Hal estaba medio dormido en el coche, fuera, con los brazos cruzados y una gorra para protegerse del sol. Levantó distraído la cabeza y perezosamente observó cómo Roz abría la puerta del conductor.
– ¿Qué hay?
Ella colocó el portafolios en el asiento de atrás y se sentó al volante.
– Ha destrozado mi versión. -Puso el motor en marcha y salieron del aparcamiento.
Hal la miró pensativo:
– Y ahora ¿adónde vamos?
– A echar una buena reprimenda a Edward -le dijo-. No sabe la que le espera.
– ¿Tú crees que será prudente? Yo creía que era un psicópata. -Se cubrió de nuevo los ojos con la gorra y se dispuso a echar otra siesta-. Estoy convencido de que sabes lo que haces. -Su fe en Roz era de lo más sólido. Tenía más agallas que la mayoría de hombres que conocía.
– Yo, desde luego. -Colocó la cinta que acababa de grabar y la rebobinó-. Pero tú, no, sargento, por lo tanto aguza el oído para lo que te tengo preparado. Tengo la impresión de que a quien tendría que echar una reprimenda sería a ti. ¡Pobre niña!, porque vamos a ver, es lo que sigue siendo, incluso ahora. Estaba hambrienta y tú le prometiste que le servirías la comida cuando acabara la declaración. No me extraña que confesara con tanta rapidez. Si te hubiera dicho que no había sido ella, la habrías tenido horas esperando la comida. -Puso el cásete a todo volumen.
Tuvieron que llamar varias veces al timbre para que les abriera la puerta por fin Edward Clarke, con la cadena de protección puesta. Con un gesto de enojo, les indicó que se fueran.
– Aquí no tiene nada que hacer -dijo a Roz entre dientes-. Si insiste en acosarnos, tendré que llamar a la policía.
Hal se acercó hacia su campo de visión con una gran sonrisa.
– Soy el sargento Hawksley, señor Clarke, comisaría de Dawlington. Se trata del caso de Olive Martin. Estoy seguro de que se acuerda de mí.
Una expresión de reconocimiento y desánimo se reflejó en el rostro de Edward.
– Creía que ya habíamos terminado con aquello.
– Yo diría que no. ¿Podemos pasar?
El hombre dudó un momento y Roz se preguntó si se percataría del farol de Hawksley y le exigiría que se identificara. Al parecer, no. El arraigado respeto por la autoridad de los británicos había calado hondo en él. Soltó la cadena y abrió la puerta con los hombros hundidos y aire derrotado.
– Sabía que a la larga Olive hablaría -dijo-. No sería humana si no lo hubiera hecho. -Les hizo pasar a la sala de estar-. Pero, palabra, yo no sabía nada de los asesinatos. ¿Creen que si hubiera tenido la más mínima idea de cómo era, hubiera entablado amistad con ella?
Roz se sentó en la misma butaca que había estado antes y disimuladamente conectó la grabadora que llevaba en el bolso. Hal se acercó a la ventana y miró hacia fuera. La señora Clarke estaba sentada en el pequeño patio de la parte trasera de la casa con el rostro, sin expresión, girado hacia el sol.
– Usted y Olive eran algo más que amigos -dijo sin hostilidad, volviéndose hacia la sala.
– No hicimos daño a nadie -dijo el señor Clarke, parafraseando inconscientemente a Olive. Roz pensaba qué edad podía tener. ¿Setenta? Parecía mayor, desgastado por la obligación con su esposa, tal vez. La tosca peluca que había pintado en un celofán sobre su foto había constituido una revelación. Era cierto que el pelo daba un aspecto más joven al hombre. El anciano comprimió las manos entre las rodillas como si no supiera qué tenía que hacer con aquellos dos-. ¿Quizás debería decir que nunca tuvimos intención de hacer daño a nadie? Lo que hizo Olive me pareció incomprensible.
– ¿Y no sintió ningún tipo de responsabilidad por ello?
Edward tenía la mirada fija en la moqueta, incapaz de mirarles a ellos.
– Siempre pensé que era una persona inestable -dijo.
– ¿Por qué?
– Su hermana lo era, me parecía que era algo genético.
– ¿De modo que se comportó de una manera extraña antes de los asesinatos?
– No -admitió-. Tal como he dicho, no habría seguido -se calló un instante- con la… relación de haber sabido con qué tipo de persona trataba.
Hal cambió de táctica.
– Señor Clarke, ¿cuál era exactamente su relación con el padre de Olive?
El hombre apretó fuertemente las rodillas que sujetaban sus manos.
– De amistad.
– ¿Amistad hasta qué punto?
El señor Clarke suspiró.
– ¿Qué importancia tiene ahora? Hace mucho tiempo y Robert está muerto. -Su mirada divagó hacia la ventana.
– Tiene importancia -le cortó Hal.
– Eramos muy amigos.
– ¿Tuvieron relaciones sexuales?
– Muy contadas. -Sacó las manos de entre las rodillas para cubrirse la cara-. Ahora parece algo muy sórdido, pero entonces no lo fue. Tienen que comprender que yo me sentía muy solo. El Señor sabe que ella no tiene ninguna culpa, pero mi esposa nunca ha sido una compañera para mí. Nos casamos tarde, no tuvimos hijos y su mente nunca estuvo muy sana. No llevábamos ni cinco años casados y ya me convertí en su enfermero y cuidador, encarcelado en mi propia casa con alguien con quien apenas podía comunicarme. -Tragó saliva con gesto angustiado-. Todo lo que tuve es la amistad de Robert, y él, como ya sabrán, era homosexual. Su matrimonio era también una cárcel, como el mío, aunque por distintas razones. -Se apretó el puente de la nariz con el pulgar y el índice-. La naturaleza sexual de nuestra relación no fue más que un derivado de nuestra dependencia mutua. Para Robert, tuvo mucha más importancia que para mí, aunque debo admitir que en aquel momento, un período de tres, cuatro meses, yo mismo estaba convencido de que era homosexual.
– ¿Y entonces se enamoró de Olive?
– Sí -dijo enseguida-. Se parecía mucho a su padre, era inteligente, sensata, encantadora cuando quería y extraordinariamente comprensiva. Me exigía poquísimo en comparación con mi esposa. -Suspiró-. Parece extraño ahora, viendo lo que sucedió más tarde, pero resultaba muy agradable estar con ella.
– ¿Conocía Olive su relación con su padre?
– Yo no se lo había comentado. Era muy ingenua en algunas cuestiones.
– ¿Y Robert no estaba al corriente de lo de usted y Olive?
– No.
– Jugaba con fuego, señor Clarke.
– Yo no lo planifiqué, sargento, sucedió así. Lo que sí puedo decirle a mi favor es que dejé de -buscó la palabra adecuada- intimar con Robert en cuanto me di cuenta de mis sentimientos por Olive. De todas formas, seguimos siendo amigos. Otra cosa habría sido crueldad.
– ¡Pamplinas! -exclamó Hal con calculado enojo-. No quería que le descubrieran. Me da la sensación de que se los cepillaba a los dos al mismo tiempo y se lo pasaba teta. Y tiene el morro de decir que no se siente responsable.
– ¿Por qué tendría que hacerlo? -dijo Clarke en un arrebato-. Ninguno de los dos mencionó jamás mi nombre. ¿Cree que habría sido así si yo hubiera inconscientemente precipitado la tragedia?
Roz sonrió con desprecio.
– ¿Nunca se preguntó por qué Robert Martin no le volvió a hablar después de los asesinatos?
– Me imaginé que estaba demasiado afligido.
– Creo que una persona siente algo más que aflicción cuando descubre que su amante ha seducido a su hija -dijo con aire irónico-. Por supuesto que usted precipitó los hechos, señor Clarke, y lo sabe perfectamente. Pero claro, no estaba dispuesto a abrir la boca. Prefirió ver cómo toda la familia Martin se destruía a sí misma que perjudicar su propia situación.
– ¿Tan exagerado es esto? -protestó-. Eran libres para citar mi nombre. No lo hicieron. ¿De qué habría servido que yo hubiera hablado claro? Gwen y Amber seguirían muertas. Olive habría ido igualmente a la cárcel. -Se volvió hacia Hal-. Me arrepiento mucho de mi implicación con la familia, pero no se me puede responsabilizar de que mi relación con ellos precipitara la tragedia. Yo no hice nada ilícito.
Hal miró de nuevo por la ventana.
– Cuéntenos por qué se trasladó, señor Clarke. ¿La decisión fue suya o de su esposa?
Metió de nuevo las manos entre las rodillas.
– Fue una decisión conjunta. Allí la vida se nos hacía insoportable a los dos. Veíamos fantasmas por todas partes. Un cambio de entorno nos pareció lo más razonable.
– ¿Por qué puso tanto empeño en que no se conociera su nueva dirección?
Clarke levantó la vista, acosado.
– Para evitar que el pasado me persiguiera. He vivido constantemente con este temor. -Miró a Roz-. Es un gran alivio sentirse por fin libre. Probablemente no lo comprenderán.
Ella le dirigió una sonrisa tensa.
– La policía tomó declaración a su esposa el día de los asesinatos y ella afirmó que vio aquella mañana a Gwen y Amber en la puerta cuando usted y Robert ya se habían ido al trabajo. Pero cuando estuve aquí el otro día, su esposa dijo que había mentido.
– Yo sólo puedo repetirle lo que le dije entonces -respondió con aire cansado-. Dorothy está senil. Uno no puede fiarse de lo que dice. La mayor parte del tiempo ni siquiera sabe qué día es.
– ¿Dijo la verdad hace cinco años?
El hombre asintió.
– En cuanto a afirmar que estaban vivas en cuanto yo salí para el trabajo, sí. Amber estaba en la ventana, mirando. Yo la vi. Se escondió detrás de la cortina cuando le dije adiós con la mano. Recuerdo que pensé que era muy rara. -Hizo una pausa-. En cuanto a si Dorothy vio salir a Robert -continuó después de un momento-, no lo sé. Ella dijo que sí y yo siempre he tenido la impresión de que Robert tenía una coartada irrefutable.
– ¿Le habló en algún momento su esposa de si había visto los cadáveres, señor Clarke? -preguntó Hal sin darle importancia.
– ¡Virgen santa, no! -parecía que aquello realmente le había sobresaltado.
– Lo único que me pregunto yo es por qué había visto fantasmas. No tenía una amistad especial con Gwen o Amber… más bien todo lo contrario, diría yo, teniendo en cuenta el tiempo que pasaba usted en casa de los Martin.
– En esta calle todo el mundo vio fantasmas -dijo él con aire triste-. Todos sabíamos lo que había hecho Olive con aquellas pobres infortunadas. Tan sólo una imaginación muy apagada no habría visto fantasmas.
– ¿Recuerda cómo iba vestida su esposa la mañana de los asesinatos?
El anciano miró a Hal sorprendido por el cambio brusco.
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Tenemos información de que vieron a una mujer pasar por delante del garaje de los Martin. -La mentira le salió con toda desenvoltura-. Por la descripción que nos dieron, era demasiado delgada para ser Olive y nos consta que llevaba un elegante traje chaqueta negro. Nos interesa esta pista. ¿Podía haber sido su esposa?
El alivio del hombre quedó patente.
– No. Nunca ha tenido un traje chaqueta negro.
– ¿Llevaba algo negro aquella mañana?
– No. Llevaba una bata estampada.
– Está muy seguro de ello.
– La llevaba siempre, cada mañana, para hacer el trabajo de la casa. Se cambiaba cuando había acabado. Excepto los domingos. Los domingos no hacía las tareas de casa.
Hal asintió.
– ¿La misma bata todas las mañanas? ¿Y cuando la tenía sucia?
Clarke frunció el ceño, desconcertado por aquella serie de preguntas.
– Tenía otra, una azul, lisa. Pero el día de los asesinatos llevaba la estampada.
– ¿Cuál llevaba el día después de los asesinatos?
El señor Clarke se pasó la lengua por los labios con gesto nervioso.
– No me acuerdo.
– La azul, ¿verdad? Y siguió llevando la azul, me imagino, hasta que se compró otra.
– No me acuerdo.
Hal le dirigió una sonrisa desagradable.
– ¿Sigue teniendo su esposa la bata estampada, señor Clarke?
– No -murmuró-. Hace mucho tiempo que no hace el trabajo de casa.
– ¿Qué pasó con aquélla?
– No me acuerdo. Antes de trasladarnos tiramos muchas cosas.
– ¿De dónde sacó el tiempo para hacerlo? -preguntó Roz-. El señor Hayes dijo que se fueron de la noche a la mañana y que tres días después apareció un camión de mudanzas para recoger todas sus cosas.
– Tal vez lo ordenamos todo al llegar aquí -dijo con cierta violencia-. No puedo recordar exactamente el hilo de todo después de tanto tiempo.
Hal se rascó la mandíbula.
– ¿Sabía usted -murmuró sin alterarse- que su esposa identificó los restos chamuscados de una bata estampada, que se encontró en el incinerador del jardín de los Martin, como parte de la vestimenta que llevaba Gwen el día en que fue asesinada?
El rostro de Clarke se quedó sin color, tan sólo un leve tono grisáceo.
– No, no lo sabía. -Aquellas palabras prácticamente no se oyeron.
– Y aquellos restos se fotografiaron adecuadamente y se guardaron cuidadosamente para una posterior utilización si surgía cualquier contradicción en cuanto a la pertenencia. Estoy seguro de que el señor Hayes nos contará si pertenecen a la bata de su esposa o a la de Gwen.
Clarke levantó las manos en un gesto de total rendición e impotencia.
– Ella me dijo que la había tirado -alegó-, porque con la plancha se le había hecho un agujero en la parte de delante. Yo lo creí. Estas cosas le sucedían a menudo.
Hal dio la impresión de que apenas le oía y siguió en el mismo tono impasible:
– Espero, señor Clarke, que encontraremos una forma de demostrar que usted fue consciente en todo momento de que fue su esposa quien mató a Gwen y Amber. Tengo interés en verle juzgado y condenado por haber permitido que una muchacha inocente vaya a la cárcel condenada por uncrimen que usted sabía que no cometió, en concreto una muchacha de la cual usted usó y abusó de una forma tan desvergonzada.
Desde luego aquello no se podría probar, pero a Roz le satisfizo muchísimo el terror que vio dibujado en la cara de Clarke, que no cesaba en su convulsión.
– ¿Cómo podía saberlo yo? Sospeché… -levantó la voz-, por supuesto que sospeché, pero Olive se declaró culpable. -Sus ojos se dirigieron a Roz con expresión implorante-. ¿Por qué confesó Olive?
– Porque estaba completamente conmocionada, porque estaba aterrorizada, porque no se le ocurrió otra cosa que hacer, porque su madre estaba muerta y porque la habían educado enseñándole a guardar secretos. Pensó que su padre la salvaría, pero no lo hizo, pues pensó que era culpable. Usted podía haberla salvado pero no lo hizo, porque tenía miedo de lo que diría la gente. La mujer de la Wells-Fargo podía haberla salvado, pero no lo hizo porque no quería verse implicada. Su abogado podía haberla salvado de haber sido una persona más comprensiva. -Roz miró hacia Hal-. La policía podía haberla salvado si se hubiera cuestionado, por una vez tan sólo, el valor de la prueba de la confesión. Pero de esto hace seis años, y seis años atrás las confesiones -dibujó un aro con el índice y el pulgar -estaban a la orden del día. Pero yo no les acuso a ellos, señor Clarke, le acuso a usted. Por todo. Jugó al homosexual porque estaba asqueado con su esposa y luego sedujo a la hija de su amante para demostrarse a sí mismo que no era el pervertido que había creído ser. -Le miró con desprecio-. Así voy a describirle en el libro que sacará a Olive de la cárcel. La gente como usted merece todo mi desprecio.
– Va a hundirme.
– Sí.
– ¿Eso es lo que quiere Olive? ¿Hundirme?
– Lo que Olive quiere no lo sé. Tan sólo veo claro lo que quiero yo, sacarla de allí. Si esto implica hundirle a usted, qué más da.
Clarke permaneció allí sentado un rato en silencio, sus dedos temblorosos se introducían en las arrugas de sus pantalones. Luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, miró a Roz.
– Si Olive no se hubiera declarado culpable, yo habría hablado. Pero lo hizo, y yo supuse, como todo el mundo, que decía la verdad. Entiendo que no desea prolongar su estancia en la cárcel. Su libertad como preludio a la publicación del libro aumentará considerablemente las ventas, ¿verdad?
– Tal vez. ¿Qué me está sugiriendo?
El anciano empequeñeció los ojos.
– Si ahora le proporciono las pruebas que pueden acelerar su libertad, ¿me promete a cambio no divulgar mi nombre real o mi dirección en el libro? Puede referirse a mí con el nombre que utilizaba Olive, señor Lewis. ¿De acuerdo?
Ella esbozó una sonrisa. Aquel hombre era una basura increíble. Él jamás podría conseguir aquello, pero parecía no darse cuenta. Además, la policía publicaría su nombre, aunque sólo fuera como el marido de la señora Clarke.
– De acuerdo. Siempre que sirva para liberar a Olive.
Clarke se levantó, sacó unas llaves del bolsillo y se acercó a una caja china muy decorada que tenía en el aparador. La abrió, levantó la tapa, extrajo algo envuelto en papel de seda y se lo entregó a Hal.
– Lo encontré después del traslado -dijo-. Ella lo había escondido en el fondo de uno de sus cajones. Le juro que jamás he sabido cómo lo consiguió, pero siempre me he temido que Amber se mofara de ella con esto. Habla mucho de Amber. -Se frotó las manos como imitando a Poncio Pilatos-. Suele llamarla el Diablo.
Hal quitó el papel y miró el objeto que contenía. Una pulsera de plata de la que colgaba una minúscula silla de plata y una placa en la que apenas se leía T.E.N.A.R.N.I.A., pues estaba cubierta de profundos arañazos hechos con saña.
Llegó Navidad antes de que la balanza de la justicia se hubiera inclinado lo suficiente a favor de Olive para permitirle abandonar los confines de la cárcel. Evidentemente, siempre habría personas que dudarían, gente que la llamaría La Escultora hasta el fin de sus días. Tras seis años, las pruebas que apoyaban su versión eran de lo más inconsistente. Una pulsera de plata en el lugar en que no debía estar. Unos minúsculos fragmentos de una bata estampada quemada, identificados por el amargado marido de una mujer senil. Y finalmente el escrupuloso nuevo examen de las pruebas fotográficas, utilizando un sofisticado aumento informatizado, que habían revelado la huella de un zapato más pequeña y fina en la sangre, por debajo de la que dejó la de la suela de goma en uno de los pasos de Olive.
Nadie sabrá jamás lo que sucedió en realidad aquel día, pues la verdad estaba encerrada en el interior de un cerebro que ya no funcionaba, y Edward Clarke no pudo, o no quiso, sacar la mínima luz en cuanto a las afirmaciones que le había hecho su mujer en el pasado. Mantuvo su total ignorancia respecto al asunto, aduciendo que cualquier duda que podía haber tenido se disipó con la confesión de Olive y que la responsabilidad por los errores debían achacarse a ella y a la policía. La versión más probable y la que se aceptó ampliamente fue la de que Amber esperó a que Edward y Robert salieran para ir a trabajar y luego invitó a la señora Clarke para mofarse de ella con el tema de la pulsera y el aborto. Lo que sucedió entonces queda en el terreno de la conjetura, pero Roz, como mínimo, estaba convencida de que la señora Clarke cometió los asesinatos a sangre fría y con la mente clara. Había mucho cálculo en la forma en que se vio obligada a ponerse guantes para llevar a cabo la carnicería, así como en el gran cuidado en no dejar huellas en medio de la sangre para no dejar pruebas. Pero lo más calculado fue el hecho de quemar una bata manchada de sangre mezclada con la ropa de Gwen y Amber, y la fría identificación posterior de los trozos afirmando que se trataba de la bata que llevaba aquella mañana Gwen. Roz incluso llegó a preguntarse si en todo momento no tuvo la intención de implicar a Olive. Ahora era imposible saber por qué la señora Clarke había aparecido ante la ventana de la cocina, pero Roz tenía todo el presentimiento de que, de no haberse dado esta circunstancia, Olive hubiera tenido la suficiente entereza como para llamar inmediatamente a la policía, antes de precipitarse, frenética, hacia la cocina y borrar las pruebas que podían haberla exculpado.
No se produjeron sanciones disciplinarias contra los agentes responsables del caso. El comisario publicó una nota de prensa en la que se especificaba el nuevo rigor en los procedimientos policiales, en concreto en relación con las pruebas de confesión, si bien insistió en que en referencia al caso de Olive la policía había seguido todos los pasos imprescindibles para asegurar la protección de sus derechos. En aquellas circunstancias, se había considerado lógico suponer que la confesión era sincera. En ella aprovechaba la oportunidad para reiterar enérgicamente el imperativo deber de todos de no alterar las pruebas en la escena de un crimen.
La vinculación de Peter Crew con el caso, en concreto el subsecuente manejo del capital de Robert Martin, atrajo un considerable y reprobatorio interés. En el peor de los casos, se le acusó de tramar con deliberación la declaración de Olive a fin de acceder a unos fondos ilimitados, y, en el mejor de los casos, de amedrentar a una joven emocionalmente perturbada en un momento en el que tenía la responsabilidad de velar por sus intereses. Negó ambas acusaciones con gran energía, alegando que no podía haber previsto el éxito de Robert Martin en la bolsa ni tampoco su temprana muerte; y afirmando que, al considerar la versión de Olive acorde con las pruebas del forense, él, en ausencia de negación por parte de la chica, igual que la policía, la había aceptado como la fiel versión de los hechos. Le había aconsejado no hablar y no podía considerársele responsable de aquella confesión. Entre tanto, permanecía en libertad bajo fianza, y debía enfrentarse a los cargos que habían presentado la mayoría de sus clientes y que podían llevarle de nuevo a la cárcel, declarando obstinadamente su inocencia en todos ellos.
Roz, cuando se enteró de lo que Crew decía, se irritó tanto que le abordó en plena calle acompañada de un periodista local.
– Podemos hablar eternamente de responsabilidades, señor Crew, pero hágame el favor de explicarse. Si la declaración de Olive se ajustaba tanto a las pruebas del forense como usted mantiene, ¿por qué afirmó que no se empañó el espejo en un momento en que Gwen y Amber seguían vivas? -le sujetó del brazo cuando el otro intentó alejarse-. ¿Por qué no mencionó Olive que el hacha estaba demasiado desafilada para cortar la cabeza de Amber? ¿Por qué no dijo que tuvo que darle cuatro veces antes de recurrir al cuchillo de cocina? ¿Por qué no habló de la pelea con su madre y de las puñaladas que le asestó en la garganta antes de cortarle el cuello? ¿Por qué no habló de quemar la ropa? En resumen, cíteme un solo detalle de la declaración de Olive que se ajuste perfectamente a las pruebas del forense.
Él intentó liberarse con gesto airado.
– Ella dijo que utilizó el hacha y el cuchillo de cocina -saltó Crew.
– Y en ninguno de ellos había sus huellas. Las pruebas forenses no apoyaron su declaración.
– Iba cubierta de sangre de las víctimas.
– Cubierta, de acuerdo, señor Crew. Pero ¿en qué punto de su declaración dice que se revolcó en ella?
Intentó alejarse, pero el periodista le bloqueó el camino.
– Huellas -respondió-. En aquel momento, tan sólo había sus huellas.
– Sí -respondió Roz-. Y con esta pequeña prueba, que se contradice con todas las demás, usted decidió que era una psicópata y preparó una defensa basándose; en disminución de responsabilidad. ¿Por qué no informó a Graham Deedes sobre la tabla de salvamento que su pobre padre intentaba tenderle? ¿Por qué no cuestionó su propio criterio cuando anunciaron que se declararía culpable? ¿Por qué demonios no la trató como un ser humano, señor Crew, y no como un monstruo?
Él le dirigió una mirada de desprecio.
– Porque, señorita Leigh -dijo-, ella es un monstruo. Peor que eso, es un monstruo inteligente. ¿No le preocupa que esta pobre desgraciada a la que usted ha llevado al lugar que corresponde a Olive es la única que no tiene capacidad mental para enfrentarse a la acusación? ¿Y no le preocupa que Olive esperara a que muriera su padre para hablar? Créame, era a él a quien quería cargar con la culpa, porque era una presa fácil. Martin estaba muerto. Pero usted le proporcionó la señora Clarke. -Su rostro golpeó el de ella con ira-. Las pruebas que usted ha sacado a la luz plantean dudas, pero nada más. Una foto ampliada por sistema informático puede tener tantas interpretaciones como la naturaleza de la psicopatía. -Negó con la cabeza-. Claro que con ello Olive sería libre. La justicia se ha ablandado mucho estos últimos años. Pero yo estaba allí cuando ella contó su versión y, tal como le precisé al principio, Olive Martin es una mujer peligrosa. Persigue el dinero de su padre. Usted se ha guiado por el olfato, señorita Leigh.
– No es ni la mitad de peligrosa que usted, señor Crew. Que yo sepa nunca ha pagado a nadie para que destruyan el negocio de alguien o amenacen sus vidas. Usted es un corrupto.
Crew hizo un gesto de indiferencia.
– Si esto aparece impreso, señorita Leigh, voy a demandarla por difamación, lo que le costará infinitamente más en trámites legales de lo que pueda costarme a mí. Le aconsejo que lo tenga en cuenta.
El periodista le observó mientras se alejaba.
– Está haciendo de Robert Maxwell contigo.
– Esto es la justicia para ti -dijo Roz, asqueada-. Tan sólo un gran palo si sabes cómo usarlo o tienes suficiente dinero para pagar a alguien que lo use por ti.
– ¿Crees que miente con lo de Olive?
– Desde luego -respondió Roz enojada, resentida por la duda del otro-. Pero como mínimo ahora sabes a lo que se enfrentaba ella. Este país está loco si cree que la sola presencia de un abogado durante un interrogatorio ha de proteger automáticamente los derechos del detenido. Ellos son tan falibles, tan indolentes y tan corruptos como el resto. El Colegio de Abogados tuvo que pagar millones el año pasado para compensar actuaciones ilegales de sus socios.
El libro estaba programado para salir a la calle al cabo de un mes de ser puesta en libertad Olive. Roz lo había terminado en un tiempo récord en la paz y el aislamiento de Bayview, propiedad que había adquirido en un arrebato, al comprobar que resultaba imposible trabajar con el continuo ruido de la gente que disfrutaba de la comida del restaurante de abajo. Se relanzó el Poacher en un torbellino de publicidad algo exagerada en la que se presentaba a Hal como el desamparado héroe que tuvo que luchar contra la perversión del crimen organizado. Su vinculación con el caso de Olive Martin, en concreto los últimos esfuerzos realizados para asegurar su libertad, habían puesto la guinda. Aplaudió la decisión de Roz de comprar Bayview. Hacer el amor con el océano como telón de fondo no tenía nada que ver con las rejas del Poacher.
Y allí se sentía segura.
Hal había descubierto en su interior una capacidad de cariño que nunca hubiera podido imaginar. Era algo más profundo que el amor, abarcaba todas las emociones, desde la admiración a la libido, y, a pesar de que nunca se había considerado una persona obsesiva, la tensión que le producía la inquietud por Stewart Hayes, en libertad bajo fianza, se fue haciendo intolerable. Finalmente se vio empujado a hacerle una visita sorpresa en su casa. Le encontró jugando en el jardín con su hija de diez años, y allí le presentó una oferta que Hayes no pudo rechazar. Una vida por una vida, una mutilación por una mutilación en caso de que algo sucediera a Roz. Hayes adivinó en los ojos oscuros del otro una determinación tan apremiante, tal vez porque aquello era lo que él mismo habría hecho, que consintió en una tregua indefinida. Al parecer, el amor que sentía por su hija podía compararse al que Hal sentía por Roz.
Iris, que tenía más confianza en el libro que Roz -«de no haber sido por mí, jamás se habría escrito»-, estaba ocupadísima vendiéndolo por todo el mundo como el último ejemplo de la justicia británica tambaleándose bajo los zarpazos de su propia inflexibilidad.
Una pequeña y bastante irónica nota a pie de página de la historia explicaba que el muchacho que había localizado el bufete de Crew en Australia se había demostrado, al final, que no era el hijo de Amber, cuya pista se había perdido, y la búsqueda de éste se abandonó puntualmente. Había expirado el tiempo límite marcado en el testamento de Robert Martin y su dinero, multiplicado por las inversiones de Crew -ya fuera de su alcance- siguió en una situación de incertidumbre mientras Olive intentaba hacer valer sus derechos sobre él.