa y esbozó una irónica sonrisa-. Es posible que esté siguiendo pistas falsas, pero en el fondo algo me dice que hay alguna cosa que no se aguanta. En definitiva, tal vez no me cuadra su afirmación y la del abogado de ella de que Olive está loca, con las afirmaciones de cinco psiquiatras que han dicho que es normal.
Él la observó unos minutos en los que permaneció en silencio.
– Usted me ha acusado de considerarla culpable antes de tener confirmación de ello, pero usted está haciendo algo peor. La considera inocente a pesar de las pruebas de lo contrario. Suponiendo que con su libro consiguiera apoyo suficiente para ella, y teniendo en cuenta las vacilaciones del sistema judicial en la actualidad, tampoco sería tan improbable, ¿no tendría remordimientos a la hora de devolver una persona como ésta a la sociedad?
– Si es inocente, ninguno.
– ¿Y si no lo es pero a pesar de todo la libera?
– Será que la ley es inútil.
– De acuerdo, si no lo hizo ella, ¿quién lo hizo?
– Alguien a quien quiere proteger. -Terminó la taza de café y desconectó la grabadora-. Todo lo demás me parece ilógico. -Puso la grabadora en la cartera y se levantó-. Ha sido muy amable al dedicarme tanto tiempo. Muchas gracias por esto y también por la comida. -Le tendió la mano.
Él respondió con aire serio.
– Ha sido un placer, señorita Leigh.
Los dedos de Roz, suaves y cálidos en los de él, se movieron inquietos cuando Hal los sujetó demasiado tiempo; a él le dio la sensación de que de pronto la había asustado. Quizás era lo mejor. De una forma u otra, con la chica aparecían los problemas.
Roz se fue hacia la puerta.
– Adiós, sargento Hawksley. Espero que el negocio se anime.
Él le dedicó una sonrisa algo cruel.
– Eso está hecho. Se trata de un problema temporal, no se preocupe.
– Menos mal. -Se detuvo un momento-. Una última cuestión: ha dicho que Robert Martin le dijo que según él Gwen pegó a Amber y Olive mató a Gwen intentando defender a su hermana. ¿Por qué rechazó esta posibilidad?
– Porque no tenía lógica. El forense estableció que los dos cuellos fueron cortados por la misma mano. El tamaño, la profundidad y el ángulo de las heridas correspondían al mismo atacante. Recuerde que Gwen no sólo luchó para defenderse a sí misma sino también a Amber. Olive es de lo más cruel. Cometería un grave error si lo olvidara. -Sonrió de nuevo pero esta vez el gesto no llegó a los ojos-. Si quiere un consejo, olvídese de esta historia.
Roz encogió los hombros.
– ¿Sabe qué le digo, sargento? -dijo señalando con la cabeza el local-. Usted ocúpese de sus negocios que yo me ocuparé de los míos.
Hal escuchó el taconeo de Roz por el callejón, se fue hacia el teléfono y marcó un número.
– Geoff -dijo-, ¿puedes pasar por aquí? Tenemos que hablar. -La mirada se le endureció al oír la respuesta-. ¿Que no es problema tuyo? ¡Y un cuerno! Esta vez no te creas que voy a hacer de cabeza de turco.
Roz miró el reloj al arrancar. Eran las cuatro y media. Si se daba prisa, podía pescar a Peter Crew antes de que cerrara el despacho. Encontró aparcamiento en el centro de Southampton y llegó justo en el momento en que el abogado se disponía a salir.
– ¡Señor Crew! -exclamó corriendo detrás de él.
El hombre se volvió con una sonrisa poco convincente, que se convirtió en un fruncimiento de ceño cuando vio quién era ella.
– Ahora mismo no tengo tiempo para hablar con usted. Tengo un compromiso.
– Le acompañaré un momento -insistió-. No va a retrasarse por mi culpa. Se lo prometo.
Él asintió y siguió andando; el tupé se agitaba al ritmo de sus pasos.
– Tengo el coche cerca de aquí.
Roz no perdió el tiempo con palabras inútiles.
– Tengo entendido que el señor Martin dejó su dinero al hijo ilegítimo de Amber. Por la información que tengo -estiró la verdad como si fuera una goma-, fue adoptado por una familia apellidada Brown, que al poco emigró a Australia. ¿Ha avanzado en la localización del niño?
El señor Crew la miró con aire de pocos amigos.
– ¿De donde ha sacado esto? -Al decirlo, se comía las palabras airadamente-. ¿Se lo ha comentado alguien de la profesión?
– No -le aseguró ella-. Me he enterado por otras fuentes.
Crew empequeñeció los ojos.
– Me cuesta creerlo. ¿Puedo preguntarle quién fue?
Roz sonrió tranquila.
– Alguien que conocía a Amber cuando nació el niño.
– ¿Cómo supieron el nombre?
– No tengo ni idea.
– Evidentemente Robert no habría hablado -murmuró Crew-. Existen normas sobre la localización de niños adoptados, y él estaba al corriente, pero además de esto tenía una gran pasión por el tema de la discreción. Si había que encontrar al niño, no quería publicidad sobre la herencia. El estigma de los asesinatos podía perseguir al pequeño toda su vida. -Movió la cabeza con enfado-. He de insistir, señorita Leigh, en que no difunda esta información. Sería de una gran irresponsabilidad publicarla. Podría comprometer el futuro del muchacho.
– Realmente se ha hecho una idea bastante equivocada sobre mí -dijo Roz en tono simpático-. Me planteo el trabajo con la máxima escrupulosidad y nunca se me ocurriría hablar de las personas sin ton ni son.
Crew dobló la esquina.
– Bien, yo ya la he avisado, señorita. No voy a dudar exponer una querella contra su libro si lo creo justificado.
Una ráfaga de viento levantó el tupé del abogado, quien lo sujetó con firmeza como si se tratara de un sombrero. Roz, un par de pasos por detrás de él, apretó la marcha.
– Me parece muy bien -dijo, conteniéndose la risa-. Y una vez aclarado esto, ¿podría responder a mi pregunta? ¿Le ha encontrado ya? ¿Dispone en la actualidad de alguna pista?
Crew siguió andando con aire obstinado.
– Sin intención de ofenderla, señorita Leigh, no veo en qué puede ayudarla esta información. Acabamos de acordar que no la publicará.
Roz decidió ir al grano:
– Olive está al corriente del tema, sabe que su padre le dejó el dinero y que usted está intentando localizar al chico. -Levantó las manos al ver la expresión irritada del abogado-. Y no se ha enterado por mí, señor Crew. Es lo suficientemente astuta y lo que no acierta por sí misma lo capta a partir de los rumores que circulan en la cárcel. Dijo que era normal que su padre dejara dinero a la familia si tenía oportunidad de hacerlo, o sea que con poca imaginación uno puede deducir que su intención era la de encontrar la pista del hijo de Amber. En realidad parece que está interesada en saber si ha habido suerte en la gestión. Me gustaría que me facilitara una información que pudiera tranquilizarla un poco.
El hombre se detuvo en seco.
– ¿A Olive le interesa que se localice al chico?
– No lo sé.
– Hum… ¿Quizá piensa que el dinero pasará a ella en ausencia del beneficiario?
Roz demostró su sorpresa.
– No creo que se le haya ocurrido tal cosa. Además, no sería posible, ¿verdad? Usted lo ha puntualizado antes.
El señor Crew siguió adelante.
– Robert no insistió en que se ocultara esta información a Olive. Sus instrucciones se referían a no angustiarla innecesariamente. Tal vez me equivoqué pensando que los términos del testamento podían angustiarla. Ahora bien, si ya está al corriente… Pues déjelo en mi mano, señorita Leigh. ¿Algo más?
– Sí. ¿Robert Martin visitó alguna vez a Olive en la cárcel?
– No. Siento decirle, que tras la acusación de asesinato, no volvió a hablar con su hija.
Roz le cogió el brazo:
– Pero él creía que era inocente -protestó con cierta indignación-. Y pagó las minutas correspondientes. ¿Por qué no quiso verla? ¿No lo considera muy cruel?
Un destello iluminó los ojos de Crew.
– Muy cruel -admitió-, pero no por parte de Robert. Fue Olive quien se negó a verle. Aquello le llevó a la tumba, y, en definitiva, creo que eso es lo que ella buscaba.
Roz frunció el ceño, hastiada.
– Usted y yo tenemos opiniones distintas respecto a Olive, señor Crew. Conmigo ha sido la mar de amable. -La expresión de disgusto se intensificó-. Me imagino que ella sabía que el padre quería verla…
– Por supuesto. Como testigo de cargo, tuvo que solicitar un permiso especial para ir a visitarla, aunque fuera su hija. Puede consultarlo, ellos se lo confirmarán.
Apretó de nuevo el paso y Roz tuvo que correr para seguir su ritmo.
– ¿Y qué me dice de las contradicciones en su declaración, señor Crew? ¿Ha hablado con ella de esto?
– ¿Qué contradicciones?
– Pues, por ejemplo, que no mencionara la pelea con su madre y en cambio afirmara que Gwen y Amber ya estaban muertas cuando empezó a descuartizarlas.
El abogado miró el reloj, impaciente.
– Mintió.
Roz le sujetó otra vez del brazo, obligándole a detenerse.
– Usted era su abogado -dijo enojada-, tenía el deber de creer lo que decía.
– No sea ingenua, señorita Leigh. Mi deber era representarla. -Con un gesto, se deshizo de la mano de Roz-. Si se exigiera a los abogados que creyeran todo lo que les dicen sus clientes, poca representación quedaría. -Movió los labios en señal de fastidio-. De todas formas, creí lo que dijo. Afirmó que las había matado y yo lo acepté. Tenía que hacerlo. A pesar de mis esfuerzos por conseguir que no hablara, insistió en hacer la declaración. -Su mirada se clavó en los ojos de Roz-. ¿Pretende decirme que ahora niega los asesinatos?
– No -admitió Roz-, pero no creo que la versión que dio a la policía sea la correcta.
Él la observó un momento.
– ¿Ha hablado ya con Graham Deedes? -Roz asintió-. ¿Y qué?
– Está de acuerdo con usted.
– ¿Con la policía?
Volvió a asentir.
– Con un policía. También está de acuerdo con usted.
– ¿Y esto no le dice nada?
– No mucho. Usted informó a Deedes y éste ni tan sólo se ha dignado hablar con ella, y la policía se equivocó de entrada. -Apartó un mechón pelirrojo de su cara-. Por desgracia, no tengo la misma fe que usted en la justicia británica.
– Evidentemente -dijo Crew, sonriendo con frialdad-. Pero en este caso su escepticismo está fuera de lugar. Que usted lo pase bien, señorita Leigh.
Enfiló a toda prisa la cuesta de la calle azotada por el viento, sujetando como antes el tupé con la mano, los faldones del abrigo golpeteando contra aquellas largas piernas. Era un personaje cómico, pero a Roz no le hacía ninguna gracia, pues a pesar de su absurdo amaneramiento, tenía una cierta dignidad.
Llamó al colegio St. Angela desde una cabina, pero ya eran más de las cinco y la persona que contestó le dijo que la hermana Bridget ya se había ido para casa. Llamó a información para preguntar el número de las oficinas de la Seguridad Social de Dawlington, si bien cuando lo marcó no tuvo respuesta porque ya había cerrado. De nuevo en el coche, esbozó un plan de acción en el bloc para la mañana siguiente y se quedó un buen rato con el papel contra el volante pensando en lo que le había dicho Crew. Sin embargo, era incapaz de concentrarse. Su atención se desviaba constantemente hacia el objetivo más atractivo de Hal Hawksley, en la cocina del Poacher.
Tenía la virtud de clavarle la mirada mientras ella le observaba, y el shock que aquello producía en su sistema nervioso constituía cada vez un cataclismo. Pensaba que aquello de que «te tiemblan las rodillas» era algo que habían inventado las escritoras románticas. Pero tal y como estaban las cosas, le daba la impresión de que si volvía al Poacher necesitaría algo parecido a unas muletas tan sólo para cruzarla puerta. ¿Estaba loca? Aquel hombre era una especie de gánster. ¿Dónde se había visto un restaurante sin clientes? La gente tenía que comer, incluso en época de crisis. Agitó tristemente la cabeza, puso el motor en marcha y emprendió el camino de vuelta a Londres. ¡Y en definitiva, qué más da! La ley de los tontos predicaba que por el hecho de que ella tuviera en su mente fantasías eróticas sobre él, los pensamientos de éste (si es que pensaba algo sobre ella) serían de cualquier tipo, menos sensuales.
Cuando llegó a Londres se encontró con el atasco y la opresión de la hora punta del jueves por la noche.
Una presa vieja, del estilo maternal, elegida por las demás, se detuvo nerviosa frente a la puerta abierta. La escultora la aterrorizaba pero, tal como decían las chicas, era la única con quien Olive hablaba. «Le recuerdas a su madre», le decían las demás. Aquella idea la asustaba, pero sentía curiosidad. Observó un momento aquella silueta inmensa, ensimismada, liando torpemente un cigarrillo con tan sólo unas hebras de tabaco y luego le dirigió la palabra:
– ¡Eh, Escultora! ¿Quién es esta pelirroja que viene a verte?
Olive la ignoró, tan sólo hubo un ligero parpadeo en sus ojos.
– Toma, ¿quieres uno de los míos? -sacó un paquete de Silk Cut del bolsillo y le ofreció un cigarrillo. Igual que un perro responde al sonido del plato de la comida, Olive se acercó a ella, tomó un cigarrillo y lo escondió entre alguno de los pliegues del vestido-. Venga, ¿quién es la pelirroja? -insistió la otra.
– Una escritora. Está escribiendo un libro sobre mí.
– ¡Vaya! -exclamó la vieja, fastidiada-. ¿Y qué quiere escribir sobre ti? ¡A mí sí que me la han montado!
– Quizás a mí también.
– ¡Ah, claro! -La vieja soltó una risita mientras se golpeaba el muslo-. ¡Y un cuerno! ¡A mí me la darás con queso!
Un resuello de complacencia surgió de los labios de Olive.
– Ya sabes lo que dicen: «Puedes embaucar a algunos siempre y a todo el mundo alguna vez…» -Hizo una pausa esperando su contestación.
– Pero no a todo el mundo y siempre -acabó de buena gana la mujer. Agitó un dedo-. No creo que triunfes.
Los ojos imperturbables de Olive aguantaron la mirada de la otra.
– No tengo necesidad de ello. -Se golpeó un extremo de la cabeza-. Tan sólo hay que buscar un periodista incauto y utilizar un poco más esto. Incluso tú podrías llegar lejos. Esta influye en la opinión pública. La embaucas y ella se ocupa de embaucar a los demás.
– ¡Qué horror! -exclamó la mujer mecánicamente-. Tan sólo se interesan por las putas psicópatas. A las demás, que nos parta un rayo.
Una sensación bastante desagradable se reflejó tras los minúsculos ojos de Olive.
– ¿Me estás llamando psicópata?
La mujer sonrió con cierta violencia y retrocedió un poco.
– Oye, Escultura, ha sido un desliz. -Extendió los brazos-. ¿De acuerdo? No pasa nada.
Cuando se alejó, el sudor cubría su frente.
Detrás de ella, utilizando todo su volumen para disimular lo que estaba haciendo, Olive cogió del cajón inferior la figura de arcilla con la que estaba trabajando y aplicó sus inmensos dedos en moldear el niño en el regazo de la madre. Ya fuera intencionadamente o por no tener la suficiente habilidad para hacerlo de otra forma, las crudas manos de la madre se desprendieron del conjunto y pareció que pretendía asfixiar aquel cuerpecito redondeado y rechoncho.
Olive tarareaba para sí mientras trabajaba. Detrás de la madre y el niño, una serie de figuras, como de mazapán, se alineaban en la parte contraria de la mesa. Dos o tres de ellas habían perdido la cabeza.
Se había desplomado en los escalones que había frente a la puerta del bloque donde vivía Roz, apestaba a cerveza y con las manos se tapaba la cara. Roz le observó durante unos segundos sin expresión alguna en el rostro.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Se dio cuenta de que había estado llorando.
– Tenemos que hablar -dijo él-. Nunca quieres hablar conmigo.
Ella no se molestó en contestarle. Su ex marido estaba completamente borracho. No había nada que decir que no se hubiera dicho cientos de veces. Estaba harta de los recados que él le dejaba en el contestador, de sus cartas, del odio que le oprimía el pecho cada vez que oía su voz o veía algo escrito de su puño y letra.
El hombre tiró de su falda cuando ella intentó pasar, agarrándose a ésta como un niño.
– Por favor, Roz. Estoy demasiado trompa para ir a casa.
Roz lo llevó arriba por mor de un absurdo sentido de la responsabilidad.
– Pero no puedes quedarte aquí -le dijo, empujándole hacia el sofá-. Llamaré a Jessica para que venga a recogerte.
– Sam está enfermo -murmuró él-. No podrá dejarlo.
Roz hizo un gesto de indiferencia e incomprensión.
– Pues llamaré a un taxi.
– No. -Estiró el brazo y desconectó el cable-. Me quedo aquí.
En su voz había un tono de aviso, si ella hubiera decidido tenerlo en cuenta, de que no estaba dispuesto a que se la jugaran. Pero habían estado casados demasiado tiempo y habían soportado tantas peleas que ella ya no permitía sus dictados. En aquel momento lo único que sentía por él era desprecio.
– ¡Como quieras! -dijo ella-. Me voy a un hotel.
Él alcanzó a trancas y barrancas la puerta y se apoyó contra ella.
– No fue culpa mía, Roz. Fue un accidente. Por el amor de Dios, ¿cuándo dejarás de castigarme?