Marnie estudió la fotografía de Robert Martin durante varios segundos y negó con la cabeza.
– No -dijo-, ése no era él. No era tan guapo y tenía el cabello diferente, más poblado, no peinado hacia atrás, más hacia el lado. De todas maneras ya te dije que tenía los ojos castaño oscuros, casi negros. Estos ojos son claros. ¿Es el padre de ella?
Roz asintió.
Marnie le devolvió la fotografía a Roz.
– Mi madre siempre decía: «No te fíes nunca de un hombre cuyos lóbulos de las orejas lleguen más abajo que la boca. Es un signo de criminal». Mira esto.
Roz miró. No se había fijado en ellas porque los cabellos las cubrían, pero realmente las orejas de Robert Martin guardaban una asimetría casi antinatural con el resto de la cara.
– ¿Es que tu madre conoció a algún criminal?
Marnie soltó un bufido.
– Claro que no. Son cuentos de viejas. -Marnie ladeó la cabeza para volver a mirar la foto-. De todas formas, si hubiera algo de verdad en ello, él sería de primera categoría.
– Está muerto.
– A la mejor pasó el gen a su hija. Ella es de primera categoría total. -La mujer cogió la lima de las uñas-. ¿Dónde la conseguiste, si no es mucho preguntar?
– ¿La fotografía? ¿Por qué lo preguntas?
Marnie tocó la esquina derecha con la lima.
– Sé dónde fue tomada la foto.
Roz miró hacia donde Marnie señalaba. Detrás de la cabeza de Martin se veía un trozo de una pantalla de una lámpara con íes griegas invertidas alrededor de la base.
– En su casa, seguramente.
– Lo dudo. Fíjate en el signo alrededor de la pantalla. Solamente existe un sitio cerca de aquí que tenga estos signos.
Las íes eran lambdas.
Roz advirtió que eran el signo internacional de la homosexualidad.
– ¿Dónde?
– Es un pub que hay cerca del muelle. Es de travestis. -Marnie sonrió con sorna-. Es un puti-club de gays.
– ¿Cómo se llama?
Marnie continuó con sorna.
– El Gallo Blanco.
El patrón reconoció la fotografía inmediatamente.
– Mark Agnew -le dijo a Roz-. Acostumbraba a venir mucho aquí. Pero no le he vuelto a ver desde hace doce meses. ¿Qué pasó con él?
– Ha muerto.
El patrón puso una cara larga.
– Tendré que andar con tiento -dijo con un cansino y macabro humor-. Con el sida y la crisis ya casi no me quedan clientes.
Roz sonrió comprensivamente.
– Si puede servirle de consuelo, no creo que muriese de SIDA.
– Bien, aunque poco, sirve de consuelo. Este Mark se lo estaba buscando.
La señora O'Brien miró a Roz con un profundo hastío. El tiempo y su suspicaz naturaleza la habían persuadido de que Roz no tenía nada que ver con la televisión y que había venido a sonsacarle información acerca de sus hijos.
– Se ha de reconocer que tiene usted mucha cara.
– Oh -dijo Roz obviamente desilusionada-, ¿ha cambiado usted su decisión respecto al programa? -continuó con la farsa para ver si colaba.
– Un huevo, su programa. Es una maldita investigadora. ¿Qué es lo que busca? Eso me gustaría a mí saber.
Roz sacó la carta del Sr. Crew de su cartera y la entregó a la mujer.
– Me expliqué tan bien como pude la última vez, pero aquí tiene las condiciones de mi contrato con la cadena de televisión. Si la lee, verá claramente los propósitos y objetivos del programa que quieren hacer. -Roz señaló la firma de Crew-. Esta es la firma del director. Escuchó la cinta que grabamos y le gustó lo que oyó. No le sentará nada bien que se eche para atrás.
La vieja O'Brien, al disponer de una prueba escrita, quedó positivamente impresionada. Frunciendo el entrecejo con aire de intelectual miró las ininteligibles palabras.
– Bien -dijo-, un contrato es un contrato. Me lo tenía que haber enseñado la última vez. -Lo dobló con intención de metérselo en el bolsillo.
Roz sonrió.
– Desgraciadamente -dijo Roz, arrebatando la carta de los dedos de la vieja-, es la única copia que tengo y la necesito para asuntos legales y de impuestos. Si la perdiese, ninguno de nosotros cobraría. ¿Puedo entrar?
La vieja O'Brien apretó los labios.
– No veo motivo para que no, supongo. -Pero la suspicacia es difícil de matar-. No me voy a meter en asuntos raros, ¡ojo!
– Muy bien. -Roz entró en el salón-. ¿Hay alguien más de la familia en casa? Me gustaría incluirles en el reportaje, si es posible. Cuanto más completa la imagen, mejor.
La mujer se lo pensó un momento.
– ¡Mike! -gritó súbitamente-. ¡Baja! Hay una señora que quiere hablar contigo. ¡Pequeñín! Entra aquí.
Roz, que solamente estaba interesada en hablar con Gary, pensó con horror que los billetes de 50 libras le volarían. Sonrió conresignación cuando dos flacos jóvenes entraron en el salón y se colocaron al lado de su madre en el sofá.
– Hola -dijo Roz animadamente-, me llamo Rosalind Leigh y trabajo para una cadena de televisión que quiere hacer un programa sobre las penurias sociales…
– Corta el rollo, ya lo saben. No hace falta introducción alguna. Cincuenta pavos por barba. Es eso, ¿no?
– Mientras que den algo que valga la pena por el dinero. Necesito hablar durante una hora más y solamente estoy dispuesta a pagar 50 libras a cada uno si puedo hablar con su hijo mayor, Peter, y el más joven, Gary. De esta forma tendré un punto de vista más amplio. Quiero saber lo que cambió para los mayores cuando se fueron a vivir con los padres adoptivos.
– Bueno, aquí tiene a Gary -dijo la mujer, dándole codazos al joven de su izquierda-, es este pequeñín de aquí. Peter está en el talego, así que tendrá que conformarse con Mike. Es el tercero y estuvo el mismo tiempo fuera que Peter.
– Muy bien, adelante.
Roz desplegó su minuciosamente preparada lista de preguntas y puso la grabadora en marcha. Notó que los dos «chicos» tenían las orejas muy bien proporcionadas.
Durante la primera media hora Roz habló con Mike, dándole ánimos para que explicase ampliamente su juventud en las casas de los padres adoptivos, su educación (o mejor dicho, la falta de ésta debido a las continuas campanas) y sus problemas desde muy joven con la policía. Era un chico taciturno, incluso sin los más mínimos modales sociales elementales, a quien le costaba mucho expresarse. Mike dio a Roz una impresión muy pobre, y ella intentó contener su impaciencia tras una forzada sonrisa y se preguntó si era posible que hubiera salido peor si la beneficencia le hubiera dejado en manos de su madre. En cierto modo tenía sus dudas. La vieja señora O'Brien, a pesar de todos sus pecados y los de sus hijos, quería a los suyos, y ser querido es la base de la confianza.
Roz se giró con alivio hacia Gary, que había escuchado la entrevista con mucho interés.
– Veo que no te fuiste de casa hasta los doce años -dijo Roz mirando sus anotaciones-, que es cuando te enviaron a un internado. ¿Por qué?
Gary hizo una mueca.
– Haciendo novillos, robando, como mis hermanos, pero en Parkway dijeron que yo era peor y por eso me enviaron a Chapman. No estaba mal. Aprendí un poco. Aprobé dos cursos en el instituto antes de abrirme.
Roz pensó que la verdad debía ser exactamente lo contrario y que en Parkway le habrían dicho que él estaba un poco por encima de sus hermanos y que valdría la pena invertir un poco más de esfuerzo.
– Qué bien. ¿Te ayudaron los aprobados a encontrar más fácilmente un trabajo?
Pareció como si Roz estuviese hablando de ir a la luna por lo extraño que le sonó a Gary el hecho de tener un trabajo en la vida.
– Nunca lo probé. Ya estábamos bien.
Roz recordó algo que Hal le había dicho.
«Simplemente tienen una escala de valores diferente de la que podamos tener nosotros.»
– ¿No querías tener un trabajo estable? -preguntó Roz con curiosidad.
Gary negó con la cabeza.
– ¿Tú querías conseguir algún trabajo cuando acabaste la escuela?
– Sí -dijo Roz sorprendida por la pregunta-, estaba impaciente por irme de casa.
El chico se encogió de hombros, tan perplejo de las aspiraciones que Roz tenía como perpleja ella de la falta de aspiraciones que él demostraba.
– Siempre nos hemos mantenido unidos -dijo Gary-. El paro cunde más juntándose. ¿Así que tú no estabas bien con tus padres?
– No lo suficiente como para querer vivir con ellos.
– Ah, vale -dijo el chico con simpatía-, esto lo explica todo.
De una forma absurda, Roz sentía envidia de él.
– Tu madre me dijo que trabajaste de mensajero con moto hace tiempo. ¿Te gustaba?
– Así, así. Era divertido al principio, pero no hay diversión en conducir una moto por la ciudad y todo el trabajo era en la ciudad. No habría estado tan mal si el cabrón que llevaba el negocio nos hubiese dado lo suficiente para poder pagar las motos. -Gary sacudió la cabeza-. Era un cabrón. Nos las jodieron al cabo de seis meses, y punto. Ni motos, ni trabajo.
Ahora Roz ya tenía tres versiones diferentes de cómo los O'Brien habían perdido el trabajo en la Wells-Fargo. ¿Era alguna de ellas la verdadera? o ¿eran todas verdaderas pero vistas desde tres perspectivas diferentes? «La verdad, -pensó- es una cosa menos absoluta de lo que siempre había pensado.»
– Tu madre me dijo -apuntó Roz con un poco de inocente picardía- que tuviste un rollo con una asesina mientras trabajabas allí.
– ¿Te refieres a Olive Martin? -Cualquier tipo de escrúpulos que pudo haber tenido en la época de los asesinatos había obviamente desaparecido-. Menudo cachondeo, aquél. Solía llevarle cartas a ella los viernes por la tarde de parte de un tío que le gustaba y entonces va y ¡paf!, se carga a sus parientes. Me quedé acojonado si te he de decir la verdad. No tenía ni idea de que estuviera tan majara.
– Pero lo tenía que estar para descuartizar a su madre y su hermana.
– Sí. -Se le vio pensativo a Gary-. Nunca lo entendí. Era una tía legal, la conocí cuando era pequeña. Entonces también era normal. Era la madre la bruja y la presumida de su hermana. Dios, qué cerda era la tía.
Roz disimuló su sorpresa. Todo el mundo quería a Amber. ¿Cuántas veces había oído esto?
– A lo mejor Olive se hartó y un día estalló. Eso ocurre.
– Oh -dijo Gary encogiéndose de hombros-, eso no es lo que yo no entiendo. Lo que no entiendo es por qué Olive no cogió y se fue con su amor. Incluso en el caso de que estuviera casado, le podía haber puesto un piso en algún sitio. No le venía de un duro de más o de menos a juzgar por lo que llegaba a pagar para enviarle las cartas. Veinte papeles la entrega. Debía estar forrado el tío.
Roz mordió su lápiz.
– A lo mejor Olive no lo hizo -dijo Roz como pensativa-. A lo mejor la policía cogió a la persona equivocada. La verdad, no sería la primera vez.
La señora O'Brien apretó los labios.
– Están todos podridos -dijo-. Te las cargas por cualquier cosa, actualmente. No se puede ser irlandés en este país. No tienes esperanzas si eres irlandés.
– Entonces -dijo Roz mirando a Gary-, si no fue Olive, ¿quién lo hizo?
– No estoy diciendo que no fuese ella -dijo Gary puntualizando-. La declararon culpable, entonces lo debía haber hecho. Todo lo que digo es que no tenía necesidad de hacerlo.
Roz se encogió de hombros despreocupadamente.
– Creo que simplemente perdió los estribos y se ofuscó. Probablemente sería porque le provocó su hermana. Has dicho que era terrible, ¿no?
Sorprendentemente fue Mike el que habló.
– Ángel en la calle, demonio en casa -dijo-. Igual que nuestra Tracey.
Roz sonrió a Mike.
– ¿Qué significa eso?
Mamá O'Brien aclaró.
– Cabrona con la familia, cariñosa con los demás. Pero nuestra Tracey no es en absoluto como Amber Martin. Siempre dije que aquella cría sería un fracaso y tenía razón. No puedes ser una veleta durante toda tu vida y salir adelante.
Roz mostró curiosidad.
– Realmente conocían bien a la familia, entonces. Pensaba que sólo había trabajado allá un tiempo.
– Sí, pero Amber se interesó por uno de los chicos después -la mujer hizo una pausa-, pero que me maten si recuerdo ahora cuál de ellos era. ¿Eras tú, pequeñín?
Gary negó con la cabeza.
– Chris -dijo Mike.
– Es verdad -corroboró la vieja-, realmente simpatizaban el uno por el otro. Podía estar sentada en esta habitación, orgullosa de sí misma, con cara de boba mirándole, y no debía tener más de doce o trece años. Él tenía, ¿cuánto? Quince, dieciséis, pero naturalmente cualquier atención a esa edad es sugestiva y además de guapa, todo ha de ser dicho, parecía mayor de lo que era. De todas formas, vimos a la auténtica Amber entonces. Trataba a Chris como a un rey y al resto de nosotros como si fuéramos escoria. Tenía una lengua que daba terror. Puta, puta, todo el rato. -A mamá O'Brien se la veía absolutamente indignada-. No sé ni cómo pude contenerme de darle su merecido pero lo hice por Chris. Colgado estaba, pobre chaval. La madre de Amber no lo sabía, claro. Acabó con la historia en el mismo momento que la descubrió.
Roz deseaba que la expresión de su cara no revelara todo lo que sentía. ¿Convertía eso entonces a Chris O'Brien en el padre del hijo ilegítimo de Amber? Tenía bastante sentido. El señor Hayes había mencionado un muchacho del instituto Parkway como responsable, y si Gwen había puesto punto final a la relación, ella sabría perfectamente a quién atribuirle la paternidad cuando nació el bebé. Esto también explicaría el secreto que envolvía la búsqueda del nieto de Robert Martin. Probablemente los O'Brien no tenían idea de que Chris había tenido un hijo y que este hijo, si aparecía, valía medio millón de libras.
– Es fascinante -murmuró Roz, buscando desesperadamente algo que decir-. Nunca había conocido a nadie tan próximo a un asesinato. ¿Estaba Chris afectado cuando Amber fue asesinada?
– No -dijo la vieja O'Brien sonriendo sin sentimiento-. No la había visto hacía años. Gary estaba más preocupado por Olive, ¿no, cariño?
El muchacho miraba a Roz fijamente.
– En realidad, no -dijo Gary directamente-. Estaba nervioso por estar metido en ello. Me refiero a que sabía bastante de Olive de una manera u otra. Sabía que la poli molestaría a todos a los que ella conocía y los acribillaría a preguntas. -Gary movió la cabeza-. Su fulano se libró sin problemas. Lo habrían cogido rápidamente si ella hubiera cantado unos cuantos nombres para intentar librarse.
– ¿Conociste a aquel hombre?
– No -su cara se volvió maliciosa de repente y observó a Roz con una expresión como si leyera exactamente sus pensamientos-. Sé adónde la llevaba para tirársela -le dijo a Roz sonriendo como un conspirador-. ¿Cuánto vale para ti?
Roz le devolvió la mirada.
– ¿Cómo lo sabes?
– El imbécil usaba sobres autoadhésivos. Son muy fáciles de abrir. Leí una de las cartas.
– ¿Llevaba su firma? ¿Sabes su nombre?
Gary movió la cabeza negativamente.
– Algo que empezaba con P «Todo mi amor, P» es como acababa.
Roz paró de fingir.
– Cincuenta pavos más -dijo-, aparte de los ciento cincuenta que habíamos quedado. Pero nada más. Me quedaré sin blanca.
– Vale. -Gary tendió la mano de idéntica manera como lo hacía su madre-. El dinero por adelantado.
Roz sacó el monedero y lo vació.
– Doscientas libras.
Lo contó en la mano del chico.
– Ya sabía yo que no era usted de la televisión -dijo la señora O'Brien disgustada-. Vaya si lo sabía.
– ¿Bien? -preguntó Roz a Gary.
– Ponía: «El domingo en el hotel Belvedere en la calle Farraday. Con todo mi amor, P». Es la calle Farraday, en Southampton, por si no lo sabía.
La carretera a Southampton llevó a Roz a lo largo de la calle mayor de Dawlington. Había pasado la boutique Glitzy antes de que el nombre le sonase y casi provocó una colisión por culpa de frenar en seco en medio de la calle. Con un alegre saludo al furioso hombre que tenía detrás, que no paraba de maldecir a las mujeres conductoras, Roz condujo el coche a una calzada lateral donde encontró aparcamiento.
Glitzy no era el nombre adecuado, pensó Roz abriendo la puerta. Esperaba encontrar ropa de diseño o, como mínimo, ropa más bien cara. Pero claro, estaba acostumbrada a las boutiques de Londres. Glitzy vendía género para la clase más baja del mercado, inteligentemente en consonancia con la clientela, mayormente chicas adolescentes sin posibilidades o sin medios de transporte para ir a comprar a tiendas de más estilo en Southampton.
Roz buscó a la encargada, una mujer de unos treinta años con un espléndido peinado con los cabellos hacia atrás formando como un moño sobre su cabeza. Roz le entregó una de sus tarjetas y a continuación insistió con su relato acerca del libro sobre Olive Martin.
– Estoy intentando encontrar a alguien que conociera a la hermana, Amber -dijo-, y me dijeron que trabajó aquí el mes anterior a ser asesinada. ¿Estaba usted aquí por aquel entonces? ¿O conoce usted a alguien que sí estuviera?
– No, querida, lo siento. El personal aguanta muy poco en un lugar así, chicas jóvenes normalmente, haciendo un trabajillo a la espera de que salga algo mejor. Incluso no sé ni quién era el encargado entonces. Se tendrá que dirigir a los propietarios. Le puedo dar la dirección -dijo con ánimos de ayudar.
– Gracias. Vale la pena probarlo, supongo.
La mujer acompañó a Roz a la mesa de la caja y consultó un archivo de tarjetas.
– Es divertido, me acuerdo de esos asesinatos, pero nunca he atado cabos. La hermana había trabajado aquí, ¿sabe?
– No trabajó mucho tiempo aquí y no estoy segura de si se informó a la policía. La prensa estaba más interesada en Olive que en Amber.
– Sí. -La mujer sacó una tarjeta-. Amber. No es un nombre corriente, ¿eh que no?
– Supongo que no. De todas maneras era un apodo. En realidad se llamaba Alison.
La mujer movió la cabeza.
– Hace tres años que estoy aquí y llevo tres años haciendo presión para que redecoren el lavabo del personal. La crisis es la excusa para no hacerlo, lo mismo sucede con cualquier otra cosa miserable, desde recortes salariales hasta género importado barato que incluso no está bien cosido. De todas maneras, el lavabo está alicatado y por lo visto es muy caro el trabajo de sacar los azulejos viejos y colocar unos nuevos. -Roz sonrió educadamente-. No te preocupes, eso es lo que hay. La razón por la que quiero azulejos nuevos es que alguien rayó los viejos con un cincel o algo parecido. Grabaron cosas encima y rellenaron las marcas con tinta imborrable. Lo he intentado todo para borrarlo, lejía, limpiahornos, disolvente, de todo, lo habré usado todo. -La mujer volvió a mover la cabeza-. No lo puedo sacar. ¿Y por qué? Porque quien sea que lo hiciera, lo marcó tan profundamente que atravesó la capa de cerámica, y la loza de debajo sigue chupando la suciedad y queda marcado. Cada vez que lo veo, se me pone la carne de gallina. Puro odio, esto es lo que denota.
– ¿Qué ponen las inscripciones?
– Te lo enseñaré. Está en la parte trasera. -La mujer pasó por un par de puertas, abrió otra y se puso a un lado para dejar pasar a Roz-. Aquí. Impresiona, ¿verdad? Y, sabes, siempre me he preguntado quién era Amber. Pero tiene que ser su hermana, ¿no? Como ya te dije, Amber no es exactamente un nombre corriente.
Eran las mismas dos palabras, repetidas diez u once veces a lo largo de los azulejos, una violenta sustitución de los corazones y flechas que normalmente adornan las paredes de los lavabos. Odia a Amber… Odia a Amber… Odia a Amber… Odia a Amber.
– Me pregunto quién habrá sido -murmuró Roz.
– Alguien muy tarado, digo yo. No querían que lo supiera ella, ya que no dejaron sus nombres.
– Depende de cómo se lea -dijo Roz pensativamente-. Si se pone bien puesto en un círculo diría: Amber odia a Amber odia a Amber, indefinidamente.
El Belvedere era el típico hotel situado en un callejón, dos casas unidas, con una escalera en la entrada y columnas a los lados de la puerta. El sitio tenía un aspecto descuidado, como si los clientes, en su mayoría representantes, lo hubieran abandonado. Roz tocó el timbre de encima de la mesa de la recepción y esperó.
Una mujer de unos cincuenta años salió de una habitación de la parte trasera con una amplia sonrisa.
– Buenas tardes, señora. Bienvenida al Belvedere. -Cogió el Libro de registro-. ¿Quiere una habitación?
«Qué cosas más horribles son las crisis -pensó Roz-. ¿Durante cuánto tiempo se puede llevar esa triste máscara de optimismo mientras la realidad mantiene vacíos los libros de registro?»
– Lo siento -dijo Roz-, no es lo que busco. -Le dio una tarjeta a la mujer-. Soy una periodista independiente y creo que la persona sobre la cual estoy escribiendo pudo haber estado aquí. En realidad esperaba que usted podría identificar su fotografía.
La mujer tamborileó con los dedos sobre el libro y lo apartó decididamente.
– ¿Va a publicar lo que escribe?
Roz movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Y mencionará el Belvedere si esta persona se alojaba aquí?
– Si lo prefiere, no.
– Qué poco sabe del negocio de los hoteles. Cualquier forma de publicidad es bienvenida en estos momentos.
Roz rió mientras ponía la fotografía de Olive sobre el escritorio.
– Si esta chica vino, fue en el verano del ochenta y siete. ¿Estaba usted aquí, entonces?
– Sí. -La mujer se mostró arrepentida-. Lo compramos en el ochenta y seis cuando la economía iba bien. -Cogió las gafas y se las puso sobre la nariz, inclinándose hacia delante para poder examinar la fotografía-. Ah, sí, la recuerdo muy bien. Una chica corpulenta. Ella y su marido vinieron casi todos los domingos durante aquel verano. Reservaban la habitación para el día y se marchaban por la noche. -La mujer suspiró-. Era un arreglo estupendo. Siempre podíamos volver a alquilar la habitación el domingo por la noche. Sacábamos el doble por un período de veinticuatro horas. -Volvió a suspirar profundamente-. Nos iría bien ahora, ojalá pudiéramos venderlo, de verdad, pero con todos estos pequeños hoteles que se están cerrando, no nos darían siquiera lo que pagamos nosotros. Continuar a pesar de todo, no podemos hacer nada más.
Roz llevó a la mujer a volver a hablar de Olive señalando la fotografía.
– ¿Cómo se llamaban ella y su marido?
A la mujer le hizo gracia la pregunta.
– Lo usual, supongo. Smith o Brown.
– ¿Firmaban en el libro de registro?
– Ya lo creo, somos muy meticulosos con el registro.
– ¿Me dejaría echar una mirada?
– Claro que sí. -La mujer abrió un armario bajo el escritorio y sacó el libro de registro de 1987-. Vamos a ver. Ajá, ya lo tengo. El señor y la señora Lewis. Vaya, vaya, tenían más imaginación que los demás. -Dio la vuelta al libro de manera que Roz lo pudiera ver.
Roz miró la nítida escritura y pensó: «Ya te tengo, cabrón».
– Es la letra del hombre. -Ya lo sabía.
– Sí -dijo la otra mujer-. Siempre firmaba él. Ella era mucho más joven que él y muy tímida, especialmente al principio. Con el tiempo se mostró más segura, pero nunca llamaba la atención. ¿Quién es ella?
Roz se preguntó si la mujer continuaría interesada en ayudar cuando supiese quién era, pero no tenía sentido no explicárselo. Sabría todos los detalles en el momento en que saliese el libro.
– Se llama Olive Martin.
– Nunca he oído este nombre.
– Está condenada a cadena perpetua por haber matado a su madre y a su hermana.
– ¡Dios mío! Es aquella que… -Hizo movimientos de cortar con las manos. Roz movió la cabeza-. ¡Dios mío!
– ¿Aún quiere que se mencione el Belvedere?
– ¡Dios mío! -gritó la mujer profundamente-¡Claro que sí! Una asesina en nuestro hotel. ¡Imagínese! Pondremos una placa en la habitación. ¿Qué es exactamente lo que está escribiendo? ¿Un libro? ¿Un artículo en una revista? Le daremos fotografías del hotel y de la habitación que ocupaba. Vaya, vaya, quién lo iba a pensar. ¡Qué emocionante! ¡Si lo hubiera sabido!
Roz rió. Era la macabra alegría por el placer proporcionado por la desgracia de un tercero, pero a Roz le sabía mal criticarla. Solamente un loco miraría el diente a un caballo regalado.
– Antes de que se emocione demasiado -avisó Roz-, el libro probablemente no estará publicado hasta dentro de un año y será una exculpación de Olive y no una condena más. Sabe, creo que Olive es inocente.
– Mejor que mejor. Venderemos el libro en el vestíbulo del hotel. Ya sabía que algún día nuestra suerte tendría que cambiar. -La mujer miró a Roz agradecida-. Dígale a Olive que puede quedarse aquí tanto tiempo como quiera con todos los gastos pagados, así que salga de la prisión. Siempre nos hemos cuidado de nuestros clientes asiduos. Ahora, querida, ¿necesita alguna cosa más?
– ¿Tiene una fotocopiadora?
– Sí. Tenemos de todo aquí, ¿sabe?
– ¿Me podría hacer una copia de esta inscripción en el registro? Y quizá podría darme también una descripción del señor Lewis, si se acuerda.
La mujer apretó los labios.
– No era nada especial. Cincuenta y pocos. Rubio, siempre llevaba un traje oscuro, fumador. ¿Le sirve de algo?
– Quizá. ¿Se le veía el pelo natural? ¿Se acuerda?
La otra mujer soltó una risita.
– Ah, sí, lo había olvidado. Nunca lo imaginé hasta que un día les llevé el té y le sorprendí arreglándose la peluca delante del espejo. Cómo me reí después, se lo aseguro. Pero era una señora peluca. No lo hubiese imaginado a simple vista. Le conoce, ¿así?
Roz movió la cabeza.
– ¿Le reconocería en una foto?
– Lo intentaré. Normalmente recuerdo una cara cuando la veo.
– Escultora, tienes visita. -La funcionada estaba en la celda antes de que Olive tuviera tiempo para esconder lo que estaba haciendo-. Venga, vamos. Muévete.
Olive recogió las figuras de cera con una mano y las aplastó en la palma.
– ¿Quién es?
– La monja. -La funcionarla miró el puño cerrado de Olive-. ¿Qué tienes ahí?
– Arcilla.
Olive abrió la mano. Las figuras de cera, pintadas cuidadosamente y vestidas con coloreados trozos de papel, se habían convertido en una masa multicolor, tan imposible de ser reconocidas como la vela de altar de la que provenían.
– Vale, déjalo allí. La monja ha venido a hablar contigo, no para ver cómo juegas con arcilla.
Hal estaba durmiendo en la mesa de la cocina con el cuerpo rígido, los brazos descansando sobre la mesa y dando cabezadas sobre el pecho. Roz le observó durante unos instantes a través de la ventana, después golpeteó en el cristal. Los ojos de Hal, enrojecidos por el agotamiento, se abrieron para mirarla y Roz se sorprendió del gran alivio que Hal sintió cuando vio quién era.
Hal la hizo pasar.
– Tenía la esperanza de que no volverías -dijo con la cara vencida por el cansancio.
– ¿De qué tienes tanto miedo? -preguntó Roz.
Hal la miró con un cierto aire de desespero.
– Ve a casa -dijo-, esto no es de tu incumbencia. -Hal fue al fregadero y abrió el grifo del agua fría, metió la cabeza bajo el chorro dando gritos entrecortados mientras la helada agua le mojaba la nuca.
Proveniente del piso de arriba, se oyó de repente un violento martilleo.
Roz dio un salto en el aire.
– Oh, Dios mío. ¿Qué ha sido eso?
Hal la sujetó fuerte por el brazo, empujándola hacia la puerta.
– Vete a casa -ordenó-. ¡Ahora mismo! No quiero tener que forzarte.
Pero Roz no se movió.
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué ha sido ese ruido?
– Hazme un favor -dijo Hal hoscamente-. Si no te vas ahora mismo, te arrepentirás. -Pero en total contradicción con sus palabras, de repente puso las manos en ambos lados de la cara de Roz y la besó-. ¡Oh Dios! -gimió, apartándole el cabello de delante de los ojos-. No te quiero involucrar, Roz. No te quiero involucrar.
Roz estaba a punto de decir algo, cuando por encima del hombro de Hal vio cómo se abría la puerta del restaurante.
– Demasiado tarde -dijo Roz-, tenemos compañía.
Hal, absolutamente desprevenido, enseñó los dientes con una sonrisa canina.
– Te estaba esperando -dijo Hal arrastrando las palabras. Como si fuera su amo, puso a Roz detrás de él dispuesto a defender lo que era suyo.
Eran cuatro, altos e irreconocibles, con pasamontañas. No dijeron nada, blandían indiscriminadamente bates de béisbol, con Hal como objetivo. Ocurrió tan rápidamente que Roz se convirtió en espectadora de aquel horripilante deporte antes de darse cuenta. Ella, por lo visto, era demasiado insignificante para preocuparles.
El primer impulso de enfado de Roz fue intentar alcanzar a un brazo que golpeaba, pero la paliza que le había propinado Rupert dos semanas antes la convenció de que era mejor usar su cerebro. Con manos temblorosas abrió su bolso, sacó una aguja de sombrero de unos ocho centímetros que se había acostumbrado a llevar encima y la clavó en la nalga del hombre más próximo. Penetró hasta el extremo de jade y un suave gemido salió de la boca del hombre cuando se quedó completamente paralizado por el susto; el bate de béisbol se le escurrió de las manos desprovistas de fuerza. Nadie se dio cuenta, excepto Roz.
Con una exclamación triunfal, Roz lanzó hacia arriba el bate y lo levantó en parábola para golpearle los testículos. El hombre se sentó en el suelo y empezó a gritar.
– Ya tengo uno -dijo Roz jadeando-. Ya tengo un bate.
– Entonces úsalo, por el amor de Dios -gritó Hal bajo una lluvia de golpes.
«Dios mío. Piernas», pensó Roz. Se arrodilló sobre una pierna, golpeó el primer par de pantalones y cantó el triunfo cuando dio en el blanco. Volvió a golpear cuando una mano que le sujetaba el cabello le tiró de la cabeza y empezaba a arrancárselo de raíz. Susto y dolor inundaron sus ojos con punzantes lágrimas.
Hal, en el suelo, apoyado con las manos y las rodillas, la cabeza protegida por los hombros, sólo notó vagamente que la velocidad de los golpes contra su espalda había disminuido. Su cerebro estaba concentrado en el agudo grito que pensaba que provenía de Roz. La furia de Hal fue tan colosal y descargó tal cantidad de adrenalina, que explotó con tanta potencia que se lanzó sobre el primer hombre que vio, empujándolo de espaldas contra los llameantes fogones donde hervía un cazo de caldo de pescado. Olvidándose del golpe que con la fuerza de una locomotora recibió entre los omóplatos, dobló a su víctima en arco sobre los fogones, cogió el cazo y arrojó el líquido hirviendo sobre la cabeza enmascarada.
Con gran velocidad, se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con el cuarto y rechazó con el antebrazo el golpe que éste le iba a asestar, golpeando casi simultáneamente la mandíbula de su adversario con la parte inferior del cazo. Los ojos que apenas tapaba el pasamontañas reflejaron un brevísimo destello de sorpresa antes de quedar irremisiblemente en blanco. El hombre perdió la conciencia antes de llegar al suelo.
Agotado, Hal buscó a Roz. Le costó un poco encontrarla, pues le desorientaban los chillidos que parecían proceder de todos los rincones de la cocina. Sacudió la cabeza para disipar la neblina que la rodeaba y centró su mirada en la puerta. Entonces la vio: tenía la cabeza atrapada en el brazo que se la rodeaba, perteneciente al único hombre que no había sido alcanzado. Roz tenía los ojos cerrados y la cabeza colgando de manera espectacular hacia un lado.
– Un paso más -advirtió a Hal aquel hombre que jadeaba terriblemente- y le rompo el cuello.
Un odio, tan primitivo que fue incapaz de controlar, surgió como la ardiente lava del cerebro de Hal. Sus actos eran instintivos. Bajó la cabeza y asestó el golpe.