Capítulo 12

La Agencia Inmobiliaria Peterson, de High Street en Dawlington, mantenía una espléndida fachada, con brillantes fotografías girando tentadoramente en el escaparate y resplandecientes luces que invitaban a entrar a los clientes. Igual que a los demás agentes de la propiedad del centro de Southampton, la crisis también había pasado su factura aquí, y un elegante joven atendía cuatro mostradores con la desalentadora certeza de que pasaría otro día sin vender una casa. Se levantó de un salto con una alegría de robot al abrirse la puerta, los dientes brillando en una sonrisa de vendedor.

Roz movió la cabeza para evitar levantar falsas esperanzas.

– Lo siento -dijo a modo de disculpa-. No vengo a comprar nada.

El joven esbozó una sonrisa fácil.

– Bien, ¿quizás vende algo?

– No, de ningún modo.

– Muy sensato. -Le acercó una silla-. Continuamos estando en un mercado de vendedores. Sólo se vende cuando se está desesperado y se quiere cambiar. -Volvió a coger su silla al otro lado de la mesa-. ¿En qué puedo servirle?

Roz le alargó una tarjeta.

– Estoy tratando de localizar a una familia llamada Clarke que vendió su casa a través de esta agencia y se mudó a otro lugar. Ninguno de sus vecinos sabe dónde fueron. Espero que usted pueda decirme algo.

El joven hizo una mueca.

– Antes de que yo me hiciera cargo, lo siento. ¿Cuál es la dirección de la casa?

– Leven Road, número veinte.

– Supongo que puedo mirarlo. La ficha debe estar atrás, si no se ha tirado a la basura. -Miró hacia las mesas vacías-. Desgraciadamente yo no me encargaba de ninguna de ellas en aquel momento y no puedo buscarla hasta esta noche. A menos que -volvió a mirar la tarjeta de Roz-… Veo que vive en Londres. ¿Quizás ha pensado comprar una segunda residencia en la costa sur, señora Leigh? Tenemos un montón de escritores por aquí. Les gusta escaparse a la paz y tranquilidad del campo.

Los labios de ella murmuraron:

– Señorita Leigh. Y no tengo ni una primera propiedad. Vivo en un piso alquilado.

El vendedor hizo girar su silla y abrió un cajón del archivador que tenía detrás.

– Permítame sugerirle un arreglo en mutuo beneficio. -Sus dedos corrieron rápidos por las fichas, seleccionando unas cuantas páginas impresas-. Lea esto mientras busco esta información para usted. Si entra un cliente, ofrézcale asiento y llámeme. Lo mismo si suena el teléfono. -Señaló con la cabeza hacia la puerta de atrás-. La dejo abierta. Sólo diga «Matt» y la oiré. ¿Queda claro?

– Me gustaría ayudarle -dijo ella-, pero no tengo intención de comprar nada.

– Muy bien. -Se acercó a la puerta-. Piense que tengo una casa que le puede ir como anillo al dedo. Se llama Bayview, pero podemos cambiarle el nombre. No costaría mucho.

Roz hojeó las páginas de mala gana como si el solo hecho de tocarlas pudiera persuadirla de separarse de su dinero. Le causaba cierta irritación la seguridad de un vendedor. De todos modos, se dijo para sus adentros, era imposible que ella viviera en una casa que se llamara Bayview. Evocó también muchas imágenes de cortinas de ganchillo en casas de alquiler, con señoras con la nariz ganchuda con batas de nailon y rótulos sin brillo con las palabras SE ALQUILA apoyadas en las ventanas de la planta.

Llegó al final del montón y la realidad, naturalmente, era muy diferente. Un pequeño chalet en la costa pintado de blanco, el último de un grupo de cuatro, encaramado en el acantilado cerca de Swanage, en la isla de Purbeck. Dos arriba, dos abajo. Sin pretensiones, encantador. Al lado del mar. Miró el precio.

– ¿Qué tal? -preguntó Matt, al volver unos minutos después con una carpeta bajo el brazo-. ¿Qué le parece?

– Aunque pudiera permitírmelo, cosa que no puedo hacer, pienso que en invierno me helaría de frío con los vientos marinos azotando la casa, y en verano me volvería loca con las oleadas de turistas vagando a lo largo de la senda de la costa. Según su propaganda pasa a sólo unos cuantos metros de la cerca del jardín. Y esto sin tener en cuenta los roces con los ocupantes de los otros tres chalets, día sí, día no, además de la horrible perspectiva de saber que más pronto o más tarde el acantilado puede desprenderse y llevarse mi caro chalet con él.

Él rió entre dientes con buen humor.

– La comprendo. La hubiera comprado yo mismo si no tuviera que caminar tanto trecho cada día. El chalet del otro extremo es de una pareja de jubilados de setenta años y los dos del medio son para los fines de semana. Están situados en el centro de un pequeño promontorio, a una buena distancia del borde del acantilado, y, francamente, los ladrillos aguantarán tanto como los cimientos. En cuanto al viento, está lo suficientemente al este de Swanage como protegida de los que soplan con más insistencia, y el tipo de turistas que caminan por la senda costera no son de los que alteran la tranquilidad, simplemente porque no hay ningún acceso público a las proximidades de los chalets. El más cercano está a unos seis kilómetros y no tendrá chiquillos ruidosos o patanes borrachos de cerveza que practiquen algún tipo de excursionismo para distraerse. Lo que nos conduce -su cara juvenil dibujó una atrayente sonrisa- al problema del precio.

Roz sonrió.

– No me diga. Los propietarios están tan desesperados para librarse de ella que están dispuestos a regalarla.

– De hecho, sí. Problemas de liquidez en su negocio y en definitiva se trata de una casa para los fines de semana. Están dispuestos a hacer una reducción del veinte por ciento si alguien puede ofrecerles dinero contante y sonante. ¿Puede usted?

Roz cerró los ojos y pensó en el cincuenta por ciento que tenía que compartir del proceso del divorcio, dejándolo en depósito. Sí, pensó, sí puedo.

– Esto es absurdo -replicó con impaciencia-. No he venido a comprar nada. No tengo ningunas ganas. Para mí, sería una caja de cerillas. No entiendo ni por qué consta en sus catálogos. Está a kilómetros de aquí.

– Tenemos un acuerdo mutuo en otros ramos. -Había enganchado con el anzuelo a su pez. Ahora le dejó nadar un poco-. Déjeme ver el fichero de que me habla. -Se lo acercó y lo abrió-. Leven Road, veinte. Propietarios: señor y señora Clarke. Instrucciones: se solicita una venta rápida; alfombras y cortinas incluidas en el precio fijado. Comprado por señor y señora Blair. Fecha de for-malización: veinticinco de febrero del ochenta y nueve. -Se mostró sorprendido-. No pagaron mucho por ella.

– Estuvo en venta un año -dijo Roz-, lo que muy probablemente explica su bajo precio. ¿Tiene una dirección de los Clarke?

– Aquí dice -leyó-: «Los vendedores han solicitado a Peterson que no divulgue ninguna información sobre su nuevo paradero». No entiendo por qué.

– Cortaron con sus vecinos -dijo Roz, parca como siempre con la verdad-. Pero tenían que dejar una dirección de contacto -apuntó razonablemente-, aunque insistieran en que se mantuviera oculta.

Hojeó unas cuantas páginas y después cerró cuidadosamente el archivo, dejando que su dedo marcara un punto.

– Estamos hablando de ética profesional, señorita Leigh. Soy un empleado de Peterson y Peterson nos pide que respetemos la confidencia de los Clarke. Está muy mal abusar de la confianza de un cliente.

Roz pensó un momento.

– ¿Hay alguna anotación de Peterson que manifieste la voluntad de respetar la petición de los Clarke?

– No.

– Pues no veo que esté ligado por nada. Las confidencias no pueden heredarse. De lo contrario, ya no serían confidencias.

Él sonrió.

– Es una distinción muy sutil.

– Sí. -Prestó atención a los detalles de Bayview-. Supongamos que digo que deseo ver este chalet a las tres de la tarde… ¿Puede arreglármelo utilizando este teléfono -señaló la mesa más alejada- mientras estoy aquí hojeando los detalles de estas otras casas?

– Sí puedo, pero estaría muy mal que faltara a la cita.

– Mi palabra es la garantía -aseguró ella-. Si digo que voy a hacer algo siempre lo hago.

Él se levantó, dejando el fichero abierto en la mesa.

– Voy a llamar a nuestra sucursal de Swanage -dijo-. Tendrá que recoger las llaves allí.

– Gracias. -Esperó hasta que él se hubiera vuelto de espaldas, después giró la ficha y apuntó la dirección de los Clarke en su bloc. Salisbury, anotó.

Un momento después Matt apartó la silla y le entregó un mapa de Swanage con la agencia inmobiliaria Peterson marcada con una cruz.

– El señor Richard le espera a las tres. -Con un toque descuidado de lá mano cerró el fichero de los Clarke-. Confío en que sus relaciones con ellos sean tan mutuamente satisfactorias como lo han sido conmigo.

Roz rió.

– Y yo espero que no, o bien esta tarde seré considerablemente más pobre.


Roz se acercó al Poacher por el callejón trasero y llamó a la puerta de la cocina.

– Llegas temprano -dijo Hal, al abrirle.

– Ya lo sé, pero tengo que estar en Swanage a las tres y si no me marcho lo suficientemente pronto no podré hacerlo. ¿Tienes algún cliente?

Hal le dirigió una sonrisa poco contagiosa.

– Ni siquiera me he molestado en abrir.

Roz decidió no tener en cuenta el sarcasmo.

– Pues acompáñame-dijo-. Deja unas horas el local.

A Hal no le hizo muy feliz la invitación.

– ¿Qué ocurre en Swanage?

Ella le explicó los detalles de Bayview:

– Una residencia de descanso con vistas al mar. Me he comprometido en ir a verla y necesito cierto apoyo porque soy capaz de comprar esa ruina.

– Pues no vayas.

– Tengo que ir. Es algo así como un intercambio -dijo a modo de indirecta-. Acompáñame -insistió-, y repite que no cada vez que veas que estoy a punto de ceder. Soy bastante boba para estas cosas y siempre he soñado con vivir en un acantilado junto al mar, tener un perro y pasear junto a las olas con él.

Hal se fijó en el precio.

– ¿Puedes permitírtelo? -preguntó con curiosidad.

– Más o menos.

– Una dama adinerada -respondió él-. Esto de escribir es un buen negocio.

– Ni lo sueñes. Esto fue una especie de recompensa.

– Recompensa, ¿por qué? -preguntó Hal con los ojos medio velados.

– No tiene importancia.

– Al parecer, en tu vida nada la tiene.

– Y en la tuya tampoco.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Así que no me acompañas? Pues nada, se me había ocurrido así. Iré sola -dijo adoptando de pronto un aire desprotegido.

Él echó una ojeada al restaurante y con gesto rápido cogió la chaqueta que tenía colgada en la puerta.

– Te acompañaré -le dijo-, pero no creo que insista en que no te la quedes. Esto tiene una pinta paradisíaca, y el segundo consejo extraordinario en que siempre insistió mi madre fue el de que nunca hay que interponerse entre una mujer y lo que ésta desea -sentenció mientras cerraba la puerta.

– ¿Y cuál era el primero?

Como quien no quiere la cosa, Hal puso su mano en el hombro de Roz. «¿Era posible que se sintiera tan desprotegida como parecía?» Aquel pensamiento le entristecía. Andaron así por el callejón.

– Que la felicidad no es algo que haya que tomarse a broma en ningún caso.

Ella soltó una risita gutural.

– ¿Y esto que significa?

– Significa, muchachita, que hay que calibrar muchísimo esto de la búsqueda de la felicidad. Es el todo y el objetivo de la existencia. ¿Qué sentido tiene la vida si no se disfruta de ella?

– Earning Brownie se inclina por el más allá, con aquello de que el sufrimiento es bueno para el alma y tal.

– Si tú lo dices… -comentó él, animado-. ¿Vamos en mi coche? Tendrás oportunidad de comprobar tu teoría -dijo, abriendo la puerta del acompañante de su viejo Ford Cortina, que chirriaba.

– ¿Qué teoría? -preguntó Roz, metiéndose con gesto poco airoso en el coche.

Hal cerró la puerta.

– Enseguida lo descubrirás -murmuró.


Llegaron media hora antes de la cita. Hal dejó el coche en un aparcamiento cerca del mar y se frotó las manos.

– Vamos a comprar pescado frito y patatas. Hace un momento que hemos pasado por un tenderete donde he visto que había y me apetece. Tal vez sea por este aire fresco.

La cabeza de Roz despuntaba a modo de tortuga del cuello de su chaqueta; intentaba desentumecerse la helada mandíbula mientras observaba a Hal con ojos penetrantes.

– ¿Ha pasado la ITV este vejestorio? -dijo para chincharle.

– Claro que ha pasado la ITV -respondió el otro golpeando el volante-. Va como una seda, aunque le falten un par de cristales. Te acostumbrarás enseguida.

– ¡Un par de cristales! -exclamó ella-. Yo diría que tiene sólo el delantero. Creo que he cogido una pulmonía.

– Cuesta complacer a las mujeres. No te quejarías si te hubiera llevado a toda velocidad hasta el mar en un bonito día soleado en un descapotable. Me das la lata porque esto es un Cortina. -Le dirigió una sonrisa maliciosa-. ¿No decías que él sufrimiento es bueno para el alma? A la tuya le habrá sentado de perlas.

Ella abrió hasta donde pudo la chirriante puerta y salió del coche.

– Para tu información, te diré, Hawksley, que éste no es un bonito día soleado -dijo con una risita-. No me extrañaría que acabara siendo el día de mayo más frío del siglo. Aparte de que, de ser un descapotable, podíamos haber parado para colocar la capota. Ya me dirás por qué suelen poner cristales en los coches…

Él la agarró por el brazo y se dirigieron hacia el quiosco de pescado frito y patatas.

– Alguien me los rompió -dijo Hal sin darle importancia-. No me he molestado en poner unos nuevos por si vuelve a suceder.

Ella se frotó la punta de la nariz para activar la circulación.

– Supongo que estás empeñado hasta las orejas.

– Y si lo estoy, ¿qué?

Roz pensó en él dinero que tenía en depósito, intacto, con el que no hacía nada.

– Podría sacarte de apuros -sugirió a modo de tanteo.

Él frunció el ceño.

– ¿A qué viene esta caridad, Roz? ¿Es una oferta para negociar?

– No se trata de nada caritativo -le tranquilizó ella-. Mi gestor tendría un ataque si supiera que me dedico a la caridad.

Hal soltó de pronto el brazo que tenía en su hombro.

– ¿Por qué tendrías que negociar nada en beneficio mío, si no sabes absolutamente nada de mí? -dijo, irritado.

Ella hizo un gesto de indiferencia.

– Sé que estás atrapado hasta el cuello, Hawksley. Te estoy ofreciendo un poco de ayuda. ¿Crees que es algo terrible? -dijo.

Hal, a un par de pasos de ella, maldecía su propia estampa. ¿Qué imbécil bajaría las defensas por el simple hecho de pensar que una mujer tiene un aire desprotegido? Claro que la soledad solía tocar la fibra sensible. Había vivido momentos en que no se había sentido solo, pero ahora mismo era incapaz de recordarlos.

La ilusión que producía a Roz el chalet, disimulada bajo una sonrisa nada convincente de hastío e indiferencia, se veía a la legua cuando contemplaba atónita la vista a través de los ventanales. Se fijó en que los cristales de éstos eran dobles y admitió, a regañadientes, que siempre le habían gustado las casas con chimenea y que no esperaba que las habitaciones fueran tan espaciosas. Estaba convencida de que serían más pequeñas. Estuvo un rato asomada al jardín y comentó que era una lástima que no tuviera invernadero; luego, demasiado tarde, disimuló su entusiasmo poniéndose las gafas de sol para observar el anexo del jardín, rodeado de rosales, que los actuales propietarios utilizaban como habitación adicional y que a ella de pronto le pareció que podía convertirse en estudio-biblioteca.

Hal y el señor Richards permanecían sentados en las sillas de hierro colocadas frente al balcón hablando de una cosa y otra y observando a Roz. El señor Richards, bastante intimidado por las escuetísimas respuestas del otro, tenía conciencia de la posibilidad de la venta, aunque disimulaba mejor que Roz su emoción.

Cuando ésta hubo acabado la inspección, el agente inmobiliario se levantó y, con una sonrisa arrebatadora, le ofreció su asiento.

– Olvidé comentarle, señorita Leigh, que los propietarios estarían dispuestos a incluir también el mobiliario, siempre que pudiera llegarse a un arreglo satisfactorio. No creo que haya una sola pieza que tenga más de cuatro años y los desperfectos son mínimos, teniendo en cuenta que sólo se han utilizado los fines de semana. -Miró su reloj-. Si les parece, les dejaré un cuarto de hora para un intercambio de impresiones. Iré a dar un paseo por la senda del acantilado -dijo, y desapareció con gran tacto por el balcón; al cabo de un momento oyeron la puerta de la calle.

Roz se quitó las gafas de sol y miró a Hal. El entusiasmo convertía su mirada en la de una niña.

– ¿Qué te parece? Incluso los muebles. Una maravilla, ¿verdad?

Hal movió los labios en un gesto involuntario. ¿Estaba haciendo teatro? De ser así, era una perfecta actriz.

– Según para qué la quieras.

– Para vivir -dijo ella-. Sería tan agradable trabajar aquí… -Miró hacia el mar-. Siempre me ha gustado el sonido de las olas. -Se volvió hacia él-. ¿Qué opinas? ¿La compro?

Hal sentía curiosidad.

– ¿Cambiaría algo mi opinión?

– Probablemente.

– ¿Por qué?

– Porque el sentido común me dice que sería una locura. Está a kilómetros de mis amigos y conocidos, es cara, en definitiva, pues, consta sólo de una diminuta planta abajo y otra diminuta arriba. Encontraría mejores formas de invertir mi dinero.

Roz observaba el rostro de Hal sin comprender por qué su ofrecimiento anterior le había puesto tan en contra de ella. Un hombre extraño, pensó. Muy asequible siempre que no se abordara el tema del restaurante.

Hal miraba hacia el acantilado, donde situó al señor Richards sentado en una roca fumándose un pitillo.

– Cómprala -dijo-. Puedes permitírtelo. -Su expresión ceñuda se disipó con una sonrisa-. Vive peligrosamente. Haz lo que siempre has soñado. ¿Cómo era lo que decía John Masefield? «Tengo que descender de nuevo hacia los mares, pues la llamada de la marea que se bate en retirada, es una frenética llamada, una llamada clara que no hay que rechazar.» O sea que, vive peligrosamente en tu acantilado junto al mar y pasea al borde de las olas con tu perro. Ya te he dicho que es algo paradisíaco.

Ella le devolvió la sonrisa; sus ojos reflejaban buen humor.

– Pero resulta que el paraíso era aburrido, justamente por ello, cuando apareció la serpiente de un solo ojo, Eva se entusiasmó tanto que mordió la manzana del bien y del mal. -Esta vez, cuando Hal rió, lo hizo como lo habría hecho un hombre nuevo. Roz entrevió con ello al Hal Hawksley bien hallado, al alegre compañero, capaz de presidir con la máxima jovialidad las mesas de su comedor a rebosar. Prescindió por un momento de la cautela-: Me gustaría que me permitieras ayudarte. Me sentiré muy sola aquí. Y no tiene mucha lógica pagar una fortuna para sentirse sola en un acantilado…

A Hal se le nublaron de pronto los ojos.

– ¿Acaso no puedes hacer lo que te plazca con tu dinero? ¿Qué me propones exactamente? ¿Comprar una parte? ¿Convertirte en mi socia? ¿Qué?

¡Qué quisquilloso era! Y era él quien le había acusado de serlo en una ocasión.

– ¿Qué importancia tiene? Lo que te ofrezco es sacarte del apuro en el que te encuentras.

La miró con ojos inquisitivos.

– Lo único que tienes claro sobre mí, Roz, es que he fracasado con el restaurante. Una mujer inteligente no puede invertir dinero en una ruina.

Evidentemente. Era algo que jamás podría hacer comprender a su gestor, cuya idea sobre la vida se limitaba al mínimo riesgo, a un saldo correcto y un plan de pensiones que pudiera desgravar. ¿Cómo abordar el tema con él?

«Mira Charles, se trata de una persona que me pone como un flan cada vez que la veo. Es un cocinero extraordinario, está enamorado de su restaurante y no veo ninguna razón por la que tenga que ir para abajo. Yo intento prestarle dinero, pero cada vez me lo desprecia con un desaire.» Charles la mandaría al psiquiatra.

– Olvida lo que te acabo de decir -dijo Roz, colocándose el bolso en bandolera-. He tocado un tema delicado, aunque no sé bien cuál.

Iba a levantarse, pero él le sujetó la muñeca con tanta fuerza que no se lo permitió.

– ¿Otra treta, Roz?

Ella le miró fijamente.

– Me haces daño. -Hal la soltó inmediatamente-. ¿De qué me hablas? -preguntó, frotándose la muñeca.

– Volviste -dijo él, restregándose con fuerza el rostro con ambas manos, como si le doliera-. ¿Por qué demonios tienes que volver siempre?

Roz estaba sulfurada.

– Porque me llamaste -dijo-. Si no hubieras telefoneado, yo no habría vuelto. ¡Qué arrogante eres! Hay gente como tú a patadas, en Londres.

Los ojos de Hal reflejaron una gran irritación y decepción:

– Pues ofréceles tu dinero -dijo-, y deja de vivirme la vida.


Sin mediar una palabra más, se despidieron del señor Richards con falsas promesas de telefonearle al día siguiente y se dirigieron a Wareham siguiendo la estrecha carretera de la costa. Hal, consciente de los oscuros nubarrones y de que el asfalto mojado le obligaría a reducir la velocidad, se concentró en el volante. Roz, abrumada por una hostilidad que había surgido, como las tormentas tropicales, de la nada, se quedó ensimismada en un doloroso silencio. Él era consciente de que la crueldad había sido gratuita, pero se aferraba a la certeza de que el viaje había sido planificado para apartarle del Poacher. Aquella mujer era perfecta. Lo tenía todo: atractivo, sentido del humor, inteligencia e incluso aquel punto de inseguridad que atraía a su estúpida caballerosidad. Él la había telefoneado. ¡El estúpido de Hawksley! De todas formas, ella habría vuelto. Alguien tenía que ofrecerle el asqueroso dinero. ¡Mierda! Aporreó el volante.

– ¿Por qué me pediste que te acompañara? -le preguntó, rompiendo el silencio.

– Eres una persona libre -puntualizó Roz con aire cáustico-. Nadie te ha obligado.

Cuando llegaron a Wareham empezaba a llover. Unas gotas como puños entraban por las ventanas abiertas del coche.

– ¡Qué bien! -exclamó Roz, sujetándose bien el cuello de la chaqueta-. Un final perfecto para un día perfecto. Llegaré empapada. Tenía que haber ido en mi coche. Tal vez no hubiera sido tan animado.

– ¿Por qué no lo hiciste, pues, en lugar de llevarme a una misión imposible?

– Lo creas o no -dijo ella con gran frialdad-, intentaba hacerte un favor. Me ha parecido que te sentaría bien salir unas horas de allí. Pero estaba equivocada. Estás más susceptible fuera que dentro. -Hal cogió una curva demasiado deprisa que hizo que ella chocara contra la puerta y que su chaqueta de cuero se enganchara en el retorcido cromo del listón de la ventanilla-. ¡Por el amor de Dios! -gritó ella enfadada-. Esta chaqueta me ha costado una fortuna.

Aparcó junto a la acera con un chirrido de los neumáticos.

– Vamos a ver -dijo él- qué se puede hacer para protegerla.

Estiró el brazo para sacar un mapa de carreteras que tenía en la guantera.

– ¿Y qué piensas hacer con esto?

– Saber dónde está la estación más próxima. -Fue pasando las páginas-. En Wareham hay una, de la línea de Southampton. Allí puedes coger un taxi hasta tu coche. -Buscó en su cartera-. Con esto tendrás suficiente. -Dejó caer un billete de veinte libras en su regazo y puso el coche de nuevo en marcha-. Está en el siguiente cruce a la derecha.

– Eres un encanto, Hawksley. ¿Tu madre no te enseñó a ser educado junto con las sentencias sobre las mujeres y la vida?

– No fuerces la suerte -gruñó él-. Ahora mismo no estoy para bromas y cualquier cosa me puede sacar de quicio. He pasado cinco años casado durante los cuales se me criticó cada maldita iniciativa que tomaba. No estoy dispuesto a repetir la experiencia. -Fue hasta la estación-. Vete a casa -le dijo, secándose con la mano la cara, que tenía empapada-. Y con ello te hago un favor.

Roz dejó el billete de veinte libras en la guantera y cogió el bolso.

– Sí -afirmó ella, tajante-. Probablemente tengas razón. Si tu esposa aguantó cinco años tenía que ser una santa. -Abrió la puerta, que seguía chirriando, y una vez fuera, le dijo a través de la ventanilla-: ¡Que te jodan, sargento! Puede que sea lo único que te proporcione cierto placer. Seamos claros, jamás encontrarás a nadie que te convenza.

– Mensaje recibido, señorita Leigh.

Se despidió con un gesto breve y cortés y luego dio una vuelta completa al volante. Mientras se alejaba, el billete de veinte libras voló como una amarga recriminación por la ventana y cayó con la lluvia en el desagüe.


Hal estaba helado y empapado cuando llegó a Dawlington, y su estado de ánimo no mejoró al ver que el coche de ella seguía aparcado al final del callejón donde lo había dejado antes. Miró hacia delante, por entre los edificios, y vio que la puerta trasera del Poacher estaba abierta de par en par, la madera astillada por donde se había utilizado una palanca para hacerla saltar. ¡Dios mío! ¡Ella se la había jugado! Vivió un momento de total desolación -no estaba tan inmunizado, como creía- antes de ver la necesidad de actuar.

Estaba demasiado rabioso para utilizar el sentido común, demasiado rabioso incluso para tomar las precauciones más elementales. Echó a correr como un lince, acabó de abrir totalmente la puerta y entró agitando los puños, golpeando, dando patadas, atacando, sin tener en cuenta los golpes que recibían sus brazos y hombros, concentrado en hacer el máximo daño a los cabrones que le estaban destrozando.


Roz, que llegó treinta minutos más tarde, con el billete: de veinte libras en una mano y una mordaz carta de denuncia en la Otra, observó el panorama sin acabárselo de creer. La cocina parecía una calle de Beirut después de la batalla. Desierta y destrozada. La mesa, levantada de un lado, se medio apoyaba en el horno con dos patas rotas. Las sillas, troceadas, estaban, junto a los trozos de vajilla y cristalería, por el suelo. El frigorífico, inclinado hacia delante y algo apoyado en su puerta abierta, había vertido en el mosaico del suelo riachuelos de leche y material congelado. Roz se llevó un dedo tembloroso a los labios. Por todas partes se veían manchas de sangre roja y brillante que teñían de rosa la leche que se iba extendiendo.

Echó una mirada frenética hacia el callejón pero no vio a nadie. ¿Qué hacer?

– ¡Hal! -gritó, si bien su voz era poco más que un susurro-. ¡Hal! -Esta vez ascendió fuera de todo control y, en el silencio que siguió, creyó oír un ruido procedente del otro lado de la puerta batiente que daba al restaurante. Se metió la carta y el dinero en el bolsillo y pasó la puerta cogiendo una de las patas de la mesa-. He llamado a la policía -gritó, muerta de miedo-. Ahora llegan.

Se abrió la puerta y apareció Hal con una botella de vino. Con un gesto señaló hacia la pata de la mesa:

– ¿Qué piensas hacer con esto?

Ella dejó caer el brazo.

– ¿Te has vuelto loco? ¿Tú has hecho todo esto?

– ¿A ti qué te parece?

– Olive lo hizo. -Miró a su alrededor-. Esto es exactamente lo que hizo Olive. Perder el control y destrozar su habitación. Le retiraron todas las prerrogativas.

– Hablas por hablar. -Hal encontró un par de copas en un armario que había quedado intacto y las llenó con el vino de la botella-. Toma. -Aquellos ojos oscuros la miraban atentamente-. ¿Has llamado a la policía?

– No. -Los dientes de Roz castañetearon en contacto con la copa-. He pensado que si me dirigía a un ladrón huiría. Te sangra la mano.

– Ya lo sé. -Cogió la pata de la mesa que llevaba Roz, la colocó encima del horno y luego cogió la única silla intacta que quedaba tras la puerta trasera y se la ofreció-. ¿Qué hubieras hecho si el ladrón se hubiera escapado por aquí?

– Pegarle, supongo. -El miedo empezaba a calmarse-. ¿Esto es lo que creías que te había montado?

– Sí.

– ¡Dios mío! -No sabía qué añadir. Le observó cuando, después de encontrar una escoba, se dispuso a recogerlo todo en una esquina-. ¿No tendrías que dejarlo?

– ¿Por qué?

– La policía.

Él la miró lleno de curiosidad.

– Has dicho que no les habías llamado.

Roz digirió el comentario en silencio durante unos segundos y luego colocó su copa en el suelo junto a sus pies.

– Todo esto es algo fuerte para mí. -Cogió el billete de veinte libras del bolsillo pero dejó la carta donde estaba-. Sólo he venido a devolverte esto. -Se lo ofreció mientras se levantaba-. Lo siento -dijo con una sonrisa de disculpa.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Hacerte enfadar. Últimamente parece que tengo la virtud de hacer enfadar a la gente.

Se acercó hacia ella para coger el billete, pero se detuvo de pronto al ver su expresión alarmada.

– ¡Caray, chica! ¿Tú crees que yo he hecho esto?

Pero estaba hablando a las paredes. Roz se había ido a todo correr y el billete de veinte libras, de nuevo, voló hasta el suelo.

Загрузка...