Roz cerró los ojos y vio de nuevo el pálido y destrozado rostro de su hija de cinco años, tan fea en el momento de la muerte como bella había sido en vida, con la piel hecha trizas y desgarrada por los cristales desmenuzados del parabrisas. ¿Lo habría aceptado mejor, se preguntaba, como se había preguntado tantas veces, si también hubiera muerto Rupert? ¿Le perdonaría, muerto, como no era capaz de hacerlo en vida?
– No te veo nunca -dijo Roz con una sonrisa forzada-, ¿cómo quieres que te castigue? Estás borracho y haces el ridículo. Y tanto lo uno como lo otro son circunstancias que se van repitiendo. -Él le lanzó una mirada enfermiza y hostil que alentó su desprecio y la impacientó-. ¡Por el amor de Dios! -gritó-. Haz el favor de salir. Ya no siento nada por ti y, francamente, creo que jamás he sentido nada. -Pero aquello no era cierto, por lo menos no del todo. «No puede odiarse lo que nunca se ha amado», había dicho Olive.
Las lágrimas discurrían por aquel rostro empapado de bebida.
– No sé si sabes que cada día lloro por ella.
– ¿Eso haces, Rupert? Pues yo no. No tengo fuerzas para ello.
– Pues no la querías tanto como yo -dijo él entre sollozos, moviendo el cuerpo en un intento de no perder el control.
Los labios de Roz se fruncieron en un gesto despectivo.
– ¿De verdad? Entonces, ¿a qué vino la repugnante prisa de buscarle un sustituto? Lo tengo muy calculado. Seguro que embarazaste a tu preciosa Jessica cuando no hacía ni una semana que habías salido ileso del… accidente. -Alargó la palabra con sarcasmo-. ¿Es el sustituto ideal Sam, Rupert? ¿También te hace tirabuzones con el dedo como hacía Alice? ¿Ríe como ella? ¿Te espera en la puerta, se agarra a tus rodillas y dice: «Mamá, mamá, papá está en casa»? -El odio le quebraba la voz-. ¿Hace eso, Rupert? ¿Te da lo que te proporcionaba Alice y más? ¿O es que no tiene nada que ver con ella y por eso tienes que llorarla día tras día?
– Es un crío, por el amor de Dios. -Apretó los puños; el odio de ella se reflejó en sus ojos-. Eres una zorra, Roz. Jamás se me ocurrió sustituirla. ¿Cómo podía hacerlo? Alice era Alice. No podía hacerla volver.
Ella se volvió para mirar por la ventana.
– No.
– Entonces, ¿por qué echas la culpa a Sam? Él tampoco tuvo la culpa. Ni siquiera sabe que tuvo una hermanastra.
– No le echo la culpa. -Observó a una pareja, iluminados por una luz anaranjada, que paseaba por el otro lado de la calle. Se abrazaban tiernamente, se acariciaban el pelo, los brazos, se besaban. ¡Qué ingenuos eran! Creían que el amor era algo magnífico-. Le guardo rencor.
Oyó que Rupert tropezaba con la mesa del salón.
– Esto no es más que ojeriza -acertó a decir Rupert.
– Sí -respondió ella tranquilamente, más para sí misma que dirigiéndose a él, empañando el cristal con el aliento-. Pero no veo por qué tú tienes que ser feliz cuando yo no lo soy. Mataste a mi hija pero te libraste de todo porque la justicia consideró que habías sufrido lo suficiente. Yo he sufrido mucho más que tú y mi único crimen fue permitir que mi adúltero marido pudiera ver a su hija porque sabía que ella le quería y por nada del mundo la hubiera hecho desgraciada.
– Si hubieras sido más comprensiva -dijo él entre sollozos-, esto no habría sucedido. Fue culpa tuya, Roz. En realidad la mataste tú.
Roz no oyó cómo él se le acercaba. Iba a darse la vuelta cuando el puño de él dio de lleno en su cara. Fue una lucha mezquina y sórdida. Cuando les faltaron las palabras -la propia previsibilidad de sus palabras comportaba que estuvieran siempre prevenidos-, utilizaron los golpes y los arañazos en un brutal deseo de hacer daño. Fue un ejercicio curiosamente falto de pasión, motivado más por unos sentimientos de culpabilidad que por el odio o la venganza, pues en el fondo de la mente de uno y otro había el convencimiento de que había sido el fracaso de su matrimonio, la guerra que había estallado entre ellos, lo que llevó a Rupert a pisar fuerte el acelerador, presa de la frustración y la rabia, llevando a su hija, sin ningún tipo de protección, en el asiento de atrás. ¿Y quién podía prever que el coche se precipitaría sin control a través de la protección central de la autovía y que la fuerza del impacto lanzaría a una indefensa niña de cinco años contra el cristal que aplastaría su frágil cráneo? Un accidente fortuito, según la compañía de seguros. Pero para Roz como mínimo había sido un accidente provocado. Él y Alice habían muerto juntos.
Rupert fue el primero en detener la mano, consciente, tal vez, de que la lucha era desigual o porque, simplemente, se le había pasado la borrachera. Se alejó a gatas y se quedó acurrucado en un rincón. Roz se rozó con el dedo la carne viva de alrededor de los labios, pasó la lengua por encima de estos para cortar la sangre que fluía, cerró los ojos y permaneció unos minutos sentada tranquila y en silencio; había aplacado su odio mortífero. Tenían que haber hecho aquello mucho antes. Por primera vez en muchos meses, se sintió en paz, como si de alguna forma hubiera conjurado su propio sentimiento de culpabilidad. Era consciente de que aquel día tenía que haber ido hasta el coche a sujetar a Alice en el asiento, pero en lugar de ello les había dado con la puerta en las narices y se había retirado a la cocina a calmar su orgullo herido con una botella de ginebra y una orgía de hacer pedazos las fotografías. Quizás, en definitiva, también necesitaba que la castigaran. Nunca había expiado su culpa. Su propia reparación, una forma particular de rendirse, le había traído más que redención, desintegración.
Ahora veía que cuando basta, basta. «Todos somos dueños de nuestro destino, Roz, incluyéndote a ti.»
Con gran cautela se puso de pie, localizó el enchufe y lo colocó de nuevo. Miró un momento a Rupert y luego marcó el número de Jessica.
– Soy Roz -dijo-. Rupert está aquí y creo que deberías pasar a recogerle. -Oyó un suspiro al otro lado del hilo-. Es la última vez, Jessica, te lo prometo. -Hizo un amago de risita-. Hemos establecido una tregua. Se acabaron las recriminaciones. ¿Media hora? De acuerdo. Te esperará abajo. -Colgó el teléfono-. Hablaba en serio, Rupert. Se acabó. Fue un accidente. Acabemos con lo de echarnos la culpa mutuamente y vamos a intentar encontrar un poco de paz.
La falta de sensibilidad de Iris Fielding era célebre, pero al día siguiente incluso ella quedó asombrada al ver el magullado rostro de Roz.
– ¡Jesús, qué horror! -exclamó sin rodeos, dirigiéndose directamente al mueble bar para servirse un brandy. Mientras lo hacía, se le ocurrió que podía preparar otro para Roz-. ¿Quién ha sido?
Roz cerró la puerta y se acercó a duras penas al sofá. Iris apuró su copa.
– ¿Fue Rupert?
Ofreció una segunda copa a Roz, la cual hizo un gesto de negativa al brandy y a la pregunta.
– Claro que no fue Rupert. -Se acomodó con gran tiento en el sofá, medio tendida medio sentada, mientras La señora Antrobus hurgaba en su mullida bata para situarse junto a la barbilla de Roz-. ¿Me harás el favor de dar la comida a La señora A? Hay una lata abierta en el frigorífico.
Iris lanzó una mirada furiosa a La señora Antrobus.
– Tú, asquerosa bestia cargada de pulgas, ¿dónde estabas cuando tu dueña te necesitaba? -Pero la otra se fue a la cocina y se puso a rascar su plato-. ¿De verdad que no fue Rupert? -preguntó de nuevo cuando volvió a la sala.
– No. Esto no va con él. Las peleas que mantenemos no pasan de lo verbal y hacen muchísimo más daño.
Iris se quedó pensativa.
– Siempre me has dicho que te ha apoyado en todo.
– Mentía.
Iris se quedó más pensativa aún.
– Entonces, ¿quién fue?
– Un desgraciado que me encontré en un bar. Me pareció mucho más atractivo vestido que desnudo, total, que le dije que se fuera a hacer gárgaras y se lo tomó fatal. -Notó un aire interrogativo en la mirada de Iris, y sonrió con aire cínico a través del labio partido-. No, no me violó. Mi virtud sigue intacta. La defendí con la cara.
– Hum… Dios me libre de poner nada en entredicho, chica, pero ¿no te habría salido más a cuenta defender la cara con la virtud? Yo no creo mucho en las causas perdidas. -Se tomó el brandy de Roz-. ¿Llamaste a la policía?
– No.
– ¿A un médico?
– No. -Puso una mano sobre el teléfono-. Y tú tampoco vas a hacerlo.
Iris se encogió de hombros.
– ¿Y qué has hecho durante toda la mañana?
– Intentar decidir qué podía hacer sin llamar a nadie. A media mañana, me he dado cuenta de que era imposible. Se me habían acabado las aspirinas, no tenía comida en casa y no podía salir con esta pinta. -Alzó aquellos ojos amoratados y demasiado brillantes-. De modo que he pensado en quién era la persona menos impresionable y más egocéntrica que conocía y la he llamado. Tendrás que salir a comprarme unas cuantas cosas, Iris. Lo bastante como para pasar una semana.
Iris se divertía.
– No voy a negar que sea egocéntrica, pero ¿por qué tiene importancia esto?
Roz dejó entrever los dientes.
– Porque estás tan metida en tus cosas que en cuanto llegues a casa ya lo habrás olvidado. Además, no vas a darme la lata con lo que tengo que hacer ni ir persiguiendo al cabrón que me ha hecho esto. La empresa quedaría muy mal si transcendiera que una de sus escritoras tiene por costumbre llevarse a casa al último colgado que encuentra en un bar -dijo agarrando con ambas manos el teléfono; Iris observó lo blancos que le quedaban los nudillos con la fuerza de la presión.
– Tienes razón -admitió tranquilamente.
Roz se relajó un poco.
– La verdad es que no soportaría que esto saliera a la luz, que es lo que evidentemente sucedería si llamáramos al médico o a la policía. Conoces tan bien como yo a la maldita prensa. Con la mínima excusa, llenarían de nuevo las portadas con fotos de Alice después del accidente. -Pobre Alice. La maligna Providencia había puesto a un fotógrafo junto a la autovía cuando salió despedida del coche de Rupert como una muñeca de trapo. Aquellas dramáticas fotos, publicadas, según los directores de los periódicos, como un trágico recordatorio hacia las demás familias sobre la importancia de utilizar el cinturón de seguridad, habían sido el monumento conmemorativo más duradero de Alice-. Puedes imaginarte los sórdidos paralelismos que podrían encontrar: la madre desfigurada como la hija. No podría soportarlo por segunda vez. -Buscó en el bolsillo y sacó una lista de la compra-. Te haré un talón cuando vuelvas. Hagas lo que hagas, no olvides las aspirinas. Estoy fatal.
Iris metió la lista en el bolso.
– Las llaves -dijo alargando la mano-. Tú te metes en la cama mientras tanto. Ya abriré yo.
Roz le indicó que las llaves estaban en un estante junto a la puerta.
– Gracias -dijo-, y, Iris… -No acabó la frase.
– ¿Y Iris, qué?
Intentó hacer una mueca pero lo dejó porque le dolía.
– Y Iris, lo siento.
– Y yo, chica. -Con un alegre gesto, se fue del piso.
Por razones que únicamente ella conocía, Iris volvió al cabo de un par de horas con la compra y una maleta.
– No me mires de esta forma -dijo con aire serio, preparándole una aspirina y un vaso de agua-. He decidido no perderte de vista durante un par de días. Por interés puramente material, por supuesto. Prefiero no quitar el ojo de mis inversiones. Además -rascó un poco la barbilla de La señora Antrobus-, alguien tiene que alimentar a esta asquerosa bestia peluda. No veas la que me armarías si la dejara morir de hambre.
Roz, deprimida y más sola que nunca, se emocionó.
El sargento Geoff Wyatt jugaba con aire malhumorado con la copa de vino. Le dolía el estómago, se sentía muy cansado, era sábado, hubiera preferido estar en el estadio de fútbol del Saintt's y el simple hecho de ver a Hal comiéndose un plato lleno de una extraña carne le mareaba.
– Mira -dijo, intentando que por el tono no se notara su irritación-, te he escuchado pero las pruebas son las pruebas. ¿Qué esperas que haga? ¿Amañarlo?
– Vaya pruebas, si esto está amañado ya desde un principio -le interrumpió Hal-. Es una trampa como cualquier otra. -Apartó el plato-. Tenías que haber comido un poco -dijo en tono mordaz-. Te habrías animado.
Wyatt desvió la mirada.
– Estoy todo lo animado que uno puede estar; además, he comido antes de venir. -Encendió un cigarrillo y echó una mirada hacia el restaurante-. Nunca estoy a gusto en las cocinas, sobre todo desde que vi a aquellas mujeres en el suelo de la de Olive. Tantas herramientas mortíferas y toda la maldita carne que había por allí… ¿No podríamos ir aquí al lado?
– No seas ridículo -dijo Hal lacónicamente-. ¡Caray, Geoff, no sé si te acuerdas de que me debes una!
Wyatt suspiró.
– ¿Y crees que te ayudaría en algo que me sancionaran por hacer algún favor bajo mano a un ex poli?
– No te estoy pidiendo favores bajo mano. Lo único que tienes que hacer es reducir un poco la presión. Dejarme respirar algo.
– ¿Cómo?
– Podrías empezar convenciendo al inspector de que abandone.
– ¿Y esto no hay que hacerlo bajo mano? -dejó caer algo el labio inferior-. Al fin y al cabo, lo he intentado. Éste no juega. Es nuevo, honrado y no le gusta que nadie se salte las normas, sobre todo los policías. -Echó la ceniza al suelo-. No tenías que haber abandonado el cuerpo, Hal. Ya te avisé. Uno se siente muy solo fuera.
Hal restregó su barba de un par de días.
– No sería tan terrible si mis antiguos colegas no siguieran tratándome como un criminal.
Wyatt miró los restos de carne que quedaban en el plato de Hal. Sentía náuseas.
– Ahora que lo dices, no tenías que haberte comportado tan imprudentemente, y entonces ellos no se habrían visto obligados.
Hal le miró ceñudo.
– Un día de éstos te arrepentirás de lo que has dicho.
Con un gesto de indiferencia, Wyatt apagó el cigarrillo con la suela del zapato y tiró la colilla en el fregadero.
– No lo entiendo, chico, desde que el inspector te caló, estoy que no cago. Me pone enfermo, te lo juro. -Apartó la silla y se levantó-. ¿Por qué coño tuviste que ir a la tuya en vez de hacerlo como Dios manda, como esperaban que hicieras?
Hal le señaló hacia la puerta.
– Fuera -dijo-, antes de que te parta esta cara de hipócrita.
– ¿Y qué hay de lo que querías que te comprobara?
Hal se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
– Aquí tienes su nombre y dirección. Investiga si hay algo de esta mujer.
– ¿Como qué?
Hal encogió los hombros.
– Cualquier cosa en que pueda apoyarme. Este libro que escribe está demasiado bien programado en el tiempo. -Frunció el ceño-. Y no creo en las coincidencias.
Una de las ventajas de estar gordo es que uno puede esconder con más facilidad las cosas. Un bultito más aquí y allí pasaba desapercibido, y en la blanda cavidad que se formaba entre los senos de Olive encajaba prácticamente cualquier cosa. De hecho, muy pronto se dio cuenta de que las funcionadas preferían no hacerle un cacheo demasiado detenido en las pocas ocasiones en que lo creían necesario. Al principio ella creyó que las atemorizaba, pero pronto se percató de que lo que las reprimía era su gordura. La idea política correcta entre el funcionariado de prisiones se traducía en que si bien se sentían libres de hacer el comentario que fuera sobre ella a sus espaldas, en presencia de Olive tenían que tratarla con un mínimo de respeto. Así pues, las angustiadas lágrimas que derramó al principio en los cacheos, cuando su cuerpo voluminoso y repulsivo temblaba acongojado, habían dado como resultado una especie de desgana por parte de las boqueras, que se limitaban a pasar las manos superficialmente por los flancos de su cuerpo.
No obstante, Olive tenía problemas. Su pequeña familia de figuras de cera, absurdamente alegres, arropadas con unas pelucas de algodón pintadas y tiras de un material oscuro que ceñían sus cuerpos, se ablandaban con el calor de la piel de la muchacha y perdían la forma. Con infinita paciencia, aplicaba sus torpes dedos en modelar de' nuevo las figuras, extrayéndoles en primer lugar los alfileres que sujetaban las pelucas a cada una de éstas. Se preguntaba inútilmente si la del marido de Roz tenía algún parecido con él.
– ¡Qué sitio tan espantoso! -exclamó Iris observando con aire crítico las frías paredes grises del piso de Roz desde el sofá de vinilo-. ¿Nunca has sentido la necesidad de alegrarlo un poco?
– No. Estoy aquí de paso. Esto es una sala de espera.
– Has estado un año aquí. No entiendo por qué no utilizas el dinero que sacaste del divorcio para comprarte una casa.
Roz apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.
– Me gustan las salas de espera. Puedes estar en ellas sin hacer nada y no te sientes culpable por ello. Están hechas para esperar.
Con aire pensativo, Iris puso un cigarrillo entre sus labios.
– ¿Y qué esperas?
– No lo sé.
Apuntó el mechero hacia el extremo del cigarrillo mientras aquellos ojos perfectamente maquillados se fijaban con cierta violencia en Roz.
– Hay una cosa que me tiene desconcertada -dijo-. Si no fue Rupert, ¿por qué dejó otro lamentable mensaje en mi contestador explicándome lo mal que se había comportado?
– ¿Otro? -Roz miró sus manos-. ¿Quiere esto decir que ya lo había hecho antes?
– Con una tediosa regularidad.
– No me lo habías comentado nunca.
– No me lo habías preguntado nunca.
Roz digirió aquello permaneciendo un momento en silencio y luego soltó un gran suspiro.
– Últimamente me he dado cuenta de hasta qué punto me había hecho dependiente de él. -Se tocó el labio dolorido-. Su dependencia no ha cambiado, naturalmente. Es lo mismo de siempre, una constante demanda de tranquilización. No te preocupes, Rupert. No es culpa tuya, Rupert. Todo irá bien, Rupert. -Dijo estas palabras monótonamente-. Por ello prefiere a las mujeres. Las mujeres son más comprensivas.
– ¿Qué te hace dependiente de él?
Roz esbozó una leve sonrisa.
– Nunca me ha dejado el suficiente tiempo sola como para que pueda decidirlo. He estado meses irritada. -Encogió los hombros-. Es algo muy destructivo. Eres incapaz de concentrarte en algo porque la rabia no cesa. Rompo sus cartas sin leerlas porque sé lo que dirán, pero tan sólo su escritura me da grima. Cuando le veo o le oigo no paro de temblar. -Soltó una risa vacía-. Creo que el odio puede llegar a obsesionarte. Podía haberme trasladado hace mucho tiempo, pero en lugar de ello me he quedado aquí esperando que Rupert siga irritándome. De esta forma dependo de él. Es una especie de cárcel.
Iris pasó la punta del cigarrillo por el cenicero. Roz no le estaba contando nada que no hubiera deducido ella hacía mucho tiempo, si bien nunca había sido capaz de traducirlo en palabras por la simple razón de que Roz no se lo habría permitido. Se preguntaba qué podía haber sucedido que había echado abajo la alambrada. Sin duda no tenía nada que ver con Rupert, por más que Roz pensara que sí.
– ¿Y cómo piensas salir de esta cárcel? ¿Lo has decidido ya?
– Todavía no.
– Tal vez deberías hacer lo que hizo Olive -dijo Iris, tajante.
– ¿Y qué es?
– Dejar que entre alguien.
Olive esperó dos horas en la puerta de la celda. Una de las funcionarias, que se preguntaba qué hacía allí, se detuvo a hablar con ella:
– ¿Algún problema, Escultora?
Los ojos de la gorda la miraron de hito en hito.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó.
– Lunes.
– Es lo que creía. -Parecía enojada.
La funcionada frunció el ceño.
– ¿Seguro que no hay ningún problema?
– Ninguno.
– ¿Esperabas visita?
– No. Tengo hambre. ¿Qué hay para comer?
– Pizza. -Le dijo la funcionaria para tranquilizarla, y siguió su camino. Era lógico. Había pocas horas en el día en las que Olive no tenía hambre y el hecho de retenerle la comida a menudo era la única forma de control. Un médico de la cárcel había intentado convencerla en una ocasión de las ventajas de seguir una dieta. Había salido de la entrevista temblando y no lo intentó más. Olive ansiaba la comida de la misma forma que otros ansian la heroína.
Finalmente, Iris se instaló allí una semana y llenó la desolada sala de espera de la vida de Roz con su estridente equipaje. Consiguió que el siguiente recibo telefónico fuera colosal, a base de llamar a sus clientes del país y del extranjero, llenó las mesas con pilas de revistas, esparció ceniza por todas partes, llevó allí montones de ramos de flores, que quedaron abandonados en el fregadero cuando no encontró ya jarrones, dejó los platos sucios amontonados en todas las superficies de la cocina y deleitó a Roz, siempre que no tuvo otra ocupación, con su al parecer inagotable torrente de anécdotas.
Roz se despidió de ella la tarde del martes siguiente con cierto alivio y un poco de pesar. Como mínimo, Iris le había demostrado que la vida solitaria es emocional, mental y espiritualmente aislante. En definitiva, existían tantas cosas que una sola cabeza no las podía abarcar, y cuando nadie discutía las ideas, aumentaban las obsesiones.
La destrucción de la celda de Olive aquella noche cogió por sorpresa a la prisión. Se avisó a la directora diez minutos después y pasaron otros diez antes de que pudiera organizarse una réplica. Hicieron falta ocho funcionarias para controlarla. La obligaron a echarse al suelo y tuvieron que combinar la fuerza de las ocho para poder con ella, pero tal como comentó más tarde una de ellas: «Fue como intentar detener una ballena».
Había hecho estragos con todo. Incluso la taza del water quedó hecha añicos con el solemne golpe que le asestó con la silla metálica, la cual, torcida y combada, tuvo que tirarse junto a la porcelana destrozada. Las pocas pertenencias que habían servido como decoración en su cómoda estaban también descompuestas en el suelo, y todo lo que había podido coger lo había lanzado con una impresionante furia contra las paredes. En el suelo, un poster de Madonna descuartizado en todas sus extremidades.
Su furia, incluso bajo los efectos del sedante, siguió durante gran parte de la noche en los confines de una celda sin muebles, preparada adrede para calmar los ánimos de las presas más rebeldes.
– ¿Qué le ha picado? -preguntó la directora.
– ¡Quién sabe! -respondió la temblorosa funcionarla-. Yo siempre he opinado que debería estar en Broadmoor. Me da igual lo que digan los psiquiatras, está loca de remate. No sé por qué nos la han traído aquí y esperan que la vigilemos.
Estuvieron escuchando los chillidos amortiguados que procedían de la puerta cerrada.
– ¡PU…TA! ¡PU…TA! ¡PU…TA!
La directora frunció el ceño.
– ¿A quién se refiere?
La funcionaria puso cara de fastidio.
– A alguna de nosotras, sin duda. Ojalá la trasladaran. Me pone los pelos de punta.
– Mañana volverá a estar bien.
– Precisamente por esto me pone los pelos de punta. Nunca sabes con lo que saldrá. -Se arregló el pelo-. ¿Se ha dado cuenta de que sus figuras de barro están intactas a excepción de las que ya había mutilado antes? -sonrió con aire cínico-. ¿Y ha visto la madre con el niño que está moldeando? La madre está asfixiando al pequeño, ¡por el amor de Dios! Es realmente horripilante. Yo diría que pretende representar a la Virgen con el Niño. -Exhaló un suspiro-. ¿Qué le digo? ¿Que no hay desayuno si no se calma?
– Antes funcionaba. Esperemos que no haya cambiado nada.