Roz encontró el colegio religioso con la ayuda de un policía:
– Tiene que ser St. Angela's -le dijo éste-. En el semáforo, a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda. Un gran edificio de ladrillos alejado de la carretera. No tiene pérdida. Es el único edificio con una arquitectura decente que se mantiene en pie por estos alrededores.
Se erigía con la sólida magnificencia victoriana por encima del vulgar cemento que lo rodeaba: un monumento a la educación como jamás conseguiría ser ninguna de las escuelas modernas prefabricadas. Roz entró por la puerta principal con una sensación de algo familiar, puesto que aquél era el tipo de escuela que había conocido. Miradas furtivas desde las puertas de las aulas o despachos, pizarras, estantes con libros, muchachas aplicadas en pulcros uniformes. Un lugar de aprendizaje tranquilo, donde los padres podían decidir el tipo de educación que recibirían sus hijas con la simple amenaza de llevarse a las alumnas y dejar de pagar la matrícula. Cuando los padres disponían del poder, las exigencias eran siempre las mismas: disciplina, organización, resultados. Roz echó una ojeada furtiva por una ventana que daba a lo que evidentemente tenía que ser la biblioteca. «Vaya, vaya, no me extraña que Gwen insistiera en mandar las chicas aquí.» Roz no apostaría nada por el instituto Parkway, pues era un desconcierto sin freno donde se enseñaba inglés, historia, religión y geografía en una sola asignatura denominada Estudios Generales, la ortografía se consideraba un anacronismo, el francés una actividad extralectiva, el latín no se mencionaba y las ciencias consistían en una serie de charlas sobre el efecto invernadero.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Ella se volvió con una sonrisa:
– Eso espero.
Una mujer elegante de más de cincuenta y cinco años se había detenido frente a una puerta con la placa de Secretaría.
– ¿Desea matricular a su hija?
– ¡Qué más quisiera yo! Una escuela preciosa. Pero no tengo hijos -explicó al percatarse de la mirada interrogadora y desconcertada de aquella mujer.
– ¡Ah, claro! ¿En qué puedo servirla, pues?
Roz cogió una tarjeta.
– Rosalind Leigh -se presentó-. ¿Podría hablar con la directora?
– ¿Ahora? -preguntó la mujer, sorprendida.
– Si es que está libre. De no ser así, quisiera concertar una cita para pasar más tarde.
La mujer cogió la tarjeta y la leyó con detención.
– ¿Puedo preguntarle sobre qué desea hablarle?
Roz encogió los hombros:
– Información en general sobre la escuela y el tipo de chicas que acuden a ella.
– ¿No será la Rosalind Leigh autora de Through the Looking Glass, por casualidad?
Roz asintió con la cabeza. Through the Looking Glass, su última y mejor obra, se había vendido bien y había conseguido excelentes críticas. Un estudio sobre las cambiantes concepciones de la belleza femenina a través del tiempo; en aquel momento se preguntaba de dónde había sacado la energía para escribirlo. Una tarea basada en el amor, pensaba, pues el tema la había fascinado.
– Lo he leído. -La mujer sonrió-. A pesar de que comparto muy pocas de sus conclusiones, me pareció muy sugerente. Su prosa es maravillosa, aunque creo que huelga decirlo.
Roz rió. Sintió inmediatamente una corriente de simpatía por aquella mujer.
– Como mínimo es sincera.
La otra consultó el reloj.
– Pase a mi despacho. Dentro de media hora debo recibir a unos padres, pero hasta entonces será un placer proporcionarle la información que precisa. Por aquí. -Abrió la puerta de la secretaría y acompañó a Roz a un despacho contiguo-. Tome asiento, por favor. ¿Café?
– Sí, gracias. -Roz se sentó en la silla que la mujer le indicó y estuvo observándola mientras se movía preparando la cafetera y las tazas-. ¿Es usted la directora?
– La misma.
– En mi época, siempre era una religiosa.
– De forma que usted ha estudiado en una escuela religiosa. Debía imaginármelo. ¿Leche?
– Sin leche y sin azúcar, por favor.
La mujer colocó una taza humeante en la mesa frente a Roz y se sentó delante de ella.
– En realidad, soy monja. La hermana Bridget. Hace tiempo que mi congregación abandonó eso de los hábitos. Descubrimos que tendían a crear una barrera artificial entre nosotras y el resto de la sociedad. -Soltó una risita-. No sé qué pasa con los hábitos religiosos, pero la gente intenta evitarte si puede. Me imagino que se creen obligados a comportarse con la máxima compostura. Es algo muy frustrante. A menudo salen conversaciones tan afectadas…
Roz cruzó las piernas y se relajó. No era consciente de ello, pero sus ojos la traicionaron. Mostraban en su reborde toda la calidez y sentido del humor que, un año antes, había sido la expresión externa de su personalidad. Al parecer, la amargura no podía corroer tanto.
– Probablemente es debido a un sentimiento de culpabilidad -dijo-. Tenemos que controlar la lengua a fin de no provocar el sermón que creemos que tenemos merecido. -Tomó un sorbo del café-. ¿Qué le hizo pensar que yo había recibido educación religiosa?
– Su libro. Se muestra tan resentida con las religiones establecidas que supuse que era una judía o una católica que había perdido la fe. Resulta más fácil abandonar el vínculo protestante, en principio porque es mucho menos opresivo.
– En realidad, cuando escribí Through the Looking Glass, no había abandonado nada -respondió Roz afablemente-. Seguía siendo una buena católica.
La hermana Bridget interpretó el cinismo que había en su tono:
– Pero ahora no.
– No. Dios ha desaparecido de mi vida. -Esbozó una breve sonrisa ante la mirada de incomprensión de la hermana-. Supongo que ya lo habrá leído. No puedo aplaudir su afición por la prensa.
– Soy educadora, amiga mía. Aquí estamos atentos tanto a la prensa sensacionalista como a los periódicos en general. -No bajó la mirada ni mostró vergüenza, lo que Roz agradeció-. Claro, lo leí y yo también habría castigado a Dios. Fue muy cruel por su parte.
Roz asintió con la cabeza.
– Si no recuerdo mal -dijo, volviendo al libro-, sólo toco el tema religioso en un capítulo del libro. ¿Por qué le pareció imposible estar de acuerdo con mis conclusiones?
– Porque todas proceden de una única premisa. Como no puedo aceptar la premisa, no puedo estar de acuerdo con las concepciones.
Roz arrugó la frente.
– ¿A qué premisa se refiere?
– La belleza se queda en la piel.
Roz se quedó sorprendida.
– ¿Y no cree que es cierto?
– Como norma general, no.
– Me deja boquiabierta. ¡Y usted, que es una monja!
– Esto no tiene nada que ver con que sea monja. La vida enseña mucho.
Había sido un eco inconsciente de Olive.
– ¿De verdad cree que las personas bellas son bellas hasta el fondo? Yo no puedo aceptarlo. Siguiendo el mismo razonamiento, las personas feas lo son hasta el fondo.
– Está poniendo estas palabras en mi boca, amiga mía. -A la hermana Bridget le divertía aquello-. Simplemente cuestiono que la belleza sea una cualidad superficial. -Hacía oscilar la taza de café en sus manos-. Desde luego, es una idea cómoda, significa que todos nos podemos sentir bien en nuestro propio cuerpo, pero la belleza, como la riqueza, es una baza moral. Los ricos pueden permitirse acatar la ley, ser generosos y amables. Los que son muy pobres no pueden. Incluso la amabilidad se convierte en una lucha cuando uno no sabe de dónde sacar el próximo penique. -Le dirigió una sonrisa bastante peculiar-. La pobreza tan sólo eleva cuando uno es capaz de escogerla.
– No estará de acuerdo con esto, pero no veo la relación entre belleza y riqueza.
– La belleza nos protege contra las emociones negativas que provoca la soledad y el rechazo. Se valora a las personas bellas, es algo que se ha hecho siempre, usted misma insiste en ello; por consiguiente éstas tienen menos razones para mostrarse rencorosas, menos razones para experimentar celos, menos razones para codiciar lo que no pueden poseer. Tienen tendencia a convertirse en el centro de todas estas emociones, y en muy pocas ocasiones son instigadoras de ellas. -Encogió los hombros-. Siempre habrá excepciones, y muchas de ellas usted las descubre en su libro, pero la experiencia me ha demostrado que cuando una persona es atractiva, el atractivo va hasta el fondo. Puede discutirse qué fue primero, la belleza interior o la exterior, pero en general van a la par.
– De forma que cuando uno posee la riqueza y la belleza se le abren inmediatamente las puertas más resplandecientes. -Sonrió con aire cínico-. ¿No será ésta una filosofía algo radical para un cristiano? Creía que Jesús predicó exactamente lo contrario. Algo así como que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entrar en el reino de los cielos.
La hermana Bridget rió con ganas.
– Por supuesto usted asistió a una excelente escuela religiosa. -Removió el café con un bolígrafo, la expresión ausente-. Es cierto, eso dijo, aunque, si lo ponemos en su contexto, creo que sirve más para respaldar mi punto de vista que para contradecirlo. No sé si recordará que un joven adinerado le preguntó cómo conseguiría la vida eterna. Jesús respondió: observa los mandamientos. El joven dijo: los he observado desde mi niñez, ¿qué más puedo hacer? Si quieres alcanzar la perfección, dijo Jesús, y aquí subrayo la perfección, vende todo lo que posees y entrégaselo a los pobres, y luego sigúeme. El joven se alejó compungido, pues tenía tantas posesiones que no era capaz de venderlas. Fue entonces cuando Jesús se refirió al camello y al ojo de la aguja. Se dará cuenta de que estaba hablando de la perfección y no de la bondad. -Chupó el extremo del bolígrafo-. Para ser justa con el joven, siempre he considerado que el hecho de vender sus posesiones habría significado vender casas y negocios con arrendatarios y empleados en ellas, por tanto, se habría planteado un espinoso dilema moral. Sin embargo, opino que lo que Jesús estaba diciendo era: hasta hoy, has sido una buena persona, ahora bien, para demostrar hasta qué punto eres bueno, sumérgete en la pobreza más profunda. La perfección consiste en seguirme y observar los mandamientos cuando se es tan pobre que el robo y la mentira se convierten en un sistema de vida si uno quiere asegurar su vida para el día siguiente, un objetivo imposible de alcanzar. -Tomó un sorbo de café-. Evidentemente puedo equivocarme. -Se percibía el brillo en sus ojos.
– La verdad es que no estoy dispuesta a seguir insistiendo -replicó Roz sin rodeos-. Me imagino que no tengo ninguna oportunidad. De todas formas, usted se sitúa en un terreno bastante delicado con esto de la belleza como baza moral. ¿Pero qué me dice de los escollos de la vanidad y la arrogancia? ¿Y cómo me explicaría usted que buena parte de las personas más agradables que conozco poseen, sin tener que forzar mucho la imaginación, la belleza?
La hermana Bridget rió de nuevo, emitiendo un sonido de satisfacción.
– Sigue tergiversando mis palabras. En ningún momento he dicho que para ser agradable se tuviera que poseer la belleza. Únicamente discuto su afirmación de que las personas bellas no son agradables. Son dos términos que no se excluyen mutuamente. La observación me ha demostrado que a menudo sí. Con el riesgo de insistir en este punto, pueden conseguirlo.
– Así pues, volvemos a mi pregunta anterior. ¿Significa ello que las personas feas a menudo no son agradables?
– Esta no sería la consecuencia, al igual que el hecho de afirmar que los pobres son siempre perversos. Tan sólo significa que la prueba resulta más dura. -Ladeó la cabeza-. Tomemos por ejemplo el caso de Olive y Amber. Al fin y al cabo, por esto ha venido a verme. Amber llevaba una vida de lo más agradable. Diría que era la muchacha más encantadora que he conocido, con una naturaleza acorde con ello. Todo el mundo la adoraba. Olive, por otro lado, era de lo más antipopular. Poseía pocas cualidades que le sirvieran de apoyo. Era glotona, mentirosa y a menudo se mostraba cruel. Era muy difícil que te cayera bien.
Roz no hizo ningún gesto para disimular su interés. En cualquier caso, la conversación había llevado aquellos derroteros desde el principio.
– De forma que usted ha sufrido las mismas pruebas que ella. ¿Sucumbió? ¿Resultaba imposible apreciarla?
– Fue muy problemático hasta que llegó Amber a la escuela. La mejor cualidad de Olive era el amor que sentía por su hermana, sin reservas y prácticamente desinteresado. Resultaba bastante conmovedor. Se preocupaba por Amber como una clueca, llegaba a ignorar sus propios intereses por mor de los de Amber. En mi vida he visto un afecto tal entre hermanas.
– Entonces, ¿por qué la mató?
– Eso digo yo, ¿por qué? Ya era hora que se planteara la cuestión. -Aquella mujer mayor golpeteó con los dedos impacientemente en la mesa del despacho-. Voy a verla cuando puedo. No va a decírmelo, y la única explicación que encuentro es que aquel amor, que era obsesivo, se convirtió en un odio igualmente obsesivo. ¿Conoce a Olive?
Roz asintió.
– ¿Qué opinión le merece?
– Es inteligente.
– Sí, lo es. Habría podido ir a la universidad si la directora hubiera conseguido convencer a su madre de que le convenía. Pero por aquellos días yo no era más que una modesta profesora. -Soltóun suspiro-. Pero la señora Martin era una mujer decidida, y dominaba a Olive. Nosotras, como escuela, no podíamos hacer nada para que cambiara de parecer. Las dos chicas dejaron la escuela al mismo tiempo: Olive con unas notas excelentes y Amber con aprobados justos. -Suspiró de nuevo-. Pobre Olive. Entró a trabajar como cajera en un supermercado, mientras Amber creo que probó suerte en una peluquería.
– ¿En qué supermercado trabajó?
– En Pettit's, de High Street. Un negocio que cesó ya hace tiempo. Ahora allí hay una tienda de licores.
– ¿Verdad que en la época de los asesinatos trabajaba en la Seguridad Social?
– Sí, y tengo entendido que le iba muy bien. Claro que fue su madre quien la dirigió hacia allí. -La hermana Bridget reflexionó un momento-. Es curioso, tropecé con Olive casi por casualidad aproximadamente una semana antes de los asesinatos. Me alegró verla. Se la notaba… -dijo, y luego hizo una pausa- feliz. Sí, creo que la palabra exacta es feliz.
Roz dejó que el silencio se adueñara del ambiente mientras daba vueltas a sus propias reflexiones. Había tantas cosas en aquella historia que no parecían lógicas…
– ¿Se llevaba bien con su madre? -preguntó por fin.
– No lo sé. Siempre tuve la impresión de que prefería a su padre. La señora Martin era quien llevaba los pantalones, por supuesto. Si había que decidir algo, lo hacía ella. Era muy dominante, pero no recuerdo que Olive expresara ningún tipo de discrepancia respecto a ella. Costaba mucho hablar con aquella mujer. Siempre tan correcta. Daba la impresión de que medía cada una de sus palabras para no traicionarse. -Movió la cabeza-. Nunca descubrí qué tenía que esconder.
Llamaron a la puerta y una mujer asomó la cabeza.
– El señor y la señora Barker la esperan, hermana. ¿Está lista?
– Un momento, Betty. -Sonrió mirando a Roz-. Lo siento, creo que de poco le he servido. Cuando Olive estaba aquí, tenía una amiga, y no es que fuera el tipo de amistad que podría imaginarse usted o yo misma; más bien se trataba de una chica con la que hablaba un poco más que con las demás. Su nombre de casada es Wright, Geraldine Wright, y vive en un pueblo que se llama Wooling, a unos quince kilómetros de aquí. Si accede a hablar con usted, seguro que podrá darle muchos más detalles de los que puedo ofrecerle yo. El nombre de la casa donde vive es Oaktrees.
Roz anotó los detalles en su agenda.
– ¿Por qué tendré la impresión de que usted me estaba esperando?
– Olive me enseñó su carta la última vez que la vi.
Roz se levantó, recogiendo la cartera y el bolso. Miró a aquella mujer con aire pensativo.
– Tal vez el único libro que seré capaz de escribir sea cruel.
– Creo que no.
– No, yo tampoco lo creo. -Se detuvo un momento junto a la puerta-. He disfrutado charlando con usted.
– Venga a verme otra vez -dijo la hermana Bridget-. Me gustará saber cómo le van las cosas.
Roz asintió con la cabeza.
– Supongo que no hay duda de que ella lo hizo.
– Realmente no lo sé -respondió la otra mujer, lentamente-. Por supuesto que me lo he planteado. Todo resulta tan aterrador que cuesta aceptarlo. -Pareció que iba a sacar una conclusión-. Vaya con mucho cuidado, amiga mía. La única verdad de Olive es que miente prácticamente en todo.
Roz repasó sus recortes de prensa y copió el nombre del agente que detuvo a Olive y, de camino hacia Londres, pasó por la comisaría.
– Buscaba a un tal DS Hawksley -dijo a un joven agente que se hallaba en el mostrador de entrada-. Trabajó en esta sección en el ochenta y siete. ¿Sigue aquí todavía?
El joven movió la cabeza.
– Dejó el servicio hace unos doce… dieciocho meses. -Apoyó los codos en el mostrador y la miró con aire lisonjero-. ¿No le serviría yo?
Roz torció levemente los labios con un gesto involuntario.
– Tal vez pueda decirme adónde fue.
– Por supuesto. Abrió un restaurante en la calle Wenceslas. Vive en el piso de arriba.
– ¿Y cómo puedo encontrar la calle Wenceslas?
– Pues… -se frotó la mandíbula haciéndose el interesante-. El sistema más fácil, desde luego, sería que se fuera a dar una vuelta una media hora hasta que yo acabe el turno. Yo le acompañaría.
Ella rió.
– ¿Y qué diría a esto su novia?
– Alguna barbaridad. Tiene una lengua muy afilada. -Guiñó el ojo-. Si usted no quiere, no se lo diré.
– Lo siento, chaval. Estoy atada a un marido que podría decirse que casi odia tanto a los policías como a los jovencitos. -Siempre resultaban más fáciles las mentiras.
El agente soltó una risita.
– Saliendo de la comisaría, gire a la izquierda y encontrará la calle Wenceslas a poco más de un kilómetro a la izquierda. En la esquina hay una tienda abandonada. El restaurante del sargento está justo al lado. Se llama The Poacher. -Tamborileó con el lápiz en el mostrador-. ¿Piensa comer allí?
– No -respondió ella-. Se trata de una cuestión de trabajo. No tengo intención de perder el tiempo.
Él movió la cabeza con gesto de asentimiento.
– Una mujer juiciosa. No es que sea un gran cocinero el sargento. Más le hubiera valido quedarse en la policía.
Para llegar a la carretera que iba a Londres tuvo que pasar por delante del restaurante. Poco convencida, estacionó en un desolado aparcamiento y salió del coche.
Estaba cansada, no había pensado en hablar con Hawksley aquel día, y aquel fútil flirteo con el joven agente comprobó que la deprimía aún más, pues la había dejado fría.
The Poacher era un atractivo edificio de obra vista junto a la carretera, con un aparcamiento enfrente. Unas ventanas emplomadas sobresalían a ambos lados de una sólida puerta de roble, y una enredadera cargada de brotes y yemas crecía esplendorosa por toda la fachada. Al igual que la escuela St. Angelas, contrastaba con los alrededores. En los escaparates de las tiendas situadas a uno y otro lado del restaurante, al parecer ambas abandonadas, se acumulaban carteles de propaganda que se saludaban mutuamente en un barato gesto pragmático de posguerra sin hacer nada por resaltar la antigua y deslucida belleza que permanecía entre ambas. Mucho peor, un ayuntamiento poco cuidadoso había permitido a un anterior propietario levantar dos pisos tras la fachada de ladrillos, los cuales ofrecían una imagen siniestra de cemento salpicado con guijarros por encima de las tejas del restaurante. Se notaba un intento de desviar la enredadera por el tejado, pero, al carecer de luz solar a causa del edificio sobresaliente de la derecha, los vacilantes brotes mostraban poco entusiasmo por alcanzar el objetivo de cubrir aquel espantoso saliente.
Roz abrió la puerta y entró. El establecimiento estaba a oscuras y vacío. Mesas vacías en una sala vacía, pensó ella, desanimada. Como ella. Como su vida. Estuvo a punto de llamar en voz alta, pero abandonó la idea. Se respiraba mucha tranquilidad allí y además no tenía prisa. Avanzó de puntillas hasta el mostrador y se sentó en un taburete. El olor de comida impregnaba la atmósfera, con aroma a ajo, algo tentador, que le recordaba que no había probado bocado en todo el día. Esperó mucho rato, sin ser vista ni oída, como un intruso en el silencio de otro. Pensó en marcharse, discretamente, tal como había llegado, pero allí se respiraba una tranquilidad extraña y apoyó la cabeza en la mano.
La depresión, una compañera demasiado constante, extendió sus brazos de nuevo rodeando el cuerpo de Roz, volviendo su mente, como tantas veces, hacia la muerte. Algún día lo haría. Somníferos o el coche. El coche, de todas, todas, el coche. Sola, de noche, en la lluvia. Es fácil girar el volante y encontrar un pacífico olvido. Sería una especie de justicia. Le dolía la parte de la cabeza, en la que empujaba el odio y latía interiormente. ¡Cielos, en qué desastre se había convertido! Si tan sólo alguien fuera capaz de abrir aquella destructiva ira para liberar el veneno! ¿Tenía razón Iris? ¿Debía acudir a un psiquiatra? Sin previo aviso, el terrible malestar se desencadenó como un torrente en su interior, amenazando con soltar un río de lágrimas.
«¡Oh, mierda!», murmuró enfurecida, presionando con las palmas de las manos sus ojos. Buscó las llaves del coche en el bolso. «¡Mierda, mierda y toda la maldita mierda! ¿Dónde demonios están?»
Un leve movimiento llamó su atención y levantó de pronto la cabeza. Un misterioso desconocido estaba apoyado al otro lado de la barra, secando tranquilamente un vaso y observándola.
Roz enrojeció enfurecida y apartó la mirada.
– ¿Hace mucho que está aquí? -preguntó airada.
– Lo suficiente.
Cogió las llaves del interior de la agenda y le lanzó una breve mirada:
– ¿Y esto que quiere decir?
El hombre hizo un gesto de indiferencia.
– Lo suficiente.
– Ah, vaya, ya veo que todavía no ha abierto, ya me voy. -Bajó del taburete.
– Como guste -respondió él con suprema indiferencia-. Yo iba a tomarme una copa de vino. Puede irse o, si lo desea, puede acompañarme. No es ningún problema para mí. -Le dio la espalda y descorchó una botella.
El color de las mejillas de Roz perdió intensidad.
– ¿Es usted el sargento Hawksley?
Él acercó el tapón a la nariz y olió su perfume, valorándolo.
– En una época, lo fui. Ahora soy simplemente Hal. -Se volvió y sirvió vino en dos copas-. ¿Quién pregunta por él?
Roz abrió de nuevo el bolso.
– Debo tener una tarjeta en alguna parte.
– Me bastará con oírlo de sus propios labios. -Le acercó una de las copas.
– Rosalind Leigh -dijo ella concisamente, colocando la tarjeta contra el teléfono, en la barra.
Roz le observó en la semipenumbra, olvidando por un momento la vergüenza que había sentido. Realmente no podía decirse que fuera el restaurador típico. Se le ocurrió que si le quedaba una pizca de sentido común, tenía que desaparecer de allí. Aquel hombre no se había afeitado y el traje oscuro que vestía formaba unos pliegues completamente arrugados, como si hubiera dormido con él. No llevaba corbata, le faltaban la mitad de los botones en la camisa y mostraba una gran superficie de pelos rizados en el pecho. Una contusión en proceso de hinchazón en la parte superior de la mejilla izquierda le hacía cerrar cada vez más un ojo, y la sangre coagulada se le había incrustado en ambos párpados. El hombre levantó la copa con una sonrisa irónica:
– A su salud, Rosalind. Bienvenida a The Poacher. -Su voz tenía un toque melodioso, un aire de Tyneside, suavizado por un largo contacto con el sur.
– Quizá sería más acertado brindar a su salud -respondió Roz con franqueza-. Por el aspecto que tiene lo necesita.
– Por los dos, pues. Para que salgamos lo mejor parados posible de lo que nos atormenta.
– Que, en su caso, podría ser una apisonadora.
Él tocó el moratón que iba en aumento.
– Casi, casi -dijo-. ¿Y usted? ¿Qué la atormenta?
– Nada -respondió Roz tranquilamente-. Estoy perfectamente.
– Sí, claro. -Aquellos ojos negros se posaron, amables, en su rostro por un momento-. Usted está medio viva y yo medio muerto. -Vació su copa y la llenó de nuevo-. ¿Por qué preguntaba por el sargento Hawksley?
Ella echó una ojeada a la sala.
– ¿No tendría que abrir?
– ¿Para qué?
Ella encogió los hombros:
– La clientela.
– Clientela -repitió él, pensativo-. ¡Qué palabra tan bonita! -Hizo un amago de risita-. ¿No se ha enterado de que es una especie en extinción? La última vez que vi a un cliente fue hace tres años, un enano escuchimizado con una mochila en la espalda que pedía una tortilla vegetariana y un café descafeinado. -Calló.
– Deprimente.
– Sí.
Roz se sentó otra vez en el taburete.
– No es culpa suya -dijo en tono comprensivo-. Es la crisis. Todo el mundo va para abajo. Al parecer, sus vecinos ya han claudicado -dijo Roz señalando hacia fuera.
El hombre estiró el brazo y accionó un interruptor situado en un extremo de la barra. Una luz tenue brilló en las paredes haciendo resplandecer las copas de las mesas. Roz le miró sorprendida. La contusión de la mejilla tenía que ser el más insignificante de sus problemas. Un hilillo de sangre completamente roja descendía de una costra que tenía sobre la oreja hasta el cuello. Parecía que él no se daba cuenta de ello.
– ¿Quién dice que es usted? -Aquellos ojos negros buscaron por un momento los de ella y luego se centraron en la sala.
– Rosalind Leigh. Creo que tendré que llamar a una ambulancia -dijo, sin saber qué hacer-. Está sangrando.
Roz tenía la extraña sensación de hallarse fuera de allí, muy alejada de aquella situación extraordinaria. ¿Quién era aquel hombre? Sin duda, no era responsabilidad de ella. Roz no era más que un espectador que había tropezado accidentalmente con él.
– Llamaré a su mujer -dijo.
El hombre le dirigió una mueca ladeando los labios.
– ¿Por qué no? Siempre le ha gustado reírse. Probablemente sigue con la misma afición. -Cogió un paño de cocina y se lo acercó a la cabeza-. No se preocupe, no me moriré aquí con usted. Las heridas en la cabeza siempre tienen un aspecto peor de lo que son en realidad. Es usted muy bonita. «De las Indias orientales a las occidentales, no hay joya que brille tanto como Rosalind.»
– Me llaman Roz y le agradecería que no siguiera -dijo ella bruscamente-. Me molesta.
El hombre encogió los hombros:
– Como gustéis.
Roz reprimió una salida airada.
– Me imagino que se cree original.
– Un punto sensible, ya me doy cuenta. ¿De qué se trata? -Miró el anillo que llevaba Roz-. ¿Marido? ¿Ex marido? ¿Novio?
Ella no le hizo caso.
– ¿No hay nadie más aquí? ¿En la cocina? Debería lavarse este corte. -Roz arrugó la nariz-. En realidad, debería limpiar todo esto. Huele a pescado. -Aquel olor, una vez detectado, se hizo insoportable.
– ¿Siempre es tan brusca? -le preguntó él con curiosidad. Aclaró el trapo bajo el grifo observando cómo se desprendía de él la sangre-. Soy yo -dijo con aire prosaico-. He salido a dar una vuelta con una tonelada de caballa. Una experiencia poco agradable. -Agarró el extremo de la diminuta pila y se quedó con la mirada fija allí, cabizbajo, exhausto, como el toro antes del golpe de gracia del torero.
– ¿Se encuentra bien? -Roz le observaba al tiempo que se le formaba una grieta al fruncir profundamente el ceño. No sabía qué hacer. No paraba de repetirse que no era su problema, aunque tampoco conseguía alejarse. ¿Y si se desmayaba?-. ¿Seguro que no puedo llamar a nadie? -insistió-. Un amigo, un vecino. ¿Dónde vive usted? -pero ella lo sabía: en el piso de arriba, ya se lo había dicho el joven policía.
– ¡Por Dios, mujer! -exclamó el-. ¡Déjeme tranquilo!
– Yo sólo intentaba ayudar.
– ¿A eso le llama ayudar? Yo más bien diría que está molestando. -De pronto se puso alerta; al parecer escuchaba algo que ella no podía oír.
– ¿Qué pasa? -preguntó Roz, asustada al ver su expresión.
– ¿Cerró la puerta al entrar?
Ella le miró atentamente.
– No. Claro que no.
El hombre apagó las luces y avanzó a tientas hacia la puerta de entrada, casi invisible en la repentina oscuridad. Roz oyó cómo echaba los cerrojos.
– Oiga… -empezó Roz, saltando del taburete. Él apareció de pronto a su lado, le puso un brazo alrededor de los hombros y un dedo ante sus labios-. Silencio, muchacha.
La sujetó inmovilizándola.
– Pero…
– ¡Silencio!
Los faros de un coche pasaron veloces por delante de las ventanas, cortando la penumbra con una luz muy blanca. El motor zumbó en punto muerto por un momento, y luego entró la marcha y el vehículo se alejó. Roz intentó librarse de él pero aquel brazo la sujetó con más firmeza.
– Todavía no -murmuró él.
Permanecieron inmóviles, silenciosos, entre las mesas, como estatuas en un festín espectral. Roz consiguió soltarse enojada.
– Esto es totalmente absurdo -murmuró-. No sé qué diantre ocurre pero no pienso quedarme así toda la noche. ¿Quién iba en el coche?
– Clientes -dijo él, con pesar.
– Está loco.
El hombre le cogió la mano.
– Vamos -susurró-, subiremos arriba.
– Ni hablar -respondió Roz soltando rápidamente la mano-. ¡Dios mío! ¿Es que no hay nadie que piense en algo más que follar estos días?
Una franca carcajada avivó su expresión.
– ¿Quién ha hablado de follar?
– Me voy.
– Le acompaño.
Roz aspiró profundamente.
– ¿Por qué quiere ir arriba?
– Porque allí tengo el piso y tengo que bañarme.
– ¿Y para qué me necesita, pues?
Él soltó un suspiro.
– No sé si recuerda, Rosalind, que fue usted quien vino a buscarme. En mi vida he tropezado con una mujer tan quisquillosa.
– ¡Quisquillosa! -tartamudeó Roz-. Ésta sí que es buena… Un hombre que huele a rayos, acaba de salir de una pelea, me sumerge en la total oscuridad, se queja de que no tiene clientes y cuando llegan los despista, me tiene cinco minutos completamente inmóvil, intenta convencerme de que suba… -Hizo una pausa para recuperar el aliento-. Creo que voy a marearme -soltó por fin.
– ¡Fantástico! ¡Lo que faltaba! -El hombre tomó de nuevo su mano-. Venga. No voy a violarla. La verdad es que ahora mismo no tendría fuerzas para ello. ¿Qué pasa?
Roz avanzó tambaleándose detrás de él.
– No he comido nada en todo el día.
– Ya somos dos -La llevó hacia la cocina, que estaba a oscuras, y abrió una puerta lateral, estirando el brazo por detrás de ella para dar la luz-. Suba -le dijo-, y el cuarto de baño está a la derecha.
Roz oyó cómo cerraba con llave la puerta que ella había atravesado y se desmoronó en la taza del water, la cabeza prieta contra las rodillas, esperando calmar las arcadas de la náusea.
Se encendió la luz.
– Tome, beba esto. Es agua. -Hawksley se agachó delante de ella contemplando su pálido rostro. Tenía la piel como el alabastro amarillento y los ojos oscuros como las endrinas. Una belleza muy fría, pensó él-. ¿Le apetece que hablemos de ello?
– ¿De qué?
– De lo que la hace tan desgraciada.
Ella tomó el agua a pequeños sorbos.
– No soy desgraciada. Tengo hambre.
Hawksley apoyó las manos en sus rodillas y se incorporó.
– Muy bien, pues. Vamos a sentarnos. ¿Qué me dice de un solomillo?
Ella sonrió débilmente.
– Una maravilla.
– ¡Menos mal! Tengo el congelador a tope de malditos solomillos. ¿Cómo se lo preparo?
– Poco hecho pero…
– ¿Pero qué?
Roz hizo una mueca.
– Creo que lo que me da arcadas es este olor. -Se tapó la boca con las manos-. Lo siento, pero creo que sería mejor que se duchara primero. No me atrae mucho el solomillo con aromas de caballa.
Él se olió la manga.
– Dentro de poco ya no lo notará. -Abrió los grifos y echó jabón líquido al agua.
– Tan sólo tengo un water, lo siento pero, si cree que va a vomitar, será mejor que se quede aquí -dijo empezando a desnudarse.
Roz se levantó deprisa.
– Esperaré fuera.
Hawksley tiró la chaqueta al suelo y empezó a desabrocharse la camisa.
– Pero no me vomite en la moqueta -gritó-. En la cocina hay una pila. Puede utilizarla.
Hawksley dejaba deslizar la camisa con toda la calma por los hombros, sin darse cuenta de que Roz seguía allí y observaba horrorizada las heridas ennegrecidas que cubrían su espalda.
– ¿Qué le ha sucedido?
Él se puso la camisa otra vez.
– Nada. ¡Largo de aquí! Prepárese un bocadillo. Encontrará pan en el aparador y queso en la nevera. -Vio la expresión de Roz-. Aparenta ser peor de lo que es -dijo en tono prosaico-. Esto ocurre siempre con las magulladuras.
– ¿Qué ha sucedido?
Él le aguantó la mirada.
– Dejémoslo en que me caí de la bici.
Con una sonrisa desdeñosa, Olive sacó la vela de donde la tenía escondida. Habían hecho cacheos después de que una mujer había sufrido una hemorragia ante un miembro de la Junta de Inspección, después de sufrir un reconocimiento especialmente agresivo en la vagina en busca de drogas. Había sido un hombre. (Olive siempre pensaba en los hombres en mayúsculas.) Una mujer no habría caído en la trampa. Pero los HOMBRES, evidentemente, eran diferentes. La menstruación les trastornaba, especialmente cuando la sangre fluía con suficiente abundancia como para manchar la ropa.
La vela estaba blanda por el contacto con el calor de su cuerpo; rompió el extremo de ésta y empezó a moldear la cera. Tenía buena memoria. Ni por un momento dudaba de su capacidad para imbuir a la diminuta figura una individualidad concreta. Aquéllo sería un HOMBRE.
Roz, mientras preparaba unos bocadillos en la cocina, miraba hacia la puerta del lavabo. De pronto, se puso nerviosa pensando en que debía interrogar a Hawksley sobre el caso de Olive Martin. Crew se había inquietado muchísimo al formularle ella las preguntas; y Crew era un hombre civilizado, o al menos lo parecía, pues no tenía aspecto de una persona que acaba de pasar media hora en un callejón oscuro recibiendo golpes sin parar de Arnold Schwarzenegger. Se preguntó cómo respondería Hawksley. ¿Le fastidiaría saber que ella hurgaba en un caso en el que había estado implicado? La idea resultaba bastante incómoda.
Había una botella de champán en la nevera. Con la idea algo ingenua de que otra inyección de alcohol sensibilizaría algo a Hawksley, Roz la colocó en una bandeja, con los bocadillos y un par de copas.
– ¿Guardaba el champán para alguna ocasión? -le preguntó alegremente (¿tal vez demasiado alegremente?), colocando la bandeja sobre la tapa del water y dándose la vuelta.
Hawksley estaba tumbado en una nube de espuma; aquel pelo tan negro alisado hacia atrás, el rostro limpio y relajado, los ojos cerrados.
– Me temo que sí -respondió.
– ¡Ah! -exclamó ella en tono de disculpa-. Entonces la guardaré otra vez.
Hawksley abrió un ojo.
– La guardaba para mi cumpleaños.
– ¿Cuándo es?
– Esta noche.
Ella soltó una pequeña carcajada involuntaria.
– No me lo creo. ¿Qué fecha es?
– El dieciséis.
Roz movió los ojos con aire malicioso.
– Sigo sin creérmelo. ¿Qué edad tiene? -le cogió por sorpresa la mirada festiva de él y no pudo evitar el rubor adolescente que se apoderó de sus pálidas mejillas. Aquel hombre creía que estaba flirteando con él. Claro que… ¡maldita sea!, quizás era lo que estaba haciendo. Estaba al borde del agotamiento, sofocada por el peso de su propia desgracia.
– Cuarenta. Un gran cuatro con un cero. -Se incorporó hasta quedar sentado e hizo un gesto señalando la botella-: ¡Vaya, vaya, esto es estupendo! -Contrajo los labios con aire de buen humor-. No esperaba compañía. De haberlo sabido, me habría vestido para la ocasión. -Soltó el alambre y extrajo el tapón vertiendo tan sólo un hilillo burbujeante en la espuma de la bañera antes de llenar las copas que ella le ofrecía. Dejó la botella en el suelo y cogió una copa-: Por la vida -dijo, chocando su copa contra la de ella.
– Por la vida. Feliz cumpleaños.
Observó a Roz un momento y luego cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la bañera.
– Tome un bocadillo -murmuró-. Nada sienta peor que el champán con el estómago vacío.
– Ya he comido tres. Lo siento, he sido incapaz de esperar el solomillo. Tome uno usted. -Colocó la bandeja junto a la botella y dejó que él mismo se sirviera-. ¿Tiene un cesto o algo, para poner la ropa sucia? -preguntó Roz apartando el montón de ropa apestosa con el pie.
– No vale la pena guardarla. La tiraré.
– Ya lo haré yo.
Hawksley bostezó.
– Bolsas de la basura. Segundo armario a la izquierda, en la cocina.
Roz cogió aquel montón de ropa sucia y la metió en tres bolsas de plástico limpio y blanco. Tan sólo tardó unos minutos, pero cuando volvió al cuarto de baño, él se había dormido y mantenía la copa, agarrada entre sus dedos entumecidos, apoyada contra el pecho.
Roz se la quitó con cuidado y la dejó en el suelo. ¿Y ahora qué?, pensaba. Podía haber sido perfectamente su hermana, tampoco la excitaba su presencia. ¿Se iba o se quedaba? Sentía un absurdo deseo de sentarse allí en silencio y contemplar cómo dormía, pero la ponía nerviosa pensar que igual le despertaba. Aquel hombre no comprendería su necesidad de estar un rato tranquila, aunque fuera unos instantes, con un hombre.
Los ojos de Roz se enternecieron. Era un bello rostro. Por más heridas y contusiones que tuviera, no podía esconder la expresión sonriente, y Roz estaba convencida de que si abandonaba, aquello iría en aumento y sentiría más deseos de verle. Se volvió de repente. Había estado demasiado tiempo alimentando un sentimiento de amargura para poder abandonarlo con tanta facilidad. ¿No había sufrido castigo suficiente?
Recogió el bolso de donde lo había dejado, al lado del water, y descendió la escalera de puntillas. Sin embargo, la puerta estaba cerrada y no se veía la llave por ninguna parte. Se sintió más ridícula que preocupada, como el entrometido que queda atrapado en una habitación y su único objetivo es escapar sin ser visto. Seguro que Hawksley había metido la maldita llave en el bolsillo. Con gran sigilo subió de nuevo a la cocina para inspeccionar la ropa sucia, pero comprobó que los bolsillos estaban vacíos. Desconcertada, fue mirando por todas partes, en la sala y en la habitación. Caso de existir unas llaves, estaban bien escondidas. Con un suspiro de frustración, apartó un poco una cortina para ver si encontraba otra salida, una escalera de incendios o un balcón, y comprobó que estaba mirando a través de una ventana enrejada. Lo probó en otra y luego en otra. Todas tenían barrotes.
Como era de esperar, la rabia se apoderó de ella.
Sin pararse a reflexionar con lógica en lo que iba a hacer, entró hecha una furia en el cuarto de baño y le zarandeó con violencia:
– ¡Hijo de puta! -exclamó-. ¿A qué coño te crees que estás jugando? ¿Quién eres? ¿Barba Azul o algo así? ¡Quiero salir de aquí! ¡Pero ya!
Hawksley apenas se había despertado cuando aplastó la botella de champán contra las baldosas, la cogió por los pelos y arremetió con el cristal roto contra el cuello de Roz. Aquellos ojos enfurecidos miraron fijamente a los de Roz y entonces surgió una especie de reconocimiento que le obligó a soltarla, a apartarla de su lado.
– ¡Puta imbécil! -exclamó él-. Esto no me lo hagas nunca más. -Se frotó enérgicamente el rostro para despejarse.
Roz estaba muy agitada.
– Quiero irme.
– ¿Y quién te lo impide?
– Has escondido la llave.
Él le observó un momento y luego empezó a enjabonarse.
– Está en un arquitrabe, encima de la puerta. Hay que dar dos vueltas. Es un cerrojo doble.
– Tienes rejas en todas las ventanas.
– Pues sí. -Se echó agua a la cara-. Adiós, señorita Leigh.
– Adiós. -Roz hizo un leve gesto de disculpa-. Lo siento. Creí que estaba presa.
Él sacó el tapón de la bañera y estiró una toalla de la barra.
– Y lo estás.
– Pero… has dicho que la llave…
– Adiós, señorita Leigh.
Hawksley alargó la mano hacia la puerta, la empujó y obligó a Roz a salir.
No tendría que conducir. Aquella idea le martilleaba en la cabeza como una migraña, un desesperado recordatorio de que el instinto de conservación era el más importante de todos los instintos humanos. De todas formas, Hawksley tenía razón. Estaba presa, y el ansia de huir era demasiado fuerte. ¡Qué fácil!, pensaba, facilísimo. Los faros que se iban sucediendo pasaban de minúsculos puntos distantes a enormes y blancos soles, deslizándose con una rapidez vertiginosa en su parabrisas con una magnífica iridiscencia cegadora, atrayendo su mirada hacía el centro del resplandor. Cada vez se hacía más insistente el apremio de girar el volante hacia las luces. ¡Cuan dolorosa sería la transición cuando llegara la ceguera y cuan resplandeciente la eternidad.
Tan fácil… tan fácil… tan fácil…