Resultaba imposible ver cómo ella se acercaba y no sentir un escalofrío de asco. Era una grotesca parodia de mujer, tan gorda que sus pies, manos y cabeza sobresalían de forma absurda del enorme bulto que constituía su cuerpo, cual minúsculos y desproporcionados accidentes. Un pelo rubio y sucio se adhería, húmedo e inconsistente, al cuero cabelludo; las oscuras manchas de sudor se iban extendiendo debajo de sus axilas. Sin duda, andar le resultaba doloroso. Avanzaba arrastrando los pies con las puntas hacia dentro, las piernas separadas a la fuerza por el empuje de un muslo gigantesco contra el otro, un equilibrio de lo más inestable. Con cada movimiento que realizaba, por pequeño que fuera, la tela de su vestido se tensaba al máximo al oscilar el peso de la carne. Al parecer, ni un solo rasgo en su cuerpo podía salvarse. Incluso los ojos, de un azul profundo, quedaban totalmente perdidos en los espantosos pliegues de grasa blanquecina de una cara picada de viruelas.
Resultaba extraño que después de tanto tiempo siguiera siendo objeto de curiosidad. La gente que la veía cada día contemplaba su marcha pasillo abajo como si lo hiciera por primera vez. ¿Qué era lo que les fascinaba? ¿El puro volumen de una mujer que medía metro setenta y cinco y pesaba más de ciento quince kilos? ¿Su fama? ¿Asco? No había sonrisas. La mayoría la contemplaba impasible al pasar, tal vez temerosa de llamar su atención. La mujer había descuartizado a su madre y a su hermana y recompuesto los pedazos en un sangriento abstracto en el suelo de la cocina. Pocos de los que la habían visto podían olvidarlo: la horrenda naturaleza del crimen y el terror que su enorme y amenazadora silueta había inspirado en todos los presentes en el juicio donde se la había condenado a cadena perpetua, con la recomendación de un cumplimiento mínimo de veinticinco años. Lo que la hacía atípica, aparte del propio crimen, era que se había declarado culpable y había rechazado la defensa.
En el interior de los muros de la prisión se la conocía como la escultora. Se llamaba Olive Martin.
Rosalind Leigh, que esperaba junto a la puerta de la sala de comunicaciones, iba moviendo la lengua en el interior de la cavidad bucal. Experimentaba una sensación de repugnancia tan directa que parecía que la maldad de Olive la había alcanzado hasta tocar su cuerpo. «Dios mío, -pensaba, y la misma idea la sobresaltaba-, seré incapaz de seguir adelante.» Sin embargo, no tenía otra alternativa. Habían cerrado las puertas de la cárcel y ella, como visitante, se hallaba tan bloqueada allí dentro como las propias presas. Con mano temblorosa ejerció presión contra el muslo, en el que los músculos forcejeaban fuera de todo control. Detrás de ella, la cartera casi vacía, un testamento de la nula preparación de la entrevista, constituía un patente escarnio al hecho de haber dado por sentado que la conversación con Olive transcurriría como cualquier otra. Ni por un momento se le había ocurrido que el miedo pudiera sofocar su inventiva.
«Lizzie Borden cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre. Al darse cuenta de lo que había hecho, atizó cuarenta y uno a su padre.» La copla daba vueltas y más vueltas en el cerebro de Rosalind, repitiéndose hasta el entumecimiento. «Olive Martin cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre. Al darse cuenta de lo que había hecho, atizó cuarenta y uno a su hermana…»
Roz cruzó el umbral de la puerta y esbozó una sonrisa forzada:
– ¿Qué tal, Olive? Me llamo Rosalind Leigh. Me alegro de conocerte por fin. -Alargó la mano y estrechó con calidez la de la otra, tal vez con la esperanza de que, si demostraba una afabilidad impersonal sería capaz de reprimir la repulsión. El roce de Olive fue tan sólo una especie de apariencia, un breve toque de unos dedos insensibles-. Gracias -dijo Roz con aire animado a la funcionada de prisiones que rondaba por allí-. Nos quedaremos por aquí. Tengo permiso de la directora para hablar con ella durante una hora. «“Lizzie Borden cogió un hacha…” Dile que has cambiado de opinión. “Olive Martin cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre…” ¡Seré incapaz de seguir adelante!»
La mujer de uniforme hizo un gesto de indiferencia:
– De acuerdo -dejó caer al suelo la silla metálica que transportaba indolentemente y la sujetó con la rodilla-. Le hará falta. De lo contrario, hundiría cualquier asiento donde intentara acomodarse. -Rió amablemente. Una mujer atractiva-. El año pasado quedó encajonada en el water e hicieron falta cuatro hombres para sacarla de allí. Una sola persona sería incapaz de levantarla.
Roz consiguió pasar la silla al otro lado de la puerta con mucha dificultad. Se sentía en inferioridad de condiciones, como el amigo de un contendiente a quien se obliga a tomar partido. No obstante, Olive la intimidaba de una forma que jamás hubiera conseguido la funcionaria.
– Observará que durante la entrevista utilizaré una grabadora -soltó con los nervios atenazándole de pronto las palabras-. La directora lo ha autorizado. Supongo que no habrá problema.
Se hizo un breve silencio. La funcionaria arqueó una ceja.
– Si usted lo dice… Probablemente alguien se habrá tomado la molestia de conseguir la autorización de La escultora. Si se presenta algún imprevisto, como, pongamos por caso, que ella se oponga con violencia -se pasó un dedo alrededor del cuello antes de golpear el cristal de al lado de la puerta, que permitía a las funcionadas disponer de una clara perspectiva de la sala-, golpee la ventana. Suponiendo que ella se lo permita, claro está. -Sonrió con frialdad-. Supongo que conoce las normas. No debe introducir ni sacar nada. Ella puede fumar de sus cigarrillos en la sala de comunicaciones, pero no puede quedarse ninguno. No puede entregarle mensajes ni recibir ninguno de ella sin el permiso de la directora. Si tiene alguna duda, consulte a una de las funcionarias. ¿Queda claro?
«Zorra», pensó Roz, irritada.
– Sí, muchas gracias.
De todas formas, no era rabia lo que sentía, sino miedo. Miedo al verse encerrada en un espacio limitado con aquel ser monstruoso que apestaba a sudor de mujer adiposa, incapaz de mostrar emoción alguna en aquel rostro grotescamente hinchado.
– Perfecto -dijo la funcionaria, alejándose al tiempo que dirigía un descarado guiño a una colega-. Pase, Olive.
Olive observó cómo se iba.
Roz eligió deliberadamente la silla que quedaba más lejos de la puerta. Se trataba de un gesto de afirmación de confianza. La habían atacado tanto los malditos nervios que necesitaba ir al lavabo.
La idea del libro le había llegado a modo de ultimátum de su agente literaria.
– El editor está a punto de echarte a la calle, Roz. Me ha dicho textualmente: «Le doy una semana para que encuentre un tema que se venda; de lo contrario, tendré que borrarla de la lista». Y, a pesar de que no soporto refregártelo por las narices, estoy a punto de hacer lo mismo. -La expresión de Iris se suavizó algo. Tenía la impresión de que regañar a Roz era como darse con la cabeza contra un muro, algo doloroso y que no surtía ningún efecto. Iris estaba convencida de que era la mejor amiga de aquella mujer, la única, pensaba a veces. La barrera que Roz había erigido a su alrededor la había disuadido casi de todo su empeño. Por aquellos días, pocos pedían algo a Roz. Con un íntimo suspiro, Iris recuperó fuerzas para seguir-: Oye, guapa, no puedes seguir así. No te conviene encerrarte en ti misma dándole vueltas a la cabeza. ¿Reflexionaste sobre lo que te dije la última vez?
Roz no la escuchaba.
– Lo siento -murmuró; sus ojos no mostraban más que exasperación. Notó incomodidad en el rostro de Iris e hizo un esfuerzo para concentrarse. Aunque, pensaba Roz, ¿por qué se preocupaba la otra? El interés de los demás resultaba tan agotador… para ella y para los otros.
– ¿Llamaste al psiquiatra que te recomendé? -le preguntó Iris con tono categórico.
– No, no hace falta. Estoy bien. -Miró con detenimiento aquel rostro maquillado a la perfección, que tan poco había cambiado en quince años. En una ocasión alguien había dicho a Iris Fielding que se parecía a Elizabeth Taylor en Cleopatra-. Una semana es poco -dijo Roz, refiriéndose a su editor-. Dile que necesito un mes.
Iris le alargó un papel por encima de la mesa:
– Me temo que se te ha agotado el tiempo de maniobra. Ni tan sólo piensa dejarte escoger el tema. Quiere lo de Olive Martin. Aquí tienes el nombre y la dirección de su abogado. Tendrás que descubrir por qué no la mandaron a Broadmoor o a Rampton. Por qué rechazó la defensa. Y averiguar qué la movió a llevar a cabo los asesinatos. Aquí, en alguna parte, encontrarás el tema. -Observó cómo se intensificaba la mueca de Roz y encogió los hombros-. Ya sé que no tiene nada que ver con tus intereses, pero tú te lo has buscado. Hace meses que insisto en que presentes un proyecto. A estas alturas es esto o nada. Si tengo que ser sincera, creo que lo ha hecho adrede. Si escribes la historia, se venderá; ahora bien, si te niegas a hacerlo por considerarlo puro sensacionalismo, le darás una buena excusa para echarte.
La reacción de Roz le sorprendió:
– De acuerdo -dijo como conclusión; cogió el papel y lo metió en el bolso.
– Pensaba que no lo aceptarías. Precisamente por el sensacionalismo con el que la prensa abordó tu caso.
Roz hizo un gesto de indiferencia.
– Tal vez haya llegado el momento de que alguien les muestre cómo enfrentarse con dignidad a una tragedia humana. -No pensaba escribir sobre el tema, por supuesto, no tenía intención de escribir sobre ningún otro tema, pero dirigió una sonrisa prometedora a Iris-. Jamás he conocido a una asesina.
La directora de la cárcel trasladó al ministerio del Interior la solicitud de Roz para visitar a Olive Martin con el objeto de llevar a cabo una investigación. Pasaron unas semanas antes de que un funcionario, por medio de una carta tramitada a regañadientes,concediera dicho permiso. A pesar de que Martin accedió a las visitas, se reservó el derecho a retirar el consentimiento en cualquier momento sin ninguna razón por su parte y sin que la causara ningún perjuicio. El permiso subrayaba que tan sólo se habían autorizado las visitas con la condición de que no se quebrantara el reglamento de la cárcel, de que la directora tenía la última palabra en cualquier circunstancia, y de que la señorita Leigh se atendría a las consecuencias de la ley caso de contribuir de una forma u otra a la perturbación de la disciplina interna de la prisión.
A Roz le costó mirar a Olive. La buena educación y la fealdad de la mujer le impedían fijar la mirada, pues aquella cara monstruosa era tan inexpresiva e insensible que sus ojos se deslizaban por ella como la mantequilla en una patata asada. Olive, por su parte, miró a Roz ávidamente. Las apariencias atractivas no presentan muchas limitaciones a ser contempladas -al contrario, invitan a ello- y Roz, en cualquier caso, era una novedad. Las visitas eran algo poco frecuente en la vida de Olive, especialmente las que venían sin el equipaje renovador del celo misionero.
Después de la pesada gestión de conseguir que la mujer tomara asiento, Roz señaló su grabadora.
– Supongo que recordará que en mi segunda carta mencioné que quería grabar estas charlas. Cuando la directora dio permiso para ello, supuse que usted había dado su consentimiento. -Subió demasiado el tono de voz.
Olive se encogió de hombros a modo de asentimiento.
– ¿No tiene, pues, ningún reparo?
Un movimiento de cabeza.
– Muy bien, pues, vamos a ponerla en marcha. Fecha: lunes, doce de abril. Conversación con Olive Martin. -Consultó su reducidísimo esquema de preguntas a formular-. Empezaremos por algunos detalles objetivos. ¿Su fecha de nacimiento?
Ninguna respuesta.
Roz alzó la mirada con una sonrisa alentadora, para descubrir una mirada vigilante en unos ojos que no parpadeaban.
– Bien -siguió Roz-, creo que es un dato que ya tengo anotado. Vamos a ver… Ocho de septiembre de mil novecientos sesenta y cuatro, lo que quiere decir que tiene usted veintiocho años, ¿verdad? -Sin respuesta-. Nació en Southampton General. Es la mayor de las dos hijas de Gwen y Robert Martin. Su hermana, Amber, nació dos años más tarde, el quince de julio del sesenta y seis. ¿Le alegró tener una hermana? ¿O hubiera preferido un hermano? -Silencio.
En esta ocasión, Roz no levantó los ojos. Notaba el peso de la mirada de Olive sobre ella.
– Parece evidente que a sus padres les gustaban los colores. ¿Qué nombre habrían dado a Amber [Ámbar] de ser un niño? -Le salió una risita nerviosa-. ¿Rojo? ¿Beis? Quizás fuera una suerte que saliera una niña. -Le daba cierta repugnancia oírse a sí misma. «¡Qué asco! ¿Por qué demonios me habré metido en este fregado?» La vejiga la incomodaba.
Un dedo regordete apagó la grabadora. Roz contempló el gesto fascinada y horrorizada.
– No tiene por qué asustarse -dijo una voz singularmente cultivada-. La señorita Henderson le ha tomado el pelo. Todos saben que soy totalmente inofensiva. De no ser así, ahora estaría en Broadmoor. -Un raro retumbo vibró en el aire. ¿Una carcajada?, pensaba Roz-. No tiene lógica alguna, de verdad. -El dedo rondaba por encima de los mandos de la grabadora-. Yo hago lo que hace la gente normal y corriente cuando tiene algo que objetar: lo digo. -El dedo se situó sobre la tecla de grabación y la apretó suavemente-. Si Amber hubiera sido un niño, se habría llamado Jeremy, como mi abuelo materno. Los colores no tienen nada que ver aquí. En realidad, a Amber la bautizaron con el nombre de Alison. Yo la llamaba Amber porque, a los dos años, era incapaz de pronunciar la «i» y la «s». Y a ella le gustó. Tenía un pelo rubio color miel muy bonito, y cuando se fue haciendo mayor, todo el mundo la llamó Amber, nunca atendió al nombre de Alison. Era muy guapa.
Roz esperó un momento para asegurarse de que controlaba bien la voz.
– Lo siento.
– Tranquila. Ya estoy acostumbrada. Al principio todo el mundo tiene miedo.
– ¿Y esto le molesta?
Una contracción de regocijo pasó veloz por la grasa de alrededor de sus ojos.
– ¿A usted le molestaría?
– Sí.
– Pues vale, ¿tiene un cigarrillo?
– Claro. -Roz cogió un paquete por estrenar que tenía en la cartera y se lo alargó junto con una caja de cerillas-. Aquí tiene. Yo no fumo.
– Si estuviera aquí, lo haría. Aquí dentro todo el mundo fuma. -Extrajo torpemente un cigarrillo de la cajetilla y lo encendió con un suspiro de satisfacción-. ¿Qué edad tiene usted?
– Treinta y seis.
– ¿Casada?
– Divorciada.
– ¿Hijos?
Roz negó con un gesto de la cabeza:
– Soy poco maternal.
– ¿Por esto se divorció?
– Probablemente. Me interesaba más mi profesión. Cogimos caminos distintos de forma amistosa.
A Roz le parecía absurdo preocuparse de cómo afrontar las penas ante Olive, aunque el problema era que cuando mientes con demasiada frecuencia la mentira se convierte en una verdad. Y el malestar vuelve tan sólo de vez en cuando, en aquellos momentos extraños, desorientadores, cuando una se despierta y siente que sigue estando en el hogar, con un cuerpo cálido entre los brazos, que puedes abrazar, amar, reír en compañía.
Olive expulsó un aro de humo.
– Me hubiera gustado tener niños. Una vez me quedé embarazada pero mi madre me convenció para que me deshiciera del niño. Ojalá no la hubiera escuchado. Me gustaría saber si era niño o niña. A veces sueño con aquel bebé. -Contempló el techo durante un momento, siguiendo la espiral de humo-. ¡Pobre criatura! Una mujer de aquí me contó que los tiran cañería abajo por el lavabo, quiero decir cuando te hacen la aspiración.
Roz observaba aquellos labios carnosos y húmedos que chupaban el cigarrillo pensando cómo se aspiraba un feto del útero.
– Esto no lo sabía.
– ¿Lo del lavabo?
– No, que hubiera abortado.
El rostro de Olive seguía impasible.
– ¿Sabe algo de mí?
– No mucho.
– ¿A quién se lo ha preguntado?
– A su abogado.
Otro jadeo retumbó en el fondo de su pecho.
– No sabía que tuviera abogado.
– Peter Crew -respondió Roz frunciendo el ceño y cogiendo una carta de la cartera.
– ¡Ah, aquél! -exclamó con aire despectivo-. Es un desgraciado -siguió sin disimular su aversión.
– Él dice que es su abogado.
– ¿Y qué? Y los gobiernos dicen que se preocupan de ti. Hace cuatro años que no sé nada de él. Le mandé al cuerno cuando se presentó con la maravillosa idea de internarme indefinidamente en Broadmoor. ¡Vaya imbécil! No le caí bien. Se hubiera corrido de gusto de haber conseguido que me declararan loca.
– Dice que… -Roz echó una ojeada a la carta sin reflexionar-. ¡Ah, sí, aquí está! «Desgraciadamente, Olive no captó que el alegato de disminución de responsabilidad le habría asegurado el tipo de ayuda que representa un departamento psiquiátrico y que, con toda probabilidad, se habría traducido en su reinserción en la sociedad en el plazo, como mucho, de quince años. Desde el primer momento me pareció obvio…» -Se detuvo de repente al notar las gotas de sudor que descendían por su espalda. «Si se presenta algún imprevisto, como, pongamos por caso, que ella se oponga con violencia…» ¿Había perdido totalmente el juicio? Roz esbozó una leve sonrisa-: La verdad es que el resto no tiene ninguna importancia.
– «Desde el primer momento me pareció obvio que Olive está trastornada psicológicamente, tal vez hasta el punto de sufrir esquizofrenia paranoica o psicopatía.»
– ¿Esto es lo que dice? -Olive colocó la colilla todavía encendida en posición vertical sobre la mesa y cogió otro cigarrillo de la cajetilla-. No digo que no me tentó la posibilidad. Suponiendo que el jurado hubiera aceptado que sufría una enajenación temporal cuando lo hice, a estas alturas ya casi sería una mujer libre. ¿Ha leído mis informes psicológicos? -Roz negó moviendo la cabeza-. Aparte de un impulso imparable de comer, que en general se considera anormal (un psiquiatra lo calificó de grave agresión contra uno mismo), me han etiquetado como «normal». -Apagó la cerilla con un arranque de hilaridad-. A saber lo que significa normal. Probablemente usted ha tenido más cuelgues que yo, y en cambio estaría tipificada dentro del perfil psicológico de «normal».
– Nunca se sabe -respondió Roz fascinada-. Jamás he acudido a una consulta. -«Me aterroriza demasiado lo que podrían descubrir.»
– En un lugar como éste, te acostumbras. Me imagino que lo hacen para seguir metiendo baza, aparte de que debe ser más divertido charlar con alguien que mata a su madre a hachazos que con un muermo de depresiva. Ya han intentado hacerme pasar por el aro cinco psiquiatras diferentes. Les encantan las etiquetas. Al intentar decidir qué hacen con nosotras perfeccionan el sistema de clasificación. Yo les creo problemas. Soy cuerda aunque peligrosa, de forma que, ¿dónde narices me meten? No se plantean ni por asomo el tema de la prisión abierta por si salgo y lo repito. A la opinión pública no le gustaría.
Roz levantó la carta.
– Usted dijo que se sintió tentada. ¿Por qué no siguió adelante con ello, si tenía la impresión de disponer de una posibilidad de salir antes?
Olive no respondió de inmediato, y se limitó a alisar la informe falda contra los muslos.
– Nosotros somos los que creamos las posibilidades. No siempre son correctas, pero, una vez decididas, tenemos que vivir con ellas. Antes de llegar aquí era muy ignorante. Ahora poseo la sabiduría de la calle. -Inspiró una profunda bocanada de humo-. Psicólogos, policías, funcionarios de prisiones, jueces, todos están cortados por el mismo patrón. Hombres con autoridad que controlan completamente mi vida. Suponiendo que hubiera alegado responsabilidad atenuada, hubieran dicho: «Esta chica no cambiará nunca. Encerradla y tirad la llave». Para mí resultaba mucho más atractivo pasar veinticinco años entre gente cuerda que toda una vida con locos.
– Y ahora ¿cómo lo ve?
– Se aprende, ¿no le parece? Aquí dentro ves gente bastante chalada antes de que la trasladen. Tampoco están tan mal. La mayoría se percata del lado divertido. -Puso de nuevo en equilibrio una colilla al lado de la primera-. Y tenga en cuenta una cosa, además: que, ¡maldita sea!, son mucho menos críticas que las que están en su sano juicio. Puede darse cuenta de ello observándome a mí. -Miró de hito en hito a Roz a través de aquellas pestañas rubias poco pobladas-. Y esto tampoco significa que hubiera actuado de forma distinta en el juicio de haber estado más familiarizada con el sistema. Sigo pensando que habría sido inmoral pretender que no sabía lo que estaba haciendo cuando tenía perfecto conocimiento de ello.
Roz no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decirse a una mujer que descuartiza a su madre y hermana y luego, con toda la calma del mundo, se dedica a hilar fino por lo que se refiere a la moralidad de una alegación especial?
Olive supuso qué estaba pensando Roz y le dirigió una sonrisa como un resuello.
– A mí me parece lógico. Según mis parámetros, no he hecho nada malo. Es la ley, los parámetros que ha establecido la sociedad, lo que he transgredido.
En la última frase había una cierta ostentación bíblica, y Roz, de pronto, recordó que era lunes de Pascua.
– ¿Cree en Dios?
– No, soy pagana. Creo en las fuerzas naturales. Encuentro lógico adorar al sol, y en cambio adorar a un ser invisible, no.
– ¿Y Jesucristo? No era invisible.
– Pero tampoco era Dios. -Olive encogió los hombros-. Era un profeta, igual que Billy Graham. ¿Quién podría tragarse esta bazofia de la Trinidad? Porque, la verdad, o existe un Dios o un montón de ellos. Depende de la imaginación que uno ponga en el tema. Yo, por ejemplo, no tengo por qué celebrar que Cristo resucitó.
Roz, que había perdido la fe, sentía simpatía por el cinismo de Olive.
– A ver, si lo he entendido bien, me está diciendo que no existen el bien y el mal absolutos, que tan sólo encontramos la conciencia individual y la ley. -Olive asintió con la cabeza-. Y su conciencia no la atormenta porque no cree haber hecho nada malo.
Olive la miró con expresión aprobadora.
– Exactamente.
Roz se mordía el labio inferior mientras reflexionaba.
– Lo que significa que considera que su madre y su hermana merecían la muerte. -Frunció el ceño-. Pues no lo entiendo. ¿Cómo es que no se defendió en el juicio?
– No había defensa.
– Provocación. Crueldad mental. Abandono. Algo tenían que haberle hecho para que usted crea justificado matarlas.
Olive cogió otro cigarrillo pero no respondió.
– ¿Qué me dice?
De nuevo, una observación intensa. En esta ocasión, Roz aguantó su mirada.
– ¿Qué me dice? -insistió.
De pronto, Olive golpeó el cristal con la palma de la mano:
– Ya he terminado, señorita Henderson -gritó.
Roz la miró sorprendida.
– Nos quedan todavía cuarenta minutos.
– Ya he hablado lo suficiente.
– Lo siento. Seguro que la he molestado. -Esperó un momento-. No era mi intención.
Olive no respondió y permaneció allí sentada, impasible, la llegada de la funcionada. Luego, se agarró al extremo de la mesa y, con un fuerte impulso, consiguió ponerse de pie. El cigarrillo, sin encender, colgaba de su labio inferior como una hebra de algodón.
– La veré la semana que viene -dijo dirigiéndose algo ladeada hacia la puerta, arrastrando los pies por el pasillo con la señorita Henderson y la silla metálica a rastras.
Roz se quedó allí sentada unos minutos, observándolas desde la ventana. ¿Por qué se había cerrado en banda Olive al mencionarle la justificación? Roz, incomprensiblemente, se sentía estafada -se trataba de una de las pocas preguntas de las que esperaba una respuesta-, sin embargo… Al igual que los primeros movimientos de la savia largo tiempo inactiva, su curiosidad empezó a despertar. Quedaba claro que aquello no tenía ninguna lógica -ella y Olive eran como la noche y el día-; no obstante, debía admitir que sentía una extraña atracción por aquella mujer.
Con un gesto brusco cerró la cartera y no se dio cuenta de que había perdido el lápiz.
Iris había dejado un recado ansioso en el contestador: «Llámame para contarme toda la porquería… ¿Es tan asquerosa como pensamos? ¿Tan loca y tan gorda como dice su abogado? Tiene que ser terrorífica. Estoy impaciente por conocer los detalles brutales. Si no me llamas, pasaré por tu piso a darte la lata…». Roz se sirvió un gin tonic pensando si la falta de sensibilidad de Iris era congenita o adquirida. Marcó su número de teléfono:
– Te llamo como mal menor. Si me obligas a contemplar tu lascivo y asqueroso babeo mientras te paseas por mi moqueta, creo que vomitaré.
La señora Antrobus, su caprichosa gata blanca, iba deslizándose por las piernas de Roz, con la cola erecta, ronroneando. Roz le guiñó el ojo. Roz y La señora Antrobus tenían una relación de tiempo, en la cual ésta llevaba los pantalones y aquélla sabía a qué atenerse. No había forma de convencer a La señora A. de que hiciera algo que no quería.
– Vaya, ¡qué bien! Así que te ha gustado.
– ¡Eres repugnante! -dijo, tomando un sorbo del vaso-. No sé si yo utilizaría la palabra gustar.
– ¿Está muy gorda?
– Es algo grotesco. Pero me parece triste, no gracioso.
– ¿Te ha hablado?
– Sí. Tiene un acento auténtico y un cierto aire intelectual. Nada que ver con lo que yo esperaba. En su sano juicio, por cierto.
– Creía que el abogado había dicho que era una psicópata.
– Es cierto que lo dijo. Mañana iré a verle. Quiero saber de dónde ha sacado esta idea. Según Olive, cinco psiquiatras han decidido que era normal.
– Tal vez mienta.
– No miente. Lo comprobé con la directora más tarde. -Roz se agachó un poco para acoger a La señora Antrobus junto a su pecho. La gata, ronroneando ruidosamente, le lamió la nariz. Era un amor dirigido al armario. Tenía hambre-. De todas formas, yo que tú no me emocionaría tanto. Puede que Olive no quiera volver a verme.
– ¿Por qué? y ¿qué es este jaleo que tienes montado? -preguntó Iris.
– La señora Antrobus.
– ¡Vaya! ¡El gato sarnoso! -Iris perdió el hilo-. Parece que te estén derribando la casa. ¿Qué piensas hacer con ella?
– Quererla. Es lo único que consigue que valga la pena volver a este piso infecto.
– Estás loca -dijo Iris, cuya aversión por los gatos tan sólo podía compararse con la que sentía por los autores-; Ya me contarás por qué lo alquilaste. Invierte el dinero del divorcio y consigue algo decente. ¿Por qué tendría que negarse Olive a verte?
– Es imprevisible. De pronto se ha enojado conmigo y ha puesto punto final a la entrevista.
Roz oyó el resuello interno de Iris.
– Roz, ¡eres un desastre! ¡Espero que no lo hayas mandado todo al cuerno!
Roz dirigió una risita al aparato.
– No estoy segura de ello. Habrá que esperar. Y ahora tengo que dejarte. ¡Hasta luego!
Colgó con decisión mientras Iris chillaba, enojada, y se fue hacia la cocina a preparar la comida de La señora Antrobus. Cuando el teléfono sonó de nuevo, cogió el gin tonic, se trasladó a su habitación y se puso ante la máquina.
Olive cogió el lápiz que había robado a Roz y lo colocó cuidadosamente junto a la figura de barro que representaba a una mujer, apoyada al fondo de la cómoda. Mientras observaba con aire crítico la figura, sus húmedos labios se movían involuntariamente, mascando, chupando. La había moldeado toscamente, era una pella de arcilla grisácea y seca, cruda y sin vidriar, y sin embargo, al igual que el símbolo de la fertilidad de una época menos afectada, rezumaba una poderosa feminidad. Escogió un rotulador rojo de los que tenía en un bote y se dedicó a colorear con gran atención el pelo que rodeaba el rostro, y luego, cambiando el rotulador por uno de color verde, pintó en el torso de la figura lo que representaba la parte superior del vestido de seda que llevaba Roz.
Cualquier observador habría calificado aquello de pueril. Meció la figura entre sus manos como si fuera una pequeña muñeca, canturreándole, antes de colocarla de nuevo junto al lápiz que llevaba aún impregnado el perfume de Rosalind Leigh, si bien de una forma tan tenue que el olfato humano apenas podía detectar.