Roz pasó con el coche tres veces por delante de la casa hasta encontrar valor suficiente para salir y dirigirse hasta la puerta. Al final fue el amor propio lo que la llevó sendero arriba. La guasa de Hal la espoleó. Una flamante motocicleta estaba impecablemente aparcada sobre el césped detrás de la verja.
Abrió la puerta una pequeña mujer esquelética, de cara afilada y huraña, sus labios delgados en una permanente mueca de insatisfacción.
– ¿Sí? -saltó.
– ¿La señora O'Brien?
– ¿Quién es usted?
Roz mostró una tarjeta.
– Me llamo Rosalind Leigh.
Se oyó el fuerte ruido de un televisor proveniente de alguna habitación del interior.
La mujer miró la tarjeta pero no la cogió.
– Bien, ¿qué desea? Si es el alquiler, lo mandé por correo ayer. -La mujer cruzó los brazos sobre el enjuto pecho como desafiando a Roz a discutir lo que le había contado.
– No soy del Ayuntamiento, señora O'Brien. -A Roz se le ocurrió que a lo mejor la mujer no sabía leer. Además del teléfono y la dirección, la tarjeta de Roz sólo llevaba su nombre y profesión. Escritora se veía claramente. Roz hizo una precisión.
– Trabajo para una pequeña cadena independiente de televisión. -Dijo Roz rotundamente, buscando mentalmente con celeridad algún creíble pero tentador cebo-. Estoy investigando las dificultades con las que se enfrentan los padres que viven sin pareja y con familia numerosa. Estamos particularmente interesados en hablar con una madre con problemas para mantener a sus hijos apartados de conflictos. La sociedad señala rápidamente con el dedo en estos casos y creemos que ya va siendo hora de restablecer el equilibrio. -Roz se dio cuenta por la cara de la mujer de que ésta no le había entendido-. Nos gustaría ofrecer a la madre la oportunidad de dar su versión de la historia -explicó Roz-. Parece que hay unas pautas que se repiten de acoso e intromisión por parte de las autoridades, los servicios sociales, la administración y la policía. La mayoría de las madres con las que hemos hablado creen que si les hubieran dejado en paz, no hubieran tenido problemas.
Un destello de interés iluminó los ojos de la mujer.
– En eso sí que tiene razón.
– ¿Desearía participar?
– Quizá. ¿Quién la envía?
– Hemos llevado a cabo investigaciones en los juzgados locales -esquivó Roz-. El nombre de O'Brien aparecía repetidamente.
– No me extraña. ¿Me pagarán?
– Por supuesto. Necesitaría hablar con usted en este momento durante una hora más o menos para poder tener una idea aproximada de su punto de vista. Por lo cual usted recibirá una cantidad al contado de cincuenta libras. -La vieja no respiraría por menos, pensó Roz-. Entonces si consideramos que su contribución puede ser interesante y si usted acepta que la filmen, pagaremos lo equivalente por hora mientras las cámaras estén aquí.
La vieja O'Brien frunció los magros labios y dijo:
– Cien papeles y lo hago.
Roz movió la cabeza. Además no llevaba más de cincuenta libras.
– Lo siento. Es una cuota estándar. No estoy autorizada a pagar más. -Roz encogió los hombros-. No se preocupe. Gracias por su tiempo, señora O'Brien. Tengo otras tres familias en mi lista. Estoy segura de que alguna brincará ante la posibilidad de vengarse de las autoridades y ganar algo de dinero al mismo tiempo. -Roz dio media vuelta-. No se pierda el programa -le gritó por encima del hombro-, probablemente salga alguna de sus vecinas.
– No tan rápido, señora. ¿He dicho que no? Claro que no. Pero hubiera sido estúpido no probar si caía más pasta. Entre. Entre. ¿Cómo dijo que se llamaba?
– Rosalind Leigh.
Roz siguió a la vieja a una sala de estar y se sentó mientras la diminuta mujer apagaba la televisión y sacudía un inexistente polvo del aparato.
– Es bonita esta habitación -dijo Roz procurando que no se le notara la sorpresa en su voz.
Un tresillo de piel de buena calidad de color vino estaba situado alrededor de una alfombra china de tonos grises y rosas.
– Todo comprado y pagado -se apresuró a decir la mujer.
Roz la creyó a pies juntillas. Si la policía había pasado tanto tiempo en la casa como Hal había insinuado, la mujer no se podía permitir el lujo de amueblarla con cosas de dudosa procedencia. Roz sacó la grabadora.
– ¿Tiene algún inconveniente si grabo la conversación? Puede ser muy útil para el técnico de sonido cuando venga a disponer los niveles para filmar, pero si el micrófono le corta, no me importa tomar notas.
– Adelante, adelante -dijo la mujer acomodándose sobre el respaldo del sofá-. No tengo miedo a los micrófonos. Tenemos un karaoke aquí al lado. Bueno, ¿va a hacer las preguntas o qué?
– Eso es probablemente lo más fácil ¿no? Empezaremos por la época en que usted vino a esta casa por primera vez.
– Ah, bien, esta casa -empezó diciendo la mujer con un increíble acento- fue construida hace veinte años, más o menos, nosotros establecimos la primera familia aquí. Habíamos seis, incluido el viejo, pero lo enchironaron enseguida y no lo volvimos a ver. El viejo cabrón se largó cuando le soltaron.
– ¿O sea que tuvieron cuatro hijos?
– Cuatro en casa, pero me cuidé de cinco. La mierdosa injerencia, como usted dice. Siempre se me llevaban a los pobres chiquillos, fíjese. Te pone enfermo, de verdad. Ellos lo que querían era tener a su madre y no a una bienhechora madre adoptiva que sólo lo hacía por dinero. Pero siempre me volvían, mira -dijo la mujer con satisfacción-. Aparecían en el umbral de la puerta como un reloj, tantas veces como se los llevaban. El Ayuntamiento lo intentó todo para destruirnos, incluso me amenazaron con llevarme a un piso de una sola habitación -dijo la mujer con desprecio-. Persecución, como usted dice. Me acuerdo que una vez…
Necesitó un puco de ayuda al principio para contar su vida pero después se extendió con una notable soltura durante casi tres cuartos de hora. Roz estaba fascinada. Personalmente no se creía ni tan sólo el cincuenta por ciento de lo que estaba oyendo, básicamente porque la vieja O'Brien mantenía contra viento y marea que sus hijos habían sido siempre víctimas inocentes de los montajes de la policía. Incluso el más incrédulo de los mortales hubiera considerado aquello difícil de digerir. No obstante, había un obstinado cariño en la voz de la vieja O'Brien siempre que se refería a su familia, y Roz se preguntaba si realmente era ella tan insensible como Lily la había descrito. La mujer realmente se describía a sí misma como una desventurada víctima de las circunstancias que escapaban a su control, pero Roz no podía discernir si esto realmente ella se lo creía o bien estaba diciendo lo que pensaba que Roz quería oír. Mamá O'Brien, decidió Roz, era indiscutiblemente más lista de lo que dejaba entrever.
– Perfecto, señora O'Brien, vamos a ver si lo he entendido bien -dijo Roz finalmente, interrumpiendo la verborrea-. Usted tiene dos hijas, madres separadas como usted, y ambas viven bajo la tutela del Ayuntamiento. Usted tiene siete hijos. Tres de ellos están en estos momentos en la cárcel, uno vive con su novia y los otros tres viven aquí. Su hijo mayor es Peter, que tiene treinta y seis años y el más joven, Gary, tiene veinticinco. -Roz silbó-. No ha perdido usted el tiempo. Nueve hijos en once años.
– Dos parejas de gemelos entremedio. Un chico y una chica cada vez. Ojo, fue duro.
Irremediablemente penoso, pensó Roz.
– ¿Los deseaba usted? -preguntó Roz con curiosidad-. No me puedo imaginar nada peor que tener nueve hijos.
– No podía hacer mucho para evitarlo, querida. No existía el aborto en mi época.
– ¿No usó anticonceptivos?
Para la sorpresa de Roz, la anciana se ruborizó.
– No les supe coger el truco -espetó-. El viejo se puso una goma una vez pero no le gustó y nunca más volvió a hacerlo. Viejo asqueroso. Le importaba un pepino que yo volviera a quedar embarazada.
Roz estaba a punto de preguntar a mamá O'Brien por qué no había conseguido entender cómo usar los anticonceptivos cuando cayó en la cuenta. Si no sabía leer y además no se atrevía a preguntar cómo se usaban, no le habrían servido para nada. Dios mío, pensó Roz, un poco de educación hubiera ahorrado una fortuna al país en lo concerniente a esta familia.
– Así son los hombres para usted -apuntó Roz-. He visto una moto aquí fuera. ¿Es de uno de los chicos?
– Comprada y pagada -era la respuesta mordaz-. Es de Gary. Está loco por las motos. Hubo un tiempo en que tres de los chicos tenían una moto, ahora solamente Gary. Trabajaban todos en una de aquellas empresas de mensajeros hasta que los polis asquerosos fueron a por ellos e hicieron que los despidieran. Eso es crear víctimas, pura y simplemente. ¿Cómo va a trabajar un hombre si la policía no para de refregar los antecedentes por las narices de sus jefes? Perdieron las motos, claro. Las compraron a plazos y no podían acabar de pagarlas.
Roz murmuró aprobadoramente.
– ¿Cuándo pasó esto? ¿Hace poco?
– El año del vendaval. Me acuerdo que nos quedamos sin luz cuando los chicos vinieron a decirme que les habían echado a la calle. -La mujer apretó los labios-. Una noche asquerosa, eso es lo que fue. Deprimente.
Roz mantuvo la expresión de la cara tan neutral como pudo. ¿Tenía razón Lily después de todo y Hal no?
– El vendaval del año 1987 -dijo Roz.
– Eso es. Fíjate, volvió a pasar dos años más tarde. Sin electricidad durante una semana la segunda vez, y no te dan ninguna indemnización por los daños ni nada. Lo probé y los desgraciados me dijeron que si no pagaba lo que debía me cortarían la luz para siempre.
– ¿Explicó la policía por qué había que echar a los chicos? -preguntó Roz.
– ¡Ja! -dijo la vieja suspirando-. Nunca dan explicaciones de nada. Fabricar víctimas, como le dije.
– ¿Trabajaron para la empresa de mensajeros durante mucho tiempo?
Los ojos de la anciana miraron a Roz de repente con sospecha.
– De pronto la noto muy interesada.
Roz sonrió ingenuamente.
– Solamente porque era una ocasión en la que tres de sus hijos intentaban enderezarse y crearse un futuro. Para la televisión sería interesante que pudiéramos demostrar que les fue negada una oportunidad debido al acoso policial. Seguramente debía de ser una empresa de por aquí, ¿no?
– Southampton.-La boca de mamá O'Brien sonrió de oreja a oreja-. Tenía un nombre tan estúpido… Se llamaba la Wells-Fargo. De todas maneras, el jefe era un rudo vaquero y quizá no fuera tan estúpido a fin de cuentas.
Roz preguntó sin sonreír:
– ¿Aún funciona esta empresa?
– Por las últimas noticias que yo tengo, sí. Bueno, aquí se acaba su hora.
– Gracias, señora O'Brien. -Roz tamborileó sobre la grabadora-. Si a los productores les gusta lo que oirán tendré que volver y hablar con sus hijos. ¿Cree que no habría inconveniente?
– Creo que no. Por cincuenta papeles son capaces hasta de no respirar. -La señora O'Brien alargó la mano.
Como habían quedado, Roz sacó dos billetes de veinte libras y uno de diez del bolso y los depositó en la arrugada palma. Empezó a recoger sus cosas.
– He oído que Dawlington es bastante famoso -comentó en plan de chisme.
– ¿Ah, sí?
– He oído decir que Olive Martin mató a su madre y su hermana a menos de un kilómetro de aquí.
– Oh, aquélla -dijo la vieja sin demostrar interés, levantándose-. Una chica rara. La traté bastante durante una temporada. Le hacía la limpieza a la madre, cuando ella y su hermana eran pequeñas. Estaba colgada por Gary. Pretendía que él era su juguete siempre que venía conmigo. Le llevaba tres años solamente pero la chica era casi el doble de grande que mi flaco enanito. ¡Una tía rara!
Roz simulaba que buscaba algo en el bolso.
– Debió quedar impresionada cuando se enteró de los asesinatos, dado que usted conocía a la familia, claro.
– No es que me conmocionara mucho. Hacía sólo seis meses que estaba aquí. Ella nunca me gustó. Solamente me usaba para chulear y se deshizo de mí enseguida que supo que el viejo estaba en el talego.
– ¿Cómo era Olive cuando era pequeña? ¿Era violenta con Gary?
La vieja dijo entre risotadas:
– Le vestía con ropa de su hermana. Dios mío, qué pinta. Como le dije, le trataba como a un muñeco.
Roz cerró el maletín y se levantó.
– ¿Se sorprendió de que se convirtiese en una asesina?
– No me sorprendió especialmente. No hay nada tan sorprendente como la gente. -La mujer acompañó a Roz hasta la puerta, y brazos en jarras permaneció esperando a que se fuera.
– Podría ser una introducción interesante para el programa -musitó Roz-. El hecho de que Gary fuera el sucedáneo de una muñeca para una asesina famosa. ¿La recuerda él?
La vieja O'Brien rió sonoramente de nuevo.
– Claro que la recuerda. Llevaba mensajes entre ella y el hombre de sus sueños cuando ella estaba trabajando en la Seguridad Social.
Roz se fue directamente hacia el teléfono más cercano. La señora O'Brien no había querido o no había podido continuar con el para ella desagradable tema y había cerrado la puerta a Roz cuando intentaba sacarle más información sobre el paradero de Gary. Roz llamó a información y preguntó por el número de la Wells-Fargo en Southampton y usó su última moneda de cincuenta peniques para llamar al número que le habían dado. Una aburrida voz de mujer al otro extremo del hilo le dio la dirección y algunas indicaciones para encontrarla.
– Cerramos dentro de cuarenta minutos -fue lo último que dijo la mujer.
Gracias a aparcar en doble fila y a saltarse el ticket del aparcamiento, Roz llegó a la Wells-Fargo diez minutos antes de que cerrasen. Era un oscuro lugar con entrada entre dos tiendas subiendo una escalera sin enmoquetar. Sólo rompía la monotonía de las amarillentas paredes algún antiguo calendario de la casa Pirelli y dos valerianas. La tediosa voz femenina partía de una mujer de aspecto aburrido de mediana edad, que contaba los segundos que faltaban para empezar el fin de semana.
– No vemos muy a menudo clientes -dijo la mujer limándose las uñas-. Quiero decir que si pueden traer los paquetes hasta aquí también podrían entregarlos ellos mismos directamente. -Era una acusación como si Roz estuviera perdiendo el tiempo de la empresa. Taró con las uñas y estiró la mano-. ¿Qué es y adónde tiene que ir?
– No soy un cliente -dijo Roz-. Soy escritora y pensaba que usted me podría dar un poco de información para un libro que estoy escribiendo. -Unos destellos de interés se adivinaron en la cara de la mujer, por lo que Roz cogió una silla y se sentó-. ¿Desde cuándo trabaja aquí?
– Demasiado tiempo. ¿Qué clase de libro?
Roz la miró fijamente.
– ¿Se acuerda de Olive Martin? Asesinó a su madre y a su hermana en Dawlington hace seis años. -Roz advirtió curiosidad en los ojos de la mujer-. Estoy escribiendo un libro sobre ella.
La otra volvió a las uñas sin decir nada.
– ¿La conocía?
– No, por Dios.
– ¿Oyó hablar de ella? Antes de los asesinatos, quiero decir. He oído que uno de los mensajeros de esta compañía le entregaba cartas.
Era absolutamente cierto, la única pega era que Roz no sabía si Gary trabajaba para la Wells-Fargo por aquel entonces.
Se abrió una puerta que daba a un despacho interior y un hombre apareció de repente. Miró a Roz.
– ¿Está señora quiere verme a mí, Marnie? -Movió las manos involuntariamente arriba y abajo de su corbata, como si se tratase de un clarinete.
La lima desapareció de la vista.
– No señor Wheelan. Es una antigua amiga mía. Ha venido a ver si tenía tiempo para ir a tomar algo antes de irme a casa.
Marnie miró fijamente a Roz con los ojos en búsqueda de complicidad. Había en su expresión una curiosa sensación como si Roz y ella compartieran ya un secreto. Roz sonrió afablemente y miró el reloj.
– Casi son las seis -dijo-. Media hora. No te retrasarás demasiado, ¿verdad?
El hombre hizo señas de que se fueran con las manos.
– Ustedes dos ya pueden irse. Cerraré yo mismo esta noche. -Se paró en la puerta, la frente se frunció ansiosamente-. ¿Supongo que no ha olvidado enviar alguien a Hasler, verdad?
– No, señor Wheelan. Eddy fue allí hace dos horas.
– Bien, bien. Que tenga un buen fin de semana. ¿Qué hay de Prestwick?
– Está todo hecho, señor Wheelan. No hay nada pendiente.
Marnie miró al cielo cuando el señor Wheelan cerró la puerta tras él.
– Me vuelve loca -murmuró-. Siempre está achuchando. Vamos, antes de que cambie de idea. Los viernes por la tarde siempre son los peores. -La mujer se precipitó hacia la puerta y empezó a bajar las escaleras-. Odia los fines de semana, éste es el problema, piensa que el negocio se va a arruinar porque tenemos dos días seguidos sin encargos. Tiene paranoia. El año pasado me tenía aquí trabajando los sábados por la mañana hasta que se dio cuenta de que lo único que hacíamos era estar sentados y aburrirnos debido a que ninguna de las oficinas con las que trabajamos están abiertas los sábados. -Salió por la puerta a la calle-. Mire, olvidémonos de lo de tomar algo. Me gustaría llegar a casa a una hora razonable un día. -Marnie miró a Roz, esperando la reacción de ésta.
Roz se encogió de hombros.
– De acuerdo. Iré a hablar con el señor Wheelan sobre Olive Martin. No parece tener prisa.
Marnie golpeó impacientemente con el pie.
– Logrará que me echen.
– Hable conmigo entonces.
Se hizo una larga pausa mientras la otra mujer consideraba sus posibilidades.
– Le explicaré lo que sé, con la condición de que no lo publique -dijo finalmente-. ¿Trato hecho? No le ayudará en absoluto, así que no tendrá que usar lo que yo le explique.
– De acuerdo -dijo Roz.
– Hablaremos mientras caminamos. Si nos damos prisa podré coger el autobús de las seis y media.
Roz cogió a Marnie por el brazo.
– Tengo el coche aquí mismo -dijo-. La llevaré. -Roz llevó a la mujer al otro lado de la calle y abrió la puerta del acompañante-. Vale -dijo Roz entrando por el otro lado y poniendo en marcha el coche-. Dispare.
– Claro que he oído hablar de ella, o al menos conocía una Olive Martin. No podría jurar que se trata de la misma porque nunca la vi, pero la descripción que dieron en el periódico coincidía. Siempre he supuesto que se trataba de la misma persona.
– ¿Quién le dio su descripción? -preguntó Roz girando hacia la carretera principal.
– No veo el porqué de hacer preguntas -chasqueó Marnie-. Simplemente estaremos más tiempo. Deje que le explique la historia a mi manera. -La mujer ordenó sus pensamientos-. Le dije antes en la oficina que casi nunca vemos a los clientes. A veces los directivos de alguna empresa vienen a ver si pueden investigar la clase de negocio que llevamos, pero normalmente todo se hace por teléfono. Alguien quiere que se entregue algo, nos llaman y enviamos un mensajero, así de sencillo. Bien, un mediodía, cuando Wheelan había salido a buscar sus bocadillos, un hombre vino a la oficina. Llevaba una carta que quería que se enviara aquella misma tarde a la señorita Olive Martin. Estaba dispuesto a pagar generosamente si el mensajero esperaba a que saliera y se la entregaba discretamente a la hora de la salida. Hizo hincapié en que no la llevaran adentro y dijo que estaba seguro de que yo entendía por qué.
Roz se olvidó del trato y le preguntó:
– ¿Y lo entendía?
– Pensé que tenían una aventura y que ninguno de los dos quería que la gente se hiciese preguntas. De todas maneras me dio un billete de veinte libras para una sola carta, y estamos hablando de hace seis años, acuérdese, y una buena descripción de Olive Martin, incluso la ropa que llevaba aquel día. Bueno, pues pensé que era un majara y como el desgraciado de Wheelan no me da ni para pipas la mayoría de las veces, me metí los dos billetes en el bolsillo y me olvidé de apuntar nada del encargo. A cambio, le dije a uno de los mensajeros que vive en Dawlington que lo hiciera por libre de camino a su casa. Él se ganó diez libras por no hacer prácticamente nada y yo me guardé las otras diez. -Marnie señaló con la mano-. La próxima a la derecha en el semáforo y después de la plaza otra vez a la derecha.
Roz puso el intermitente.
– ¿Era Gary O'Brien?
Marnie asintió con la cabeza.
– Supongo que el cabronazo se ha ido de la lengua.
– Algo así -dijo Roz, evitando una respuesta directa-. ¿Gary alguna vez se encontró con este hombre?
– No, solamente con Olive. Resulta que la conocía de antes, ella le cuidó cuando aún era un niño o algo así, así que no le costó mucho reconocerla y meter la pata entregando la carta a la mujer equivocada. Lo cual, teniendo en cuenta lo burro que era, pasó por mi mente. Gire aquí. -Marnie miró su reloj cuando Roz paró el coche-. Perfecto. Pues como todo el asunto iba tan bien, el tío empezó a entregarnos regularmente cartas para Olive. En total supongo que hemos entregado unas diez cartas en los seis meses antes de los asesinatos. Supongo que el hombre sabía que lo hacíamos a escondidas porque siempre venía durante la hora del almuerzo, cuando Wheelan ya había salido. Seguro que se esperaba hasta que veía que el viejo se marchaba. -Marnie se encogió de hombros-. Dejó de venir con lo de los asesinatos y nunca más le he vuelto a ver. Y eso es todo lo que puedo explicar, aparte de que Gary se puso muy nervioso después de la detención de Olive y dijo que teníamos que mantener la boca cerrada y no explicar lo que sabíamos, o si no tendríamos la poli detrás nuestro irremisiblemente. Bueno, de todas maneras, no estaba exactamente dispuesta a hablar, no por la policía sino por Wheelan. Hubiera explotado si se hubiera enterado de que estábamos haciendo un poco de negocio a su espalda.
– ¿Pero no vino la policía más o menos un mes más tarde a advertir a Wheelan sobre los O'Brien?
Marnie miró a Roz con sorpresa.
– ¿Quién le dijo eso?
– La madre de Gary.
– La primera vez que lo oigo. Por lo que yo sé, simplemente estaban aburridos. Gary no era tan malo porque estaba loco por su moto, pero los otros dos eran los dos sujetos más vagos que nunca he visto. Al final se escaqueaban tan a menudo que Wheelan los despachó. Es más o menos la única decisión que tomó en su vida con la que estuve de acuerdo. Dios mío, eran totalmente informales. -Volvió a mirar su reloj-. A decir verdad me sorprendió un poco que Gary entregase las cartas de Olive tan concienzudamente. Me preguntaba si él estaba incluso un poco enamorado de ella. -Marnie abrió la puerta del coche-. Tengo que irme.
– Espere un momento -dijo Roz bruscamente-. ¿Quién era el hombre?
– No tengo ni idea. Siempre pagó al contado y nunca dio su nombre.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Perderé el tren.
Roz se inclinó hacia Marnie y cerró la puerta de golpe.
– Tiene diez minutos, y si no me da una descripción decente vuelvo directamente a la oficina y tiraré de la manta con Wheelan.
Marnie se encogió de hombros malhumoradamente.
– Tenía unos cincuenta años, lo suficientemente viejo para ser su padre si la edad que le atribuyeron en los periódicos era correcta. De bastante buen ver, un tipo digamos adulador, elegante y conservador. Hablaba con acento afectado. Fumaba. Siempre iba con traje y corbata. Medía aproximadamente un metro ochenta y era rubio. Nunca hablaba mucho, parecía como si siempre esperase que hablara yo, nunca sonrió y nunca se alteró. Me acuerdo de sus ojos porque no tenían nada que ver con su pelo. Eran de un marrón muy oscuro. Y eso es todo -dijo con firmeza-. No sé nada más de él y no sé absolutamente nada de ella.
– ¿Le reconocería en una fotografía?
– Supongo. ¿Así que le conoce?
Roz tamborileó con los dedos sobre el volante.
– No tiene ninguna lógica pero esta descripción parece la de su padre.