Olive cogió un cigarrillo y lo encendió con ansia.
– Llega tarde. Ya pensaba que no vendría -dijo tragándose el humo-. Me moría de ganas de fumar. -Llevaba las manos y el vestido manchados de lo que parecía arcilla seca.
– ¿No les permiten tener cigarrillos?
– Solamente los que podemos comprar con lo que ganamos. Siempre me quedo sin tabaco antes de que se acabe la semana. -Se frotó enérgicamente las palmas de las manos y la mesa quedó cubierta de pequeños grumos grisáceos.
– ¿Qué es esto? -preguntó Roz.
– Barro. -Con el cigarrillo en la boca, Olive se fue quitando las manchas de la parte delantera del vestido-. ¿Por qué cree que me llaman La Escultora?
Roz estuvo a punto de responder algo poco diplomático, pero reflexionó antes de meter la pata.
– ¿Qué esculpe?
– Personas.
– ¿Qué tipo de personas? ¿Imaginarias o gente que conoce?
Olive dudó un instante.
– De todo. -Aguantó la mirada de Roz-. He hecho una de usted.
Roz la observó un momento.
– Espero que no se dedique a clavar alfileres en ella -dijo con una leve sonrisa-. Claro que con mi estado de ánimo de hoy, se diría que ya lo ha hecho alguien.
Una sombra de jovialidad cruzó el rostro de Olive. Dejó las manchas y dirigió una mirada penetrante a Roz.
– ¿Le sucede algo?
Roz había pasado el fin de semana atormentada por la indecisión: haciendo análisis y más análisis hasta que el cerebro estuvo a punto de estallarle.
– Nada. No es más que dolor de cabeza.
Y hasta cierto punto era cierto. Su situación no había cambiado. Seguía estando prisionera.
Olive apartó los ojos del humo.
– ¿Ha cambiado de parecer respecto al libro?
– No.
– Estupendo. Empecemos.
Roz conectó la grabadora.
– Segunda conversación con Olive Martin. Fecha: lunes, diecinueve de abril, Hábleme del sargento Hawksley, Olive, el policía que le detuvo. ¿Hasta qué punto le conoció? ¿Cómo la trató?
Suponiendo que la pregunta hubiera sorprendido a la muchacha, no lo demostró, aunque había que tener en cuenta que no exteriorizaba gran cosa. Reflexionó un poco:
– ¿Quiere decir el moreno? Hal, creo que le llamaban.
Roz asintió.
– Una persona correcta.
– ¿La intimidó?
– Se portó bien.
Olive se centró en el cigarrillo con la mirada imperturbable.
– ¿Ha hablado con él?
– Sí.
– ¿Le dijo que vomitó al ver los cadáveres?
Había una cierta mordacidad en el tono. ¿Acaso se divertía?, pensaba Roz. Pero en realidad aquello no acababa de encajar con la diversión.
– No -respondió-. No citó este detalle.
– No fue el único. -Hizo una breve pausa-. Les dije si les apetecía una taza de té, pero la tetera estaba en la cocina. -Su mirada pasó directamente al techo, tal vez consciente de haberdicho algo falto de delicadeza-. La verdad es que me cayó bien. Fue el único que habló conmigo. Los demás era como si estuvieran ante una sordomuda. En la comisaría, me trajo un bocadillo. Se portó bien.
Roz movió la cabeza.
– Explíqueme qué sucedió.
Olive cogió otro cigarrillo y lo encendió con la colilla del anterior.
– Me detuvieron.
– No, quiero decir antes de esto.
– Llamé a la comisaría, les di mi dirección y les dije que los cadáveres estaban en la cocina.
– ¿Y antes de esto?
Olive no respondió. Roz intentó una táctica, distinta.
– El nueve de setiembre del ochenta y siete cayó en miércoles. Según su declaración, usted mató y descuartizó a Amber y a su madre entre la mañana y primera hora de la tarde. -Observaba a Olive atentamente-. ¿No hubo ningún vecino que oyera nada, que fuera a su casa a ver qué pasaba?
Se produjo un leve movimiento en el extremo de uno de sus ojos, un tic; apenas perceptible entre la grasa.
– Es un hombre, ¿verdad? -dijo Olive en tono afable. Roz quedó desconcertada.
– ¿Cómo que es un hombre?
Una cierta afinidad asomó por entre aquellos párpados hinchados, prácticamente desprovistos de pestañas.
– Una de las pocas ventajas de estar en un lugar como éste. No hay hombres que te arruinen la vida. Tampoco quiero decir que a una no le toque su ración, los maridos y novios que te la juegan fuera, pero como mínimo no es la angustia de la relación cotidiana. -Frunció los labios con un gesto de concentración-. La verdad es que siempre me han dado envidia las monjas. Resulta mucho más fácil no tener que competir con nadie.
Roz jugaba con el lápiz. Olive era demasiado astuta como para hablar de un hombre que hubiera habido en su propia vida, suponiendo que fuera éste el caso. ¿Le había dicho la verdad respecto al aborto?
– Pero menos gratificante -respondió Roz.
Un retumbo se desencadenó en el otro extremo de la mesa:
– ¡Vaya gratificación, la suya! ¿Sabe qué decía siempre mi padre? No compensa tanto esfuerzo. Mi padre tenía a mi madre desesperada con esto. Aunque en su caso es cierto. Sea quien sea el que persigue, a usted no le hace ningún bien.
Roz hizo un garabato en el bloc, un ángel gordito dentro de un globo. ¿Y si el aborto no fuera más que una fantasía, un vínculo perverso en la mente de Olive con el hijo no deseado de Amber? Se hizo un largo silencio. Trabajaba en la sonrisa del angelito y respondió sin reflexionar:
– No se trata de quién sino de qué -dijo-. De lo que yo quiero, no de la persona a quien quiero. -En cuanto lo hubo dicho ya se había arrepentido de la respuesta-. No tiene importancia.
Esta vez tampoco obtuvo respuesta y Roz empezó a notar que aquellos silencios se hacían opresivos. La otra jugaba a la espera, una trampa para obligarla a hablar. ¿Y luego qué? La violencia exasperante del balbuceo de disculpas.
Inclinó la cabeza.
– Volvamos al día de los asesinatos -sugirió.
De pronto, una mano carnosa cogió las suyas y le acarició afectuosamente los dedos.
– Conozco la desesperación. Es algo que he sentido a menudo. Si una la reprime en su interior, va ganando terreno como un cáncer.
El contacto de Olive no era insistente. Se trataba de una muestra de amistad, de apoyo, sin exigencias. Roz apretó aquellos dedos gordos, cálidos, en un gesto apreciativo, y luego apartó la mano. «No es desesperación -iba a decir- tan sólo exceso de trabajo y cansancio.»
– Me gustaría hacer lo que hizo usted -dijo en tono monótono-, matar a alguien. -Se hizo un largo silencio. Su propia salida la sorprendió-. No debía haberlo dicho.
– ¿Por qué no? Es la verdad.
– No creo. No tendría coraje para matar a nadie.
Olive la miró.
– Esto no quiere decir que no lo desee -dijo tranquilamente.
– No. Pero cuando no se tiene el coraje, creo que tampoco existe en realidad la voluntad. -Sonrió con aire distante-. Ni tan sólo tengo valor para suicidarme a pesar de que a veces creo que es la única alternativa lógica.
– ¿Por qué?
Los ojos de Roz brillaban muchísimo.
– Hago daño -se limitó a decir-. Hace meses que no paro de hacer daño.
Pero ¿por qué estaba explicando todo aquello a Olive y no al fantástico psiquiatra que Iris le había recomendado? Porque Olive podía comprenderlo.
– ¿A quién mataría? -la pregunta vibró en el aire, entre las dos como si sonara una campana.
Roz se planteó si sería juicioso responder.
– A mi ex marido -dijo.
– ¿Porque la dejó?
– No.
– ¿Qué hizo?
– Si se lo cuento, intentará convencerme de que no merece que le odie. -Soltó una extraña carcajada-. Y tengo necesidad de odiarle. A veces pienso que es lo único que me mantiene viva.
– Sí -dijo Olive sin alterarse-. Ya lo comprendo. -Echó el aliento hacia la ventana y dibujó con el dedo una horca en el cristal empañado-. En otra época, le amó. -Era una afirmación que no esperaba respuesta, pero Roz se sintió obligada a responder.
– Ahora mismo soy incapaz de recordarlo.
– Seguro que le amó. -La voz de aquella muchacha tan gorda se convirtió en un susurro-. No puede odiarse lo que nunca se ha amado, sólo puede sentirse antipatía y evitarlo. El verdadero odio, al igual que el verdadero amor, nos consume. -Con un gesto brusco y aquella amplia palma de la mano borró la horca de la ventana-. Supongo -siguió en tono pragmático- que ha venido a verme para descubrir si vale la pena matar.
– No lo sé -respondió con sinceridad-. La mitad del tiempo me embarga la incertidumbre y la otra mitad me obsesiona la rabia. Lo único que veo claro es que poco a poco me estoy desmoronando.
Olive encogió los hombros.
– Porque lo guarda en su interior. Tal como le he dicho, no es bueno guardarse las cosas. Lástima que no sea católica. Podría confesarse y enseguida se sentiría mejor.
Una solución tan simple jamas se le había ocurrido a Roz.
– Yo había sido católica. Supongo que sigo siéndolo.
Olive cogió otro cigarrillo y se lo colocó con gran reverencia entre los labios, como si fuera la sagrada forma.
– Las obsesiones -murmuró mientras cogía una cerilla- siempre son destructivas. Como mínimo he aprendido esto. -Hablaba con simpatía-. Necesita tiempo antes de que pueda hablar de ello. Yo lo comprendo. Usted piensa que le levantaré la costra y volverá a sangrar.
Roz asintió con la cabeza.
– No se fía de la gente. Tiene razón. La confianza puede tener repercusiones. Yo sé bastante de esto.
Roz la observó mientras encendía el cigarrillo.
– ¿Cuál era su obsesión?
Olive le dirigió una extraña e íntima mirada pero no respondió.
– No tengo necesidad de escribir este libro, sobre todo si usted no desea que lo haga.
Olive se alisó los finos cabellos rubios con la parte inferior del pulgar.
– Si lo dejáramos ahora, la hermana Bridget se disgustaría. Ya sé que ha ido a verla.
– ¿Qué importancia tiene?
Olive hizo un gesto de indiferencia.
– Tal vez se disgustaría usted, si lo dejáramos. ¿Tiene importancia esto?
Sonrió de pronto y todo su rostro se iluminó. Qué guapa estaba, pensó Roz.
– Puede que sí, puede que no -dijo-. No estoy convencida de que quiera escribirlo.
– ¿Por qué?
Roz hizo una mueca.
– No me gustaría convertirla en un monstruo de feria.
– ¿Acaso no lo soy ya?
– Tal vez aquí, sí, pero fuera, no. El mundo exterior ya se ha olvidado de usted. Quizá sería mejor dejarlo así.
– ¿Qué la convencería para escribirlo?
– Que usted me diera una razón.
El silencio se intensificó entre las dos. Se hizo inquietante.
– ¿Ya han encontrado a mi sobrino? -preguntó por fin Olive.
– Creo que no -respondió Roz frunciendo el ceño-. ¿Cómo sabe que le buscan?
Olive soltó una risita franca.
– Radio macuto. Aquí todo el mundo se entera de todo. Aquí todo el mundo pasa su jodido tiempo preocupándose de los demás, todas tenemos abogado, todas leemos los periódicos y todo el mundo habla. Aparte de que también podía habérmelo imaginado. Mi padre dejó mucho dinero. Por poco que hubiera podido, lo habría dejado a la familia.
– He hablado con uno de sus vecinos, con un tal señor Hayes. ¿Se acuerda de él? -Olive asintió con la cabeza-. Si no comprendí mal lo que me contó, una familia apellidada Brown que emigró hace poco a Australia adoptó el hijo de Amber. Me imagino que por esto el bufete de Crew tiene tantos problemas para localizarle. Un lugar tan grande y un nombre tan vulgar… -Esperó un momento pero Olive no abrió la boca-. ¿Por qué lo quería saber? ¿Tiene alguna importancia que lo encuentren o no?
– Tal vez -respondió la otra, aburrida.
– ¿Por qué?
Olive movió la cabeza.
– ¿Tienes interés en que le localicen?
De pronto se abrió la puerta y ambas tuvieron un sobresalto.
– Se acabó el tiempo, Escultora. Vamonos para allá. -La voz de la funcionaría resonó en la tranquila estancia, desgarrando aquella intimidad tan precaria. Roz vio su propia irritación reflejada en los ojos de Olive. Pero el instante se esfumó.
Parpadeó con gesto involuntario,
– Es cierto lo que dicen. Que el tiempo vuela cuando uno está a gusto. Hasta la semana que viene.
La voluminosa mujer se levantó a duras penas.
– Mi padre era muy perezoso, por esto dejaba que mi madre llevara la batuta. -Apoyó la mano en la jamba de la puerta para mantener el equilibrio-. Una cosa que decía mi padre y que ella no soportaba, era: «No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana». -Sonrió ligeramente-. Precisamente por eso era tan despreciable. Él mismo reconocía que tan sólo era leal a sí mismo, claro, una lealtad desprovista de responsabilidad. Tenía que haber estudiado el existencialismo. -Pronunció esta última palabra arrastrando sus sílabas-. Quizás hubiera aprendido algo sobre el imperativo del hombre respecto a escoger y actuar con sensatez. Todos somos dueños de nuestro destino, Roz, también usted. -Se giró moviendo la cabeza con gesto de asentimiento y se llevó a la funcionaría, así como la silla metálica, tras su torpe caminar.
Roz se preguntaba, mientras las observaba, qué le había querido decir con todo aquello.
– ¿La señora Wright?
– ¿Sí? -La joven aguantaba con una mano la puerta entreabierta y con la otra, el collar de un perro que no paraba de refunfuñar. Era una muchacha atractiva, pálida, de rasgos delicados, grandes ojos grises y pelo rubio y corto.
Roz le ofreció una de sus tarjetas:
– Estoy escribiendo un libro sobre Olive Martin. La hermana Bridget, del colegio donde estudiaron, me comentó que tal vez aceptaría hablar conmigo del tema. Me dijo que usted era la mejor amiga que Olive tuvo allí.
Geraldine Wright hizo como que leía la tarjeta y enseguida se la devolvió.
– Creo que no será posible, dispense -dijo en el tono que podía haber utilizado con un Testigo de Jehová, y se dispuso a cerrar la puerta.
Roz se lo impidió con la mano en un extremo.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
– Preferiría no tener nada que ver con esto.
– No es necesario que mencione su nombre -respondió Roz con una sonrisa alentadora-. Hágame un favor, señora Wright, no voy a crearle ningún problema. No tengo por costumbre hacerlo. Lo que busco es información, no pretendo descubrir secretos. Nadie se va a enterar de que usted tuvo alguna vez algo que ver con ella, como mínimo a través mío o de mi libro. -Notó la sombra de la vacilación en los ojos de aquella mujer-. Llame a la hermana Bridget -le dijo-, ella responderá por mí.
– No, creo que no habrá problemas. Pero sólo dispongo de media hora. Tengo que recoger a los crios a las tres y media. -Abrió la puerta de par en par e hizo apartar al perro-. Pase. El salón está a la izquierda. Voy a encerrar a Boomer en la cocina, de lo contrario no nos dejaría en paz.
Roz se dirigió al salón, una pieza espaciosa, soleada, con un gran balcón que daba a una terracita. Más allá se veía un jardín muy arreglado, que en su extremo casi se confundía con un gran prado en el que pacían las vacas.
– Una vista extraordinaria -dijo Roz cuando entró la señora Wright.
– Tuvimos mucha suerte al conseguirla -comentó la otra con cierto orgullo-. Le habían puesto un precio totalmente fuera de nuestro alcance, pero su antiguo propietario tuvo que responder a un crédito de otra propiedad justo antes de que los intereses se pusieran por las nubes. Necesitaba tanto vender ésta que la conseguimos por veinticinco mil menos de lo que pedía. Aquí somos felices.
– No me extraña -respondió Roz con entusiasmo-. Es un sitio precioso.
– Vamos a sentarnos. -Ella se aposentó con aire elegante en una butaca-. No me avergüenza haber sido amiga de Olive -dijo en plan de disculpa-. Lo que pasa es que no me gusta hablar del tema. La gente insiste tanto… No aceptan que no sepa nada acerca de los asesinatos. -Observó la laca de sus uñas-. Lo cierto es que no la he visto desde como mínimo tres años antes de que sucediera aquello. No sé qué podría contarle que tuviera algún interés para usted.
Roz no se planteó por el momento sacar la grabadora. Temía asustarla.
– Cuénteme cómo era en la escuela -dijo, cogiendo un bloc y un lápiz-. ¿Iban a la misma clase?
– Sí, hasta COU.
– ¿Le caía bien?
– No mucho -dijo Geraldine con un suspiro-. Parece poco delicado, ¿verdad? Oiga, ¿lo ha dicho en serio, eso de que no va a utilizar mi nombre? Es que si existe la más mínima posibilidad de que salga a la luz, no sigo. Me sabría muy mal que Olive supiera lo que opinaba de ella. Una cosa así le haría daño.
Por supuesto que le haría daño, pensaba Roz, pero ¿qué importancia tenía para la otra? Cogió un papel con membrete que guardaba en el bolso, escribió un par de frases en él y lo firmó: «Yo, Rosalind Leigh, con el domicilio que consta en la cabecera, me comprometo a considerar como confidencial la información que me proporcione la señora Geraldine Wright, de Oaktrees, Wooling, Hants. No voy a citarla como fuente de información verbalmente o por escrito, ahora ni en ninguna ocasión en el futuro».
– Tome. ¿Le parece correcto? -Se esforzó en sonreír-. Si quebrantara mi promesa, podría exigirme una fortuna.
– ¡Ay, señor! Seguro que ella se dará cuenta de que he sido yo. No hablaba más que conmigo, al menos en la escuela. -Cogió el papel-. No sé…
¡Vaya indecisión! A Roz se le ocurrió que por aquel entonces a Olive la amistad con Geraldine debía parecerle tan poco satisfactoria como a la otra.
– Le daré una idea de cómo pienso utilizar lo que me cuente y verá que no tiene nada que temer. Usted ha dicho que Olive no le caía muy bien. En el libro, esto se traducirá más o menos en: «Olive nunca fue muy popular en la escuela». ¿Está de acuerdo?
La mujer se animó un poco ante las palabras de Roz.
– Sí, sí. Por otro lado, es la pura verdad.
– Muy bien, ¿Y por qué no era popular?
– Supongo que nunca encajó allí.
– ¿Por qué?
– Pues… -Se encogió de hombros, impaciente-. Tal vez porque era gorda.
Aquello era como una extracción de muela, lento y doloroso.
– Ella, ¿intentaba hacer amistades o le daba igual?
– En realidad le daba igual. Apenas decía nada. Se quedaba allí sentada y observaba cómo hablaban las demás. A nadie le gustaba esto. Si he de decirle la verdad, creo que a todas nos daba un poco de miedo. Era mucho más alta que las demás.
– ¿Y ésta es la única razón por la que le daba miedo? ¿Por su altura?
Geraldine lo pensó mejor.
– Digamos que era algo como global. No sabría cómo describirlo. Era terriblemente silenciosa. Estabas hablando con alguien, te dabas la vuelta y te la encontrabas a tu espalda, mirándote fijamente.
– ¿Intimidaba a la gente?
– Solamente cuando molestaban a Amber.
– ¿Y sucedía a menudo?
– No. Amber caía bien a todas.
– Está bien -dijo Roz golpeándose los dientes con el lápiz-. Dice que usted era la única que hablaba con Olive. ¿De qué solían hablar?
Geraldine se estiró un poco la falda.
– Nada, cosas -dijo, poco dispuesta a colaborar-, ahora no me acuerdo.
– ¿De lo que suelen hablar todas las chicas en la escuela?
– Pues sí, supongo que sí.
Roz hizo rechinar los dientes.
– ¿Así que hablaban del tema del sexo, de chicos, vestidos y maquillaje?
– Pues sí -repitió ella.
– Me cuesta creerlo, señora Wright. A menos que en diez años haya cambiado muchísimo. Yo la he conocido, ¿sabe? No tiene el más remoto interés por temas frivolos y no le gusta hablar de sí misma. Prefiere hablar de mí y de lo que yo hago.
– Debe ser porque está en la cárcel y sólo va usted a verla.
– Pues no es así. Aparte de que, por la información que tengo, la mayoría de presos hacen exactamente lo contrario cuando reciben visitas. Hablan de sí mismos casi todo el tiempo, pues son los únicos momentos en que saben que alguien les escucha con cierta comprensión. -Levantó una ceja con aire inquisitivo-. Creo que va con el carácter de Olive esto de examinar a la persona que tiene delante. Me imagino que lo habrá hecho siempre, por ello a la mayoría de ustedes no les caía bien. Probablemente creían que era una fisgona.
«Ojalá no me equivoque -pensaba Roz-, porque ésta, tan influenciable y manipulable, dirá que soy una insensible.»
– ¡Qué curioso! -exclamó Geraldine-. Ahora que lo dice, es verdad que hacía muchas preguntas. Siempre quería saber cosas sobre mis padres, si se cogían de la mano, si se besaban y si yo les oía cuando hacían el amor. -Cerró un momento los labios-. Sí, ahora me acuerdo, por eso me caía mal. Siempre pretendía descubrir si mis padres tenían relaciones sexuales a menudo, y cuando hacía estas preguntas, levantaba el rostro y me miraba fijamente. -Encogió un poco los hombros-. Aquello me daba mucha rabia. Tenía unos ojos tan ávidos…
– ¿Y usted se lo contaba?
– ¿Lo de mis padres? -dijo Geraldine sonriendo disimuladamente-. Por supuesto que no le contaba la verdad. Ni yo la sabía. Cada vez que me hacía la pregunta, yo le decía que sí, que habían tenido relaciones la noche anterior, tan sólo para quitármela de encima. Todas hacían lo mismo. Al final se convirtió en un juego de lo más tonto.
– ¿Y por qué quería saberlo?
La mujer hizo un gesto de indiferencia.
– Yo siempre pensé que era porque tenía una mente perversa. Aquí en el pueblo hay una mujer que hace lo mismo. Cuando te ve, lo primero que te dice es: «Cuéntame algún chisme», y se le iluminan los ojos. Son cosas que yo no soporto. Claro que siempre es la última en enterarse de lo que pasa por ahí. Hace que todo el mundo se ponga a la defensiva.
Roz meditó un momento.
– ¿Los padres de Olive se besaban y se abrazaban?
– No, ¡por Dios!
– Está muy segura…
– Claro que lo estoy. Se odiaban. Mi madre decía que seguían juntos porque él era demasiado vago para largarse y ella demasiado materialista para permitírselo.
– ¿De forma que Olive buscaba algo que la tranquilizara?
– ¿Cómo dice?
– Cuando le hacía preguntas a usted sobre sus padres -dijo Roz tranquilamente- buscaba confirmaciones. Pobre muchacha, intentaba descubrir si sus padres eran los únicos que no se llevaban bien.
– ¡Ah! -exclamó Geraldine, sorprendida-. ¿Usted cree? -Hizo un mohín con los labios-. No -dijo-, está equivocada. Lo que le interesaba eran los detalles sexuales. Ya le he dicho que ponía una mirada ávida.
Roz no le dio importancia.
– ¿Decía mentiras?
– Sí, ésta es otra. -Los recuerdos se agolparon y se reflejaron en su expresión-. Siempre estaba mintiendo. ¡Qué raro! Lo había olvidado. La verdad es que al final nadie creía nada de lo que decía.
– ¿Sobre qué mentía?
– Sobre todo.
– ¿Qué cosas en concreto? ¿Sobre sí misma? ¿Sobre los demás? ¿Sus padres?
– Todo. -Notó la impaciencia en la cara de Roz-. Ay, es tan difícil de explicar… Contaba historias, me refiero a que, en cuanto abría la boca, tenía que soltar una mentira. A ver; vamos a ver, ah, sí, hablaba de unos novios que no existían, y una vez contó que un verano habían ido con la familia de vacaciones a Francia, pero resultó que no se habían movido de casa, y también hablaba de su perro, cuando todas sabíamos que no tenía ningún perro. -Hizo una especie de mueca-. Y además también siempre estaba chinchando. Era muy molesto. A veces te robaba los deberes de la mochila cuando estabas distraída y te lo copiaba todo.
– ¿Pero no era muy inteligente? Consiguió llegar hasta el final.
– Lo consiguió, pero no creo que tuviera unas calificaciones del otro mundo. -Aquel comentario tenía algo de malicioso-. Porque, si era tan inteligente, ¿cómo es que no encontró un trabajo como Dios manda? Mi madre decía que le resultaba muy violento ir a Pettit's y que le sirviera Olive.
Roz apartó la mirada de aquel rostro tan pálido y la centró en la vista del otro lado del balcón. Dejó transcurrir unos instantes durante los cuales su sentido común tuvo que enfrentarse con los airados reproches que se abrían paso en su mente. Al fin y al cabo, pensaba, quizá se equivocaba. Sin embargo… sin embargo, veía tan claro que Olive tenía que haber sido una niña profundamente desgraciada. Hizo un esfuerzo para sonreír.
– Evidentemente Olive intimó más con usted que con cualquier otra persona, exceptuando, tal vez, su hermana. ¿Por qué cree que fue así?
– La verdad es que no tengo ni idea. Mi madre dice que es porque le recordaba a Amber. Yo no lo sé, pero la gente que nos veía a las tres juntas siempre creía que Amber era mi hermana y no la de Olive. -Reflexionó-. Quizás mi madre tenga razón. Cuando vino Amber a la escuela, Olive ya no me persiguió tanto.
– Para usted, tuvo que representar un alivio.
Había una cierta mordacidad en su tono, que afortunadamente no captó Geraldine.
– Supongo que sí. Pero… -añadió como con melancolía- cuando Olive estaba conmigo nadie se atrevía a molestarme.
Roz la observó un momento.
– La hermana Bridget dice que Olive quería mucho a Amber.
– Es cierto. Pero todo el mundo quería a Amber.
– ¿Por qué?
Geraldine encogió los hombros.
– Era agradable.
Roz soltó una carcajada.
– Si he de decirle la verdad, ya empiezo a estar hasta las narices de esta Amber. Me parece demasiado bonito para ser verdad. ¿Qué tenía de especial?
– No sé. -Frunció el entrecejo meditando-. Mi madre opina que es porque tenía buen corazón. La gente le tenía confianza pero a ella parecía no importarle. Siempre estaba sonriendo.
Roz dibujó un querubín en el bloc pensando en el embarazo no deseado.
– ¿Y cómo se ganaba esta simpatía?
– Me imagino que lo que quería era agradar. Se trataba de pequeños detalles, como prestar los lápices o hacer recados para las monjas. Una vez que yo necesitaba una camiseta limpia para un partido de baloncesto, cogí la de Amber. Eran cosas así.
– ¿Sin pedírsela?
De manera sorprendente, Geraldine se sonrojó.
– Con Amber, no hacía falta. No le importaba. La que se enfadaba mucho era Olive. Se puso como una fiera con aquella camiseta. -Echó una ojeada al reloj-. Debo irme. Se está haciendo tarde. -Se levantó-. Me temo que no la he ayudado mucho.
– Al contrario -dijo Roz, levantándose también-, me ha ayudado muchísimo y le estoy muy agradecida.
Juntas, se fueron hacia el vestíbulo.
– ¿En algún momento encontró raro -preguntó mientras Geraldine abría la puerta- que Olive matara a su hermana?
– Pues sí, claro que lo encontré raro. Me afectó muchísimo.
– ¿Tanto como para plantearse si en realidad lo hizo ella? Teniendo en cuenta lo que me ha contado sobre la relación que tenía con su hermana, me parece imposible que hiciera una cosa así.
Aquellos grandes ojos grises se nublaron con la vacilación.
– ¡Qué curioso! Es lo que siempre dice mi madre. Pero si no lo hizo ella, ¿por qué declaró que lo hizo?
– No lo sé. Quizá se acostumbró a proteger a la gente. -Sonrió de forma amistosa-. ¿Usted cree que su madre accedería a hablar conmigo?
– ¡Madre mía! Yo diría que no. Ni siquiera soporta que nadie sepa que fui a la escuela con Olive.
– ¿Sería tan amable de preguntárselo, de todos modos? Si accede, puede llamarme al número que hay en la tarjeta.
Geraldine movió la cabeza.
– Será una pérdida de tiempo. No querrá.
– ¡Qué le vamos a hacer! -Roz salió y se encaminó hacia la senda de gravilla-. ¡Qué maravilla de casa! -Dijo entusiasmada, contemplando la clemátide que colgaba del porche-. ¿Dónde vivía antes?
La otra hizo una mueca teatral.
– En una asquerosa caja de cerillas moderna de las afueras de Dawlington.
Roz rió.
– Así que trasladarse aquí supuso un brusco cambio de costumbres… -Abrió la puerta del coche-. ¿No va nunca a Dawlington?
– Claro que sí -respondió Geraldine-. Mis padres siguen viviendo allí. Voy a verles una vez a la semana.
Roz tiró el bolso y el portafolios sobre el asiento trasero.
– Deben estar muy orgullosos de usted. -Le alargó la mano-. Muchas gracias por dedicarme su tiempo, señora Wright, y no se preocupe, tendré mucho cuidado a la hora de utilizar la información que me ha proporcionado. -Se situó en el asiento del conductor y cerró la puerta-. Un último detalle -dijo a través de la ventanilla, con mirada candorosa-, ¿puede decirme su nombre de soltera para cotejarlo en la lista de la escuela que me entregó la hermana Bridget? No quisiera molestarla en otra ocasión por error.
– Hopwood -respondió Geraldine, diligente.
No fue difícil localizar a la señora Hopwood. Roz fue con el coche a la biblioteca de Dawlington y allí consultó la guía telefónica. Había tres Hopwood domiciliados en Dawlington. Anotó los tres números, buscó una cabina y empezó las llamadas, dando como pretexto que era una antigua amiga de Geraldine y quería hablar con ella. En las dos primeras llamadas le respondieron que no conocían a esta persona y en la tercera, una voz de hombre le explicó que Geraldine se había casado y en la actualidad vivía en Wooling. Le facilitó el número de teléfono de Geraldine y le dijo, muy amablemente, que le había alegrado mucho volver a hablar con ella. Roz colgó el teléfono con una sonrisa. Se le ocurrió que Geraldine había salido a su padre.
Tal impresión se confirmó totalmente cuando la señora Hopwood colocó la cadena de seguridad y abrió la puerta. Observó a Roz muy intrigada.
– ¿Sí? -preguntó.
– ¿La señora Hopwood?
– La misma.
Roz había pensado embaucarla con una historia, pero, viendo cómo chispeaban los ojos de la mujer, decidió no hacerlo. La señora Hopwood no era de las que se inclinan por quien les da coba.
– Creo que he sacado con malas artes su dirección hablando primero con su hija y luego con su marido -dijo con una leve sonrisa-. Me llamo…
– Rosalind Leigh y está escribiendo un libro sobre Olive. Ya lo sé. Hace un momento que he hablado con Geraldine por teléfono. Enseguida he atado cabos. Pero no podré ayudarla, lo siento, conocía muy poco a la chica.
Sin embargo, no cerró la puerta. Algo la mantenía allí. ¿Curiosidad tal vez?
– La conoce mejor que yo, señora Hopwood.
– Pero no he decidido escribir un libro sobre ella, señorita. Dios me libre de hacerlo.
– ¿Ni siquiera si pensase que es inocente?
La señora Hopwood no respondió.
– ¿Y si supusiéramos que no lo hizo? ¿Acaso no se lo ha planteado?
– No es asunto mío. -Se dispuso a cerrar la puerta.
– Pues ¿de quién es asunto, por el amor de Dios? -dijo Roz, furiosa de pronto-. Su hija cuenta una película de dos hermanas tan inseguras que una tiene que contar mentiras y chinchar a la gente para darse un cierto aire, y la otra nunca tiene un no por si acaso la gente la rechaza. ¿Qué demonios les ocurría en casa para que estas muchachas salieran así? ¿Dónde estaba usted en aquella época? ¿Dónde estaba todo el mundo? Cada una de ellas sólo podía contar con la amistad de la otra. -Vio un levísimo gesto de comprensión perfilarse en los ojos de la mujer a través de la rendija de la puerta y agitó la cabeza con aire despectivo-. Tengo la impresión de que su hija me ha despistado. Por algo que ha dicho, he pensado que usted podría pertenecer a los samaritanos. -Le dirigió una fría sonrisa-. Y ahora me doy cuenta de que es una farisea. Que usted lo pase bien, señora Hopwood.
La otra chasqueó la lengua, impaciente.
– Será mejor que pase pero le advierto que tendrá que pasarme una transcripción de esta entrevista. No me interesa que me atribuya palabras que no he dicho por el simple hecho de que encajan con alguna historia sentimental que usted ha podido montar con Olive.
Roz le mostró la grabadora.
– Pensaba grabar la conversación. Si usted tiene una, podría grabarla al mismo tiempo o bien yo le mando una copia de la cinta.
La señora Hopwood asintió con la cabeza mientras soltaba la cadena y abría la puerta.
– Tenemos una. Mi marido la conectará mientras yo preparo un té. Pase y utilice el felpudo, por favor.
Al cabo de diez minutos, todo estaba a punto. La señora Hopwood estaba acostumbrada a tomar la iniciativa:
– Para mí, lo más fácil será contarle todo lo que recuerdo. Cuando haya terminado, me hace las preguntas, ¿vale?
– Vale.
– Le dije que apenas conocía a Olive. Y es cierto. Vino aquí unas cinco o seis veces, en dos ocasiones porque era la fiesta de cumpleaños de Geraldine, y tres o cuatro veces más a tomar el té. Yo no le tenía mucho cariño. Era una chica desgarbada, lenta, resultaba imposible hablar con ella, no tenía sentido del humor, y, francamente, muy fea. Tal vez esto le parezca duro y algo despiadado, pero qué le vamos a hacer, una no puede disimular sobre sus sentimientos. No me supo mal que la amistad que tenía con Geraldine muriera de muerte natural.
Hizo una pausa para poner las ideas en orden.
– Después de esto, tuve muy poco que ver con ella. No volvió más a esta casa. Oí hablar de ella, claro, a Geraldine y a las amistades de Geraldine. La impresión que me formé de la muchacha no difiere mucho de lo que usted ha comentado hace poco: una chica triste, falta de amor y poco atractiva que como recurso se dedicaba a fanfarronear sobre unas vacaciones de las que no había disfrutado, de unos novios que nunca tuvo, para compensar la falta de felicidad en su casa. Los engaños creo que eran el resultado de la constante presión de su madre para que fuera la mejor, como también debía serlo su forma compulsiva de comer. Siempre había sido gorda, pero en la adolescencia, sus hábitos de comida se convirtieron en algo patológico. Según Geraldine, robaba comida de la cocina de la escuela y se atracaba con ella con un terrible desasosiego, dando la impresión de que temía que alguien se la arrebatara antes de terminar.
»Me imagino que usted interpretará esta conducta como un síntoma de un ambiente familiar problemático. -Dirigió una mirada interrogativa a Roz, la cual asintió-. Pues bien, creo que yo también estoy de acuerdo con ello. No era algo natural, como tampoco lo era la sumisión de Amber, aunque he de insistir en que todo esto nunca lo vi por mí misma, es una forma de decir. Yo le estoy contando únicamente lo que comentaban Geraldine y sus amigas. De cualquier forma, a mí me afectaba, sobre todo porque había conocido a Gwen y Robert Martin al ir a recoger a Geraldine en las pocas ocasiones en que la invitaron a su casa. Era una pareja muy extraña. Apenas se hablaban. Él estaba instalado en una habitación de abajo, en la parte de atrás de la casa, y ella y las dos niñas vivían en la parte delantera. Por lo que pude deducir, prácticamente todo el contacto entre ellos era por medio de Olive y Amber. -Al ver la expresión de Roz se detuvo un momento-. ¿Nadie le ha contado esto?
Roz movió la cabeza negativamente.
– Nunca supe cuántas personas estaban al corriente de ello. Claro que ella guardaba las apariencias, y, francamente, si Geraldine no me hubiera dicho que había visto una cama en el estudio del señor Martin, nunca habría sospechado lo que ocurría. -Frunció el ceño-. Pero las cosas siempre suelen ocurrir así, ¿verdad? En cuanto empiezas a sospechar de algo, todo lo que vas viendo te va confirmando la sospecha. Nunca iban juntos, excepto en la fiesta de los padres, e incluso en esta ocasión siempre se juntaban con una tercera persona, que solía ser alguna de las profesoras. -Sonrió con timidez-. Yo les observaba, pero no con mala intención, mi marido se lo puede confirmar, sino para demostrarme a mí misma que estaba equivocada. -Movió la cabeza-. Llegué a la conclusión de que realmente se odiaban. Y no es sólo que no se dirigieran la palabra, es que no intercambiaban absolutamente nada, ni un roce, ni una mirada, nada. ¿Le parece lógico?
– Sí, claro -dijo Roz, sintonizando-. El odio tiene un lenguaje corporal tan intenso como el amor.
– Yo diría que era ella la instigadora de todo. Siempre tuve la impresión de que él había tenido un asunto, que ella le había descubierto, aunque tengo que insistir en que yo no sé nada. Era un hombre atractivo, simpático, y, por su trabajo, andaba de un lado para otro. En cambio ella, por lo que yo pude entrever, no tenía amistades, tan sólo quizás algunos conocidos, pero en las reuniones sociales nunca te la encontrabas. Era una mujer que se controlaba mucho, era fría e impasible. En realidad, bastante desagradable. Evidentemente no era de las que se hacen querer. -Permaneció un momento en silencio-. Olive salió a ella, por supuesto, tanto por su aspecto como por su carácter, y Amber, a él. Pobre Olive -exclamó con auténtica compasión-. Tenía muy pocas salidas.
La señora Hopwood miró a Roz suspirando profundamente.
– Hace un rato, usted me ha preguntado dónde estaba yo cuando ocurrió todo esto. Pues estaba educando a mis hijos, y si usted tiene alguno, sabrá lo difícil que es esto, como para meterte con los de los demás. Ahora mismo me arrepiento de no haber abierto la boca en aquellos momentos, aunque, no sé, ¿qué podía hacer? Sea como sea, me pareció responsabilidad de la escuela. -Extendió las manos-. Pero claro, son tan fáciles las cosas cuando ya han sucedido, ¿y quién podía prever que Olive haría lo que hizo? Supongo que nadie se dio cuenta de lo mal que estaba -dijo, dejando caer las manos sobre su regazo y mirando a su marido con aire desamparado.
El señor Hopwood meditó unos instantes.
– De todas formas -dijo él lentamente-, nadie pretende decir que nos creyéramos que ella mató a Amber. Yo incluso fui a la policía y les dije que me parecía casi imposible. Me respondieron que mi inquietud procedía de una información muy anterior. -Hizo un ruido con los dientes-. Lo cual evidentemente era cierto. Hacía unos cinco años que no teníamos ningún trato con la familia, y en cinco años es posible que entre las hermanas hubiera surgido cierta aversión.
Permaneció un momento en silencio.
– Pero si Olive no mató a Amber -la azuzó Roz-, ¿quién lo hizo?
– Gwen -dijo, sorprendido, como si fuera lo más lógico. Se alisó las canas-. Nosotros opinamos que Olive apareció cuando su madre apaleaba a Amber. Esto habría sido suficiente para sacar a la chica de sus casillas, suponiendo que su afecto por la hermana no hubiera cambiado.
– ¿Era Gwen capaz de hacer una cosa así?
El hombre y la mujer se miraron.
– Nosotros siempre hemos creído que sí -dijo el señor Hopwood-. Era muy dura con Amber, probablemente porque se parecía tanto al padre.
– ¿Qué dijo la policía? -preguntó Roz.
– Supongo que Robert Martin hizo la misma sugerencia. Se lo plantearon a Olive y ella lo negó.
Roz miró al señor Hopwood.
– ¿Me está diciendo que el padre de Olive dijo a la policía que creía que su esposa había apaleado a la pequeña hasta matarla y que entonces Olive mató a la madre?
El hombre asintió.
– ¡Dios mío! -exclamó casi sin aliento-. Su abogado nunca dijo una palabra sobre esto. -Reflexionó un momento-. Entonces esto implica que Gwen pegó a la muchacha antes. Nadie haría una acusación parecida sin tener motivos para ello.
– Quizá tan sólo ponía en duda, igual que nosotros, que Olive pudiera haber matado a su hermana.
Roz se mordió la uña del dedo gordo con los ojos fijos en la moqueta.
– En su declaración dijo que nunca había tenido una relación estrecha con su hermana. Podríamos aceptarlo si durante los años posteriores a la escuela sus vidas se hubieran separado, pero no si su propio padre consideró que seguían tan unidas que Olive pudo matar como venganza. -Agitó la cabeza-. Estoy segurísima de que el abogado de Olive jamás oyó tal versión. El pobre intentaba discurrir como fuera un argumento de defensa. -Alzó la mirada-. ¿Por qué abandonó Robert Martin? ¿Cómo le permitió declararse culpable? Según ella, lo hizo para ahorrarle la angustia de un proceso.
El señor Hopwood movió la cabeza.
– Realmente no se lo podría decir. Nosotros no le vimos más. Puede que de una forma u otra se convenciera de la culpabilidad de su hija. -Iba dando masajes a sus artríticos dedos-. El problema que se nos plantea a todos es el de intentar aceptar que una persona a quien conocemos sea capaz de hacer algo tan terrible, quizá porque esto demuestra la falibilidad de nuestro juicio. La conocíamos antes de que sucediera esto. Me imagino que usted la conoció después. En ambos casos, no hemos detectado el fallo en su carácter que pudiera haberla llevado a asesinar a su madre y a su hermana, por eso buscamos excusas. Pero, en definitiva, no creo que haya ninguna. La policía no tuvo que arrancarle la confesión a golpes. Por lo que tengo entendido, fueron ellos los que tuvieron que insistir en que esperara hasta la llegada de su abogado.
Roz frunció el ceño.
– Pero usted sigue preocupado por ello.
El hombre sonrió ligeramente.
– Solamente cuando aparece alguien y agita de nuevo los posos. Por lo general, nos acordamos poco de ello. No hay vuelta de hoja a partir del momento en que firmó la declaración diciendo que lo había hecho.
– Siempre ha habido personas que han confesado delitos que no han cometido -le interrumpió Roz, tajante-. Colgaron a Timothy Evans por su declaración, mientras en el piso de abajo, Christie enterraba a sus víctimas bajo las tablas del entarimado. La hermana Bridget dijo que Olive mentía siempre; usted y su hija han citado algunas de las mentiras que decía. ¿Qué les hace pensar que en este caso dijo la verdad?
La pareja no respondió.
– Me sabe muy mal -dijo Roz con una sonrisa de disculpa-. No tenía ninguna intención de hacer discursos. Tan sólo desearía comprender las cosas. Existen tantas contradicciones… ¿Por qué, por ejemplo, permaneció en la casa Robert Martin después de las muertes? Cualquiera hubiera movido cielo y tierra para salir de allí.
– Creo que tendría que hablar con la policía -dijo el señor Hopwood-. Ellos tienen más información que cualquiera.
– Sí -respondió Roz tranquilamente-. Tendría que hacerlo. -Recogió la taza y el platito del suelo y los puso sobre la mesa-. ¿Puedo preguntarles tres cosas más? Después, les dejaré tranquilos. En primer lugar, ¿se les ocurre alguien más que pueda ayudarme?
La señora Hopwood negó con la cabeza.
– Es que sé muy poco de ella desde que dejó la escuela. Quizás tendría que localizar a las personas con las que trabajó.
– Perfecto. En segundo lugar, ¿sabían que Amber tuvo un bebé cuando tenía trece años?
Roz observó la sorpresa en sus rostros.
– ¡Madre mía! -exclamó la señora Hopwood.
– Pues sí. Y en tercer lugar… -Hizo una pausa recordando la gracia que le hizo a Graham Deedes. ¿Era justo convertir a Olive en objeto de diversión?-. En tercer lugar -repitió con firmeza-, Gwen convenció a Olive para que abortara. ¿Tenían alguna noticia de ello?
La señora Hopwood adoptó una expresión reflexiva.
– ¿Podía haber sido a principios del ochenta y siete?
Roz, no sabiendo qué contestar, asintió.
– Por aquella época yo tenía molestias con la menopausia -dijo la señora Hopwood como aquél que no quiere la cosa-. Tropecé con ella y con Gwen por casualidad en el hospital. Fue la última vez que las vi. Gwen estaba muy nerviosa. Hizo como que estaban allí por un problema ginecológico de ella, pero yo vi claramente que quien tenía el problema era Olive. La pobre muchacha lloraba. -Chasqueó con la lengua con mal humor-. ¡Qué error no haberle permitido que lo tuviera! Por supuesto, esto explica los asesinatos. El bebé tenía que haber nacido aproximadamente en la época en que éstos se produjeron. Queda clarísimo que estaba trastornada.
Roz volvió con el coche a Leven Road. En esta ocasión, la puerta del número veintidós estaba abierta y en el jardín delantero había una joven podando el seto que lo rodeaba. Roz aparcó junto a la acera y salió del coche.
– Hola -dijo, alargando la mano y dando un apretón a la joven. Un contacto directo y amistoso pensaba que podía evitar que la mujer le impidiera entrar en la casa, como había hecho su vecino-. Soy Rosalind Leigh. Pasé por aquí el otro día pero usted no estaba. Veo que aprovecha el tiempo, no voy a interrumpirla, pero, ¿podríamos hablar un momento mientras tanto?
La joven encogió los hombros y siguió podando.
– Si vende algo, aunque sea religión, está perdiendo el tiempo.
– Quería hablarle de su casa.
– ¡Por favor! -exclamó la otra, malhumorada-. A veces me arrepiento de haber comprado la maldita choza. ¿Quién es usted? ¿Se dedica a alguna investigación psíquica? Están todos chalados. Parece que piensan que esta cocina rezuma ectoplasma o algo igual de asqueroso.
– No. Me dedico a algo mucho más directo. Estoy escribiendo un informe complementario sobre el caso de Olive Martin.
– ¿Por qué?
– Hay una serie de cuestiones sin respuesta. Como por ejemplo, ¿por qué Robert Martin permaneció aquí después de los asesinatos?
– ¿Y espera que yo se lo responda? -saltó la otra-. No le he visto en mi vida. Cuando nos trasladamos aquí, hacía mucho tiempo que había muerto. Tendría que hablar con Hayes -señaló con la cabeza los garajes contiguos-, es el único que conoció a la familia.
– Ya he hablado con él. Tampoco lo sabe. -Lanzó una mirada hacia la puerta abierta, pero todo lo que pudo ver fue un trozo de pared de color naranja y un triángulo de moqueta rojiza-. Me imagino que vaciaron la casa y la decoraron de nuevo. ¿Lo hicieron ustedes o ya estaba hecho cuando la compraron?
– Lo hicimos nosotros. Mi marido se dedica a la construcción. Mejor dicho, se dedicaba -puntualizó-. Hace unos doce meses que hubo reducción de plantilla en su empresa. Tuvimos suerte, pudimos vender la otra casa sin perder demasiado y compramos ésta por cuatro cuartos. Y además, sin hipoteca, ya ve, no tenemos que batallar tanto como otros pobres desgraciados.
– ¿Ha encontrado otro trabajo? -preguntó Roz con aire comprensivo.
La joven movió la cabeza.
– Ya se lo puede imaginar. Lo suyo es la.construcción y en este momento no se construye nada. Y no es que no lo intente. ¿Qué más puede hacer? -Descansó del trabajo con las tijeras-. Usted se debe preguntar si encontramos algo cuando remodelamos la casa.
Roz asintió:
– Algo así.
– Si hubiéramos encontrado algo lo hubiéramos dicho a alguien.
– Desde luego, pero no me refería a encontrar alguna prueba incriminatoria. Me refería más bien a impresiones. ¿Usted diría, por ejemplo, que era un lugar para sentirse a gusto? ¿Que por ello él permaneció aquí? ¿Porque apreciaba la casa?
La mujer negó con la cabeza.
– Más bien era algo así como una cárcel. No pondría la mano en el fuego, porque no estoy segura, pero yo diría que tan sólo utilizaba la habitación que está abajo, al fondo, junto a la cocina y el lavabo, que tenía una puerta que daba al jardín. Quizá fuera a la cocina a prepararse algo de comer, pero lo dudo. La puerta que daba allí estaba cerrada y no encontramos la llave. Además, había un antiguo hornillo conectado a uno de los enchufes de la habitación, que no sacaron los que limpiaron la casa, y yo tengo la impresión de que preparaba su comida allí. El jardín era bonito. Me imagino que vivía entre esta habitación y el jardín y que no pisaba para nada el resto de la casa.
– ¿Porque la puerta estaba cerrada?
– No, por la nicotina. Las ventanas estaban tan empapadas que los cristales habían quedado completamente amarillos. Y el techo -dijo haciendo una mueca- era de un marrón muy oscuro. El olor a tabaco rancio era abrumador. Seguro que fumaba sin parar en aquel sitio. Ahora bien, en el resto de la casa no había restos de nicotina. Si alguna vez cruzó aquella puerta, no permaneció mucho tiempo en las otras habitaciones.
Roz movió la cabeza.
– Murió de un ataque al corazón.
– No me extraña.
– ¿Le importaría que echara una ojeada dentro?
– No le servirá de nada. Es totalmente distinta. Echamos abajo todas las medianeras y en la planta baja cambiamos toda la disposición. Si quiere hacerse una idea de cómo era cuando él vivía aquí, puedo hacerle un plano. Pero no entrará. Porque si digo que sí, sería el cuento de nunca acabar. Todo quisque se apuntaría a la visita.
– De acuerdo. Además, un plano puede ayudarme más.
Cogió del coche un bloc y un lápiz que pasó a la joven.
– Ahora es mucho más bonita -dijo la decidida mujer mientras trazaba unas rápidas líneas-. Hemos hecho aberturas en las habitaciones y les hemos añadido color. La pobre señora Martin no tenía ni idea. Creo que tenía que ser una mujer bastante aburrida. Aquí tiene. -Le devolvió el bloc-. Lo he hecho tan bien como he podido.
– Muchas gracias -dijo Roz, estudiando el plano-. ¿Por qué piensa que la señora Martin era aburrida?
– Porque todo, paredes, puertas, techos, todo, lo pintaba de blanco. Parecía un hospital, frío y aséptico, sin el más mínimo punto de color. Tampoco tenía cuadros colgados, pues no había ninguna señal en la pared. -Se estremeció-. Este tipo de casas no me gustan. Parece que no están habitadas.
Roz sonrió mientras contemplaba la fachada de ladrillo rojo.
– Me alegro de que fuera usted quien la comprara. Seguro que ahora se ve habitada. Yo no creo en fantasmas.
– Según cómo se mire, porque quien quiere ver fantasmas los ve, y quien no, no. -Se golpeó ligeramente un extremo de la cabeza-. Todo está en la cabeza. Mi padre muchas veces lo veía todo doble, y a pesar de ello nunca pensó que en su casa hubiera espíritus.
Roz no pudo contener una carcajada al coger el coche para alejarse de allí.