Capítulo 13

Roz no durmió seguido aquella noche, fueron más bien cabezadas entre turbulentos sueños. Olive con un hacha convirtiendo en astillas mesas de cocina. No creí que hubieras…, no es tan fácil como parece en la tele… Los dedos de Hal en su muñeca pero su cara, la alegre cara de su hermano, torturándola; cuando era pequeña. Maldita sea, tía, tú crees que lo hice… Olive colgada de la horca, su cara del gris viscoso del barro mojado. No tienes remordimientos por haber dejado volver a la sociedad? a alguien como ella… Un cura con los ojos de la hermana Bridget… Es una lástima que no seas católica… Podrías confesarte y te encontrarías mejor inmedia-tamente… Continúas ofreciéndome dinero… La ley es una mierda… Has llamado a la policía…

Le despertó por la mañana el sonido del teléfono de la sala de estar. Tenía un dolor de cabeza terrible. Agarró el teléfono para acallar el ruido.

– ¿Quién es?

– Menuda manera de saludar, digo yo -dijo Iris-. ¿Qué mosca te ha picado?

– Ninguna ¿Qué quieres?

– Oye, ¿cuelgo y te vuelvo a llamar de aquí a media hora, cuando te hayas ya acordado de que yo soy tu amiga y no una caca de perro que te acabas de sacar de la suela?

– Perdona, Iris, lo siento, me has despertado. No he dormido bien.

– Bueno, vale, acabo de hablar por teléfono con tu editor exigiéndome una fecha, y no digo… invitándome a comer. Quiere tener una idea aproximada de cuándo estará listo el libro.

Roz hizo una mueca mirando al teléfono.

– Si aún no he empezado a escribirlo.

– Pues más vale que despabiles, porque le he dicho que estaría listo en Navidad.

– Oh, Iris, por el amor de Dios. Esto significa de aquí a seis meses tan sólo, y no he conseguido nada más desde la última vez que hablamos. Olive calla como un muerto a la que llegamos a lo de los asesinatos, yo…

– Siete meses -interrumpió Iris-. Ve a interrogar de nuevo a aquel policía que se las sabe todas. Él parece totalmente asustado y te apuesto lo que quieras que la enredó. Todos lo hacen. Les ayuda a ganar puntos. Lo que priva es la productividad, cariño, algo que está temporalmente ausente en tu vocabulario.


La señora Clarke escuchó con una expresión de completo horror el discurso de presentación de Roz de su libro sobre Olive.

– ¿Cómo nos encontró? -le preguntó con voz temblorosa.

Sin un motivo concreto, Roz se la había imaginado de unos cincuenta o sesenta y pocos años. No estaba preparada para una mujer tan mayor, más cercana a la edad del señor Hayes que a la que Robert y Gwen Martin habrían tenido si hubieran estado vivos.

– No ha sido difícil -musitó Roz.

– He tenido tanto miedo… Fue una reacción extraña pero Roz no la obvió.

– ¿Puedo entrar? No le robaré mucho tiempo, se lo prometo.

– Me es imposible hablar con usted. Estoy sola. Edward ha ido de compras.

– Por favor, señora Clarke -le suplicó Roz con voz que demostraba su agotamiento. Había costado dos horas y media conducir desde Salisbury y encontrar la casa-. He hecho tantos kilómetros para verla…

De repente la mujer sonrió y abrió la puerta de par en par.

– Entre, entre. Edward ha hecho unos pasteles expresamente. Se pondrá tan contento de que nos haya encontrado…

Con el ceño perplejo, Roz entró.

– Gracias.

– Naturalmente se acuerda de Pussy -la anciana señaló a un viejo gato hecho un ovillo bajo un radiador-, ¿o era después de entonces? Olvido las cosas, ¿sabe? Nos sentaremos en el salón. Edward -llamó la anciana-, Mary está aquí.

No hubo respuesta.

– Edward ha salido a comprar -dijo Roz.

– Ah, sí. -La mujer miró a Roz confundida-. ¿La conozco?

– Soy una amiga de Olive.

– Soy una amiga de Olive -imitó la vieja dama-. Soy una amiga de Olive. -Se meció en el sofá-. Siéntese. Edward ha preparado algunas pastas expresamente. Recuerdo a Olive. Íbamos a la escuela juntas. Olive tenía unas largas trenzas que los chicos solían estirarle. Aquellos chicos tan malos. Me pregunto qué fue de ellos. -La mujer miró a Roz otra vez-. ¿La conozco?

Roz estaba incómoda en su sillón, sopesando lo ético de interrogar a una vulnerable anciana con demencia senil.

– Soy una amiga de Olive Martin -apuntó-. La hija de Gwen y Robert. -Roz estudió los distraídos ojos azules pero no hubo reacción. Se quedó más tranquila. La ética era irrelevante cuando preguntar era inútil. Roz sonrió animosamente-. Cuénteme sobre Salisbury. ¿Le gusta vivir aquí?

La conversación fue exasperante, repleta de silencios, continuas repeticiones y extrañas incongruencias que dejaron a Roz en una situación difícil para seguir el hilo. Por dos veces tuvo que disuadir a la señora Clarke de la súbita idea de que era una extraña temiendo que si ella se iba sería imposible volver a hablar con Edward. Parte de ella se preguntaba cómo podía Edward aguantarla. ¿Puede alguien seguir queriendo a un cuerpo vacío cuando el amor no es ni apreciado ni recíproco? ¿Existían momentos de lucidez suficientes para compensar la soledad de cuidarla?

La mirada de Roz no cesaba de observar la foto de boda que había sobre la repisa de la chimenea. Se habían casado relativamente tarde a juzgar por la edad. Él aparentaba unos cuarenta años y ya le había caído casi todo el cabello. Ella se veía un poco mayor. Pero aparecían hombro con hombro, riendo desde la foto, los dos felices, rebosantes de salud, totalmente despreocupados e ignorantes -¿y cómo si no?- de que ella llevaba la semilla de la demencia. Era cruel hacer la comparación, pero Roz no lo pudo evitar. Al lado de la mujer de la foto, tan despierta, vivida y fuerte, la auténtica señora Clarke era una descolorida y trémula sombra. ¿Fue por eso, se preguntaba Roz, que Edward y Robert Martin habían sido amantes? Estaba considerando lo inmensamente deprimente que resultaba todo el asunto cuando, por fin, el ruido de una llave en la cerradura llegó como el agradable sonido de la lluvia cayendo sobre la sedienta tierra.

– Mary ha venido a vernos -dijo la señora Clarke alegremente así que su marido entró en la sala-. Estábamos esperando las pastas.

Roz se levantó y entregó al señor Clarke una de sus tarjetas.

– Le he explicado quién soy -dijo Roz en voz baja-, pero insiste en que soy Mary.

El hombre era viejo, como su mujer, y completamente calvo, pero aún mantenía el porte erecto. Era mucho más alto que la mujer sentada en el sofá y ésta se apartó de él con un súbito temor murmurando para sus adentros. Roz se preguntó si Edward no perdía nunca la paciencia con ella.

– En realidad la dejo sola muy pocas veces -respondió el hombre defendiéndose, como si Roz le hubiera acusado-, pero alguien ha de hacer la compra. Todo el mundo está tan ocupado y tampoco no sería justo pedírselo siempre a los vecinos. -Edward pasó la mano por su desnuda cabeza y leyó la tarjeta-. Creí que era de la asistencia social -dijo, esta vez acusándole a ella-. Escritora. No queremos una escritora. ¿De qué nos sirve a nosotros una escritora?

– Esperaba que me pudieran ayudar.

– No tengo ni idea sobre escribir. ¿Quién le dio mi nombre?

– Olive -dijo la señora Clarke-. Es una amiga de Olive.

El hombre se sobresaltó.

– ¡Oh no! -dijo-. ¡No, no, no! Tendrá que marcharse. No consiento que se vuelva a sacar aquello a la luz. Esto es un atropello. ¿Cómo ha conseguido esta dirección?

– ¡No, no, no! -repitió la anciana-. Es un atropello. ¡No, no, no!

Roz contuvo la respiración, contó hasta diez con la incertidumbre de si le fallaría antes la sensatez o el control.

– Por el amor de Dios, ¿cómo puede aguantar esto? -las palabras surgieron tan involuntarias como hubieran sido las de la señora Clarke-. Lo siento. -Roz pudo apreciar la tensión en la cara de Edward-. He sido imperdonablemente descortés.

– No es tan grave estando solos. Simplemente desconecto. -El hombre susurró-: ¿Por qué ha venido? Pensaba que ya habíamos dejado todo eso atrás. No hay nada que pueda hacer por Olive. Robert intentó ayudarla por aquel entonces pero Olive lo rechazó. ¿Por qué le ha enviado aquí?

– Es un atropello -murmuró la anciana.

– Olive no me ha enviado. Estoy aquí por mi propia iniciativa. Mire -dijo Roz, mirando de reojo a la señora Clarke-, ¿hay algún lugar en donde podamos hablar en privado?

– No hay nada que hablar.

– Sí que lo hay -contestó Roz-. Usted era amigo de Robert. Debía haber conocido a la familia mejor que nadie. Estoy escribiendo un libro -Roz de pronto se acordó tarde de que había dado las explicaciones a la señora Clarke-, y no lo puedo hacer si nadie me habla de Gwen y Robert.

Le había hecho enfadar otra vez.

– Periodismo sensacionalista -exclamó Edward-, no me involucraré en ello. Márchese o llamo a la policía.

La señora Clarke exhaló un gemido de terror.

– La policía no. No, no, no. Tengo miedo de la policía. -Escudriñó a la extraña-. Tengo miedo de la policía.

Con razón, pensó Roz, preguntándose si el shock de los asesinatos la habría llevado a la demencia. ¿Fue esa la razón por la que los señores Clarke se habían mudado de su casa? Roz cogió su portafolios y su bolso.

– No soy de la prensa amarilla, señor Clarke. Intento ayudar a Olive.

– Ella está más allá de la ayuda. Todos lo estamos. -El hombre miró a su mujer-. Olive lo destruyó todo.

– No estoy de acuerdo.

– Por favor, vayase.

La débil voz de falsete de la anciana mujer les interrumpió.

– No vi a Gwen y Amber aquel día -gritó lastimosamente-. Mentí, yo mentí, Edward.

Edward cerró los ojos.

– Dios mío -murmuró-, ¿qué he hecho yo para merecer esto? -Su voz vibró con disgusto contenido.

– ¿Qué día? -presionó Roz.

Pero el momento de lucidez, si eso es lo que fue, desapareció.

– Estamos esperando las pastas.

Irritación y algo más, ¿alivio?, se observó en la cara de Edward.

– Está senil -le dijo a Roz-. Se le va la cabeza. No puede creer nada de lo que diga. Le enseñaré la salida.

Roz no se movió.

– ¿Qué día, señora Clarke? -le preguntó amablemente.

– El día que vino la policía. Dije que los había visto pero no los vi. -La señora Clarke frunció el ceño-. ¿La conozco?

El señor Clarke asió a Roz rudamente por el brazo y la llevó hacia la puerta de entrada.

– Fuera de mi casa – bramó-. ¿Es que no hemos sufrido suficiente por culpa de aquella familia? -Echó a Roz a la calle asiéndola por el brazo y cerró la puerta bruscamente.

Roz se frotó el brazo. Edward Clarke, a pesar de la edad, era bastante más fuerte de lo que aparentaba.


Roz estuvo dándole vueltas al problema durante toda la larga vuelta a casa. Había caído en el mismo dilema que con Olive. ¿Estaba la señora Clarke diciendo la verdad? ¿Había mentido a la policía aquel día o fue producto de su senilidad? Y si había mentido, ¿cambiaría nada eso?

Roz se imaginó a ella misma en la cocina del Poacher escuchando cómo Hal hablaba de la coartada de Robert Martin.

«Nos preguntamos si él podía haber matado a Gwen y Amber antes de ir a trabajar y Olive se encargó de deshacerse de los cuerpos para protegerle, pero los números no cuadraban. Incluso para eso Martin tenía una coartada. Hubo una vecina que acompañó hasta la puerta a su marido cuando éste se fue a trabajar poco antes de que se marchase Martin. Amber y Gwen aún estaban vivas porque ella les habló en el descansillo. Se acordaba de haber preguntado a Amber cómo le iba en Glitzy. Ellas saludaron a Martin cuando pasó con el coche.»

Tuvo que ser la señora Clarke, pensó Roz. ¿Pero cómo es que no se lo había planteado antes? ¿Era normal que Gwen y Amber se despidiesen de Robert cuando no había amor entre marido y mujer? Una frase de la declaración de Olive cortó sus pensamientos como un afilado cuchillo. «Tuvimos una discusión durante el desayuno y mi padre se marchó al trabajo sin acabar.»

Así que la señora Clarke había estado mintiendo. Pero ¿por qué? ¿Por qué dar a Robert una coartada cuando, según Olive, ella la veía como una amenaza?

«Hubo una vecina que acompañó a su marido a la puerta cuando éste se fue a trabajar un poco antes de que se marchase Martin…»

Dios, qué ciega había estado. Era la coartada de Edward.


Roz, presa de la excitación, llamó a Iris desde una cabina.

– Ya lo tengo, hija. Ya sé quién lo hizo, y no fue Olive.

– ¿Lo ves? Te has de dejar guiar por los instintos de tu representante. He apostado cinco pavos por ti con Gerry. Le sentará como un tiro perder. ¿Así que quién lo hizo?

– El vecino, Edward Clarke. Era el amante de Robert Martin. Creo que él mató a Gwen y Amber en un ataque de celos. -Roz contó su historia de un tirón, sin respiro-. Espera, aún he de encontrar la manera de demostrarlo.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.

– ¿Estás aún ahí?

– Sí, estaba lamentándome de los cinco pavos. Ya sé que estás emocionada, chica, pero tendrás que serenarte y estudiarlo mejor. Si este Edward descuartizó a Gwen y Amber antes de irse al trabajo, ¿no se habría tropezado Robert con los trozos de los cadáveres en la cocina?

– ¿Quizás lo hicieron juntos?

– Entonces ¿por qué no mataron a Olive también? Para no mencionar el pequeño detalle de que por qué habría de proteger Olive al amante homosexual de su padre. Sería mucho más lógico que la señora Clarke mintiese para que Robert tuviera coartada.

– ¿Por qué?

– Mantenían una turbulenta aventura -dijo Iris-. La señora Clarke adivinó que Robert había matado a su mujer para quedar libre para ella y mintió para protegerle. No sabes con seguridad que él fuera homosexual. La madre de la amiga del colegio no cree que lo fuera. ¿La señora Clarke es atractiva?

– Ahora no. Pero lo era antes.

– ¿Lo ves?

– ¿Por qué mató Robert a Amber?

– Porque estaba allí -dijo Iris simplemente-. Supongo que se debía despertar cuando oyó la pelea y bajó. A Robert no le debía quedar otro remedio que matarla también. Entonces salió pitando y dejó a la pobre Olive, que había estado durmiendo, que se encontrase con el fregado.


Un tanto de mala gana, Roz fue a ver a Olive.

– No te esperaba, no después de… -Olive dejó el resto de la frase sin acabar-. Bueno, ya sabes. -Sonrió tímidamente.

Volvieron a la habitación de siempre, sin vigilancia. Los humos de la directora parecían haber desaparecido igual que la hostilidad de Olive. Francamente, pensó Roz, el sistema penitenciario no cesaba de sorprenderla. Pensó que habría mil y un problemas, especialmente porque era miércoles y no el día habitual, pero no hubo ninguno. Acceder hasta Olive volvía a estar permitido. Roz le pasó el paquete de tabaco.

– Parece ser que vuelves a ser «persona grata» -dijo Roz.

Olive aceptó el cigarrillo.

– Tú también, ¿no?

Roz frunció una ceja.

– Me encontré mejor cuando se me pasó el dolor de cabeza. -Roz vio dolor en la gruesa cara-. Estoy bromeando -dijo dulcemente-. De todos modos, era culpa mía. Tenía que haber llamado. ¿Has recuperado todas tus prerrogativas?

– Sí. Son bastante decentes, realmente, una vez te has calmado.

– Bien. -Roz conectó el magnetófono-. Fui a ver a tus vecinos, los Clarke.

Olive estudió la cara de Roz a través de la llama de la cerilla y entonces se la acercó pensativamente hacia el cigarrillo.

– ¿Y?

– La señora Clarke mintió acerca de haber visto a tu madre y a tu hermana la mañana de los asesinatos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijo.

Olive aguantó el cigarrillo firmemente con los labios y llenó sus pulmones de humo.

– La señora Clarke está senil desde hace años -dijo terminantemente-. Estaba obsesionada con los microbios, iba de un lado a otro todas las mañanas fregando los muebles con Doanestos y pasando la aspiradora como una loca. Las personas que no la conocían pensaban que era la sirvienta. Siempre me llamaba Mary, cuando era su madre que se llamaba así. Me imagino que ahora estará completamente chiflada.

Roz sacudió la cabeza con frustración.

– Lo está, pero juraría que estaba lúcida cuando admitió que había mentido. Está aterrorizada por su marido, no obstante.

Olive se mostró sorprendida.

– Nunca había tenido miedo de él, antes. Al contrario, él parecía tenerle miedo a ella. ¿Qué dijo él cuando ella te explicó que había mentido?

– Estaba furioso. Me echó de la casa. -Roz hizo una mueca-. Empezamos mal. Pensaba que era de la Seguridad Social y les venía a inspeccionar.

Un suspiro de diversión salió de la garganta de Olive.

– El pobre señor Clarke.

– Dijiste que a tu padre le gustaba él, ¿y a ti?

Olive se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

– No le conocía lo suficientemente bien como para que me gustase o me dejara de gustar. Supongo que sentí pena por él debido a su mujer. Se tuvo que jubilar antes para poder cuidarla.

Roz, meditando sobre aquello, le preguntó:

– ¿Aún trabajaba cuando los asesinatos?

– Hacía de contable en su casa. Se ocupaba de las declaraciones de la renta de otras personas. -Olive tiró despreocupadamente la ceniza al suelo-. La señora Clarke incendió la sala de estar una vez. Desde entonces el señor Clarke tenía mucho miedo a dejarla sola. La vieja era muy exigente, pero mi madre decía que más que nada era una manera de tenerlo cosido a sus faldas.

– ¿Crees que eso era verdad?

– Supongo. -Olive dejó el cigarrillo vertical, como era su costumbre y cogió otro-. Generalmente mi madre no sé equivocaba.

– ¿Tuvieron hijos?

Olive negó con la cabeza.

– No creo. No vi nunca a ninguno. -Olive frunció los labios-. Él era el hijo. Era divertido verle a veces yendo a toda prisa, haciendo lo que ella le mandaba, pidiendo perdón cuando no lo hacía bien. Amber le llamaba Fuddleglum [1], porque era siempre apagado y lastimoso. -Olive sonrió-. No me había acordado más de esto hasta este mismo momento. Se ajustaba exactamente a como era entonces. ¿Es aún así?

Roz se acordó de cuando el señor Clarke la asió con dureza por el brazo.

– Él no me pareció particularmente apocado -dijo-. Desgraciado, sí.

Olive la escudriñó con su penetrante y curiosa mirada.

– ¿Por qué has vuelto? -le preguntó a Roz serenamente-. No tenías esa intención el lunes.

– ¿Qué te hace decir esto?

– Lo vi en tu cara. Pensabas que era culpable.

– Sí.

Olive asintió con la cabeza.

– Me preocupó. No me había dado cuenta de lo diferente que es tener a alguien que crea que no lo hice. Los políticos lo llaman el factor tranquilidad. -Roz observó humedad en las pálidas pestañas de la muchacha-. Te acostumbras a que te vean como un monstruo. A veces hasta me lo creo yo misma. -Olive se puso una de sus grandotas manos entre sus inmensos pechos-. Creí que el corazón me iba a estallar cuando te fuiste. Qué tonta, ¿no? -Las lágrimas llenaron sus ojos-. No recuerdo haber estado tan perturbada nunca por nada.

Roz esperó un momento pero Olive no continuó.

– La hermana Bridget dio algo de sentido a mis pensamientos -dijo Roz.

Una luz como la creciente llama de una vela iluminó la gruesa cara de la mujer.

– ¿La hermana Bridget? -repitió Olive con estupefacción-. ¿Ella cree que no lo hice? Nunca me lo imaginé. Pensaba que venía solamente por deber cristiano.

«Demonios -pensó Roz-, ¿qué importa una mentira?»

– Claro que cree que no lo hiciste. ¿Por qué crees que ella continúa presionándome tanto?

Roz pudo observar cómo la satisfacción aportaba una especie de belleza a la terrible fealdad de Olive mientras pensaba que había quemado todos sus cartuchos. «No podré preguntarle nunca más si es culpable o si me está diciendo la verdad, porque si lo hiciera, su pobre corazón explotaría.»

– No lo hice -dijo Olive, leyendo su expresión.

Roz se inclinó hacia delante.

– Entonces ¿quién fue?

– No lo sé. Entonces pensé que lo había hecho yo. -Olive puso el segundo cigarrillo al lado del primero y miró cómo se acababa-. En aquel tiempo todo cuadraba -murmuró, tanteando en su pasado.

– ¿Quién crees que fue? -le preguntó Roz después de un rato-. ¿Alguien a quien querías?

Pero Olive negó con la cabeza.

– No podría soportar que se rieran de mí. Por muchos motivos es más sencillo que te tengan miedo. Por lo menos significa que la gente te respeta. -Olive miró a Roz-. Soy realmente bastante feliz aquí. ¿Puedes entender esto?

– Sí -dijo Roz lentamente, recordando lo que le había dicho la directora-. Aunque parezca mentira, puedo entenderlo.

– Si no me hubieras conocido, podría haber sobrevivido. Estoy institucionalizada. Existencia sin esfuerzo. Realmente no sé si me las arreglaría afuera. -Olive se alisó con las manos los grandiosos muslos-. La gente se reiría, Roz.

Era una pregunta más que una afirmación y Roz no tenía respuesta, o al menos no la tranquilizante respuesta que quería oír Olive. La gente se reiría, pensó. Había algo intrínsecamente absurdo en aquella grotesca mujer con una capacidad tan profunda de amar que podía cargar con un asesinato para proteger a su amante.

– No me voy a rendir ahora -dijo Roz firmemente-. Una gallina ponedora de granja nace para existir. Tú naciste para vivir. -Roz levantó su bolígrafo hacia Olive-. Y si no sabes la diferencia entre existir y vivir, lee entonces la Declaración de Independencia. Vivir significa libertad y la búsqueda de la felicidad. Tú te niegas a ambas cosas permaneciendo aquí.

– ¿Dónde iría? ¿Qué podría hacer? -Olive retorció las manos-. Nunca en mi vida he vivido por mí misma. No podría soportarlo, sobre todo ahora que todo el mundo lo sabe.

– ¿Sabe qué?

Olive sacudió la cabeza.

– ¿Por qué no me lo puedes decir?

– Porque -dijo Olive con fuerza- no me creerías. Nadie me cree cuando digo la verdad. -Olive golpeó el vidrio para llamar la atención de un funcionario de la prisión-. Tienes que descubrirlo tú misma. Es la única manera que tienes para saberlo realmente.

– ¿Y si no puedo?

– Me quedo igual que estaba antes. Puedo vivir conmigo misma, y eso es lo que realmente importa.

«Sí -pensó Roz-, al fin y al cabo, probablemente sí.»

– Sólo dime una cosa, Olive. ¿Me has mentido?

– Sí.

– ¿Por qué?

La puerta se abrió y Olive se incorporó pesadamente con el empujón de costumbre hacia atrás.

– A veces es más seguro.


El teléfono estaba sonando cuando Roz abrió la puerta del piso.

– Hola -dijo, echándose el teléfono debajo de la mejilla y sacándose la chaqueta-. Rosalind Leigh. -«Ojalá no sea Rupert.»

– Hola, soy Hal. Te he estado llamando todo el día. ¿Dónde demonios te habías metido? -Sonaba como si Hal estuviera preocupado.

– Persiguiendo pistas. -Roz apoyó la espalda en la pared para sostenerse-. Bueno, ¿y a ti qué te importa?

– No estoy loco, Roz.

– Pues ayer actuaste como tal.

– ¿Simplemente porque no llamé a la policía?

– Entre otras cosas. Es lo que una persona normal hace cuando le han destrozado la propiedad. A menos que lo haya hecho uno mismo, claro.

– ¿Qué otras cosas?

– Te comportaste como un cerdo. Sólo intentaba ayudarte.

El hombre se rió ligeramente.

– Continúo viéndote en la puerta del local con aquella pata de la mesa. Eres una tía atrevida. Muerta de miedo pero atrevida. Te he conseguido las fotos. ¿Las quieres aún?

– Sí.

– ¿Tienes valor suficiente para venirlas a buscar o te las envío por correo?

– No es valor lo que se necesita, Hawksley, sino una cara más dura que el cemento. Estoy harta de que me azucen. -Roz rió para sí ante su juego de palabras-. Lo que me recuerda, ¿fue la señora Clarke la que dijo que Gwen y Amber estaban vivas después de que Robert se fuera a trabajar?

Hubo una pequeña pausa mientras Hal Hawksley intentaba ver la relación. No pudo.

– Sí, si es la de la casa de al lado.

– Mentía. Ahora ella dice que no los vio, lo que significa que la coartada de Robert Martin se esfuma. Lo podía haber hecho antes de marcharse a trabajar.

– ¿Por qué tendría ella que facilitar a Robert Martin una coartada?

– No le sé. Estoy intentando averiguarlo. Primero pensé que la señora Clarke estaba dando una coartada al propio marido, pero eso no se aguanta por ningún lado. Aparte de todo eso, Olive me dijo que el hombre ya estaba jubilado y por lo tanto no podía haber ido a trabajar. ¿Recuerdas si revisaste la declaración de la señora Clarke?

– ¿Era Clarke el contable? ¿Sí? -Hal calló un momento-. Vale, realizaba casi todo el trabajo en su propia casa pero también llevaba los libros de varias empresas de la zona. Aquella semana llevaba la contabilidad de una empresa de calefacción central de Portswood. Estuvo allí todo el día. Lo comprobamos. No volvió a casa hasta después de que nosotros acordonáramos la zona. Me acuerdo del follón que armó por tener que aparcar su coche al otro extremo de la calle. Un hombre mayor, calvo, con gafas. ¿Es ése?

– Sí -dijo Roz-, pero lo que él y Robert hicieran durante el día no influye para nada en el hecho de que Gwen y Amber estuvieran muertas antes de que ninguno de ellos fuera a trabajar.

– ¿Hasta qué punto es de fiar la señora Clarke?

– No mucho -admitió Roz-. ¿Cuál fue la primera estimación del forense en cuanto a la hora de la muerte?

Hal contestó a Roz de una forma inusualmente evasiva.

– No lo recuerdo ahora.

– Inténtalo -le dijo Roz presionándolo-. Sospechaste de Robert lo suficiente como para comprobar su coartada, por lo tanto no pudo haber sido descartado inmediatamente después del resultado de la autopsia.

– No recuerdo -volvió a decir Hal-. Pero si Robert lo hizo, ¿por qué no mató también a Olive? ¿Y por qué no intentó ella detenerlo?

– Debía haber habido un follón tremendo. Es imposible que no oyera algo. La casa tampoco es tan grande.

– A lo mejor ella no estaba.


El capellán hizo su visita semanal a la celda de Olive.

– Está bien -dijo mirando cómo Olive hacía rizos en los cabellos de la imagen de la Madre con la punta de una cerilla-. ¿Son María y Jesús?

Olive miró al hombre divertida.

– La madre está ahogando a su bebé -dijo escuetamente-. ¿Es que parecen Jesús y María?

El capellán se encogió de hombros.

– He visto tantas cosas raras que pasan por ser arte religioso… ¿Quién es?

– Es la mujer -dijo Olive-. Eva con todas sus caras.

El capellán se interesó.

– Sí, pero no le has puesto ninguna cara.

Olive giró la escultura sobre su base y él pudo ver que lo que había interpretado que eran rizos a un lado de la cabeza de la madre, en realidad era una vaga delineación de los ojos, nariz y boca. Olive giró la escultura del otro lado y también por allí se podía observar la tosca reproducción de los rasgos.

– Dos caras -dijo Olive-. E incapaz de mirarte a los ojos. -Ella tomó un lápiz y lo metió entre los muslos de la Madre -. Pero no importa. Al HOMBRE, no -dijo sonriendo maliciosa y desagradablemente-. Para el HOMBRE, cualquier agujero vale.


Hal había arreglado la puerta trasera y la mesa de la cocina, la cual volvía a estar en el lugar de costumbre en el centro de la habitación. El suelo estaba limpio, todo ordenado, la nevera en su sitio, incluso algunas sillas habían sido trasladadas desde el restaurante y colocadas impecablemente alrededor de la mesa. A Hal se le veía totalmente exhausto.

– ¿No has dormido? -le preguntó Roz.

– No mucho. No he parado de trabajar.

– Bien, has hecho verdaderos rnilagros- dijo sorprendida por lo que veía-. O sea, ¿quién viene a comer, la Reina? Pues casi podría comer en el suelo.

Para su sorpresa, él le cogió su mano y se la acercó a los labios girándola para besarle la palma. Fue un gesto delicado, inesperado, tratándose de un hombre tan basto.

– Gracias.

Ella no entendía nada.

– ¿Por qué? -preguntó dubitativa. Él soltó su mano con una sonrisa.

– Por decir las cosas que se han de decir.

Por un momento ella pensó que él continuaría hablando, pero todo lo que dijo fue:

– Las fotografías están en la mesa.

La de Olive era una de la ficha policial, escueta y poco favorecedora. La de Gwen y la de Amber impresionaron a Roz tal como él le había dicho que lo harían. Eran personajes de pesadilla, y ella, por primera vez, entendió por qué todo el mundo había dicho que Olive era una psicópata. Las repasó y se detuvo en la de la cabeza y hombros de Robert Martin. Los ojos y la boca eran los de Olive, y Roz por un instante vio lo que aquellas capas de grasa ocultaban y cómo sería Olive si algún día encontrase la fuerza de voluntad para adelgazar. Su padre era un hombre muy guapo.

– ¿Qué vas a hacer con ellas?

Ella le habló del hombre que enviaba cartas a Olive.

– La descripción es la del padre -dijo ella-. La mujer de la Wells-Fargo dijo que le reconocería si lo viese en una foto.

– ¿Por qué tendría el padre que enviarle cartas secretas?

– Para usarla como cabeza de turco de los asesinatos.

Hal, escéptico, dijo:

– Estás haciendo suposiciones en voz alta. ¿Y qué hay acerca de las de Gwen y Amber?

– No lo sé todavía. Estoy tentada de enseñárselas a Olive para ver si la saco de su apatía.

Frunciendo una ceja, Hal le dijo:

– Yo, de ti, me lo pensaría dos veces. Ve a saber cómo es y tú probablemente no la conoces tanto como te piensas. Ella por el mismo precio se puede poner desagradable si te presentas allá con su propia obra.

Roz, con una breve sonrisa, le dijo:

– La conozco mejor de lo que te conozco a ti. -Se metió las fotos en el bolso y salió hacia el callejón-. Lo malo es que tú y Olive sois iguales. Pedís que la gente os crea pero vosotros no lo hacéis.

Hal se pasó la fatigada mano por la incipiente barba de dos días.

– La confianza es un arma de doble filo, Roz. Te puede hacer extremadamente vulnerable. Desearía que lo recordases de vez en cuando.

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