Capítulo 3

Graham Deedes era joven, desasosegado y negro. Observó el aire de sorpresa de Roz cuando ésta entró en su despacho y frunció el ceño, irritado:

– No sabía que los abogados negros fuéramos una especie de pieza de museo, señorita Leigh.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó ella, intrigada, mientras se sentaba en la silla que Deedes le había indicado.

– Parecía sorprendida.

– Lo estoy, pero no por el color de su piel, sino porque es mucho más joven de lo que esperaba.

– Treinta y tres -dijo él-. Tampoco es para tanto.

– No, pero cuando recibió instrucciones para comparecer ante el tribunal representando a Olive Martin no tendría más de veintiséis o veintisiete. Muy joven para un juicio de asesinato.

– Ciertamente -asintió él-, pero yo era el segundo de a bordo. El titular era mucho mayor que yo.

– Pero usted llevó adelante la mayor parte de la preparación, ¿no es así?

Deedes asintió.

– Así fue. Un caso poco corriente.

Roz extrajo la grabadora del bolso.

– ¿Le importa que grabe la conversación?

– Si lo que pretende es hablar de Olive Martin, no.

– Eso espero.

Él soltó una risita ahogada.

– Entonces no me importa, por la simple razón de que no puedo decirle prácticamente nada sobre ella. La vi una sola vez, el día que la condenaron, y no nos cruzamos una sola palabra.

– Pero yo tenía entendido que usted preparaba una defensa basándose en la disminución de responsabilidad. Durante todo el proceso, ¿no tuvo contacto con ella?

– No, se negó a verme. Llevé adelante mi trabajo a partir del material que me mandó su abogado. -Sonrió con cierta tristeza-. Que, por ciertp, no era gran cosa. La verdad es que si hubiéramos tenido que proceder con él, habríamos sido el hazmerreír de la sala; justamente por esto quedé bastante descansado cuando el juez decidió admitir que ella se considerara culpable.

– De haber reclamado, ¿qué argumentos habría utilizado?

– Habíamos preparado dos planteamientos distintos. -Deedes reflexionó un momento-. Uno, que su equilibrio mental se había visto alterado temporalmente… Si no recuerdo mal, era el día siguiente a su cumpleaños y ella se sentía muy afectada por que su familia, en vez de prestarle atención, se mofara de ella por ser gorda. -Levantó las cejas inquisitivamente y Roz movió la cabeza-. Además, creo que en su declaración citaba que no soportaba el ruido. Nos las arreglamos para encontrar un médico dispuesto a presentar pruebas de que el ruido puede ser causante de trastornos violentos en determinadas personas, las cuales pueden perder el control al intentar que cese. No disponíamos, con todo, de pruebas médicas o psiquiátricas que demostraran que Olive pertenecía a este tipo de personas. -Juntó los dedos índices haciéndolos golpetear-. En segundo lugar, pensábamos remontarnos a la increíble crueldad del crimen e invitar al jurado a extraer lo que creíamos podía ser una deducción ineludible: que Olive era una psicópata. No teníamos la más mínima posibilidad en cuanto al equilibrio mental, aunque, con lo de la psicopatía… -Con una mano hizo el movimiento de oscilación del columpio- tal vez. Encontramos a un profesor de psicología dispuesto a poner toda la carne en el asador después de ver las fotos de los cadáveres.

– Y éste, ¿llegó a hablar con ella?

Deedes negó con un gesto de la cabeza.

– No había tiempo, y por otro lado, tampoco le hubiera recibido. Estaba decidida a declararse culpable. Creo que el señor Crew le ha contado que escribió al ministro de Interior pidiendo un informe psiquiátrico independiente para demostrar que estaba en condiciones de declararse culpable. -Roz movió la cabeza asintiendo-. Después de esto, nosotros ya no teníamos en realidad nada que hacer. Fue un caso extraordinario -dijo reflexivamente-. La mayor parte de los acusados se desviven para conseguir excusas.

– El señor Crew parece convencido de que es una psicópata.

– Creo que comparto su opinión.

– ¿Por lo que hizo a Amber y a su madre? ¿Tiene alguna otra prueba?

– No. ¿Le parece poco?

– Entonces, ¿cómo explicaría que cinco psiquiatras hayan diagnosticado que es normal? -Roz alzó la mirada-. Por lo que he podido comprender, ha asistido a unas cuantas consultas en la cárcel.

– ¿Quién se lo ha contado? ¿Olive? -dijo Deedes en tono escéptico.

– Sí, pero luego hablé con la directora y ella me lo confirmó.

Deedes encogió los hombros.

– Yo no tendría mucha confianza en ello. Hay que leer los informes. Depende de quién los redactara y por qué la sometieron a las pruebas.

– De todas formas, ¿no le parece raro?

– ¿En qué sentido?

– Suponiendo que fuera una psicópata, uno esperaría un cierto nivel de conducta sociopática.

– No necesariamente. Puede que la cárcel sea el entorno controlado que se ajusta a ella. O tal vez su psicopatía específica se dirigió contra su familia. Algo pudo desencadenarlo aquel día en concreto y una vez se hubo deshecho de ellas, volvió a la normalidad. -Hizo un nuevo gesto de indiferencia-. ¿Quién sabe? No puede decirse que la psiquiatría sea una ciencia exacta. -Permaneció un momento en silencio-. Por mi experiencia, las personas adaptadas al entorno no acuchillan a su madre y a su hermana hasta matarlas. ¿Ya sabe que seguían vivas cuando ella utilizó el hacha? -Esbozó una sonrisa lúgubre-. Ella también lo sabía, no crea que no.

Roz frunció el ceño.

– Existe otra explicación -dijo lentamente-. El problema es que, a pesar de que encaje con los hechos, resulta demasiado absurda para ser verosímil.

Deedes esperó un momento.

– ¿Cuál es? -preguntó por fin.

– Olive no lo hizo. -Se percató de la cínica incredulidad del otro y se apresuró a añadir-: No estoy diciendo que sea así, tan sólo que encaja con los hechos.

– Los suyos -puntualizó Deedes amablemente-. Tengo la impresión de que es algo selectiva con lo que decide creer.

– Puede que sí.

Roz recordó su estado de ánimo de la noche anterior.

Él la observó un momento.

– Para ser alguien que no ha cometido unos asesinatos, estaba muy al corriente de éstos.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto. ¿Usted, no?

– Ella no dijo ni una palabra sobre eso de que su madre intentó librarse del hacha y del cuchillo. Y éste tenía que ser el punto más espeluznante. ¿Por qué no lo mencionó?

– Vergüenza, turbación, amnesia traumática. Le sorprendería comprobar cuántos asesinos borran de su mente lo que han hecho. A veces pasan años antes de que acepten su culpabilidad. En cualquier caso, dudo que la pelea con su madre fuera tan espeluznante para Olive como usted apunta. Gwen Martin era una mujer diminuta, yo diría que como mucho medía metro cincuenta y cinco. Olive, a nivel físico, salió al padre, de forma que no creo que le costara mucho detener a su madre. -Notó la duda en los ojos de Roz-. Déjeme que le plantee una pregunta: ¿por qué tendría que declararse culpable Olive de dos asesinatos que no cometió?

– Porque hay gente que lo hace.

– Cuando sus abogados están presentes, no, señorita Leigh. Admito que es algo que sucedía, y precisamente por esto se han introducido nuevas normas por lo que se refiere a las pruebas, pero Olive no entraría ni en la categoría de coacción en la confesión ni en la de un arreglo posterior. Estuvo representada legalmente a lo largo de todo el proceso. Por tanto, repito, ¿por qué tendría que confesar algo que no hizo?

– ¿Para proteger a alguien? -Ella se sentía aliviada de no hallarse en una sala. Deedes era un interrogador machacón.

– ¿A quién?

Roz movió la cabeza.

– No lo sé.

– No existía otra persona más que su padre, y estaba trabajando. La policía lo investigó a fondo y tenía una coartada perfecta.

– El amante de Olive.

Él la miró fijamente.

– Olive me dijo que había abortado. De forma que probablemente había tenido un amante.

Deedes encontró que aquello era bastante divertido.

– ¡Pobre Olive! -dijo riendo-. Bien, yo diría que un aborto es una forma como otra de hacer lo que toca. Sobre todo -rió de nuevo- si todo el mundo la cree. Yo de usted no sería tan crédulo.

Ella esbozó una fría sonrisa.

– Tal vez el crédulo sea usted al apuntarse al argumento masculino barato de que una mujer como Olive no puede tener un amante.

Deedes observó el rostro resuelto de ella y se preguntó qué la movía.

– Tiene razón, señorita Leigh, era un recurso barato, le pido disculpas. -Levantó un momento las manos y luego las dejó caer-. Pero es la primera noticia que tengo sobre tal aborto. Dejémoslo en que me sorprende y me parece algo improbable. ¿Y en cierta manera oportuno, quizás? Se trata de algo que no puede comprobarse, como mínimo sin el permiso de Olive. Si se permitiera a los abogados acceder a los informes médicos de las personas, tal vez saldrían a la luz secretos bastante delicados.

Roz lamentó aquel comentario fuera de lugar. Deedes era una persona más amable que Crew y no se lo merecía.

– Olive me habló de un aborto. Yo di por sentado lo del amante. Pero quizá la violaron. Se concibe con la misma facilidad con odio que con amor.

Él hizo un gesto de indiferencia.

– Cuidado, que no la utilicen, señorita Leigh. El día en que Olive Martin compareció ante el tribunal, dominó la sala. En aquel momento tuve la impresión, y sigo teniéndola, de que éramos nosotros los que bailábamos a su son y no ella al nuestro.


Dawlington era un pequeño barrio situado al este de Southampton, que en otro tiempo había sido un pueblo y ahora había crecido con la gran expansión urbana del siglo XX. Mantenía más o menos su identidad por las concurridas rutas de transporte que le conferían unos límites alquitranados, aunque, a pesar de ello, tampoco resultaba muy fácil encontrarlo. Tan sólo un letrero despintado y antiguo, que anunciaba Periódicos Dawlington, puso a Roz sobre la pista de que acababa de abandonar un barrio y entraba en otro. Se situó en el bordillo justo antes de un indicador de giro a la izquierda y consultó el plano. Al parecer, estaba en High Street, y la calle de la izquierda -observó el indicador de reojo- era la de Ainsley. Pasó el dedo por la cuadrícula del mapa: «Calle Ainsley -murmuró- Vamos, puñetera, ¿dónde estás? De acuerdo, Leven Road. Primera a la derecha, segunda a la izquierda.» Echó una ojeada al retrovisor, se situó de nuevo en medio de la calzada y giró a la derecha.

Se le ocurrió que la historia de Olive iba creciendo por momentos mientras observaba, desde el interior del coche aparcado, el número veintidós de Leven Road. El señor Crew había dicho que era imposible vender aquella casa. Ella se había imaginado algo extraído de una novela gótica, doce meses de abandono y deterioro desde la muerte de Robert Martin, una casa condenada por el obsesivo horror de su cocina. En lugar de ello, se encontró con una alegre casita adosada recién pintada, con geranios rosas, blancos y rojos que se inclinaban en las jardineras de las ventanas. «¿Quién la habrá comprado? -pensó ella-. ¿Quién tendrá tanto valor (o será tan macabro) para vivir con los fantasmas de aquella trágica familia?» Volvió a comprobar la dirección en los recortes de prensa que había recogido aquella mañana en los archivos del periódico local. No se equivocaba. Una foto en blanco y negro de «la casa del horror» mostraba la misma casa adosada, aunque sin las jardineras en las ventanas.

Descendió del coche y cruzó la calle. La casa siguió tercamente silenciosa después de tocar ella el timbre de la puerta, y por ello probó en el de la casa de al lado. Le respondió una joven con un crío en brazos, medio dormido.

– ¿Qué se le ofrece?

– Buenos días -dijo Roz-, siento molestarla. -Hizo un gesto indicando la casa de al lado-. En realidad quería hablar con sus vecinos pero no hay nadie. ¿Sabe a qué hora suelen estar en casa?

La joven levantó algo la cadera para aguantar mejor al niño y dirigió a Roz una mirada escrutadora.

– No hay nada que ver, de verdad. Está perdiendo el tiempo.

– ¿Cómo dice?

– Extrajeron las entrañas de la casa y la renovaron de arriba abajo por dentro. Lo hicieron perfectamente. No hay nada que ver, ni una mancha de sangre, ni un espíritu rondando por allí, nada de nada. -Apretó la cabeza del crío contra su hombro, un gesto despreocupado, convencional, una declaración de tierna maternidad que chocaba terriblemente con la hostilidad de su tono de voz-. Voy a darle mi opinión: debería acudir a un psiquiatra. En esta sociedad los auténticos enfermos son la gente como usted -dijo disponiéndose a cerrar la puerta.

Roz levantó las manos en un gesto de rendición. Sonrió con timidez:

– No he venido a incordiar -dijo-. Me llamo Rosalind Leigh y colaboro con el abogado del malogrado señor Martin.

La mujer la miró dudando.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama él?

– Peter Crew.

– Tal vez lo ha sacado de un periódico.

– Tengo una carta de él. ¿Quiere verla? Comprobará que soy quien digo que soy.

– Bueno.

– Está en el coche. Voy a buscarla.

Cogió rápidamente la cartera del maletero pero cuando regresó, la puerta ya estaba carrada. Llamó unas cuantas veces al timbre y esperó unos diez minutos junto a la puerta, pero era evidente que la joven no tenía ninguna intención de abrir. Oyó cómo lloraba un bebé en una de las habitaciones de arriba, y luego el tono tranquilizador de la madre mientras subía la escalera, y después, completamente enfadada consigo misma, volvió al coche a reflexionar sobre cuál tenía que ser el próximo paso.

Los recortes de prensa eran decepcionantes. Lo que ella precisaba eran nombres: de amigos o vecinos, incluso de antiguos profesores, que pudieran ofrecerle detalles sobre su pasado. Pero el periódico local, al igual que los nacionales, se había centrado en el sensacionalismo del horror del crimen sin ofrecer detalles sobre la vida de Olive o plantearse por qué lo había hecho. Traía los típicos comentarios de los «vecinos» -todos anónimos y muy juiciosos tras el suceso-, pero tan faltos de inteligencia e idénticos que Roz sospechó que todo era obra del periodismo sensacionalista.

«No, no me sorprende -dijo una vecina-, en realidad estoy conmocionada y horrorizada, pero no sorprendida. Era una chica rara, de pocos amigos, iba a la suya. Al contrario de su hermana, una muchacha atractiva, sociable. Todos queríamos a Amber.»

«Sus padres consideraban que era una chica difícil. No se relacionaba con nadie ni tenía amigos. Supongo que era tímida a causa de su físico, pero te miraba de una forma que no era normal.»

Dejando aparte el sensacionalismo no habían encontrado qué decir. No podían informar sobre las investigaciones de la policía: la propia Olive les había llamado, se había confesado culpable del crimen en presencia de su abogado y había sido acusada de asesinato. Puesto que se había declarado culpable no hacían falta detalles morbosos sobre una larga vista, ni un nombre de amigo o compañero a quien recurrir, y la sentencia había merecido un único párrafo bajo el siguiente titular: veinticinco años por unos asesinatos brutales. A nivel global, el suceso parecía rodeado de una conspiración de apatía periodística. De las cinco cuestiones claves del credo periodístico -¿dónde, cuándo, qué, quién y por qué?- se habían ocupado ampliamente tan sólo de las cuatro primeras. Todo el mundo sabía qué había sucedido, quién lo había hecho, dónde y cuándo, pero por lo que parecía nadie sabía por qué. Y lo más curioso era que en realidad nadie se lo había preguntado. ¿Acaso el solo hecho de tomar el pelo a una joven puede llevarla a un arranque de rabia que la conduzca a descuartizar a su familia?

Con un suspiro, Roz encendió la radio y puso una cinta de Pavarotti. «Mala elección», pensó cuando Nessun Dorma resonó en el coche y le llevó los amargos recuerdos de un verano que prefería olvidar. Resultaba extraño que una pieza de música pudiera traer tantos recuerdos; si bien el camino hacia la separación tenía como fondo la coreografía alrededor de la pantalla de televisión, Nessun Dorma marcaba el final y el comienzo de sus peleas. Recordaba todos los detalles de cada uno de los partidos de fútbol del Campeonato del Mundo. Aquéllos constituían los únicos períodos tranquilos de un verano en pie de guerra. Cuánto mejor habría sido, pensaba, abatida, haber puesto punto final en aquel momento en vez de ir arrastrando el sufrimiento hasta una conclusión mucho más terrible.

Una cortina de malla, en la casa adosada de la derecha, el número veinticuatro, se movió detrás de un cartel que rezaba Vigilancia del Barrio. Roz se preguntó si no estaban cerrando la puerta del establo cuando el caballo ha huido. O tal vez hubo el mismo movimiento en la cortina el día en que Olive blandió el hacha. Había dos garajes entre las casas pero era probable que sus ocupantes hubieran oído algo. «Olive cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre…» Aquellas palabras daban vueltas en el cerebro de Roz tal como lo habían hecho con intensidades distintas durante días.

Continuó observando el número veintidós, aunque con el rabillo del ojo siguió mirando la cortina de malla. Se movió de nuevo, estirada por unos dedos fisgones, y Roz se sintió irritada sin entender por qué con aquella entrometida que la espiaba. Tenía que llevar una vida vacía, desaprovechada, para disponer de tiempo que le permitiera estar allí apostada observando. ¿Qué especie de zorra impertinente podía vivir en aquel lugar? ¿Una solterona frustrada a quien le había dado por el voyeurismo? ¿O bien una aburrida vida de fastidio con nada mejor por hacer que buscar algún fallo? Entonces se le encendió la bombilla, una nueva disposición del pensamiento parecida a la de las agujas en una línea ferroviaria. Precisamente la portera que buscaba, por supuesto, ¿cómo no se le había ocurrido inmediatamente? De hecho, empezaba a preocuparse por ella misma. Pasó tanto tiempo en punto muerto, tan sólo escuchando los pasos que no se dirigían a ninguna parte, que incluso resonaban en su memoria.


Abrió la puerta un hombre mayor, frágil, una persona diminuta, encogida, de piel transparente y hombros arqueados.

– Pase, pase -le dijo, acompañándola hacia el pasillo-. He oído lo que decía a la señora Blair. Ella no le dirá nada. Es más, aunque lo hiciera, no le ayudaría en nada. Tan sólo hace cuatro años que viven aquí, cuando esperaban el primer hijo. No conocían de nada a la familia, y por las noticias que tengo, nunca hablaron con el pobre Bob. ¿Qué quiere que le diga? Es un poco insolente. Típico de los jóvenes de hoy. Siempre quieren algo por nada. -Siguió murmurando mientras la acompañaba a la salita-. Se siente mal por vivir en una pecera de peces de colores y sin embargo olvida que consiguieron la casa por una miseria justamente porque se trataba de una pecera de peces de colores. Ted y Dorothy Clarke prácticamente regalaron este lugar porque no soportaban permanecer más tiempo aquí. ¿Qué quiere que le diga? Una chica desagradecida. Imagínese qué será para nosotros, que hemos vivido siempre aquí. Es lo que hay. Mire si no tenemos que hacer de tripas corazón. Siéntese, siéntese.

– Gracias.

– Dijo que venía de parte del señor Crew. ¿Ya han encontrado al niño?

El anciano la miró con aquellos ojos azules y brillantes que desconcertaban. Roz aguantó la mirada, y su cabeza iba a un ritmo acelerado.

– Esto no me incumbe -dijo con gran cautela-, de forma que no estoy al corriente de cómo andan las cosas a este respecto. Estoy llevando a cabo un seguimiento del caso de Olive. ¿Sabía que el señor Crew sigue representándole?

– ¿Qué significa representarle? -preguntó él. Desvió los ojos en una expresión de decepción-. Pobrecita Amber. No tenían que obligarla a darse por vencida. Yo ya dije que esto traería problemas.

Roz permaneció allí sentada, completamente inmóvil con la mirada fija en la desgastada moqueta.

– Claro que la gente no escucha -dijo él, malhumorado-. Les das un consejo con la mejor intención y te dicen que te estás entrometiendo en sus cosas. ¿Qué quiere que le diga? Me imaginaba adónde llevaría todo ello -dijo, y se sumergió en un silencio marcado por el resentimiento.

– Estaba hablando del niño -sugirió Roz por fin.

El anciano la miró con expresión de curiosidad.

– Si le hubieran encontrado, usted lo sabría.

«Entonces se trataba de un niño.»

– Sí, por supuesto.

– Bob hizo lo que pudo, pero en este tipo de cosas hay una serie de normas que seguir. La obligaron a ceder, renunciar a sus derechos, por decirlo de alguna forma. Uno creería que es diferente cuando hay dinero por medio, pero la gente como nosotros no puede luchar contra el gobierno. ¿Qué quiere que le diga? Son todos unos ladrones.

Roz sacó lo que pudo de aquel discurso. ¿Estaba hablando del testamento del señor Martin? ¿El beneficiario sería el crío (el hijo de Amber)? Con la excusa de buscar un pañuelo, Roz abrió el bolso y disimuladamente conectó la grabadora. Tenía la impresión de que aquella conversación sería tortuosa.

– ¿Quiere decir -preguntó tanteando la situación- que el gobierno se quedará con el dinero?

– Claro.

Ella asintió con aire juicioso.

– Digamos que no controlamos exactamente las cosas.

– Nunca lo podemos hacer. ¡Malditos ladrones! Te roban hasta el último penique. ¿Y para qué? Para que cuatro espabilados se vayan reproduciendo como conejos a expensas de todos nosotros. Es algo que me pone enfermo. Aquí, en las casas del Ayuntamiento, hay una mujer que tiene cinco hijos y todos de padres diferentes. ¿Qué quiere que le diga? Todos, unos inútiles. ¿Usted cree que ésta es la prole que necesita el país? Todos, unos haraganes con menos cerebro que un mosquito. ¿Qué lógica tiene dar alas a una mujer como ésta? Habría que esterilizarlas y así se acabaría.

Roz intentaba evadirse, no estaba dispuesta a que la llevaran a un callejón sin salida, y mucho menos a discutir con el anciano.

– Tiene usted toda la razón.

– Claro que la tengo, esto sería el fin de la especie. Sin el subsidio, ésta habría muerto de hambre y con ella, la descendencia, bien merecido se lo tendrían. ¿Qué quiere que le diga? Es la supervivencia de los más capaces. No hay otra especie que malcríe sus manzanas podridas como lo hacemos nosotros, y por supuesto ninguna paga a sus manzanas podridas para que produzcan más manzanas podridas. Me pone enfermo. ¿Cuántos hijos tiene usted?

Roz sonrió tímidamente:

– Pues… ninguno. No estoy casada.

– ¿Ve lo que le decía? -se aclaró la garganta haciendo mucho ruido-. Me pone enfermo. ¿Qué quiere que le diga? La gente honrada como usted tendría que tener hijos.

– ¿Cuántos tiene usted, señor…? -Fingió que consultaba la agenda, como si buscara su nombre.

– Hayes, señor Hayes. Dos chicos. Buenos chicos. Mayores, ahora, naturalmente. Solo una nieta -añadió malhumorado-. Esto está mal. No me canso de repetirles que tienen una obligación respecto a su categoría, pero ni puñetero caso, y perdone la expresión. -El rostro del anciano tomó de nuevo la expresión irritada habitual. Quedaba claro que su obsesión estaba muy arraigada.

Roz se dio cuenta de que tenía que tomar la delantera si no quería que el hombre enlazara un tópico con otro de la misma forma que la noche sigue al día.

– Usted es una persona muy perspicaz, señor Hayes. ¿Cómo está tan seguro de que el hecho de obligar a Amber a renunciar a su hijo crearía problemas?

– Es lógico que hubiera un momento en que lo quisieran de nuevo, ¿no es cierto? Porque cuando uno se deshace de algo descubre que en realidad lo necesitaba. Aunque ya es demasiado tarde. No puede recuperarse. Mi esposa era de este tipo, siempre lo tiraba todo, botes de pintura, moqueta, y al cabo de un par de años se necesitaba para algún remiendo. Yo soy de los que lo guardan todo. ¿Qué quiere que le diga? Doy valor a las cosas.

– O sea que usted opina que el señor Martin no se preocupó de su nieto antes de los asesinatos.

El anciano pasó el pulgar y el índice por el extremo de su nariz.

– ¿Quién sabe? Bob se mantuvo firme en su opinión. Fue Gwen quien insistió en ceder el crío. No podían tenerlo en la casa. Supongo que es comprensible teniendo en cuenta la edad de Amber.

– ¿Cuántos años tenía?

El hombre frunció el ceño:

– Creía que el señor Crew estaba al corriente de todo esto.

Roz sonrió.

– Ciertamente, y tal como le he comentado antes, este tema no me corresponde. Cuestión de interés tan sólo. Me parece tan trágico…

– Y lo es. Tenía trece años -dijo, pensativo-. Trece años, pobre muchacha. No sabía nada del mundo. El responsable tenía que ser algún gamberro del instituto. -Hizo un gesto con la cabeza señalando la parte de atrás de la casa-. El instituto Parkway.

– ¿La escuela a la que asistían Amber y Olive?

– ¡Ja! -Aquellos ojitos parecían divertirse-. Gwen no lo habría aceptado en su vida. Las mandó a la elegante Convent, donde aprendieron las materias pero nada de las cosas de la vida.

– ¿Cómo es que Amber no abortó? ¿Eran católicos? -Roz pensó de nuevo en Olive y en los fetos que tiraban en el lavabo.

– ¿Acaso sabían que estaba embarazada? Creían que había engordado. -De pronto soltó una especie de carcajada-. La llevaron de prisa y corriendo al hospital creyendo que sufría un ataque de apendicitis y he aquí que salió con un bebé saltarín. Tiraron adelante. El secreto mejor guardado que he visto en mi vida. Ni siquiera lo supieron las monjas.

– Pero usted sí que lo sabía -sugirió ella.

– Mi mujer se lo imaginó -respondió él seriamente-. Quedaba claro que había sucedido alguna desgracia, que no tenía nada que ver con una apendicitis. La noche que ocurrió, Gwen estaba al borde de la histeria, y mi Jeannie ató cabos. De todas formas, supimos mantener la boca cerrada. No tenía ningún sentido ponérselo más difícil a la muchacha. No era culpa de ella.

Roz hizo un cálculo mental rápido. Amber tenía dos años menos que Olive, por tanto, de seguir con vida, actualmente tendría veintiséis.

– El hijo tiene trece años -dijo- y ha de heredar medio millón de libras. No entiendo cómo no puede localizarlo el señor Crew. Tienen que guardarse los archivos de la adopción.

– He oído que alguna pista tienen. -El anciano hizo chasquear la dentadura postiza con expresión decepcionada-. Claro que puede que tan sólo se trate de rumores, unos tal Brown de Australia -murmuró con repulsión, como si aquello lo explicara todo-. Ya me dirá usted.

Roz dejó pasar aquel comentario crítico sin darle más importancia. Habría tiempo suficiente para volver al tema sin tener que mostrar de nuevo su ignorancia.

– Hábleme de Olive -sugirió ella-. ¿Le sorprendió que hiciera lo que hizo?

– Casi no la conocía. -Hizo un movimiento de succión con los dientes-. Y la verdad es que cuando matan a hachazos a alguien conocido, señorita, uno no experimenta sorpresa, siente una náusea brutal. Eso le ocurrió a mi Jeannie. Ya no volvió a ser la misma, murió al cabo de dos años.

– Lo siento.

El anciano asintió, si bien se trataba de una vieja herida que había cicatrizado.

– Veía a la chica ir arriba y abajo, pero era poco habladora. Tímida, me imagino.

– ¿Porque estaba gorda?

El hombre frunció los labios, pensativo.

– Tal vez… Jeannie decía que la martirizaban muchísimo; en cambio yo he conocido a muchas chicas gordas que son de lo más alegre. Creo que era su carácter, ver las cosas por el lado tremendo. Nunca reía. No tenía sentido del humor. Era de esas personas a las que les cuesta entablar amistad.

– ¿Amber lo tenía más fácil?

– Oh, claro. Era muy popular. -Bajó la mirada recordando el pasado-. Era una muchacha encantadora.

– ¿Olive estaba celosa de ella?

– ¿Celosa? -el señor Hayes pareció sorprendido-. Nunca se me había ocurrido. ¿Qué quiere que le diga? Al parecer, las dos muchachas se llevaban muy bien.

Roz disimuló su desconcierto.

– Entonces, ¿por qué la mató Olive? ¿Por qué mutiló los cadáveres? Es muy extraño.

– Creía que usted representaba a la muchacha. Usted es la que tendría que saberlo -replicó airado el anciano.

– Ella no lo dirá.

El anciano miró por la ventana.

– Así que…

«Así que… ¿qué?»

– ¿Usted sabe por qué?

– Jeannie opinaba que se trataba de una cuestión de hormonas.

– ¿Hormonas? -repitió Roz con aire inexpresivo-. ¿Qué tipo de hormonas?

– Pues eso, sí -respondió él, algo violento-. Hormonas del mes.

– ¡Ah! -«Premenstruales», pensó Roz. Ahora bien, era un tema sobre el cual no podía avanzar con él. Pertenecía a una generación en la que jamás se había mencionado la menstruación-. ¿Habló alguna vez el señor Martin de la razón por la que creía que Olive lo había hecho?

El movió la cabeza.

– No salió el tema. ¿Qué quiere que le diga? Después de aquello, le vimos muy poco. En un par de ocasiones habló del testamento, y del niño, era todo lo que tenía en la cabeza. -Se aclaró de nuevo la garganta-. Se recluyó en casa. No invitaba a nadie, ni tan sólo a los Clarke, a pesar de que en una época Ted y él habían sido como hermanos. -Sus labios descendieron por las comisuras-. No sé por qué la cogió con Bob y dejó de ir a su casa. Y los demás le siguieron, claro, son cosas que pasan. La verdad es que hacia el final yo era su único amigo. Me di cuenta de que pasaba algo al ver las botellas de leche fuera.

– ¿Pero por qué siguió aquí? Tenía dinero suficiente como para mandar al cuerno el número veintidós de esta calle. Lo lógico hubiera sido que se hubiera marchado en vez de quedarse aquí con los fantasmas de la familia.

El señor Hayes murmuró para sí mismo:

– Yo tampoco lo comprendí nunca. Quizá quería tener amigos alrededor.

– Dice que los Clarke se trasladaron. ¿Adónde fueron?

El señor Hayes movió la cabeza.

– No tengo ni idea. Cogieron y una mañana desaparecieron sin decir nada a nadie. Al cabo de tres días apareció una furgoneta de mudanzas y se llevó todos los muebles, y la casa permaneció un año vacía, hasta que la compraron los Blair. Desde entonces no he sabido absolutamente nada de ellos. No dejaron dirección para contactarles. Nada. ¿Qué quiere que le diga? Eramos buenos amigos, los seis, y ahora tan sólo quedo yo. Una historia rara.

«Muy rara», pensó Roz.

– ¿Recuerda qué inmobiliaria vendió la casa?

– Peterson's, pero no sacará nada en claro de ellos. Unos nazis -dijo-. Siempre dándose importancia. A mí me dijeron que me ocupara de lo mío cuando les pregunté qué pasaba. Vivimos en una sociedad libre, les puntualicé, ¿qué tiene de malo que una persona pregunte por sus amigos? Pero, ¡uy!, no, tenían instrucciones de actuar con gran confidencialidad o alguna patraña de éstas. ¿Qué quiere que le diga? Deduje que era conmigo con quien querían cortar los Clarke. ¡Ja! Les dije que esto sería más propio de Bob o de fantasmas. Y me respondieron que si difundía este tipo de rumores, tomarían una resolución. Ya sabe a quién culpo. La federación de agentes inmobiliarios, si es que existe, cosa que dudo… -Siguió la retahila, desahogando la melancolía que le producía la soledad y la frustración.

A Roz le dio pena.

– ¿Ve a menudo a sus hijos? -preguntó ella cuando el anciano se dio un respiro.

– De vez en cuando.

– ¿Qué edad tienen?

– Rondan los cuarenta -respondió tras reflexionar un momento.

– ¿Qué opinión tenían de Olive y de Amber?

Se sujetó de nuevo la nariz moviéndola a un lado y a otro. '

– No las conocieron. Se marcharon de casa mucho antes de que las chicas cumplieran diez años.

– ¿Nunca fueron a cuidarlas de pequeñas?

– ¿Mis chicos? ¡Para cuidar niñas estaban! -Los ojos se le humedecieron, y señaló con la cabeza el mueble sobre el que había un montón de fotos de dos jóvenes uniformados-. Buenos muchachos, soldados. -Sacó pecho-. Siguieron mi consejo y se enrolaron. Ahora que, en la actualidad, no hay destinos, claro está, al maldito regimiento lo están dejando pelado. Te pone enfermo pensar que tanto ellos como yo hemos servido a la Reina y a la patria casi cincuenta años entre todos. ¿Le he contado que durante la guerra estuve en el desierto? -Dirigió una mirada inexpresiva a la sala-. En alguna parte tiene que haber una foto de Churchill y Monty en un jeep. Todos conseguimos una, los que estuvimos allí. Seguro que algo valdría. ¿Pero dónde está? -Empezó a ponerse nervioso.

– No se preocupe por ello, señor Hayes. Ya me la enseñará la próxima vez -dijo Roz, recogiendo la cartera.

– ¿Volverá?

– Me gustaría hacerlo, si no es molestia para usted. -Cogió una tarjeta del bolso y al mismo tiempo desconectó la grabadora-. Aquí tiene mi nombre y mi número de teléfono. Rosalind Leigh. Mi número de Londres, aunque durante las próximas semanas circularé bastante por aquí, de modo que si le apetece charlar conmigo -dijo ella con una sonrisa para animarle mientras se levantaba-, llámeme.

El anciano la miró desconcertado.

– Charlar. Pobre de mí. Una joven como usted tiene cosas más importantes qué hacer que dedicarme su tiempo.

«Tienes toda la razón -pensó Roz-, pero necesito información.» Su sonrisa, al igual que la del señor Crew, era falsa.

– Así que ya nos veremos, señor Hayes.

Él se levantó con dificultad y le tendió una mano marmórea.

– Ha sido un placer conocerla, señorita Leigh. ¿Qué quiere que le diga? No pasa a menudo esto de que a un viejo le aparezca una joven caída del cielo.

Lo dijo con tal sinceridad que Roz sintió casi el castigo de su hipocresía: «¿Por qué, oh, por qué -pensó ella-, la condición humana era tan terriblemente cruel?»

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