Roz permaneció un momento en silencio. Se había inventado una serie de historias para explicarse lo que estaba sucediendo en el Poacher, pero aquello no lo había ni soñado. Evidentemente explicaba la falta de clientela. ¿Qué persona que estuviera en su sano juicio comería en un restaurante en el que los gusanos se pasean por encima de la carne? Ella lo había hecho. Dos veces. Pero ignorando lo de los gusanos. Se le ocurrió que Hal habría sido más sincero si se lo hubiera contado al principio, mientras su estómago protestaba por lo que le había podido meter. Notó la mirada de él y reprimió con firmeza los traidores retortijones que estaba notando.
– No lo entiendo -dijo Roz cautelosamente-. ¿Es un juicio de verdad? Es que, por lo que parece, ya te han juzgado. ¿Cómo saben tus clientes lo que encontró el inspector si el caso no ha pasado por los tribunales? ¿Y quiénes son los de los pasamontañas? -Frunció el ceño, desconcertada-. No creo que puedas haber actuado tan a la ligera y burlarte de las normas sobre la higiene. Como mínimo hasta el punto de tener el frigorífico atestado de carne podrida y ratas vivas circulando por la cocina. -De pronto soltó una carcajada de alivio y le dio un suave cachete-. ¡Qué desgraciado eres, Hawksley! ¡Vaya bola me estás contando! ¿Crees que me chupo el dedo?
– Ojalá -respondió él moviendo la cabeza.
Roz le observó pensativa un momento, saltó de su regazo y se dirigió hacia la cocina. Él oyó el sonido de descorchar una botella y el tintineo de unas copas. Roz permaneció allí más tiempo de la cuenta, y Hal recordó que su esposa había hecho siempre lo mismo: desaparecer hacia la cocina siempre que se sentía molesta o decepcionada. Había pensado que Roz era diferente.
Por fin apareció con una bandeja.
– De acuerdo -dijo muy seria-. Lo he pensado bien.
Él no respondió.
– No creo que tuvieras la cocina hecha una pocilga -le dijo-. Estás demasiado entregado a ello. El Poacher constituye la realización de un sueño y no una inversión económica de la que hay que sacar un gran rendimiento. -Le sirvió una copa de vino-. La semana pasada me acusaste de intentar jugártela de nuevo, lo que implica que alguien te lo había hecho antes. -Llenó la segunda copa para ella-. Por tanto, alguien puso la rata y la carne podrida. ¿Me equivoco?
– No. -Aspiró el aroma del vino-. Pero yo diría que sí.
Un punto doloroso, pensó ella. No era de extrañar que no confiara en nadie. Se sentó en el borde del sofá.
– Además -continuó, ignorando el comentario-, que yo sepa, te han apaleado un par de veces, te han roto los cristales del coche y asaltaron el Poacher. -Tomó un sorbo de vino-. ¿Qué quieren de ti?
Él se tocó los músculos de la espalda, aún llenos de moratones.
– Probablemente, que me vaya, y deprisa. Pero no tengo la más mínima idea de quién está detrás de esto. Hace un mes y medio, yo era un chef tranquilo al mando de un pequeño negocio boyante sin ningún tipo de preocupación. Y un día llego a casa, del mercado, a las diez de la mañana y me encuentro a un inspector de sanidad pegando una bronca a mi ayudante, la cocina que apestaba a demonios y a mí me manda a los tribunales. -Se desgreñó el pelo-. El restaurante permaneció cerrado tres días mientras lo limpié. Después de estos tres días ya no volvieron mis empleados. Mis clientes, básicamente policías y sus familiares, a través de los cuales, casualmente, se extendió la noticia de la visita de la inspección, desertaron en masa pues creyeron que me había dedicado a economizar a costa de ellos, y los restauradores de la zona me acusan de desprestigiar al ramo con mi falta de profesionalidad. Me han aislado completamente.
– ¿Y por qué demonios no denunciaste el asalto del martes? -preguntó Roz indignada.
Hal suspiró.
– ¿Qué habría sacado con ello? No podía relacionarlo con la visita de Sanidad. Decidí trabajar con un cebo vivito y coleando. -Notó el asombro de ella-. Pesqué a dos de ellos destrozando el local. Creo que fue cuestión de suerte. Se fijaron en que el restaurante estaba vacío y aprovecharon la ocasión. -De pronto soltó una carcajada-. Estaba tan enojado contigo que los llevé arriba y los amordacé y esposé a la reja de la ventana antes de que se dieran cuenta de nada. Pero eran duros de pelar -comentó con auténtica admiración-. No estaban dispuestos a hablar. -Encogió los hombros-. De modo que me senté allí y esperé a que apareciera alguien buscándoles.
Quedaba claro que le habían asustado.
– ¿Cómo es que decidiste que fue la suerte la que los llevó allí a ellos y no a mí? -preguntó ella, intrigada-. Yo creía que pensabas que era yo…
La risa profundizó los pequeños surcos de alrededor de sus ojos.
– Si te hubieras visto con aquella pata de la mesa… Estabas tan aterrorizada cuando se abrió la puerta de la cocina, te alivió tanto comprobar que era yo, y te crispaste tanto cuando te dije que no había llamado a la policía… No seguiste ni una. -Tomó un trago de vino y lo saboreó unos instantes-. Estoy bajo sospecha. La policía no me cree. Creen que soy culpable y que intento remendar el parche o pasarme de listo para librarme del juicio. Incluso Geoff Wyatt, un antiguo colega: que me conoce mejor que nadie, dice que no las tiene todas consigo desde que vio las fotos de la inspección. Todos venían siempre a comer allí, por un lado porque les hacía descuento y por otro por la ilusión de ver cómo triunfaba un ex poli. -Pasó su fatigada mano por delante de la boca-. Ahora soy persona non grata y la verdad es que no puedo echarles la culpa. Se consideran estafados.
– ¿Qué necesidad podías tener de estafarles?
– La crisis -suspiró-. Los negocios van para abajo como los castillos de naipes. Tampoco es lógico que el mío estuviera inmunizado. ¿Qué es lo primero que hace el dueño de un restaurante cuando se le termina el dinero? Agarrar la peor comida y servirla con salsa de curry.
Había una retorcida lógica en ello.
– Y tus empleados, ¿no responderían por ti?
Él sonrió fríamente.
– Las dos camareras prometieron que lo harían, pero el único que puede tener cierto peso es mi ayudante, y por lo que he oído se fue a Francia. -Extendió los brazos iiacia arriba e hizo una mueca de dolor al notar el daño que le hacían las costillas-. De todas formas, no creo que me sirviera de nada. Probablemente le han comprado. Alguien tuvo que dejar entrar en la cocina a quien me la montó, y él tenía la única copia de la llave. -La expresión de sus ojos se endureció-. Tenía que haberle estrangulado, pero estaba tan desconcertado que no fui capaz de atar cabos con la suficiente rapidez. En cuanto lo resolví, él ya se había largado.
Roz se mordisqueaba el dedo gordo reflexionando.
– ¿Te dijo algo aquel hombre cuando yo me fui? Di por sentado que ibas a utilizar mi aguja del sombrero con él.
El candor de Roz puso una sonrisa en el pálido rostro de Hal.
– La utilicé, pero no saqué nada en claro. «Estás haciendo muy caro el desalojo.» Es todo lo que dijo. -Arqueó una ceja-. ¿Tú entiendes algo?
– A menos que el banco te esté segando la hierba bajo los pies…
Hal negó con la cabeza.
– Pedí el mínimo crédito posible. No existe una prisa acuciante. -Tamborileó con los dedos en el suelo-. Por lógica, tenía que referirse a los negocios situados a un lado y otro de mi restaurante. Los dos han quebrado y en ambos casos se han ejecutado las hipotecas.
– Pues será eso -exclamó Roz, animada-. Alguien quiere las tres propiedades. ¿Le preguntaste de quién se trataba y por qué?
Él se frotó la parte posterior de la cabeza mientras reflexionaba.
– No me dieron la oportunidad, me apalearon antes. Evidentemente un quinto hombre fue arriba durante la reyerta para liberar al Fulano y al Zutano que tenía sujetos a las rejas, por lo que he deducido que el martilleo que oímos era esto. Total, que cuando volví en mí, había una sartén ardiendo en la cocina, la policía había llegado y mi vecino estaba largando que había tenido que llamar a una ambulancia porque yo intentaba meter a un cliente en un perol de caldo de pescado. -Soltó una carcajada tímida-. Aquello fue una puta pesadilla. Tuve que echar mano del primer poli y arrastrarlo hacia el restaurante. Es lo único que se me ocurrió. -Miró a Roz-. La verdad es que la primera cosa que me vino a la cabeza es que alguien quería apoderarse del Poacher. Hace algo más de un mes que comprobé los registros de las dos propiedades adyacentes y no encontré que tuvieran nada en común. Una la compró una pequeña cadena de venta al por menor y la otra se vendió por subasta a una empresa inversora.
– Podría tratarse de testaferros. ¿Fuiste a la central?
– ¿Qué crees que he estado haciendo estos tres últimos días? -rechinó los dientes, irritado-. He comprobado hasta el último maldito registro y todo lo que he encontrado es una pared sin nada detrás. No tengo la más mínima idea de lo que pasa, pero lo cierto es que el juicio significará el último clavo en el ataúd del Poacher y probablemente, llegado el momento, alguien me hará una oferta para comprar el establecimiento. Más o menos lo que hacías tú el otro día.
Roz no permitió que la acritud de él le afectara. Ahora lo comprendía.
– Y llegado el momento, será demasiado tarde.
– Exactamente.
Permanecieron en silencio unos minutos.
– ¿Por qué te habían apaleado cuando te conocí? -preguntó por fin Roz-. Tenía que ser después de la visita del inspector.
Él asintió.
– Fue tres o cuatro días después de que volviera a abrir. Cuando estaba abriendo la puerta, se me echaron encima en el umbral. Unos expertos, ya lo viste, tipos con pasamontañas y bates de béisbol, pero en aquella ocasión me metieron en la caja de un camión de pescado, me llevaron a unos quince kilómetros de New Forest, me zarandearon un poco y luego me descargaron en una cuneta sin ni cinco en el bolsillo ni una tarjeta de crédito. Tardé toda la tarde en llegar a casa, pues nadie se dignó detenerse para llevarme y la guinda fue -le dirigió una mirada de soslayo- que llego al restaurante y me encuentro a la Venus de Botticcelli enredando por las mesas. Realmente creí que mi estrella había cambiado hasta que la Venus abrió la boca y se tornó en una Furia. -Se agachó para evitar la mano de ella-. Oye, chica -dijo sonriendo con sarcasmo-, venía de una larga caminata y tú me echaste una bronca peor que los hijos de puta del camión de pescado. Violación, ¡válgame Dios! Si prácticamente era incapaz de poner un pie delante del otro.
– Es culpa tuya por tener rejas en las ventanas. ¿Por qué las tienes, por cierto?
– Estaban allí cuando compré el edificio. La mujer del individuo que lo tenía antes era sonámbula. Estas últimas semanas me han servido de mucho.
Ella volvió a su pregunta anterior:
– Pero esto no explica el porqué. Si la visita del inspector tenía la intención de que abandonaras rápidamente, tenían que haberte apaleado el día que abriste de nuevo y no cuatro días después. Y si ya les parecía bien esperar al juicio, ¿por qué te atacaron?
– Ya lo sé -admitió él-. Eso me hizo sospechar de ti. No paraba de pensar que podías tener algo que ver con ello, aunque te hice investigar y me pareciste legal.
– Gracias -dijo ella secamente.
– Tú hubieras hecho lo mismo. -Un gesto de mal humor marcó unas profundas cavidades entre sus cejas-. Tienes que admitir que es bastante raro cómo explotó todo durante los días en que apareciste tú.
Con toda la imparcialidad, Roz pensó que tenía razón.
– Pero a ti te habían engatusado antes de que oyeras hablar de mí o yo de ti. Tiene que ser una coincidencia. -Acabó de llenar la copa de Hal-. Además, hace cinco semanas lo único que podíamos tener en común tú y yo era Olive, y no me dirás que ella puede estar detrás de esto. Apenas tiene confianza en sí misma como para prepararse ella sola un baño… imagínate si sería capaz de actuar como cerebro en una conspiración para echarte del Poacher.
Él hizo un gesto de impaciencia.
– Ya lo sé. Le he dado mil vueltas. Nada tiene lógica. Lo único que veo claro es que se trata de la operación más esmerada que me he tirado a la cara. Me han atado de pies y manos. Soy el chivo expiatorio y ni siquiera sé por dónde empezar para enterarme de quién me la ha montado. -Se rascó la incipiente barba con fatigada resignación-. De modo que, señorita Leigh, ¿qué siente ante un restaurador fracasado, condenado por transgredir las normas sanitarias, por agresión, incendio premeditado y resistencia a la autoridad? Porque, salvo que ocurra un milagro, esto seré yo dentro de tres semanas.
Los ojos de ella brillaron por encima de la copa.
– Excitación.
Él soltó una carcajada involuntaria. Veía el mismo resplandor que en los ojos de Alice.
– Eres igual que tu hija. -Cogió de nuevo las fotos-. Tendrías que ponerlas todas en tu habitación para recordar lo bonita que era. Si se tratara de mi hija, yo lo haría. -Notó que Roz contenía la respiración y la miró-. Lo siento. He sido muy poco delicado.
– No digas chorradas -respondió ella-. Acabo de recordar dónde había visto antes a aquel hombre. Sabía que le conocía. Es uno de los hijos del señor Hayes. El viejo que vivía al lado de la casa de los Martin. Tenía unas fotos de ellos en el aparador. -Dio unas palmadas-. ¿Es o no es un milagro, Hawksley? Están funcionando las plegarias de la hermana Bridget.
Roz se sentó en la mesa de la cocina y se dedicó a observar a Hal mientras éste hacía magia con el magro contenido de su frigorífico. Se había quitado de encima la sensación de frustración como el animal que muda la piel y estaba tarareando alegre mientras intercalaba unas finas lonchas de tocino con otras de pechuga de pollo y las salpicaba con perejil.
– ¿Supongo que no estarás pensando en clavar mi alfiler al señor Hayes, verdad? -le preguntó Roz-. Estoy convencida de que no tiene la más remota idea de lo que es capaz el bestia de su hijo. El es un vejete encantador.
– No creo -dijo Hal, disfrutando con la salida. Cubrió la bandeja con papel de aluminio y la puso en el horno-, pero que me parta un rayo si soy capaz de ordenar estas malditas piezas del rompecabezas. ¿Por qué esta fustigación súbita por parte del hijo de Hayes si le bastaría con esperar tranquilamente a que se celebrara el juicio?
– Consigue su detención y lo descubrirás -respondió Roz con lógica-. Yo que tú, ya habría ido a casa de su padre a buscar su dirección y le habría mandado la policía.
– Y no habrías llegado a ninguna parte. -Reflexionó un momento-. Dijiste que habías grabado la conversación con el anciano. Me gustaría escucharla. No me cabe en la cabeza que se trate de una coincidencia. Tiene que haber un vínculo más claro. ¿Qué les pudo crispar de pronto para sacar los bates de béisbol? No le veo el sentido.
– Puedes escucharla ahora mismo.
Trajo la cartera, buscó la cinta y conectó la grabadora.
– Estábamos hablando del hijo ilegítimo de Amber -le explicó mientras sonaba la trémula voz del anciano en la cinta-. Estaba al corriente de todo, incluso del nombre de la familia y el país en el que está el muchacho. Si acaban localizándole, toda la fortuna de Robert Martin pasará a él.
Hal escuchaba ensimismado.
– ¿Brown? -Preguntó al fin-. ¿Y vive en Australia? ¿Cómo sabes que todo ello es cierto?
– Porque el asqueroso abogado de Olive me amenazó con una querella cuando se lo comenté. -Frunció el ceño-. Lo que no sé es cómo se enteró el señor Hayes. Crew ni siquiera informó a Olive del apellido del chico. Tiene una especie de paranoia con lo de mantener el secreto.
Hal apartó del fuego el cazo en el que había hervido arroz y lo escurrió.
– ¿Cuánto dejó Robert Martin?
– Medio millón.
– ¡Madre mía! -Soltó un potente silbido-. ¡Madre mía! -repitió-. Y ha quedado en depósito a la espera de que aparezca el muchacho.
– Seguro.
– ¿Quién es el ejecutor testamentario?
– Su abogado, Peter Crew.
Hal colocó el arroz en un bol.
– ¿Y qué dijo cuando tú le sacaste el tema? ¿Insinuó que estaban sobre la pista del chico?
– No. Siguió amenazándome con la querella. -Hizo un gesto de indiferencia-. Pero escribió a Olive diciéndole que las posibilidades de localización eran mínimas. Parece ser que existe un tiempo límite, y que si no aparece el muchacho, el dinero pasa a instituciones benéficas. -Frunció el ceño-. La carta que le mandó era de su puño y letra. Se me ocurrió que era muy ahorrador, pero lo más probable es que no quisiera que se enterara su secretaria. Si contaba alguna mentira, la otra lo hubiera detectado.
– Y entretanto -dijo lentamente Hal-, está administrando un capital suficiente para comprar empresas que han quebrado. -Fijó la mirada más allá del rostro de Roz, achicando los ojos-. Además, al ser abogado, puede disponer de información sobre distintos planes de urbanización. -Le miró a los ojos-. Esto podría traducirse en un crédito indefinido mientras nadie reclame el dinero de Robert. ¿Qué día fuiste a ver a Crew?
Ella ya lo tenía en mente.
– El día antes de que te atacaran. -Sus ojos brillaban con la emoción-. Le intrigó mucho mi visita y no paró de repetir que estaba sacando unas conclusiones muy negativas sobre su forma de llevar el caso de Olive. Lo tengo también grabado. -Buscó entre las cintas-. Dijo que Olive no podía heredar porque no se le permitiría sacar ningún beneficio de las muertes de Gwen y Amber. Pero claro, si se produce un giro importante en el caso, ella podría presentar una apelación contra el testamento. Y recuerdo haberle dicho al final de la entrevista que una explicación a las contradicciones que planteaba la anormalidad del crimen y la anormalidad de las pruebas psiquiátricas realizadas en Olive demostraría que lo hizo. ¡Es que todo encaja a la perfección! Primero se entera de que puede aparecer el hijo de Amber y luego entro yo en escena poniéndome agresivamente del lado de Olive. Para él, el Poacher tiene que ser importantísimo.
Hal sacó el pollo del horno y lo puso en la mesa junto con el arroz.
– ¿Te das cuenta de que tu encantador anciano tiene que estar metido hasta el cuello en el asunto? De lo contrario, Crew jamás le habría dado pelos y señales por lo que se refiere a lo del muchacho.
Roz le miró un rato y luego sacó las fotos de Svengali.
– Puede que sepa que Crew está utilizando el dinero de Robert. O bien -dijo lentamente- sabe quién mató a Gwen y Amber. Tanto una cosa como la otra, o ambas, arruinarían a Crew. -Esparció las fotos encima de la mesa-. Era el amante de Olive -se limitó a decir-, y si yo lo he descubierto con relativa facilidad, también puede hacerlo otro. Incluso la policía. Tú defraudaste a Olive, Hal, todos vosotros lo hicisteis. Es un engaño a la justicia presuponer la culpabilidad de alguien antes de que quede demostrada.
Aquellos ojos azul claro se fijaron en Roz sin el mínimo amago de disimular la alegría.
– Vaya, vaya. Ha vuelto. Pase. Pase. -Miró más allá de Roz frunciendo el ceño intentando situar a la persona que veía-. Creo que nos hemos visto antes. ¿Qué quiere que le diga? No suelo olvidar una cara. A ver… ¿cuándo pudo ser?
Hal estrechó la mano del anciano.
– Hace seis años -dijo con amabilidad-. Llevaba el caso de Olive Martin. Soy el sargento Hawksley. -La mano se deslizó suavemente de la de Hal, como un diminuto pájaro, aunque éste pensó que se debía a un gesto de decrepitud.
El señor Hayes agitó afirmativamente la cabeza con determinación:
– Ahora lo recuerdo. En unas tristes circunstancias. -Les precedió hacia la salita-. Siéntense. Siéntense. ¿Alguna noticia?
El anciano tomó asiento en un sólido sillón, en el que se colocó erguido, la cabeza algo ladeada con aire inquisitivo. Detrás de él, en el aparador, su agresivo hijo dirigía una sonrisa cautivadora a la cámara.
Roz cogió el bloc del bolso y conectó de nuevo la grabadora. Los dos habían decidido que sería ella quien formulara las preguntas, pues, tal como había puntualizado Hal: «Si sabe algo, es más probable que lo suelte hablando de Olive con una… cómo lo diría yo… encantadora dama».
– En realidad -empezó ella en un tono chismoso que molestó a Hal pero encantó al señor Hayes-, digamos que noticias no faltan. ¿Por dónde quiere que empiece? ¿Por Olive? ¿Por el hijo de Amber? -Le dirigió una mirada de complicidad-. Usted tenía razón con lo de la pista del chico, a pesar de que existan miles de Brown en Australia.
– Ah -exclamó él, frotándose las manos-. Ya me parecía que estaba al caer. ¿Significa esto que el muchacho conseguirá el dinero? ¿Qué quiere que le diga? Es lo que quería Bob. La verdad es que le disgustaba que fuera a parar al gobierno.
– Pero estableció unas cláusulas alternativas por si no se localizaba al chico. Pasaría a instituciones de beneficencia para la infancia.
El anciano frunció los labios en una mueca de desagrado.
– Todos sabemos al tipo de niños que irá a parar. A los más despreciables. A aquéllos que no llegarán nunca a nada, que acabarán viviendo de todos nosotros. Y usted sabe quiénes son los culpables. Los asistentes sociales. Siempre con sus remilgos a la hora de decir a una mujer que ha tenido más hijos de los que debiera.
– Pues eso -le interrumpió Roz cortando rápidamente su tema preferido. Tamborileó con el lápiz en el bloc-. ¿Recuerda que me comentó que su esposa opinaba que Olive cometió los asesinatos por cuestión de hormonas?
Frunció de nuevo los labios ante el brusco cambio de tema:
– Quizás.
– ¿Dijo esto su esposa porque sabía que Olive había abortado la Navidad anterior?
– Quizás.
– ¿Sabe quién era el padre, señor Hayes?
El anciano movió la cabeza:
– Nos dijeron que alguien que conoció en el trabajo. ¡Vaya muchacha más boba! Lo hizo simplemente para poner los dientes largos a Amber. -Pasó el dedo por sus envejecidos labios-. Como mínimo, es lo que yo deduje. Amber tenía muchos novios.
Ya estaba bien de conspiración de silencio entre el señor Hayes y Crew, pensaba Roz.
– ¿Cuándo se enteró usted de aquello?
– Gwen se lo contó a mi Jeannie. Estaba tan trastornada…, incluso pensaba que Olive podía casarse y abandonarles. Se lo hubiera merecido, al fin y al cabo. Porque no lo habría podido abarcar todo.
– ¿Abarcar, qué?
– Todo -respondió él con imprecisión.
– ¿Se refiere al trabajo de la casa?
– El trabajo de la casa, la comida, los recibos, la compra, todo. Olive se ocupaba de todo.
– ¿Qué hizo Gwen?
El hombre no respondió inmediatamente; parecía estar sopesando la respuesta. Dirigió una mirada a Hal.
– Ustedes nunca hicieron muchas preguntas. De haberlas hecho, tal vez yo habría dicho algo.
Hal se arrellanó en el sillón.
– En aquel momento todo estaba clarísimo -dijo con cautela-. Pero la señorita Leigh ha sacado a la luz una serie de contradicciones que permiten ver el asunto desde una perspectiva distinta. ¿Qué nos habría dicho de habérselo preguntado?
El señor Hayes succionó su dentadura postiza.
– Pues en primer lugar, que Gwen Martin bebía demasiado. No puede negarse que tenía problemas, mantenía las apariencias, eso tampoco puede negarse, pero era una mala madre. En el matrimonio podía aspirar a más y aquello la amargó siempre. Constantemente tuvo la sensación de haber decidido mal y cargó la culpa a Bob y a las niñas. Mi Jeannie siempre decía que de no haber sido por Olive la familia se habría desintegrado muchos años antes. Lo que hizo, desde luego, nos pareció repugnante, pero al final todo el mundo se venga y de alguna forma abusaron de la muchacha. Ahora bien, no tenía que haberlas matado. Esto es imperdonable.
– No -dijo Roz pensativa-. ¿Y qué hacía Gwen durante todo el día, cuando los otros tres estaban trabajando?
Aquellas marmóreas manos se estremecieron para marcar la contradicción.
– Amber estaba más tiempo en casa que fuera. Una holgazana era aquélla. Nunca estuvo mucho tiempo en el mismo trabajo. Ponía histérica a su madre con aquellos discos de pop a todo volumen, dejando subir a los chicos a su habitación… era una muchacha bonita, pero mi Jeannie dice que era complicada. Yo no me daba cuenta. -Sonrió con aire evocador-. Yo siempre la encontré encantadora. Tenía debilidad por la pequeña Amber. Pero me parece que se llevaba mejor con los hombres que con las mujeres. -Observó a Roz-. Me ha preguntado por Gwen. ¿Qué quiere que le diga, señorita Leigh? Guardaba las apariencias. Llamabas a su puerta y siempre te salía vestida muy elegante, siempre mantuvo el porte, hablaba con frialdad y corrección, pero la mayor parte del tiempo estaba borracha como una cuba. Una mujer rara. No sé cómo le cogió afición a la bebida, a no ser que fuera con lo del crío de Amber. Después de aquello estaba mucho peor.
Roz se dedicó de nuevo a dibujar un angelito.
– Robert Martin era un homosexual practicante, pero no quería que nadie lo supiera -dijo bruscamente-. Puede que fuera esto lo que ella no pudo digerir.
El señor Hayes aspiró el aire por la nariz.
– Ella le llevó a esto -dijo-. Bob no tenía ningún problema que no pudiera enderezar una amante esposa. Las dos muchachas eran hijas suyas, por lo tanto al principio no tenía este tipo de inclinaciones, no sé si me entiende qué quiero decir. Ella le llevó a apartarse de las mujeres. Era frígida.
Roz no tuvo en cuenta el comentario. El señor Hayes tenía las ideas tan fijas que era imposible que admitiera que aquello no tenía sentido y, en cualquier caso, tal vez había algo de verdad en la idea de que Gwen era frígida. A ella misma le costaba creer que Robert Martin hubiera podido llevar al altar a una mujer con unas inclinaciones sexuales normales. La propia normalidad habría representado una amenaza para él.
– Pero sí le afligía tanto lo del hijo de Amber -dijo simulando cierto desconcierto-, no comprendo por qué no intentó recuperarlo o como mínimo establecer contacto con él. Tenía que saber quién le adoptó, de lo contrario, no habría podido decir a Jeannie cuál era su apellido.
Él hizo un gesto de impaciencia.
– No fue Jeannie quien me dijo su apellido, sino mi hijo, Stewart, hace unos seis o siete años. Pensó que me interesaría al ver que Bob y yo éramos amigos. -Apuntó a Roz con el dedo-. Ya se ve que usted está poco al corriente del tema de las adopciones. En cuanto has firmado, se acabó. No te entregan ninguna documentación. Gwen nunca supo quién se lo llevó.
Roz sonrió relajadamente.
– ¿O sea que su hijo trabaja para el señor Crew? Jamás le he visto allí. Yo creía que había escuchado sus consejos y se había enrolado en el ejército.
– El maldito ejército lo dejó en la calle -murmuró malhumorado-. Allí también hay reducción de personal, como en todas partes, ¿qué quiere que le diga? Se acabó aquello de la lealtad a la Reina y al país. Claro que no trabaja para el señor Crew. Lleva una pequeña empresa de seguridad con su hermano, pero hay poquísimo trabajo. -Flexionó sus artríticos dedos con gesto irritado-. Militares con preparación y todo lo que encuentran es un trabajo de vigilante nocturno. No crea que sus mujeres son muy felices con ello, ni mucho menos.
Roz rechinó los dientes tras otra sonrisa ingenua.
– Así ¿cómo sabía el apellido del chico?
Se pegó unos golpecitos en uno de los lados de la nariz con porte soberbio.
– Si no hay nombres ni se fuerzan las cosas, señora mía, todo va mejor.
Hal se inclinó hacia delante con gesto agresivo levantando una mano.
– Un momento, por favor, señorita Leigh. -Juntó las cejas en una expresión de enfado-. ¿Se da cuenta, señor Hayes, de que si es cierto que su hijo no trabaja para el señor Crew, en rigor, ha cometido un delito por estar en posesión de información confidencial? En la abogacía, rigen las mismas normas que en la profesión médica, y si alguien que colabora con el señor Crew comenta detalles con personas ajenas al asunto, tanto él como la policía tendrían que estar al corriente de ello.
– ¡Bah! -espetó el anciano desdeñosamente-. Ustedes no cambiarán nunca. ¿Qué quiere que le diga? Son rápidos como centellas a la hora de perseguir al inocente, mientras que los malditos ladrones se pasean a sus anchas, libres como los pájaros, mangando lo que les viene en gana. Usted tendría que dedicarse a hacer lo que le pagan por hacer, sargento, y no ir por ahí amenazando a los pobres ancianos. El propio señor Crew divulgó esta información. Se lo dijo a mi hijo y mi hijo, a mí. ¿Cómo cree que podía saber él que era confidencial si el maldito abogado la difundía a diestro y siniestro? Es lógico que me lo comunicara al ver que yo era el único amigo que le quedaba al final a Bob. -Lanzó una mirada intrigada que pasó de Hal a Roz-. Además, ¿por qué me trae a un policía?
– Porque existen ciertas dudas sobre la culpabilidad de Olive -respondió Roz enseguida, preguntándose si el hecho de ser parco con la verdad daba más credibilidad a la interpretación del personaje de un agente de policía-. Este caballero está llevando a cabo un informe ocular mientras yo hablo con la gente.
– Comprendo -dijo el señor Hayes. Pero quedaba bastante claro que no.
– Prácticamente he terminado -sonrió alegremente Roz-. Por cierto, he encontrado a los Clarke. Estuve hablando con ellos hace una semana. ¡Pobre señora Clarke, está completamente senil!
Aquellos ojos claros parecían divertirse.
– No me extraña. Cuando teníamos relación ya estaba bastante fastidiada. A veces pensaba que mi Jeannie era la única mujer sensata de la calle.
– Tengo entendido que el señor Clarke tenía que quedarse en casa para cuidarla. -Levantó las cejas con expresión interrogadora-. Pero dedicaba más tiempo a Robert que a ella. ¿Eran muy amigos, señor Hayes? ¿Lo sabe usted?
Era obvio que había entendido el matiz de la pregunta. Decidió -¿por delicadeza?- no responderla.
– Eran buenos amigos -murmuró-, no hay ningún mal en ello. La mujer de Bob era alcohólica y la de Ted lo más estúpido que he conocido. Limpiaba la casa de arriba abajo todos los días. -Emitió un gruñido de desprecio-. Una loca de la limpieza era. Solía andar todo el día en bata, ni siquiera llevaba ropa interior para no esparcir microbios, y todo lo restregaba con desinfectante. -De pronto soltó una carcajada-. Recuerdo que una vez fregó la mesa del comedor con una botella de Domestos para desinfectarla. ¡Ja! Ted se volvía loco. Tuvo que hacerla barnizar de nuevo tras el último intento de Dorothy con agua hirviendo. ¿Y dice que ahora está completamente senil? No me extraña. No me extraña nada.
Roz permanecía allí sentada con el lápiz encima del bloc.
– ¿Puede decirme usted -le preguntó al cabo de un momento- si Ted y Bob eran amantes?
– No. No es asunto mío
– De acuerdo. -Roz recogió sus cosas-. Gracias, señor Hayes. No sé si el señor Hawksley quiere preguntarle algo. -Miró a Hal.
Éste se levantó.
– Sólo el nombre de la empresa de seguridad de su hijo, señor Hayes.
El anciano le miró intrigado.
– ¿Para qué lo quiere?
– De esta forma podría hablar con la persona adecuada sobre la filtración de información confidencial. -Le dirigió una fría sonrisa-. De lo contrario, tendré que informar de ello y habrá una denuncia oficial. -Encogió los hombros-. No se preocupe. Tiene usted mi palabra y no pienso utilizarla a menos que me vea obligado a ello.
– La palabra de un policía, ¿eh? Es algo en lo que no confiaría nunca. Ni hablar.
Hal se abrochó la chaqueta.
– Entonces tendrá que pasar por los conductos oficiales, y la próxima vez será un inspector quien le visite.
– ¿Qué quiere que le diga? Maldito chantaje, esto es lo que es. Seguridad STC, calle Bell, Southampton. Ya lo sabe. Ahora veremos si cumple su palabra.
Hal miró más allá del hombre hacia la foto de su hijo.
– Gracias, señor Hayes -dijo con amabilidad-. Nos ha ayudado mucho.