Capítulo 9

A la mañana siguiente, una semana después de lo planificado, dirigieron a Roz a un supervisor que trabajaba en las oficinas de la Seguridad Social en Dawlington. Este contempló su labio lleno de costras y las gafas oscuras de ella con una cierta curiosidad, aunque Roz se dio cuenta de que su apariencia tampoco era nada fuera de lo corriente. Ella se presentó y tomó asiento:

– Llamé ayer -le recordó ella.

El supervisor asintió con la cabeza.

– Habló de cierto problema que se remonta a más de seis años atrás. -El hombre tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Debería insistir en que probablemente no podremos ayudarla. Tenemos suficientes problemas para seguir los casos actuales, como para meternos en archivos antiguos.

– Pero usted estaba aquí hace seis años, ¿verdad?

– En junio hará siete años -respondió él con poco entusiasmo-. Me temo que poco podré ayudarla. No me acuerdo de usted ni de su caso.

– Es lógico. -Sonrió ella con aire de pedir disculpas-. Por teléfono me reservé una parte de la verdad. No soy una usuaria. Soy escritora. Estoy escribiendo un libro sobre Olive Martin. Tengo que hablar con alguien que pudo conocerla cuando ella trabajó aquí y lo que quería evitar era un no rotundo por teléfono.

El hombre parecía divertirse; estaba contento de que le ahorraran una investigación imposible de la que no podía extraerse ningún fruto.

– Era aquella chica gorda del final del pasillo. Ni siquiera sabía su nombre hasta que apareció en los periódicos. Por lo que recuerdo, jamás intercambié más de una docena de palabras con ella. Probablemente usted sepa más de ella que yo. -Cruzó los brazos-. Tenía que haber dicho lo que quería. Se habría ahorrado un viaje.

Roz cogió su bloc de notas.

– No importa. Lo que me interesan son nombres. Personas que hablaron con ella. ¿Hay alguien más aquí que haya permanecido tanto tiempo como usted?

– Algunos, pero nadie intimó mucho con Olive. En el momento de los asesinatos aparecieron por aquí un par de periodistas y no hubo ninguna persona que admitiera haber pasado más tiempo que el del trabajo con ella.

Roz notó que el hombre desconfiaba.

– ¿Y quién les puede culpar? -respondió ella, animada-. A buen seguro se trataba de la prensa sensacionalista a la búsqueda de un suculento titular. estreché la mano de un monstruo o algo de parecido mal gusto. Tan sólo los que persiguen publicidad o los idiotas se prestan a ser utilizados para incrementar sus sucios beneficios.

– Y su libro, ¿no reportará beneficios? -En su voz se marcó una seca inflexión. Roz sonrió.

– Muy modestos, comparados con los de los periódicos. -Se colocó las gafas de sol sobre la cabeza, con lo que dejó al descubierto sus ojos y los contornos amarillentos de su alrededor-. Le seré franca. Me obligó a realizar esta investigación un agente literario irritable que exigió una historia. El tema me pareció de lo más desagradable y me disponía a abandonarlo tras una entrevista superficial con Olive. -Roz le miró mientras jugaba con el lápiz-. Luego descubrí que Olive era humana y muy agradable, por lo que seguí visitándola. Y prácticamente todo el mundo con quien he hablado me ha respondido de forma parecida. Casi no la conocían, nunca hablaron con ella, no era más que aquella muchacha gorda del final del pasillo. Realmente podría escribir un libro con tan sólo este tema: cómo el ostracismo social puede llevar a una muchacha solitaria, falta de cariño, a un arranque de ira frenética contra la familia que la mortifica. Pero no lo haré, pues no creo que sea verdad. Estoy convencida de que la justicia ha cometido un error. Considero que Olive es inocente.

Lleno de sorpresa, él la tranquilizó:

– Nos dejó totalmente de piedra lo que había hecho -admitió él.

– ¿Porque consideraba que aquello no era propio de ella?

– Exactamente. -El hombre reflexionó-. Era seria en el trabajo, más despabilada que la mayoría, y la verdad es que no reparaba en horas como hacen otros. Es cierto que nadie la tenía en un pedestal, pero era una persona en la que se podía confiar, voluntariosa, no creaba problemas ni participaba en ninguna comidilla del trabajo. Estuvo aquí unos dieciocho meses y si bien nadie podrá decir que intimó con ella, tampoco se creó enemigos. Era una de aquellas personas en las que uno sólo piensa cuando quiere solucionar algo y luego se la recuerda con alivio con la certeza de que nunca falla. ¿Sabe a qué tipo de personas me refiero?

Ella asintió.

– Aburrida pero formal.

– Totalmente.

– ¿No le explicó nunca nada sobre su vida privada?

El supervisor negó de nuevo con la cabeza.

– Era verdad lo que dije al principio. Nuestros caminos raramente se cruzaban. Todo el contacto que teníamos, y era mínimo, estaba relacionado con el trabajo. La mayor parte de lo que le acabo de contar es una síntesis de las reacciones de sorpresa de los pocos que la conocieron.

– ¿Me puede dar sus nombres?

– No estoy seguro de recordarlos. -El hombre pareció dudar-. Olive los debe conocer mejor que yo. ¿Por qué no le pregunta e ella?

«Porque ella no me lo dirá. Ella no me dirá nada».

Sin embargo Roz contestó:

– Porque no la quiero herir. -Advirtió desconcierto en la mirada del hombre y suspiró-. Supongamos que los «amigos» de Olive me cierran las puertas en las narices y me vuelven la espalda. Ella me preguntaría que cómo me fue. ¿Y qué le respondería yo? «Lo siento Olive, para tus amigos estás muerta y enterrada.» Yo no podría hacer algo así.

El hombre asintió.

– De acuerdo, hay alguien que quizá quisiera ayudarle pero no puedo darle su nombre sin su consentimiento. Es una señora mayor, ya jubilada, y es posible que no quisiera verse involucrada. Si me permite cinco minutos, la llamaré y a ver qué le parece hablar con usted.

– ¿Esta señora le tenía afecto a Olive?

– Igual que los demás.

– Entonces dígale que yo no creo que Olive matase a su madre y a su hermana y que por ello estoy escribiendo el libro. -Roz se levantó-. Y por favor, hágale saber que es absolutamente preciso que hable con alguien que la conoció entonces. Hasta ahora solamente he conseguido localizar una antigua amistad de la escuela y un profesor. -Caminó hacia la puerta-. Esperaré fuera.

Tal como dijo el supervisor, fueron cinco minutos. Fue a encontrarla al pasillo y le dio un papel con un nombre y una dirección.

– Se llama Lily Gainsborough. En los viejos tiempos, antes de privatizar la limpieza e instalar las máquinas automáticas de café, ella se encargaba de la limpieza y del té. Se retiró hace tres años, a los setenta, y ahora vive en unos apartamentos para ancianos en la calle Pryde. -La orientó-. La está esperando.

Roz le dio las gracias.

– Déle recuerdos a Olive cuando la vea -dijo el hombre estrechándole la mano-. Tenía más cabello y menos grasa seis años atrás, por lo que una descripción no servirá de mucho, pero posiblemente se acuerde de mi nombre. La mayoría de la gente lo hace.

Roz contuvo la risa. Se llamaba Michael Jackson.


– Por supuesto que me acuerdo de Olive. La llamaba «Bolita» y ella a mí «Flor». ¿Ah que lo entiendes, querida? Por mi nombre, Lily. Era un pedazo de pan. Nunca creí lo que decían que ella había hecho, la escribí y se lo dije en cuanto supe adónde la habían enviado. Ella me contestó diciendo que yo estaba equivocada, que todo era culpa suya y que tenía que pagar su precio. -Los ojos miopes y sabios de la anciana miraban a Roz-. Yo sí que entendí lo que quería decir aunque nadie más lo hiciera. Nunca lo hizo pero no hubiera ocurrido si ella no hubiera hecho lo que no tenía que hacer. ¿Más té, querida?

– Sí, por favor. -Roz le dio su taza y esperó mientras que la frágil anciana levantaba una gran tetera de acero inoxidable. ¿Una reliquia de cuando trabajaba sirviendo el té? El té era espeso y cargado de tanino y Roz tuvo que hacer un esfuerzo para tomárselo. Aceptó otra galleta indigerible.

– ¿Qué es lo que hizo que no tenía que haber hecho?

– Disgustar a su mamá, eso es. Se lió con uno de los chicos de los O'Brien, ¿no?

– ¿Cuál de ellos?

– Ah, de eso no estoy muy segura. Siempre pensé que era el pequeño, el joven Gary, pero solamente les vi juntos una vez y todos se parecen. Podía haber sido cualquiera de ellos.

– ¿Cuántos son?

– Ahora sí que me hace usted una buena pregunta. -Lily hizo una mueca con sus labios arrugados-. Es una familia numerosa. Es imposible llevar un control. Su madre debe ser abuela veinte veces por lo menos y aún no tiene sesenta años. Gitanos, querida. Un montón de manzanas podridas. Entraban y salían de la cárcel tan regularmente que parecían los amos, madre incluida. Ella les enseñó a robar así que empezaron a caminar. Le retiraban los hijos continuamente, como es de suponer, pero nunca por mucho tiempo. Siempre encontraban la manera de volver a casa. Enviaron al joven Gary a un internado, en mi tiempo les llamaban reformatorios, y le fue bastante bien. -Lily deshizo una galleta en el plato-. Hasta que volvió a casa, por cierto. En un abrir y cerrar de ojos su madre le había puesto de nuevo a robar.

Roz se quedó pensativa un instante:

– ¿Le dijo Olive que salía con uno de ellos?

– No exactamente. -La mujer se tocó la frente con los dedos-. Sumé dos más dos y ya está. Estaba muy contenta, perdió algo de peso, se compró algunos vestidos bonitos en la boutique donde trabajaba su hermana y empezó a maquillarse. Incluso logró que se fijaran en ella. Estaba claro que había un hombre detrás de todo aquello. Una vez le pregunté quién era y ella me contestó con una sonrisa. «Se dice el pecado pero no el pecador, Flor, si mi madre se entera le coge algo.» Y entonces, dos o tres días más tarde, tropecé con ella y uno de los O'Brien. Su radiante cara la delató. Seguro que era él, el que le hacía perder el sentido. Pero cuando pasaba giró la cara y no pude descubrir cuál de los O'Brien era.

– ¿Pero qué es lo que le hizo pensar que era un O'Brien? -preguntó Roz.

– Su uniforme -dijo Lily-. Todos llevaban el mismo.

– ¿Estaban en el ejército? -preguntó Roz sorprendida.

– Les llaman chupas.

– Ah, ya entiendo. Quiere decir aquéllos que van en moto.

– Exacto. Los ángeles del infierno.

Roz frunció el ceño perpleja. Le había dicho a Hal, totalmente convencida, que Olive no era una persona rebelde. Pero Los ángeles del infierno, ¡por el amor de Dios! ¿Puede una chica salida de un colegio de monjas ser aún más rebelde?

– ¿Está usted segura de esto, Lily?

– Mira, si no estoy segura de esto, ya no estoy segura de nada. Hace tiempo estaba segura de que el gobierno sabía hacer las cosas mejor que yo. Ahora ya no. Si existe Dios, querida, ha de ser ciego, sordo y mudo, por lo que a mí se refiere. Pero eso sí, estoy segura de que mi pobre Bolita estaba colada por un O'Brien. Sólo tenías que mirarla para ver que estaba loca perdida por el muchacho. -Lily apretó los labios-. Mal asunto. Mal asunto.

Roz tomó un sorbito del amargo té.

– ¿Y usted cree que era el muchacho de los O'Brien el que mató a la madre y la hermana de Olive?

– Tuvo que ser él, ¿no? Como ya te dije, querida, manzanas podridas.

– ¿Ha dicho algo de todo esto a la policía? -Le preguntó Roz con curiosidad.

– Lo podía haber hecho si me lo hubieran preguntado, pero no vi la necesidad de darles esta información. Si Bolita no les quiso implicar, era asunto suyo. Y, a decir verdad, tampoco tenía excesivas ganas de enfrentarme a ellos. Son un clan, eso es lo que son, y mi pobre Frank se había muerto pocos meses antes. No habría tenido muchas posibilidades si se me hubiesen presentado, ¿no?

– ¿Dónde viven?

– En Barrow Estate, detrás de High Street. Las autoridades los quieren juntos, localizables como aquél que dice. Es un sitio horrible. No hay ni una familia honrada allí, y tampoco son todos O'Brien. Una ladronera, eso es lo que es.

Roz, pensativa, tomó otro sorbito de su taza.

– ¿Me dejaría usar esta información, Lily? Dése cuenta de que si hay algo en todo esto podría ayudar a Olive.

– Claro que me doy cuenta, querida. ¿Por qué te lo habría de contar, si no?

– Intervendría la policía. Querrían hablar con usted.

– Ya lo sé.

– Y en este caso su nombre saldría a relucir y los O'Brien muy bien podrían venir a por usted.

Los viejos ojos la miraban con ternura.

– Eres poquita cosa, querida, pero por lo que veo has sobrevivido a una paliza. Supongo que yo también puedo. De todas maneras -continuó con firmeza-, he pasado seis años sintiéndome mal por no haber hablado, y me puse tan contenta cuando me llamó el joven Mick y me dijo que venías, que no te lo puedes imaginar. Tú sigue adelante, querida, y no te preocupes por mí. De todas maneras, estoy más a salvo aquí que en mi vieja casa. Le podían haber prendido fuego a todo y yo me habría muerto mucho antes de que a alguien se le hubiera ocurrido pedir ayuda.


Si Roz esperaba encontrar en el Barrow Estate a un grupo de ángeles del infierno haciendo locuras, se llevó una gran decepción.

A la hora del almuerzo de un viernes era un lugar de lo más corriente, donde solamente se oía ladrar a algún perro y se veían mujeres, solas o de dos en dos, con bebés en cochecitos repletos de productos de la compra para el fin de semana. El aspecto del barrio, como muchos otros, era desnudo y dejado, un signo evidente de que lo que ofrecía no era lo que sus habitantes querían. Si existía alguna forma de individualismo en estas aburridas y uniformes paredes, debía ser dentro, fuera de la vista. Pero Roz dudó si existía. Tenía la sensación de que los espacios vacíos marcaban un tiempo, donde las personas esperaban a alguien para ofrecerles algo mejor. Como ella, pensó. Como su piso.

Cuando Roz ya se marchaba, pasó por delante de una gran escuela; en la entrada, al lado de las puertas, había un cartel, castigado por los años. Instituto Parkway. Había chicos por todas partes en el alquitranado, el fuerte sonido de sus voces se entremezclaba con el aire caliente. Roz aminoró la marcha para observarlos durante unos instantes. Grupos de chicos jugaban a los mismos juegos que en cualquier otra escuela, pero al mismo tiempo podía ver por qué Gwen había arrugado la nariz pensando en Parkway, y por qué había enviado a sus hijas a un colegio de monjas. La proximidad de la escuela al barrio de Barrow inquietaría incluso a los padres más liberales y Gwen no era exactamente liberal. Pero tenía su ironía, si lo que Lily y el señor Hayes habían dicho era cierto, que las dos hijas de Gwen hubieran sucumbido a los atractivos de este otro mundo. ¿Fue eso a pesar de, o por culpa de, la madre?, se preguntó Roz.

Pensó que necesitaría un policía manipulable para que le proporcionase un informe confidencial sobre los O'Brien y su paseo le llevó inevitablemente hasta el Poacher. Aunque las puertas del restaurante estaban abiertas, por ser la hora del almuerzo, las mesas estaban vacías, como siempre. Roz escogió una mesa bien apartada de la ventana y se sentó, las gafas de sol bien ajustadas.

– No te harán falta -dijo Hawksley con voz divertida, desde la puerta de la cocina-. No voy a encender las luces.

Roz sonrió sin quitarse las gafas.

– Me gustaría comer algo.

– Muy bien. -El hombre abrió aún más la puerta de la cocina-. Pasa, estarás más cómoda aquí.

– No, comeré aquí. -Roz se levantó-. En la mesa de la ventana. Me gustaría mantener la puerta de la calle abierta y -buscó los altavoces y cuando los hubo encontrado, continuó- la música bien alta, jazz a ser posible. A ver si podemos animar un poco el local. A nadie le gusta comer en las pompas fúnebres, por el amor de Dios. -Se sentó al lado de la ventana.

– No -contestó Hal con un cambio brusco en el tono de voz-. Si quieres comer, comerás aquí dentro conmigo. Si no, vete a otro sitio.

Roz le miró pensativa.

– ¿Verdad que esto no tiene nada que ver con la crisis?

– ¿El qué?

– El hecho de no tener clientes.

El hombre señaló hacia la cocina:

– Bueno, ¿te vas a quedar o te vas?

– Me quedo -contestó Roz levantándose. «¿Qué significa todo esto?» se preguntó.

– De verdad que no es asunto tuyo, señorita Leigh -murmuró Hal, leyendo la mente de Roz-. Te sugiero que dejes de husmear y que me permitas que me ocupe yo mismo de mis asuntos a mi manera. -Geoff le había llamado para darle los resultados de sus investigaciones el pasado lunes.

«Esta mujer es legal -había dicho Geoff-. Una escritora de Londres. Divorciada. Su hija murió en un accidente de coche. No tiene ninguna conexión anterior con nadie en esta zona; lo siento, Hal.»

– Vale -dijo Roz apaciblemente-, pero tienes que admitir que todo esto es muy intrigante. Un policía me advirtió que sobre todo no comiese en este restaurante cuando fui a la comisaría para averiguar dónde te habías metido. Desde entonces me pregunto realmente por qué. Con esta clase de amigos realmente no te hacen falta enemigos, ¿a que no?

Hal hizo una pequeña mueca como una sonrisa.

– Entonces eres muy valiente, si aceptas por segunda vez mi invitación. -Mantuvo la puerta abierta.

Roz le pasó por delante decidida y entró en la cocina.

– Simplemente hambrienta -dijo-. Eres mejor cocinero que yo. De todas maneras pienso pagar lo que coma a no ser, desde luego -su sonrisa tampoco pasó de la boca-, que esto no sea un restaurante sino una tapadera de otra cosa.

Hal pareció divertirse.

– Tienes mucha imaginación. -Sacó una silla para Roz.

– Quizás -contestó Roz, y se sentó-. Pero es la primera vez que conozco un propietario de restaurante que se atrinchera entre rejas, preside mesas vacías, no tiene personal y que surge de la oscuridad como una cosa que ha sido alimentada por una trituradora. -Roz arqueó las cejas-. Si no fuera porque cocinas tan bien, aún me inclinaría más por pensar que esto no es un restaurante.

Hal se echó bruscamente hacia delante y le sacó las gafas de sol a Roz, las plegó y las dejó encima de la mesa.

– ¿Y qué debería deducir de esto? -dijo, impresionado inesperadamente por el daño causado a los bonitos ojos de Roz-. ¿Que no eres una escritora porque alguien dejó sus huellas por toda tu cara? -Hal frunció el ceño, evidentemente perplejo-. No ha sido Olive, ¿verdad?

Roz le miró con sorpresa.

– Claro que no.

– Entonces ¿quién ha sido?

Roz bajó la mirada.

– Nadie. No tiene ninguna importancia.

Hal esperó unos segundos.

– ¿Ha sido alguien que significa algo para ti?

– No. -Roz apoyó suavemente las manos en la mesa-. Más bien lo contrario. Ha sido alguien que no significa absolutamente nada para mí. -Roz le miró con una débil sonrisa-. Y a ti, ¿quién te ha pegado una paliza, sargento? ¿Alguien que significa algo para ti?

El hombre abrió la puerta de la nevera y examinó el contenido.

– Un día de éstos tendrás problemas serios por meter tu nariz en los asuntos de otras personas. ¿Qué te gustaría comer? ¿Cordero? ¿Pollo? ¿Pescado?

– De hecho he venido a verte para que me dieses un poco más de información -le dijo Roz mientras tomaban el café.

El cambio en su estado de ánimo empequeñeció los ojos de Hal. Realmente era un hombre muy atractivo, pensó Roz, tristemente consciente de que esa atracción no era recíproca. La comida resultó agradable pero distante, ambos impuestos en la advertencia: hasta aquí y no más.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Conoces a los O'Brien? Viven en el barrio de Barrow.

– Todo el mundo conoce a esta familia. -Hal miró a Roz frunciendo la frente-. Pero buen chasco me llevaría si es que hubiera alguna conexión entre ellos y Olive.

– Entonces te lo llevarás, y gordo -fue la áspera respuesta de Roz-. Me han dicho que Olive salía con uno de los hijos en el momento de los asesinatos. Probablemente Gary, el más joven. ¿Cómo es? ¿Le conoces?

Hal juntó los manos detrás de la cabeza.

– Alguien te está poniendo nerviosa -murmuró Hal-. Gary es ligeramente más inteligente que el resto de ellos, pero de todas maneras su nivel cultural debe ser el de un muchacho de catorce años. Es la pandilla más inútil, más incapaz con la que me he encontrado jamás. Lo único que saben hacer es robar y ni siquiera eso saben hacerlo bien. Está la madre O'Brien y unos nueve hijos, casi todos varones, ya todos adultos, y cuando no están en la cárcel, el que llega antes pilla la cama, pues viven en un piso de tres habitaciones en el barrio.

– ¿Alguno de ellos está casado?

– Durante poco tiempo. El divorcio es más común en esta familia que el matrimonio. Las mujeres normalmente buscan otros pasatiempos mientras sus maridos están en la cárcel. -Hal dobló las manos, que tenía entrelazadas-. Tienen muchos hijos, eso sí, como si el hecho de que una tercera generación de O'Brien que ha empezado a presentarse con regularidad delante del juez de menores fuese algo importante. -Hal movió, la cabeza-. Alguien te está poniendo nerviosa -repitió, insistente-. Por muy pecadora que fuera, Olive no era estúpida y para enamorarse de un granuja como Gary O'Brien debería haber tenido un bloqueo cerebral.

– ¿Realmente son tan malos? -preguntó Roz con curiosidad-. ¿O se trata de una ojeriza de policía?

Hal sonrió.

– Yo no soy poli, ¿te acuerdas? No, pero realmente son muy malos -aseguró-. En cada pueblo viven familias como los O'Brien. A veces, si realmente tienes mala suerte, te encuentras con un barrio lleno de ellos, como Barrow, cuando las autoridades deciden juntar todas las manzanas podridas en una cesta y entonces esperan que la policía la tape como sea. -Hal rió sin alegría-. Ésta es una de las razones por las que abandoné el cuerpo. Me harté de que me enviaran a limpiar la basura de la sociedad. La policía no crea estos guetos. Son las autoridades y el gobierno, e incluso la misma sociedad.

– Suena muy razonable -dijo Roz-. Pero entonces ¿por qué desprecias tanto a la familia O'Brien? Parece que necesitan que alguien les ayude en vez de condenarles.

Hal encogió los hombros.

– Supongo que porque ya han recibido más ayuda y apoyo del que tú y yo nunca recibiremos. Cogen todo lo que la sociedad les ofrece y entonces piden más. No existe ninguna compensación para personas como ellos. No ponen nada de su parte como satisfacción por lo que reciben. La sociedad les debe un sueldo, y créeme, se aseguran de que la sociedad les paga, normalmente robando todos los ahorros de alguna pobre anciana. -Hal juntó los labios-. Si hubieras detenido a esta escoria inútil tan a menudo como yo, también los despreciarías. No niego que representan una clase inferior creada por la sociedad, pero les reprocho sus pocas ganas de intentar sobreponerse. -Hal miró la cara de Roz-. Parece que no estás en absoluto de acuerdo. ¿He herido quizá tu sensibilidad liberal?

– No -dijo Roz con un brillo en los ojos-. Estaba pensando lo mucho que te pareces al señor Hayes hablando así. ¿Le recuerdas? ¿Cómo lo diría yo? -Roz imitó el suave susurro de la voz del viejo-. Tendrían que colgarles a todos del primer farol y dispararles. -Roz sonrió cuando él soltó una carcajada.

– Mis sentimientos hacia los delincuentes están en crisis en estos momentos -dijo Hal después de un breve silencio-. Mejor dicho, mis sentimientos en general están en crisis.

– Los clásicos síntomas del estrés -contestó Roz desenfadadamente mientras le miraba-. Bajo presión siempre nos reservamos la compasión para nosotros.

Hal no le contestó.

– Dijiste que los O'Brien eran unos ineptos. -Roz cambió de conversación-. Quizá no pueden salir de su situación.

– Yo también creí eso alguna vez -admitió Hal, mientras jugaba con el vaso de vino vacío- cuando entré en la policía, pero tienes que ser muy ingenuo para seguir creyéndolo. Son delincuentes profesionales y simplemente no quieren regirse por los mismos valores que el resto de nosotros. No es un caso de no poder, sino de no querer. O sea, que no tiene nada que ver. -Hal sonrió a Roz-. Y cuando uno es un policía que pretende mantener un mínimo de escrúpulos, te largas en cuanto te das cuenta. Porque si no, acabas igual, sin principios, que la chusma que detienes.

Cada vez más curioso, pensó Roz. Así que a Hal tampoco le quedaban sentimientos hacia el cuerpo de policía. Daba la impresión de un hombre acorralado, aislado y enfadado dentro de las paredes de su castillo. Pero ¿por qué también sus amigos del cuerpo le habían abandonado? Alguno debía haber tenido.

– ¿Alguien de los O'Brien ha sido inculpado de asesinato o de intento de homicidio?

– No. Tal como te dije, son ladrones. Robos en tiendas y casas, carteristas, robos de coches y cosas por el estilo. La vieja protege toda la mercancía robada que entra en casa pero no son violentos.

– Me dijeron que todos pertenecían a Los ángeles del infierno.

Hal miró a Roz sonriendo.

– Últimamente te pasan una información muy poco fiable. No estarás insinuando, quizá, que Gary cometió los asesinatos y que Olive estaba tan colada por él que cargó con la culpa.

– ¿Verdad que no es muy convincente?

– Tan convincente como los marcianitos verdes en Marte. Aparte de todo, Gary tiene miedo hasta de su sombra. Durante un robo le amenazaron, cuando él pensó que no había nadie en la casa, y el tío se echó a llorar. Es tan poco capaz de cortarle el cuello a Gwen, caso de que hubiera luchado con él, como tú o yo. Y sus hermanos lo mismo. Son zorras famélicas, no voraces lobos. Por el amor de Dios, ¿con quién has estado hablando? Por lo que veo, con alguien que tiene sentido del humor.

Roz encogió los hombros, de repente se le acabó la paciencia.

– No tiene importancia. ¿Sabes dónde viven los O'Brien? Me ahorraría tener que buscarlos.

Hal rió.

– ¿No estarás pensando en ir allí?

– Claro que sí -dijo Roz, enfadado por la broma de Hal-. Es la pista más prometedora que he tenido hasta ahora. Y en este momento que sé que no son una pandilla de Angeles del infierno con una hacha en la mano, ya no me preocupa tanto. Bueno, ¿dónde viven?

– Te acompañaré.

– Piénsalo bien, guapo -dijo Roz sin rodeos-. No quiero que me chafes el plan. ¿Me vas a dar la dirección o la tengo que buscar?

– Avenida Baytree número siete. No tiene pérdida. Es la única casa de la calle con una antena parabólica. Seguramente robada.

– Gracias. -Roz cogió su bolso-. Bueno, dime lo que te debo y te dejaré en paz.

Hal se levantó y dio la vuelta para retirarle la silla a Roz.

– Invita la casa.

Roz se levantó y miró al hombre con seriedad.

– Pero me gustaría pagar. No he venido aquí a la hora del almuerzo para gorronear, y aparte de esto -Roz sonrió-, ¿de qué otra manera te puedo agradecer lo que me has servido? Suena mejor el dinero que las palabras. Puedo decir que ha sido una comida estupenda, como la última vez, pero quizá sólo intento ser educada.

Hal levantó su mano como si fuera a tocarla, pero de repente la dejó caer.

– Te acompaño a la puerta -fueron sus únicas palabras.

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