El lunes por la mañana, con la pesada carga de la depresión de nuevo sobre los hombros, Roz se fue al hotel Belvedere y puso la foto en el mostrador.
– ¿Es éste el señor Lewis? -preguntó a la propietaria.
La amable señora se puso las gafas y miró detenidamente la foto. Negó con la cabeza con aire de disculpa:
– No, lo siento. Éste no me suena de nada.
– ¿Y ahora? -colocó el celofán sobre la foto.
– ¡Cielos! ¡Qué cosa más extraordinaria! Éste sí que es el señor Lewis.
Marnie asintió.
– Es él. El sucio desgraciado. -Achicó los ojos-. No está muy favorecido, ¿verdad? ¿Qué podía ver en esto una chica?
– No lo sé. Tal vez un afecto complaciente.
– ¿Quién es?
– Un psicópata -respondió Roz. La otra soltó un silbido.
– Entonces tendrás que tener cuidado.
– Sí.
Marnie tamborileó con sus rojas uñas la superficie del escritorio.
– ¿Estás segura de que no quieres decirme quién es por si acaso acabas descuartizada en el suelo de la cocina? -dijo lanzando a Roz una mirada de intriga. Pensaba que en aquello tenía que haber algún dinero escondido.
Roz captó el brillo en los ojos de la otra.
– No, gracias -dijo escuetamente-. Es una información que preferiría guardarme. No quiero ni pensar qué podría ocurrirme si se enterara de que estoy al acecho.
– Seré una tumba -dijo Marnie con un deje de ofendida.
– No tendrás por qué si no te tiento. -Roz metió la foto en el bolso-. Desde luego, sería una irresponsabilidad. Tú eres uno de los principales testigos. Lo mismo podría ir a por ti y descuartizarte. -Sonrió fríamente-. No soportaría que esto pesara sobre mi conciencia.
Volvió al coche y permaneció unos minutos mirando por la ventana. Si en algún momento había necesitado a un ex policía bregado para que le hiciera de guía en aquel laberinto de procedimientos legales, ahora era la ocasión. Ella era una aficionada que podía cometer con facilidad algún error y echar a perder la posibilidad de un futuro proceso. ¿Y qué repercusiones tendría esto para Olive? Probablemente el tener que pudrirse en la cárcel. Tan sólo podía revocarse el veredicto contra ella si se demostraba la culpabilidad de otra persona. Si tenía que seguir su curso, la semilla de la lógica duda tardaría años en germinar hasta que el ministerio de Interior se sintiera lo suficientemente presionado para darse por enterado. ¿Cuánto esperaron los seis de Birmingham para que se hiciera justicia? La responsabilidad de llevarlo adelante correctamente era escalofriante.
Ahora bien, pese a que le costaba admitirlo, lo que más pesaba para ella era la conciencia de no tener el valor para escribir el libro mientras permaneciera en libertad el amante psicópata de Olive. Por mucho que lo intentaba, no podía quitarse de la cabeza las imágenes de Gwen y Amber.
Aporreó con los puños el volante.
«¿Dónde estás Hawksley? ¡Cabrón! Siempre que me has necesitado me has tenido a tu lado.»
Graham Deedes, el abogado que representó a Olive en el juicio, se disponía a entrar en su despacho después de un duro día en los tribunales, cuando, con gesto irritado, se percató de que frente a su puerta estaba Roz sentada en un banco. Echó una ojeada al reloj deliberadamente:
– Tengo prisa, señorita Leigh.
Ella suspiró, levantándose del duro asiento.
– Cinco minutos -le imploró-. Le he estado esperando dos horas.
– No, lo siento. Tenemos invitados a cenar y he prometido a mi esposa que iría pronto. -Abrió la puerta y entró-. Llámeme por teléfono y concertaremos una cita. Estaré tres días en los tribunales, pero creo que tendré algún hueco hacia finales de la semana. -Se dispuso a cerrar la puerta dejándola fuera.
Ella apoyó su hombro en la jamba, aguantando la puerta abierta con una mano.
– Olive tenía un amante -le dijo-. Sé quién es y dos testigos han identificado su foto; uno de ellos es la propietaria del hotel al que iban durante el verano anterior a los asesinatos. Tengo un testigo que me ha confirmado que Olive abortó. Por la fecha, supongo que, de haber vivido, el bebé de Olive habría nacido más o menos en el tiempo de los asesinatos. Me he enterado de que dos personas, Robert Martin y el padre de una amiga de Olive, de forma independiente, dijeron a la policía que Olive era incapaz de matar a su hermana. Explicaron la escena diciendo que Gwen mató a Amber, al parecer, no la quería mucho, y Olive mató a Gwen. Tengo que admitir que las pruebas del forense no casan con esto, sin embargo demuestran que existían serias dudas incluso en aquel momento, las cuales no creo que usted haya tenido en cuenta. -Notó la impaciencia en su rostro y se apresuró a continuar-. Por una serie de razones, básicamente porque era su cumpleaños, no creo que Olive estuviera en la casa la noche anterior a los asesinatos, y estoy convencida de que Gwen y Amber fueron asesinadas mucho antes de la hora en que Olive pretendió que lo había hecho. Pienso que Olive volvió a casa por la mañana o por la tarde del día nueve, se encontró con aquella carnicería en la cocina, sabía que su amante era el responsable y quedó tan abrumada por la conmoción y el remordimiento que se declaró culpable del crimen. Me da la impresión de que estaba muy poco segura de sí misma, de que estaba angustiada, y que no supo qué hacer cuando vio que le habían arrebatado el puntal de su vida, su madre.
El señor Deedes cogió unos papeles del escritorio y los metió en su portafolios. Había oído tantas defensas imaginativas que se mostraba más educado que interesado.
– Veo que sugiere que Olive y su amante pasaron juntos la noche de su cumpleaños en algún hotel. -Roz asintió-. ¿Tiene alguna prueba de ello?
– No. No constan en el hotel que utilizaban normalmente, pero tampoco es algo muy sorprendente. Era un día especial. Incluso podían haber ido a Londres.
– Y en ese caso, ¿por qué tendría ella que suponer que su amante era el responsable? Habrían vuelto juntos. Aunque la hubiera dejado a cierta distancia de su casa, el hombre no habría tenido tiempo de hacer lo que se hizo.
– Lo habría tenido de haberse marchado -dijo Roz- dejándola en el hotel.
– ¿Y por qué lo habría hecho?
– Porque le dijo que, de no ser por el hijo ilegítimo que había tenido su hermana y el terror que producía a su madre una situación parecida, ahora él hubiera sido un orgulloso padre. Deedes miró su reloj.
– ¿Qué hijo ilegítimo?
– El que tuvo Amber cuando tenía trece años. Sobre éste no hay ninguna duda. Robert Martin lo menciona en su testamento. Gwen se las ingenió para mantenerlo en secreto pero, como no podía esperar que aquello le saliera bien con Olive, la convenció para que abortara.
Deedes chasqueó la lengua en señal de impaciencia.
– Todo esto es muy fantasioso, señorita Leigh. Por lo que veo, no dispone de ninguna prueba que apoye estas alegaciones, y no puede llevar a la imprenta un texto en el que acuse a alguien de los asesinatos sin tener pruebas fehacientes o suficiente capital para pagar una fortuna por los perjuicios de la difamación. -Volvió a mirar el reloj sin acabar de decidir si deseaba irse o quedarse-. Supongamos por un momento que su hipótesis es correcta. ¿Dónde estaba el padre de Olive mientras descuartizaban a Gwen y Amber en la cocina? Si mal no recuerdo, pasó aquella noche en casa y a la mañana siguiente salió para el trabajo a la hora habitual. ¿Me está diciendo que no se enteró de lo que había sucedido?
– Sí, es lo que estoy diciendo exactamente.
El rostro apacible de Deedes se nubló, perplejo.
– Esto es absurdo.
– Si él no estuvo allí, no. Las únicas personas que afirmaron que estuvo allí son Olive, el propio Robert y la vecina de al lado, y ésta tan soló lo citó al afirmar que a las ocho treinta Gwen y Amber aún estaban vivas.
El hombre movió la cabeza completamente desconcertado.
– ¿Así que todo el mundo miente? Esto es ridículo. ¿Por qué tendría que mentir la vecina?
Roz suspiró.
– Ya sé que es difícil de digerir. Yo he tenido mucho tiempo para reflexionarlo, por eso me resulta más sencillo. Robert Martin era un homosexual encubierto. He estado en el pub gay al que iba a ligar. Allí le conocían con el nombre de Mark Agnew. El dueño reconoció enseguida la foto. La noche de los asesinatos estuvo con un amante y de allí se fue directo al trabajo, no se enteró de lo que había pasado en la cocina de su casa hasta que se lo contó la policía. -Roz levantó una ceja con expresión cínica-. Y nunca tuvo que revelar dónde estuvo en realidad porque Olive, que dio por supuesto que había permanecido en casa, afirmó en su declaración que no atacó a su madre hasta que su padre hubo salido.
– Un momento, un momento -dijo el señor Deedes gritando, como si estuviera dirigiendo una arenga a un testigo problemático-, no puede afirmar una cosa y todo lo contrario. Hace un momento sugería que el amante de Olive salió precipitadamente a media noche para cargarse a Gwen. -Se pasó la mano por el pelo mientras ordenaba las ideas-. Pero, puesto que el cuerpo de Robert no estaba en el suelo de la cocina cuando volvió Olive, ella tenía que saber que su padre no estaba en casa. ¿Por qué dijo en su declaración que sí?
– Porque tenía que haber estado allí. Oiga, no tiene importancia alguna a qué hora la dejó su amante, da igual que fuera a medianoche o de madrugada, pues, por lo que se refiere a ella, no cambia nada. Olive no disponía de coche, probablemente estaba trastornada al sentirse abandonada; además, había pedido el día libre en el trabajo, a buen seguro para pasarlo con su novio, de modo que todo apunta a que no llegó a casa hasta después de la hora de comer. Debió pensar que el otro esperaría a que Robert se fuera a trabajar antes de atacar a Gwen y Amber, por ello yo diría que es natural que citara al padre en la declaración. Este vivía y dormía en la parte de abajo, en una habitación al fondo, pero al parecer a nadie se le ocurrió, excepto tal vez a Gwen, que pudiera haberse escapado de noche para alguno de sus ligues gays.
Deedes echó una tercera ojeada al reloj.
– Fatal, tengo que irme. -Cogió el abrigo, lo dobló y se lo puso en el brazo-. Pero todavía no me ha explicado por qué mintió la vecina. -La acompañó hacia la puerta y una vez los dos fuera, la cerró.
Roz se volvió mientras bajaba la escalera:
– Porque sospeché que cuando la policía le dijo que Gwen y Amber habían sido asesinadas, inmediatamente sacó la conclusión de que lo había hecho Robert tras una discusión a raíz de su marido. -Encogió los hombros ante la murmuración de incredulidad de él-. Estaba totalmente al corriente de la tensión en las relaciones que había en aquella casa, sabía que su marido pasaba horas encerrado con Robert en la habitación del fondo, y casi pondría la mano en el fuego a que sabía que Robert era homosexual y, por deducción, que su marido también. Debió estar fuera de sí hasta que se enteró de que Olive se había declarado culpable de los asesinatos. El escándalo, suponiendo que el asesinato lo hubiera cometido Robert por amor a Edward, habría sido abrumador, así pues, en un intento digamos patético de mantenerle alejado de esto, dijo que cuando Edward salió para ir a trabajar, Gwen y Amber estaban vivas. -Roz siguió unos pasos delante de él en el vestíbulo-. Tuvo la suerte de que nunca se cuestionó la declaración, ya que se ajustaba perfectamente a lo que había dicho Olive.
Salieron por la puerta principal, bajaron los peldaños de la entrada y siguieron por la acera.
– ¿Perfectamente? -murmuró él-. La versión de Olive es demasiado simple. La de usted, demasiado complicada.
– La verdad siempre lo es -respondió Roz, animada-. Pero en concreto, las tres describen tan sólo, efectivamente, un miércoles por la mañana normal y corriente. De forma que no es una cosa tan perfecta como inevitable.
– Yo voy para allá -dijo él, señalando hacia la estación de metro de Holborn.
– Está bien, le acompañaré. -Tuvo que acelerar el paso para seguirle.
– No entiendo por qué me cuenta todo esto, señorita Leigh. Tenía que haber acudido al señor Crew.
Ella evitó una respuesta directa.
– ¿O sea que considera que estoy en la pista?
Deedes sonrió francamente, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastaban con su tez oscura.
– Ni de lejos. Tal vez estaría desbrozando la pista. Acuda al señor Crew.
– Usted estuvo en la sala -insistió ella con terquedad-. Si se situara del lado de Olive, ¿qué utilizaría para convencer al tribunal de que es inocente?
– Pruebas de que era imposible de que estuviera en la casa en la hora en que se cometieron los asesinatos.
– Es decir, ¿el asesino real?
– Es decir, el asesino real -convino él-, pero no creo que le sea fácil encontrarle.
– ¿Por qué?
– Porque no hay pruebas contra él. Probablemente su hipótesis se basa en que Olive ocultó todas las pruebas a fin de responsabilizarse del asesinato. Y lo hizo muy bien. Todo confirma su culpabilidad. -Deedes redujo el paso al acercarse a la estación de metro-. De modo que a menos qué su hipotético asesino confiese voluntariamente y convenza a la policía de que posee una información que tan sólo el asesino puede poseer, no tendrá forma de revocar la condena de Olive. -Le dirigió una sonrisa de disculpa-. Y no veo por qué lo haría ahora por el simple hecho de que no lo hizo en su momento.
Desde la estación de metro de Holborn, Roz llamó a la cárcel para que dieran el recado a Olive de que aquella tarde no pasaría. Tenía la impresión de que algo estaba a punto de estallarle en la cara, y la sensación se centraba en Olive.
Ya era tarde cuando pasó la puerta de entrada del bloque de pisos en el que vivía. Curiosamente, el vestíbulo estaba completamente oscuro. Apretó el botón de la luz de la escalera y del primer rellano y soltó un suspiro cuando vio que no se encendía la luz. Otro apagón, pensó. Tenía que haberlo imaginado. El negro armonizaba con su estado de ánimo. A tientas, buscó la llave de su piso y subió la escalera intentando recordar si le quedaba alguna vela de la última vez. Con un poco de suerte, encontraría una en el mueble de la cocina, de lo contrario le esperaba una noche bastante aburrida.
Estaba tanteando la puerta con ambas manos, buscando la cerradura, cuando algo surgió del suelo y le agarró los pies.
– ¡Aaagh! -chilló, pegando con furia.
Un segundo después sus pies no tocaban el suelo y una inmensa mano le cerraba la boca.
– ¡Chitón! -murmuró Hal en su oreja, estremeciéndose de risa-. Soy yo. -Le dio un beso en la nariz-. ¡Ay! -exclamó él, soltándola e inclinándose para mantener el equilibrio.
– Te está bien empleado -respondió ella, tanteando el suelo en busca de las llaves-. Has tenido suerte de que no llevara mi alfiler. Ah, aquí están. -Siguió buscando la cerradura y dio con ella-: ¡Menos mal! -Probó las luces del piso pero la oscuridad seguía impenetrable-. Pasa-dijo, agarrándole por la chaqueta y obligándole a entrar-. Creo que tengo una vela en la cocina.
– ¿Sucede algo? -gritó una voz femenina temblorosa desde el piso de arriba.
– No, gracias -respondió Roz-. He tropezado con algo. ¿Hace mucho que se ha ido la luz?
– Media hora. Ya he llamado. Se ha fundido un fusible. Tres horas, han dicho. Les he contestado que si era un minuto más no pagaba el recibo. Tendríamos que plantarles cara. ¿No le parece?
– Totalmente de acuerdo -dijo Roz sin saber con quién estaba hablando. Con la señora Barrett, quizá. Conocía los nombres por los buzones, pero casi nunca veía a nadie-. Hasta luego.-Cerró la puerta-. Voy a buscar una vela -murmuró.
– ¿Por qué me hablas en voz baja? -murmuró también Hal.
Ella rió.
– Porque es lo que siempre se hace en la oscuridad.
Hal tropezó con algo.
– Esto es ridículo. ¿También se ha ido la luz de la calle? Habrás corrido las cortinas.
– Tal vez. -Abrió el cajón de la cocina-. Esta mañana he salido a primera hora-. Tanteó por entre bobinas de cordel y destornilladores-. Creo que ya la tengo. ¿Tienes cerillas?
– No -respondió él pacientemente-, si tuviera, ya habría encendido una. No tendrás serpientes por aquí…
– No digas bobadas. Tengo un gato. -¿Pero dónde estaba La señora Antrobus? Tenía que haber oído sus alegres maullidos cuando puso la llave en la cerradura. Roz se dirigió de nuevo hacia la puerta para buscar en la cartera la caja de cerillas que solía llevar a la cárcel. La abrió y buscó por entre los papeles-. Si eres capaz de encontrar el sofá -le dijo-, las cortinas están detrás. El cordón, a la izquierda.
– He encontrado algo -respondió él-, pero queda claro que no es un sofá.
– ¿Qué es?
– No lo sé -dijo Hal con cautela-, sea lo que sea, es bastante desagradable. Está húmedo, baboso y se me ha enroscado al cuello. ¿Seguro que no tienes serpientes?
Ella soltó una risita nerviosa.
– No seas idiota. -Sus dedos dieron con una caja de cerillas, que cogió con alivio. Encendió una de ellas y la mantuvo en alto. Hal estaba en medio de la sala con la cabeza y los hombros tapados con la blusa húmeda que Roz había lavado aquella mañana y colgado en un percha junto a la lámpara de pie. Le dio un ataque de risa-. Ya sabías que no era una serpiente -le dijo, acercando la vela a la llama de la cerilla.
Hal encontró el cordón y corrió las cortinas para que entrara en la habitación el resplandor anaranjado de los faroles de la calle. Con aquello y la vela, la sala cobró vida y salió de la negra penumbra. Él echó un vistazo a la estancia. Toallas, ropa, bolsas de la compra y fotos se amontonaban en sillas y mesas; un edredón de plumas colgaba del sofá, y en el suelo había esparcidas tazas sucias y bolsas de patatas vacías.
– Bien, esto está bien -dijo levantando la pierna por encima de los restos a medio comer de un pastel de carne-. Ya no recordaba la sensación de estar en casa.
– No te esperaba -respondió ella, cogiendo con dignidad los restos del pastel y echándolos a la papelera-. Pensaba que como mínimo tendrías la delicadeza de avisarme por teléfono.
Hal se agachó un poco para acariciar la mullida bola de pelo blanco que se desperezaba voluptuosamente en su cálido nido del edredón, la señora Antrobus relamió la mano con gesto de aprobación antes de dedicarse de lleno a su acicalamiento.
– ¿Siempre duermes en el sofá? -preguntó a Roz.
– En mi habitación no hay teléfono.
Él movió la cabeza con un gesto de aprobación pero no respondió.
Roz se le acercó con la vela algo inclinada para no quemarse los dedos.
– ¡Jesús, qué contenta estoy de verte! No te lo puedes imaginar. ¿Adónde fuiste? Estaba preocupadísima.
Hal se agachó un poquito y acercó su fatigada frente hacia el fragante pelo de ella.
– De acá para allá -respondió, apoyando las manos en los hombros de Roz y acariciándole levemente el cuello.
– Existe una orden de busca y captura contra ti -comentó ella en voz baja.
– Ya lo sé.
Los labios de Hal rozaron su mejilla, con tanta suavidad que ella casi no pudo soportarlo.
– Voy a prender fuego en alguna parte -se quejó.
Hal estiró el brazo y apagó la vela.
– Ya lo has hecho. -Sus fuertes manos la agarraron por las nalgas y la situaron contra su miembro erecto-. Lo que me pregunto es -murmuró él con los labios contra la nuca de Roz- si tendría que tomarme un ducha fría antes de que prenda más. ¿Tú qué crees?
– ¿Lo preguntas en serio? -¿Podía detenerse él? Ella no.
– No, cuestión de educación.
– Estoy que no me aguanto.
– Me lo imagino -dijo él, los ojos brillantes en la anaranjada luz-. ¡Caray, chica, yo hace semanas que estoy así!.
La señora Antrobus, expulsada del edredón, se fue con paso majestuoso y aire indignado hacia la cocina.
Más tarde, llegó la luz, que venció a la diminuta llama de la vela que, reanimada, empezó a chisporrotear en el platito que la sostenía sobre la mesa.
Hal acariciaba el pelo de Roz.
– Creo que eres la mujer más bonita que he visto en mi vida -dijo.
Ella sonrió con aire picaro.
– ¿No me encontrabas demasiado delgada?
Los oscuros ojos de él se enternecieron.
– Sabía que dormías junto al maldito contestador. -Pasó las manos por aquellos sedosos brazos y de pronto los agarró con dedos ávidos. Aquello era una adicción. La levantó y la sentó a horcajadas en su regazo.
– He estado soñando con esto.
– ¿Sueños agradables?
– Ni punto de comparación con la realidad.
– Ya basta -dijo ella más tarde deslizándose de su lado y poniéndose la ropa-. ¿Qué piensas hacer con la orden de busca y captura?
Hal ignoró la pregunta y revolvió las fotos que había en la mesita.
– ¿Es tu marido?
– Ex marido. -Roz le pasó los pantalones.
Él se los puso suspirando y apartó una de las instantáneas de Alice.
– Y ésta tiene que ser tu hija -dijo Hal despacio-. Es idéntica a ti.
– Era -le corrigió Roz-. Está muerta.
Ella esperó una disculpa y el cambio de tema, pero Hal sonrió pasando el dedo por aquel rostro sonriente.
– Es preciosa.
– Sí.
– ¿Cómo se llamaba?
– Alice.
Hal observó un rato la foto.
– Recuerdo que cuando tenía seis años me enamoré de una niña muy parecida a ella. Yo era muy inseguro y cada día le preguntaba cuánto me amaba. Ella siempre me respondía de la misma forma. Extendía los brazos así -separó sus brazos como hace un pescador para demostrar el tamaño de un pez- y decía: «Así».
– Sí -dijo Roz recordando-, Alice siempre medía su amor con las manos. Lo había olvidado.
Ella intentó coger la foto pero Hal se lo impidió en un rápido ademán y la acercó a la luz.
– Hay un brillo de gran determinación en sus ojos.
– Le gustaba ir a su aire.
– Una mujer sensata. ¿Lo conseguía siempre?
– La mayoría de las veces. Tenía unas opiniones muy claras, muy firmes. Me acuerdo una vez… -Pero se quedó en silencio y no continuó.
Hal encogió los hombros y empezó a abrocharse la camisa.
– De tal madre, tal hija. Seguro que te manejaba a su antojo antes de que aprendiera a hablar. Me habría gustado ver a alguien capaz de vencerte.
Roz acercó un pañuelo a sus inundados ojos.
– Perdóname.
– ¿Por qué?
– Por ponerte en un aprieto.
Hal la atrajo hacia su hombro y apoyó la mejilla en el pelo de Roz. ¡Cuan terriblemente acusadora era la sociedad occidental permitiendo que una madre temiera derramar sus lágrimas por la hija que había perdido porque pensaba que podía poner a alguien en un aprieto!
– Gracias. -Roz vio reflejada la pregunta en sus ojos-. Por escucharme -explicó.
– No me has puesto en ningún apuro, Roz. -Notaba la inseguridad de ella-. ¿Vas a estar preocupada por esto toda la noche para despertarte mañana por la mañana arrepintiéndote de lo que me has contado de Alice?
Hal era demasiado perspicaz. Ella apartó la mirada.
– No me gusta sentirme insegura.
– Sí. -Él lo comprendía-. Ven aquí. -Le señaló su regazo-. Voy a hablarte de mis inseguridades. He estado semanas intentando vencerlas. Ahora te toca a ti reír a mis expensas.
– No pienso reír.
– ¡Ah! -murmuró él-. De modo que se trata de esto. O sea que eres superior. Yo me río de las tuyas pero tú no te puedes reír de las mías.
Roz le abrazó.
– ¡Te pareces tanto a Olive!
– Me gustaría que no siguieras comparándome con la loca de Dawlington.
– Es un cumplido. Es una persona encantadora. Como tú.
– Yo no soy encantador, Roz. -Se cubrió el rostro con las manos-. Estoy procesado por incumplimiento de las normas de salud e higiene. El informe de la Inspección Sanitaria describe mi cocina como la peor que se haya visto jamás. El noventa y nueve por ciento de la carne cruda que había en el frigorífico estaba tan podrida que la encontraron cubierta de gusanos. El material fresco tenía que estar en recipientes herméticos, pero no lo estaba, y en todas partes se encontraron excrementos de rata. En la despensa había bolsas de basura abiertas. Las verduras estaban deterioradas hasta tal punto que tuvieron que desecharse, y debajo de la cocina había una rata viva. -Arqueó una ceja con expresión abrumada-. He perdido toda la clientela por ello, la vista es dentro de un mes y medio, y no sé ni por dónde empezar.