Roz despertó como si flotara en un universo crepuscular entre el olvido y la conciencia. Sabía que estaba en aquella habitación pero al mismo tiempo se sentía lejos de allí, como si estuviera contemplando lo que sucedía a través de un grueso cristal. El sonido se oía amortiguado. Tenía el vago recuerdo de unos dedos que apretaban su garganta. ¿Y luego? No estaba segura de ello. Tenía la impresión de que había sido muy tranquilo.
Por encima de ella apareció el rostro de Hal.
– Roz ¿te encuentras bien? -preguntó él desde una gran distancia.
– Perfectamente -murmuró, feliz.
Le dio una palmadita en la mejilla:
– Así me gusta -le dijo Hal con la voz amortiguada por un algodón-. Anda, vamos. Olvídalo todo. Tienes que ayudarme.
– Enseguida voy -dijo con dignidad.
Él la levantó.
– Ahora mismo -dijo con firmeza- o volveremos donde empezamos. -Le puso un bate de béisbol en la mano-. Voy a atarles, pero tú tendrás que protegerme mientras tanto. No quisiera que uno de estos cabrones me diera una sorpresa. -Observó sus ojos aturdidos-. Vamos, Roz -dijo sin miramientos, zarandeándola-. Recupérate y demuestra que eres fuerte.
Ella aspiró profundamente.
– ¿Jamás nadie te ha dicho que eres un pájaro de mal agüero? He estado a punto de morir.
– Te has desmayado -dijo él, impasible, aunque sus ojos centelleaban-. Atiza contra cualquier cosa que se mueva -le explicó-, menos al que tiene la cabeza bajo el grifo. Éste ya tiene bastante.
La realidad se precipitó con el sonido. Gemidos, lamentos y agua que corría. Había un hombre con la cabeza bajo el grifo. Captó un movimiento por el rabillo del ojo, blandió el bate de béisbol en una reacción de terror y remató la aguja del sombrero en la nalga de uno de aquellos desgraciados, que intentaba desesperadamente arrancársela. Los chillidos intensificados de dolor fueron realmente lamentables.
– ¡Dios mío! -exclamó ella-. He hecho algo terrible. -Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Hal acabó de sujetar al que quería matar a Roz, el cual quedó completamente fuera de combate tras su frenética carga; luego se centró en otra silueta inconsciente, a la que ató muñecas y tobillos a conciencia.
– ¿De qué se queja éste? -preguntó mientras sujetaba a su víctima a la mesa para más tranquilidad.
– Lleva una aguja clavada en el trasero -dijo Roz castañeteando con los dientes de forma incontrolada.
Hal se acercó con cautela al hombre.
– ¿Qué tipo de aguja?
– La del sombrero de mi madre -respondió ella a duras penas-. Creo que me estoy mareando.
Hal vio la decorada cabeza de color verde que sobresalía de los Levis de aquel hombre y experimentó cierta compasión. Sin embargo, este sentimiento duró poco. La dejó allí clavada mientras sujetaba al hombre, atándolo, como a su amigo, a la mesa. Un segundo después agarró la cabeza de jade y de un tirón se hizo con la aguja que estaba clavada en la temblorosa nalga.
– ¡Gilipollas! -murmuró mientras prendía el alfiler en su jersey.
– Me siento muy mal -dijo Roz.
– Pues siéntate. -Cogió una silla y la ayudó a sentarse antes de ir hacia la puerta trasera para abrirla-. ¡Fuera! -ordenó al que estaba en el fregadero-. Vete corriendo a un hospital. Si tus amigos tienen una pizca de decencia, no revelarán tu nombre. Si no -encogió los hombros-, tardarás más de media hora en entrar, pues la policía tendrá que controlarte.
No hizo falta más explicación para convencer al hombre. Se precipitó hacia fuera, a respirar el aire del callejón, y emprendió la carrera.
Con un gruñido de total agotamiento, Hal cerró la puerta y se deslizó en el suelo.
– Necesito descansar un momento. Hazme un favor, cariño, quítales las máscaras. Veamos lo que tenemos aquí.
Roz sentía un dolor insoportable en el punto en que le habían arrancado el pelo. Le miró con los ojos encendidos, el rostro como la cera.
– Tengo que decirte, Hawksley -dijo con frialdad- que apenas me aguanto. Tal vez no te hayas dado cuenta que de no haber sido por mí aquí no tendrías nada.
Él bostezó solemnemente a la vez que hacía una mueca de dolor al notar el daño que le hacían el pecho y la espalda. «Costillas rotas», pensó, exhausto.
– Voy a decirte algo, Roz, creo que eres la mujer más maravillosa que jamás creó Dios y voy a casarme contigo si lo aceptas. -Le dirigió una sonrisa cariñosa-. Pero de momento estoy hecho polvo. Anda, sé buena. Demuestra tu temple y quítales las máscaras.
«Palabras, palabras, meras palabras», murmuró Roz, aunque hizo lo que le pedía. La parte de la cara en la que el bate de béisbol había partido la piel de Hal estaba tensándose. ¿Cómo demonios debería tener la espalda? Llena de moratones, probablemente, como la otra vez.
– ¿Conoces a alguno de ellos? -Roz estudió los vagos rasgos del hombre que estaba inconsciente junto a la puerta. Tuvo la ligera impresión de que le conocía, pero al volver la cabeza, se desvaneció aquella.
– No. -Había observado el fugaz gesto de reconocimiento de ella-. ¿Y tú?
– He pensado que sí -dijo lentamente-, por un momento. -Movió la cabeza-. No. Quizás me recordara a alguien de la tele.
Hal se puso de pie y se dirigió hacia el fregadero; su cuerpo cada vez más rígido protestaba a cada paso. Llenó un bol con agua y la aplicó a sus ávidos labios, observando los ojos que centelleaban para abrirse. Al instante se pusieron alerta, cautelosos, en guardia, y todo ello le convenció de que con preguntas no iría a ningún lado.
Con un gesto de resignación, miró a Roz:
– Tendrás que hacerme un favor.
Ella asintió.
– Hay una cabina telefónica a unos doscientos metros bajando por la carretera. Acércate hasta allí con el coche, llama al 999, diles que han asaltado el Poacher y vete para casa. No dejes tu nombre. Te llamaré en cuanto pueda.
– Preferiría quedarme.
– Ya lo sé. -Su rostro se tranquilizó. Ella tenía de nuevo aquel aire de desvalimiento. Hal estiró el brazo y pasó un dedo por el perfil de su mejilla-. Confía en mí. Te llamaré.
Ella suspiró profundamente.
– ¿Cuánto tengo que tardar?
Hal pensó que Roz ya había hecho bastante.
– Llama dentro de un cuarto de hora.
Ella cogió el bolso del suelo, metió como pudo las cosas dentro y lo cerró con la cremallera.
– Un cuarto de hora -repitió, abrió la puerta y salió. Se quedó un buen rato observándole, tras el cual cerró la puerta y se fue.
Hal esperó hasta que no oyó sus pasos.
– Esto -dijo tranquilamente cogiendo la aguja del sombrero- va ser terriblemente doloroso. -Agarró al hombre por el pelo y le obligó a colocar la cara contra el suelo-. Y no tengo tiempo para juegos. -Colocó todo el peso de una de sus rodillas en el centro de los hombros del individuo, puso un dedo en una de las muñecas atadas y apretó la punta de la aguja entre la carne y la uña. Notó cómo retrocedía el dedo-. Tienes cinco segundos para decirme qué coño pasa aquí antes de que apriete del todo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. -Aspiró profundamente el aire por la nariz, cerró los ojos y empujó.
El hombre soltó un chillido.
Hal captó estas palabras: «Desalojo. Tu desalojo cuesta dinero», antes de que una tonelada de peso descendiera en la parte trasera de su cabeza.
La hermana Bridget, imperturbable como siempre, acompañó a Roz hacia la salita y le preparó un sillón y una copa de brandy. Evidentemente Roz había participado en otra pelea. Llevaba la ropa muy sucia, iba despeinada y las marcas rojas que presentaba su cuello y cara daban toda la impresión de que las había causado la presión de unos dedos. Por lo que parecía, alguien la estaba utilizando como blanco de su malhumor, lo que la hermana Bridget no llegaba a imaginar era por qué Roz se prestaba a esto. Tenía la sensación de que aquella muchacha era casi un calco de la Nancy de Dickens y que disfrutaba de suficiente independencia de espíritu como para rechazar la degradante vida que le ofrecía Bill Sykes.
Esperó tranquilamente a que Roz calmara aquella risita boba que parecía no acabar.
– ¿Te apetece contármelo? -le preguntó por fin cuando la otra recuperó la compostura y se vio capaz de mirarla a los ojos. Roz se sonó las narices.
– Creo que no podré -dijo-. No tuvo ninguna gracia. -La risa nubló de nuevo sus ojos y ella protegió su boca con el pañuelo-. Siento molestarte, pero tuve miedo de tener un accidente si intentaba ir en coche hasta casa. Creo que a eso se le llama una subida de adrenalina.
La hermana Bridget, por su lado, decidió que aquello era el resultado de una conmoción retardada, el proceso natural y curativo de la mente en un cuerpo traumatizado.
– Me alegra que hayas venido. Cuéntame qué has avanzado en el tema de Olive. Hoy la he visto pero estaba poco comunicativa.
Agradecida de que le ofrecieran algo para quitarse momentáneamente el Poacher de la cabeza, Roz se explicó:
– Tenía un amante. He descubierto el hotel donde se veían. -Miró hacia la copa de brandy-. Era el Belvedere de la calle Farraday. Lo utilizaron los domingos durante el verano del ochenta y siete. -Tomó un sorbo de la copa y la colocó precipitadamente en la mesilla que tenía al lado para apoyarse en el respaldo del sillón y presionar con dedos temblorosos sus sienes-. Lo siento muchísimo -dijo-, pero me encuentro bastante mal. Tengo un dolor de cabeza de padre y señor mío.
– Me lo imagino -dijo la hermana Bridget con más acritud de lo que pretendía.
Roz se frotó las sienes doloridas.
– Un energúmeno intentó arrancarme el pelo -murmuró-. Creo que el dolor procede de aquí. -Tanteó con la mano la parte posterior de la cabeza e hizo una mueca de dolor-. Llevo codeína en el bolso. ¿Puedes buscármela, por favor? Creo que la cabeza me va a explotar. -Soltó una risita histérica-. Seguro que Olive está clavando de nuevo alfileres en mi cuerpo.
La hermana Bridget, impaciente, con su preocupación maternal, le preparó tres comprimidos en un vaso de agua.
– Lo siento, chica -dijo con seriedad-, pero estoy muy asombrada. Me cuesta perdonar a un hombre que trata a una mujer como si fuera un objeto y, aunque suene duro, tal vez me cueste más perdonar a la mujer. Es mejor vivir sin un hombre que hacerlo con uno cuyo único interés es la degradación.
Roz entrecerró los ojos, incapaz de soportar el destello de luz procedente de la ventana. ¡Qué indignada parecía aquella mujer, jadeando como una paloma! La histeria empujaba de nuevo su diafragma.
– De pronto te has puesto muy dura. No creo que Olive lo viera como una degradación. Yo diría más bien al contrario.
– No estoy hablando de Olive, amiga mía, estoy hablando de ti. Del energúmeno al que te has referido. Seguro que no vale la pena. ¿Acaso no lo ves tú misma?
Roz se agitó con una risa incontrolable.
– Lo siento muchísimo -dijo por fin-. Debes pensar que soy muy maleducada. El problema es que he estado unos meses metida en un lío emocional de mil demonios. -Le miró a los ojos y se llevó el pañuelo a la nariz-. La culpa la tiene Olive. La verdad es que ha sido un don del cielo. Ella es quien me ha hecho sentir de nuevo útil.
Notó el discreto desconcierto en el rostro de la mujer y exhaló un suspiro. En realidad, pensaba, era mucho más fácil contar mentiras. Eran unidimensionales y sin complicaciones. «Estoy bien… Todo va bien… Me gustan las salas de espera… Rupert me ha apoyado mucho con lo de Alice… Nos separamos de forma amistosa…» La dificultad estribaba en la embrollada trama de la verdad que se entretejía y enraizaba en el frágil material del carácter. Ni siquiera tenía claro en aquel momento lo que era verdad y lo que no. ¿Tanto había odiado a Rupert? No era capaz de imaginarse de dónde había sacado tanta energía. Tan sólo recordaba lo sofocantes que habían sido los últimos doce meses.
– Estoy locamente enamorada -dijo Roz, sin reflexionar, como si aquello lo explicara todo-, lo que no sé es si lo que siento es real o estoy soñando despierta. -Movió la cabeza-. Me imagino que no se sabe nunca.
– ¡Ay, Roz -exclamó la hermana Bridget-, mucho cuidado! El enamoramiento es un mal sucedáneo del amor. Suele marchitarse con la misma facilidad con la que florece. El amor, el auténtico amor, necesita tiempo para desarrollarse, ¿y cómo pretendes que ocurra esto en un ambiente de brutalidad?
– Él no tiene ninguna culpa de nada. Yo podía haberme largado de allí, pero me alegro de no haberlo hecho. Estoy convencida de que sin mí, le habrían matado.
La hermana Bridget suspiró:
– Esto parece un juego de despropósitos. ¿De modo que el energúmeno no es el hombre de quien te has enamorado?
Con los ojos inundados de lágrimas, Roz pensaba si había algo de cierto en la expresión «morirse de risa».
– Eres muy valiente -dijo la hermana Bridget-. Había entendido que el hombre acudía a ti con malas intenciones.
– Quizá sea así. Nunca se me ha dado muy bien esto de juzgar a la gente.
La hermana Bridget rió para sus adentros.
– A mí me parece emocionante -dijo con cierto deje de envidia mientras sacaba el vestido de Roz de la secadora y lo ponía en la tabla de planchar-. El único hombre que demostró interés por mí fue un empleado de banco que vivía a tres puertas de la casa de mis padres. Estaba como un fideo, el pobre, y tenía una nuez que se movía en su cuello como una gran cucaracha de color rosado. Yo no le soportaba. La Iglesia me pareció mucho más atractiva. -Se mojó un poco el dedo y salpicó unas gotas bajo la plancha.
Roz, envuelta en un antiguo camisón de franela, sonreía.
– ¿Y te lo sigue pareciendo?
– No siempre. Pero no sería humana si no lamentara nada.
– ¿Te has enamorado alguna vez?
– ¡Cielos! Desde luego. Más a menudo que tú, supongo. De una forma totalmente platónica, claro. En mi trabajo he conocido a algunos padres muy atractivos.
Roz soltó una pequeña carcajada.
– ¿Qué tipo de padres? ¿De los que van con sotana o con pantalones?
Los ojos de la hermana Bridget se movían con aire malicioso.
– Todo lo que puedo decirte, siempre que me prometas no repetirlo, es que me dan un poco de grima las sotanas y, teniendo en cuenta que en la actualidad el divorcio está a la orden del día, paso más tiempo hablando con solteros de lo que, francamente, se esperaría de una monja.
– Si finalmente las cosas me salen bien -dijo Roz con tono melancólico- y tengo otra niña, estará matriculada en tu escuela antes de que te hagas a la idea.
– Ojalá sea así.
– No. No creo en milagros. En otra época, sí.
– Rezaré por ti -dijo la hermana Bridget-. Ya sería hora de que tuviera algo a qué dedicarme. Recé por Olive y fíjate lo que me ha mandado Dios.
– Conseguirás hacerme llorar…
Por la mañana, un sol brillante, a través de una rendija entre las cortinas de la habitación de los invitados de la hermana Bridget, inundaba su rostro. Era tan resplandeciente que le molestaba a los ojos, por ello se acurrucó bajo el edredón de plumas y se dedicó a escuchar. El murmullo de gorjeos articulados por las diminutas gargantas cubiertas de plumas de los habitantes del jardín se iba convirtiendo en un espléndido coro, y en algún rincón una radio murmuraba las noticias, con el volumen demasiado bajo para que Roz pudiera enterarse de ellas. El aroma del tocino a la plancha ascendía tentador desde la cocina de abajo, invitándola a levantarse. Se estremeció con una vitalidad que no acababa de situar, mientras se preguntaba qué la había sumido tanto tiempo en la insondable niebla de la depresión. En aquel momento pensaba que la vida era fabulosa y su ansia de vivir era demasiado insistente como para ignorarla.
Se despidió de la hermana Bridget, dio la vuelta al coche en dirección al Poacher y puso en marcha el estéreo con una pieza de Pavarotti. Eligió deliberadamente un espectro. La potente voz surgió de los altavoces y Roz la escuchó sin pesar.
En el restaurante no había nadie; llamó y no obtuvo respuesta ni en la puerta delantera ni en la trasera. Cogió el coche para ir hasta la cabina que había utilizado la noche anterior, marcó un número y esperó un rato por si Hal estaba durmiendo. Al comprobar que no había respuesta, colgó y volvió al coche. No estaba preocupada -en realidad, Hal era capaz de cuidarse a sí mismo mucho mejor que los demás hombres que conocía- y ella tenía cosas urgentes que hacer. Cogió una cámara automática con un potente zoom de la guantera -una herencia del divorcio- y comprobó si había película en su interior. Luego, accionando la llave del contacto, se introdujo entre el tráfico.
Tuvo que esperar dos horas, agachada en una posición incómoda en el asiento de atrás, pero su paciencia se vio recompensada. Cuando por fin el Svengali [2] de Olive salió de la puerta delantera, se mantuvo unos segundos inmóvil ofreciéndole una perspectiva perfecta de su rostro. Con el aumento del zoom, aquellos ojos oscuros dirigían su mirada justo hacia ella al disparar; luego se desviaron hacia la senda flanqueada de árboles para observar el creciente tráfico. Roz notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Era imposible que él la hubiera visto -el coche estaba aparcado en la dirección opuesta a la de él y la lente de la cámara estaba apoyada en su bolso, en la ventanilla de atrás-; sin embargo no cesaba de temblar. Las fotos de los cadáveres mutilados de Gwen y Amber, que permanecían a su lado en el asiento, constituían un terrible recordatorio de que se la estaba jugando con un psicópata.
Llegó a su piso acalorada y cansada por la sofocante temperatura de aquel verano a punto de iniciarse. La sensación invernal de los tres días anteriores se había desvanecido en el brillante cielo azul, con la promesa de un tiempo más caluroso. Abrió las ventanas del piso y dejó que entrara a través de ellas el estruendo del tráfico de Londres. Se notaba más que de costumbre, lo que le recordó por un momento la tranquilidad y la belleza de Bayview.
Mientras se servía un vaso de agua comprobó si había mensajes en el contestador, y constató que la cinta estaba como la había dejado: limpia. Marcó el número del Poacher y escuchó, en esta ocasión con un ansia creciente, el inútil timbre del otro lado del hilo. ¿Dónde demonios estaba? Mordisqueó, frustrada, el nudillo de su dedo gordo y luego llamó a Iris.
– ¿Qué diría Gerry si le pidieras con toda la amabilidad del mundo que se pusiera la toga de abogado -Gerald Fielding trabajaba en un bufete de mucho prestigio en Londres-, llamara a la comisaría de Dawlington y llevara a cabo un discreta investigación antes de que llegara el fin de semana y todo se paralizara?
Iris no solía andarse con rodeos.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué saco yo con ello?
– Mi tranquilidad de espíritu. Ahora mismo estoy demasiado crispada como para ponerme a escribir.
– Hum… ¿por qué?
– Estoy preocupada por mi sospechoso policía.
– ¿Tu sospechoso policía? -preguntó la otra, intrigada.
– Claro.
Iris notó el humor en el tono de su amiga.
– No me digas -exclamó desconcertada- que estás colada por él. No decías que era una fuente…
– Y lo es… de inagotable fantasía erótica.
Iris soltó un gruñido.
– ¿Cómo puedes escribir algo objetivo sobre policías corruptos si estás loca perdida por uno de ellos?
– ¿Y quién te dice que es corrupto?
– Tiene que serlo, si Olive es inocente. ¿No decías que él le hizo confesar?
«Es una lástima que no seas católica. Podrías confesarte y enseguida te sentirías mejor…»
– ¿Sigues ahí?-preguntó Iris.
– Sí. ¿Lo hará, Gerry?
– ¿Por qué no llamas tú misma?
– Porque estoy implicada en ello y pueden reconocer mi voz. Hice una llamada al 999.
Iris gruñó de nuevo.
– ¿Pero en qué lío te has metido?
– En ningún delito, por lo menos que yo sepa. -Oyó una exclamación de horror al otro lado del hilo-. Oye, todo lo que tiene que hacer Gerry es formular una serie de preguntas inocentes.
– ¿Tendrá que mentir?
– Un par de mentiras piadosas.
– Le dará un ataque. Conozco a Gerry. Empieza con un sudor frío con sólo que le menciones alguna falsedad. -Suspiró ruidosamente-. Eres un desastre. ¿Te das cuenta de que tendré que camelarle con promesas de ser buena? A partir de aquí mi vida no valdrá la pena.
– Eres un cielo. Oye, estos son los únicos detalles que debe conocer Gerry: está intentando ponerse en contacto con su cliente, Hal Hawksley, del Poacher, en la calle Wenceslas de Dawlington. Tiene sus razones para suponer que han asaltado el Poacher y le interesa saber si la policía sabe cómo localizar a Hal. ¿De acuerdo?
– No, no estoy de acuerdo, pero veré qué puedo hacer. ¿Estarás por aquí esta noche?-
– Sí, mano sobre mano.
– Preferiría que las pusieras sobre el teclado -respondió Iris, huraña-. Estoy hasta la coronilla de ser la que saca las castañas del fuego en esta relación tan desigual que tenemos.
Tuvo las fotos reveladas en una hora en el establecimiento de High Street, tiempo que dedicó a hacer unas compras. Esparció las copias sobre la mesita de la sala de estar y las observó detenidamente. Puso las de Svengali, los dos primeros planos de su rostro y algunas de cuerpo entero en las que se le veía de espaldas mientras se alejaba, a un lado y sonrió ante el resto. Había olvidado revelarlas. A posta, pensó. Eran fotos de Rupert y Alice jugando en el jardín el día del cumpleaños de Alice, una semana antes del accidente. Recordó que aquel día habían establecido una tregua, en honor de Alice. Y la habían mantenido, hasta cierto punto, si bien, como siempre, quien se había negado a ir más allá había sido Roz. Todo iba bien siempre que ella fuera capaz de mantenerse fría, mientras Rupert no dejaba de disparar sus envenenados dardos sobre Jessica, el piso de Jessica, el trabajo de Jessica… Las fotos reflejaban una vez más la alegría de Alice por haber reunido a sus padres.
Roz las apartó con cuidado y rebuscó en la bolsa de la compra, en la que había celofán, un pincel y tres tubos de pintura acrílica. Luego, mordisqueando un pastel de carne, se puso manos a la obra.
De vez en cuando hacía una pausa para sonreír a su hija. Podía haberlas revelado antes, comentó a La señora Antrobus, que se había instalado como un ovillo en su regazo. La muñeca de trapo que presentaron los periódicos nunca fue Alice. Aquélla era Alice.
– Está hecho -dijo Iris secamente por teléfono dos horas después-, y han amenazado a Gerry con todo tipo de perrerías si no les comunica el paradero de su cliente en el preciso minuto en que lo localice. Existe una orden de busca y captura contra él. ¿Dónde demonios encuentras a gente tan espantosa? Tendrías que buscarte un novio encantador como Gerry -siguió seriamente-, que no tuviera en la cabeza cosas como pegar a las mujeres o meterlas en actividades delictivas.
– Ya lo sé -dijo Roz tranquilamente-, pero los chicos encantadores ya están ocupados. ¿Le precisaron el cargo que hay contra Hal?
– Yo más bien diría cargos. Incendio premeditado, resistencia a la autoridad, agresión, fuga del lugar del delito. Todos los que quieras. Si se pone en contacto contigo no te molestes en informarme. Gerry ya se está comportando como aquél que conocía la identidad de Jack el Destripador, pero manten la boca cerrada. Le va a dar un ataque al corazón con sólo pensar que sé dónde está.
– Mantendré la boca cerrada -le prometió Roz.
Se hizo un momento de silencio.
– Yo que tú, colgaría si me llamaba. Tengo entendido que hay un individuo en el hospital con terribles quemaduras en la cara, un policía con la mandíbula desencajada, y cuando llegaron para detenerlo, estaba intentando prender fuego al restaurante. A mí me parece de lo más peligroso.
– Tal vez tengas razón -respondió Roz lentamente, pensando qué demonios había sucedido después de que ella se fuera-. Y además tiene un culo precioso. ¿No crees que soy afortunada?
– ¡Zorra!
Roz rió.
– Dale las gracias a Gerry de mi parte. Le agradezco su amabilidad, aunque tú no lo hagas.
Se puso a dormir en el sofá temiendo no oír el teléfono si sonaba. Pensó que quizás él no confiaría en un contestador.
Pero el teléfono permaneció obstinadamente silencioso todo el fin de semana.