Peter Crew tenía el despacho en el centro de Southampton, en una calle en la que casi todo eran inmobiliarias. El hecho de que en general aquellos edificios estuvieran desocupados era un signo de los tiempos, pensaba Roz mientras paseaba por allí. La crisis se había cernido sobre ellos, al igual que sobre todo lo demás, como una negra nube inamovible.
Peter Crew era un hombre desgarbado de una edad imprecisa, ojos apagados y un tupé rubio partido por la raya; el propio pelo, de un blanco amarillento, colgaba por debajo de aquél como una sucia cortina de malla. Todo el rato se estaba levantando aquel mechón e introduciendo un dedo en su interior para rascarse el cuero cabelludo. El inevitable resultado de tan imprudentes tirones era que el tupé se abría continuamente formando una especie de visera por encima de la nariz. A Roz le dio la sensación de que llevaba un gigantesco pollo encaramado en la cabeza. Casi compartió la aversión que sentía Olive por él.
Respondió a su petición de grabar la conversación con una sonrisa, que no era más que un estudiado levantamiento del labio, desprovista de sinceridad.
– Como quiera. -Apoyó las manos sobre la mesa-. Así que, señorita Leigh, ya ha visto a mi cliente. ¿Qué tal estaba?
– Le sorprendió saber que seguía teniendo abogado.
– No la entiendo.
– Según Olive, hace cuatro años que no sabe nada de usted. ¿Sigue representándola?
El rostro de él adquirió una expresión de cómica consternación, si bien, al igual que la sonrisa, no era nada convincente.
– ¡Madre mía! ¿Tanto tiempo? No creo. ¿No le escribí el año pasado?
– No me diga, señor Crew.
Con gran afectación, se fue hacia un armario que tenía en una esquina y empezó a hojear entre los archivadores.
– Aquí está. Olive Martin. ¡Santo cielo! Tiene razón. Cuatro años. Ahora que -se apresuró a añadir-, tampoco ha habido comunicación por parte de ella. -Sacó una carpeta y la dejó en el escritorio-. La abogacía es un negocio costoso, señorita Leigh. Nosotros no enviamos cartas por amor al arte.
Roz arqueó una ceja:
– ¿Quién paga, pues? Tenía entendido que era el abogado de oficio.
El abogado se ajustó el sombrero amarillo que llevaba puesto.
– Pagó su padre, aunque, francamente, no sé bien cómo están actualmente las cosas. No sé si sabe que el hombre murió.
– No lo sabía.
– De un ataque al corazón, hace un año. Tardaron tres días en encontrarle. Un asunto muy; confuso. Aún estamos intentando aclarar la cuestión del patrimonio.
Encendió un cigarrillo y seguidamente lo abandonó en un extremo de un cenicero repleto de colillas.
Roz garabateó algo en su bloc de notas.
– ¿Tiene noticia, Olive, de que su padre ha muerto?
El otro se sorprendió:
– Por supuesto que lo sabe.
– ¿Quién se lo dijo? Queda claro que su despacho no se lo comunicó.
El abogado la miró con el aire de alerta súbita que adoptaría un paseante despistado al tropezar con una serpiente entre la hierba.
– Llamé a la cárcel y hablé con la directora. Me pareció que no sería tan traumático para Olive si le daban la noticia personalmente. -De pronto se sobresaltó-. No me diga que no la han informado.
– No. Lo que me extraña es que, si su padre dejaba dinero, no haya habido correspondencia con Olive. ¿Quién es el beneficiario?
El señor Crew movió la cabeza.
– No puedo revelárselo. Evidentemente no es Olive.
– ¿Por qué evidentemente?
El otro replicó con enfado:
– ¿A usted que le parece, señorita? Mató a su esposa y a su hija menor y condenó al pobre hombre a vivir los últimos años de su vida en la casa de autos. No había forma de venderla. ¿Se imagina cuan trágica resultó su vida? Se recluyó allí, nunca salía, jamás le visitó nadie. Se dieron cuenta de que había sucedido algo al acumularse las botellas de leche en la puerta. Tal como le he dicho, llevaba tres días muerto. Claro que no tenía intención de dejar dinero a Olive.
Roz encogió los hombros.
– Entonces ¿por qué pagó su minuta? ¿Usted cree que es lógico?
El abogado pasó por alto la pregunta.
– En cualquier caso, habría habido problemas. No se habría permitido que Olive se beneficiara económicamente del asesinato de su madre y hermana.
Roz admitió el argumento.
– ¿Dejó mucho?
– Es sorprendente, pero sí. Consiguió grandes sumas en la bolsa. -Sus ojos traducían un melancólico pesar mientras se rascaba enérgicamente por debajo del tupé-. Ya sea por un golpe de suerte o por su buen juicio, lo vendió todo justo antes del Lunes Negro. Actualmente el patrimonio está valorado en medio millón de libras.
– ¡Dios mío! -Roz permaneció un momento en silencio-. ¿Lo sabe Olive?
– Tiene que saberlo, si lee los periódicos. Es una cifra que se ha hecho pública y, a causa de los asesinatos, ha sido pasto de la prensa sensacionalista.
– ¿Ya ha pasado a la persona beneficiaria?
Peter Crew frunció con tanta intensidad el ceño que sus cejas sobresalieron.
– Lo siento, pero no estoy autorizado para entrar en el tema. Las disposiciones del testamento lo impiden.
Roz hizo un gesto de indiferencia y tamborileó con el lápiz sobre sus dientes.
– El Lunes Negro fue en octubre del ochenta y siete. Los asesinatos se produjeron el nueve de septiembre del ochenta y siete. ¿No le parece raro?
– ¿A qué se refiere?
– Parece que tenía que haber estado tan afectado que lo último que debía preocuparle debían de ser las acciones.
– Al contrario -precisó el señor Crew, apelando a la razón-, precisamente esta circunstancia le exigió que encontrara algo en qué ocupar su cabeza. Tras los asesinatos, se medio jubiló. Quizás el único interés que le quedó fueran las páginas de Economía del periódico. -Miró el reloj-. El tiempo apremia. ¿Algo más?
Roz tenía en la punta de la lengua la pregunta referente a si Robert Martin había liquidado las acciones, por qué había decidido pasar el resto de su vida en una casa invendible. Evidentemente, un hombre que dispone de medio millón de libras podía permitirse el cambio de domicilio, independientemente de lo que valía su casa. ¿Qué era lo que había en aquella casa que obligó a Martin a sacrificarse por ello?, pensaba Roz. Pero notó la hostilidad de Crew respecto a ella y decidió que la discreción era lo que tenía más valor. Aquel hombre constituía una de las pocas fuentes de información probada que tenía a mano y le necesitaría de nuevo, a pesar de que le había dejado claro que sentía más simpatía por el padre que por la hija.
– Tan sólo un par de preguntas más esta mañana. -Le sonrió con amabilidad, una utilización del encanto muy estudiada, tan poco sincera como la de él-. Todavía ando a tientas en el caso, señor Crew. A decir verdad, ni siquiera estoy convencida de que dé para un libro.
Aquello sí que era un eufemismo. Roz no estaba dispuesta a escribir nada. ¿O tal vez sí?
El abogado levantó los dedos y los hizo chasquear en un gesto de impaciencia.
– No sé si recuerda, señorita Leigh, que justamente en mi carta le precisé este punto en concreto.
Roz movió la cabeza juiciosamente, complaciendo el ego de él:
– Y yo, tal como le dije, no pretendo escribir la historia de Olive por el mero hecho de llenar páginas y páginas con los espeluznantes detalles de su acción. Ahora bien, una parte de su carta implicaba un matiz que valdría la pena que precisáramos. Usted le aconsejaba que se declarara inocente alegando disminución de responsabilidad. Si hubiera sido así, sugería usted, la habrían declarado culpable de homicidio involuntario y, con toda probabilidad, se habría dictado una sentencia de prisión indefinida. Creo que usted siguió con la estimación de entre diez y quince años en un centro de seguridad, caso de que le hubieran concedido tratamiento psiquiátrico y ella hubiera respondido positivamente a él.
– Correcto -concedió él-. Y considero que es una estimación razonable. Sin duda no habría cumplido ni de lejos la sentencia de veinticinco años que señaló el juez.
– Pero ella no aceptó su consejo. ¿Sabe usted por qué?
– Sí. Tenía un miedo patológico a verse encerrada entre locos y no comprendió bien lo que significaba la prisión indefinida. Estaba convencida de que quería decir eterna, y por más que lo intentamos, fuimos incapaces de convencerle de lo contrario.
– En este caso, ¿por qué no interpuso un recurso de inocencia por ella? El hecho de que la muchacha fuera incapaz de captar lo que le estaba explicando implica que tampoco podía alegarlo por sí misma. Debía haber pensado que ella podía defenderse porque si no, no se lo habría sugerido.
Él sonrió con aire siniestro.
– No entiendo exactamente por qué, señorita Leigh, pero tengo la sensación de que ha decidido que de una forma u otra fallamos con Olive. -Cogió un papel y escribió un nombre y una dirección-. Le aconsejo que hable con este hombre antes de que llegue a más conclusiones erróneas. -Le pasó el papel-. Es el abogado que tenía que encargarse de la defensa ante el tribunal. Graham Deedes. En este caso, ella se nos anticipó y no se le reclamó para su función.
– Pero ¿por qué? ¿Cómo pudo anticipársele ella? -preguntó Roz frunciendo el entrecejo-. Tal vez le parezca crítica, lo siento, señor Crew, pero por favor, créame, se equivoca presuponiendo que he llegado a alguna conclusión desfavorable. -Aunque ¿era verdad aquello?, se preguntó-. No soy más que una espectadora perpleja que formula ciertas preguntas. Si el tal Deedes estaba en condiciones de levantar serias dudas sobre la comillas, cordura, comillas, de ella, tendría que haber insistido en que la sala admitiera su defensa con el acuerdo de ella o sin él. Hablando en plata, si estaba como un cencerro, ¿no cree usted que el sistema tenía el deber de reconocerlo, aunque ella creyera que estaba en su sano juicio?
Él cedió algo:
– Está utilizando un lenguaje muy emotivo, señorita Leig. En ningún momento nos planteamos alegar enajenación mental sino tan sólo disminución de responsabilidad, pero ya entiendo por dónde va. He utilizado la expresión «se nos anticipó» deliberadamente. La verdad pura y simple es que unas semanas antes de la fecha prevista para el juicio, Olive escribió al ministro de Interior para preguntarle si tenía derecho a declararse culpable o bien si la justicia británica le negaba tal derecho. Alegaba que se estaba llevando a cabo una excesiva presión para forzar un juicio interminable que tan sólo prolongaría el sufrimiento de su padre. Se pospuso la fecha del juicio mientras se llevaban a cabo consultas para aclarar si ella podía inculparse. Se falló que justamente estaba capacitada para ello y se le permitió declararse culpable.
– ¡Santo Dios! -exclamó Roz mordiéndose el labio inferior-. ¡Santo Dios! -repitió-. ¿No se equivocaron?
– Claro que no. -Roz se fijó en que aquel cigarrillo que había quedado olvidado formaba una espiral de ceniza en su extremo y, con un gesto de enojo, lo aplastó-. Ella sabía exactamente qué consecuencias tendría aquello. Incluso le informaron de qué sentencia le esperaba. La prisión no le vino por sorpresa. Estuvo cuatro meses en prisión preventiva antes del juicio. La verdad es que, aunque ella hubiera aceptado la defensa, el resultado hubiera sido el mismo. Las pruebas para alegar disminución de responsabilidad eran muy endebles. Dudo mucho que hubiéramos conseguido tener al jurado a nuestro favor.
– De todas formas, en su carta decía que, a pesar de todo, sigue convencido de que es una psicópata. ¿Por qué?
El abogado tocó la carpeta que tenía sobre la mesa.
– Vi las fotos de los cadáveres de Gwen y Amber que se tomaron antes de que se los llevaran de la cocina. Aquello era un auténtico matadero, chorreando sangre, la escena más horripilante que he visto en mi vida. Nada en el mundo podrá convencerme de que una persona psicológicamente estable pueda cometer tal atrocidad, y no digamos ya a una madre y a una hermana. -Se frotó los ojos-. No, a pesar de lo que digan los psiquiatras, y debe recordar, señorita Leigh, que aún hoy no se ha cerrado el debate sobre si la psicopatía es una enfermedad diagnosticable, Olive Martin es una mujer peligrosa. Le aconsejo que lleve sus contactos con ella con extrema cautela.
Roz apagó la grabadora y cogió la cartera.
– Supongo que no queda ninguna duda de que lo hizo ella.
El abogado la miró como si lo hubiera insultado:
– Ni la más mínima -saltó-. ¿Qué insinúa?
– Se me ha ocurrido que la explicación más simple de la discrepancia entre las pruebas psiquiátricas sobre la normalidad de Olive y la naturaleza más bien anormal del crimen sería que ella no lo llevó a cabo pero está encubriendo a quien lo hizo. -Se levantó e hizo un leve gesto de indiferencia ante la expresión de cerrazón de su interlocutor-. No es más que una idea. Estoy de acuerdo en que no tiene mucha lógica, pero en este caso poca cosa la tiene. Me refiero a que si realmente se trata de una asesina psicópata, le hubiera importado un pepino acogotar a su padre en el juicio. Le agradezco que me haya atendido, señor Crew. No se moleste en acompañarme.
El alargó la mano para retenerla un momento.
– ¿Ha leído la declaración de ella, señorita Leigh?
– Todavía no. Su oficina prometió enviármela.
Crew hojeó en la carpeta y extrajo unos papeles grapados.
– Aquí tiene una copia, puede quedársela -le dijo ofreciéndosela-. Le encarezco que se la lea antes de seguir adelante. Espero que la convencerá, como me ha convencido a mí, de la culpabilidad de Olive.
Roz cogió los papeles.
– Le cae muy mal, ¿verdad?
Su expresión se endureció.
– No experimento ningún sentimiento por ella, ni positivo ni negativo. Únicamente me cuestiono la racionalidad de la sociedad al mantenerla con vida. Esta mujer mata. No lo olvide, señorita Leigh. Que usted lo pase bien.
Roz condujo una hora y media hasta llegar a su piso de Londres, y durante casi todo el tiempo las palabras de Crew, «esta mujer mata», turbaron todos sus pensamientos. Las sacó de su contexto y las escribió con mayúsculas en la pantalla de su mente, regodeándose en ellas con una especie de macabra satisfacción.
Mucho más tarde, cuando se encontró acurrucada en el sillón, descubrió que el viaje de vuelta se le había borrado por completo de la mente. No se acordaba de nada, ni tan sólo de cuando salió de Southampton, una ciudad que conocía a la perfección. Podía haber matado a alguien, aplastarlo bajo las ruedas del coche, y no sería capaz de acordarse cuándo ni cómo había sucedido. Contempló a través de la ventana de la sala de estar las deprimentes fachadas grises de enfrente, mientras se preguntaba con mucha seriedad sobre la naturaleza de la disminución de responsabilidad.
Declaración de Olive Martin 9-9-87 – 21,30 horas
Presentes: sargento hawksley, sargento wyatt, Crew (abogado)
Me llamo Olive Martin. Nací el 8 de septiembre de 1964. Vivo en Leven Road 22, Dawlington, Southampton. Trabajo de oficinista en el departamento de Sanidad y Seguridad Social, en High Dawlington. Ayer fue mi cumpleaños. Tengo veintitrés años. Siempre he vivido en casa. Nunca tuve una relación estrecha con mi madre y mi hermana. Me llevo bien con mi padre. Peso ciento quince kilos, y mi madre y mi hermana toda la vida me han mortificado por ello. Me llamaban Fattie-Hattie, por la actriz Hattie Jacques. Me molesta que se rían de mi volumen.
No se había planificado nada para el día de mi cumpleaños y aquello me afectó. Mi madre me dijo que ya no era una niña y que debía organizar mis propias fiestas. Decidí demostrarle que era capaz de hacer algo por mi cuenta. Pedí un día libre en el trabajo con la idea de ir a Londres en tren y pasar el día allí de paseo. No lo había montado para ayer, el día de mi cumpleaños, por si ella me tenía reservada una sorpresa por la tarde, que es lo que hizo el día en que mi hermana cumplió veintiún años, en julio. No fue así. Pasamos una velada normal viendo la televisión. Cuando me fui a la cama estaba muy afectada. Como regalo de cumpleaños, mis padres me compraron un jersey de color rosa pálido. Me favorecía muy poco y a mí no me gustaba. Mi hermana me regaló unas zapatillas nuevas, muy bonitas.
Me desperté nerviosa por la idea de ir a Londres sola. Pedí a Amber, mi hermana, que llamara a su trabajo diciendo que estaba enferma y me acompañara. Hacía aproximadamente un mes que trabajaba en Gitzy, una tienda de modas de Dawlington. Mi madre se enfadó mucho con ello y la frenó. Durante el desayuno nos peleamos y mi padre se fue a trabajar dejándolo a medias. Tiene cincuenta y cinco años y trabaja tres días a la semana como contable en una empresa de transportes. Durante muchos años tuvo su propio garaje. Lo vendió en 1985 porque no tenía un hijo que siguiera con ello.
La pelea se animó en cuanto se marchó él, pues mi madre decía que yo pretendía llevar a Amber por mal camino. No paraba de llamarme Fattie y de reírse de mí por ser tan boba para ir a Londres sola. Dijo que para ella había sido una decepción desde el día en que vine al mundo. Sus gritos me daban dolor de cabeza. Todavía sentía que no hubiera preparado nada por mi cumpleaños y estaba celosa porque a Amber le había organizado una fiesta.
Me acerqué al cajón y cogí el rodillo. Le aticé con él para que se callara y luego la golpeé de nuevo cuando empezó a chillar. Tal vez me habría detenido, pero luego Amber empezó a gritar por lo que había hecho. También tuve que golpearla. Siempre me ha molestado el ruido.
Me preparé una taza de té y esperé. Pensaba que las había dejado sin conocimiento. Ambas yacían en el suelo. Al cabo de una hora, pensé que quizás estuvieran muertas. Estaban muy pálidas y no se habían movido. Sé que si colocas un espejo ante la boca de alguien y no se empaña, significa que está muerto. Utilicé el espejo que tenía en el bolso. Lo sostuve delante de sus bocas mucho rato pero no se empañó. Ninguna reacción.
Me asusté y me planteé cómo podía esconder los cadáveres. Primero se me ocurrió llevarlos a la buhardilla, pero pesaban demasiado para trasladarlos arriba. Entonces decidí que el mejor lugar sería el mar, ya que está sólo a cuatro kilómetros de casa, claro que no sé conducir, y además mi padre se había llevado el coche. Me imaginé que, reduciendo su volumen, podría meterlos en maletas y transportarlos. Estaba acostumbrada a cortar pollos a cuartos. Creí que resultaría fácil hacer lo mismo con Amber y mi madre. Utilicé un hacha que guardamos en el garaje y un cuchillo grande del cajón de la cocina.
Aquello no tenía nada que ver con cortar pollos. Hacia las dos, estaba cansadísima y tan sólo había conseguido cortar las cabezas, las piernas y tres brazos. Había muchísima sangre y las manos me resbalaban. Sabía que mi padre no tardaría en llegar y que era imposible terminar antes de su llegada, pues me quedaba llevarlas al mar. Me di cuenta de que lo mejor sería llamar a la policía y confesar lo que había hecho. Después de tomar esta decisión me sentí mucho más tranquila.
En ningún momento se me ocurrió abandonar la casa y fingir que lo había hecho otra persona. No sé por qué, pero sólo tenía en la cabeza esconder los cadáveres. No se me ocurría nada más. No me lo pasé bien cortándolos. Tuve que desnudarlos para comprobar dónde estaban las articulaciones. No sabía que había mezclado los trozos. Para adecentarlos, los dispuse de nuevo, pero había tanta sangre que no sabía a quién pertenecía cada uno de los trozos de los cuerpos. Seguro que puse la cabeza de mi madre en el cuerpo de Amber por error. Todo lo hice sola.
Me sabe mal lo que he hecho. Perdí el control y me comporté como una estúpida. Ratifico que todo lo escrito aquí es verdad.
Firmado: Olive Martin.
Era una fotocopia de la declaración, que ocupaba tres hojas Din A-4 mecanografiadas. En el reverso de la última había un extracto fotocopiado de lo que probablemente fuera el informe del patólogo. Algo breve, tan sólo un párrafo de conclusión, y no llevaba indicación alguna que demostrara quién lo había redactado.
Las heridas en las cabezas son sin duda consecuencia de un golpe o una serie de golpes producidos por un objeto pesado y sólido. Se infligieron antes de la muerte y no fueron mortales. Si bien no existen pruebas forenses que apunten que el arma utilizada fue el rodillo, tampoco se dispone de otras que demuestren lo contrario. En ambos casos, la muerte se produjo por rotura de la arteria carótida durante el proceso de decapitación. El examen del hacha revela una considerable cantidad de herrumbre entre las manchas de sangre. Es muy probable que estuviera sin afilar antes de ser utilizada para descuartizar los cadáveres. Los grandes hematomas patentes en la zona próxima a los cortes en el cuello y tronco de Amber Martin indican que se asestaron tres o cuatro golpes con un hacha antes de utilizar el cuchillo de cocina para cortar la garganta. Es improbable que en ningún momento recuperara la conciencia. En el caso de la señora Gwen Martin, no obstante, los desgarrones que presentan sus manos y antebrazos, infligidos antes de la muerte, indicarían una recuperación de conciencia y el intento de defenderse. Dos incisiones punzantes debajo de la mandíbula corresponden a dos intentos fallidos realizados antes de conseguir cortar la garganta con el cuchillo. Dichos ataques se llevaron a cabo con una ferocidad salvaje.
Roz leyó aquellas páginas, las dejó sobre la mesa y su mirada se clavó a media distancia. Sentía escalofríos. «Olive Martin cogió un hacha…» ¡Santo cielo! No era de extrañar que el señor Crew la llamara psicópata. ¡Tres o cuatro golpes con un hacha sin afilar y Gwen seguía con vida! La bilis ascendía por su garganta, nauseabunda, amarga, obstructora. Tenía que dejar de pensar en ello. Pero no podía, por supuesto. Los sordos golpes del metal rebotando en la tierna carne retumbaban en su cerebro. ¡Qué oscuridad y qué tinieblas en el piso! Alargó bruscamente el brazo y encendió una lámpara de sobremesa, pero la luz no hizo nada por disipar las vividas imágenes que se agolpaban en su cabeza, visiones de pesadilla de una mujer enloquecida, frenética y ávida de sangre. Y los cadáveres…
¿Hasta qué punto se había comprometido en escribir este libro? ¿Había firmado algún papel? ¿Había recibido un anticipo? No conseguía recordarlo y un frío puño de pánico le estrujaba las entrañas. Vivía en un mundo crepuscular, en el que tan pocas cosas tenían importancia, que un día seguía a otro y nada distinguía su transcurso. Movida por un impulso, se levantó, empezó a pasearse arriba y abajo, maldiciendo a Iris por comprometerla, maldiciéndose a sí misma por su propia locura y maldiciendo al señor Crew por no haberle mandado la declaración en cuanto ella le envió la primera carta.
Cogió el teléfono y marcó el número de Iris.
– ¿He firmado algo respecto al libro de Olive Martin? ¿Por qué? Porque no tengo narices para escribir este libro, he aquí por qué. Me cago de miedo con esta mujer, y no pienso ir a verla de nuevo.
– Creía que te caía bien -respondió Iris tranquilamente mientras masticaba un bocado de la cena.
Roz pasó por alto el comentario.
– Aquí tengo su declaración y el informe del patólogo, o sus conclusiones, como mínimo. Tenía que haberlo leído antes. No voy a seguir. No pienso ensalzar lo que hizo escribiendo un libro sobre el tema. Dios mío, Iris, estaban vivas cuando les cortó la cabeza. Su pobre y desgraciada madre intentó librarse del hacha. Me pongo enferma tan sólo de pensarlo.
– De acuerdo.
– De acuerdo, ¿qué?
– No lo escribas.
A Roz se le empequeñecieron los ojos con la sospecha.
– Pensaba que como mínimo lo discutirías.
– ¿Por qué? En este trabajo he aprendido una cosa: que no puede forzarse a nadie a escribir. Mejor dicho, se puede hacer cuando se es lo suficientemente persistente y manipulador, pero los resultados siempre dejan mucho que desear. -Roz oyó que tomaba un trago-. De todas formas, Jenny Atherton me ha mandado esta mañana los diez primeros capítulos de su nuevo libro. Un buen rollo sobre los peligros que conlleva tener una mala imagen de uno mismo, la obesidad como factor primordial de la pérdida de confianza. Ha descubierto una auténtica mina de oro de personajes del cine y la televisión que se precipitaron a unos increíbles abismos al ganar peso y verse obligados a apartarse de la cámara. Es de un mal gusto atroz, evidentemente, como todos los libros de Jenny, pero se venderá. Creo que deberías mandarle toda la información de que dispones. Olive constituiría un impresionante colofón, ¿no te parece? Sobre todo si conseguimos una foto de ella en la celda.
– No creo.
– ¿No crees que pueda conseguirse una foto? ¡Lástima!
– No creo que le mande nada a Jenny Atherton. La verdad, Iris -saltó, perdiendo el control-, eres más que despreciable. Deberías trabajar para la prensa sensacionalista. Estás dispuesta a explotar a cualquiera mientras te reporte algún beneficio. Jenny Atherton sería la última persona que quisiera ver cerca de Olive Martin.
– No veo por qué -dijo Iris, masticando algo con avidez-. Oye, no quieres escribir un libro sobre ella, te niegas a visitarla de nuevo porque te pone enferma, ¿a qué vienen tantos reparos a que alguien meta mano en el asunto?
– Cuestión de principios.
– No lo entiendo. Yo más bien diría que son remilgos. Oye, que no tengo tiempo que perder. Tenemos invitados. Como mínimo, permíteme que diga a Jenny que Olive está a punto de caramelo. No puede empezar con las manos vacías. Y tú tampoco es que hayas llegado muy lejos, ¿verdad?
– He cambiado de opinión -se apresuró a decir Roz-. Lo escribiré. Adiós -concluyó colgando de golpe el teléfono.
En el otro extremo de la línea, Iris guiñó un ojo a su marido.
– Y me acusas de no cuidarlos -murmuró-. ¿Se te ocurre otra forma mejor de cuidarlos?
– Botas con espuelas -apuntó Gerry Fielding con cierto aire cáustico.
Roz leyó de nuevo la declaración de Olive. «Nunca tuve una relación estrecha con mi madre y mi hermana.» Cogió la grabadora y rebobinó la cinta, haciéndola avanzar y retroceder hasta que encontró el fragmento que buscaba. «Yo la llamaba Amber porque, a los dos años, era incapaz de pronunciar la “i” y la “s”. Y a ella le gustó. Tenía un pelo rubio color miel muy bonito, y cuando se fue haciendo mayor, todo el mundo la llamó Amber, nunca atendió al nombre de Alison. Era muy guapa…»
Evidentemente, aquello no significaba nada en sí. No existía una ley no escrita que afirmara que los psicópatas fueran incapaces de fingir. Al contrario más bien, en realidad. De todas formas, se notaba una clara suavización del tono cuando hablaba de su hermana, una ternura que, de proceder de otra persona, Roz habría interpretado como amor. ¿Y por qué no había mencionado la pelea con su madre? La verdad, era bastante raro. Allí podía radicar la justificación de lo que hizo.
El capellán, ajeno a la presencia de Olive detrás de él tuvo un gran sobresalto al ver una gran mano sobre su hombro. No era la primera vez que se precipitaba sobre él y se preguntó de nuevo, como había hecho otras veces, cómo lo conseguía aquella muchacha. Sus andares se reducían a un movimiento tan desgarbado que a él le daba grima sólo notar que se acercaba. El capellán cogió fuerzas de flaqueza y se dio la vuelta con una sonrisa amistosa:
– ¡Vaya, Olive, me alegro de verla! ¿Qué le trae por la capilla?
Aquellos ojos sin pestañas tenían una expresión de regocijo:
– ¿Le he asustado?
– Me ha sorprendido. No la había oído entrar.
– Será porque no escuchaba. Para oír, primero hay que escuchar, capellán. ¿No se lo enseñaron en la facultad de Teología? Dios, en el mejor de los casos, habla en susurros.
El hombre se preguntaba a veces si no sería más fácil despreciar a Olive. Pero no lo había conseguido nunca. La temía, le desagradaba pero no la despreciaba.
– ¿En qué puedo servirla?
– Esta mañana le han mandado unas agendas nuevas. Quisiera una.
– ¿Estás segura, Olive? Son como las demás. Llevan un texto religioso para cada día del año, y la última vez que te di una, la rompiste.
Ella hizo un gesto de indiferencia.
– Pero necesito una agenda; así estaré preparada para soportar los pequeños sermones.
– Están en la sacristía.
– Ya lo sé.
No había acudido a buscar una agenda. Esto ya lo sabía él. Pero ¿qué intentaba robar de la capilla cuando él volviera la espalda? ¿Había algo que robar aparte de Biblias y misales?
Una vela, dijo más tarde a la directora. Olive Martin cogió una vela de quince centímetros del altar. Ahora bien, lo negó, por supuesto, y a pesar de que se hizo un registro a conciencia en su celda nunca se encontró la vela.