Sano se levantó a la mañana siguiente antes de que el sol remontara las colinas del este y los guardias nocturnos acabaran su turno en el castillo. Tomó un rápido desayuno en su despacho mientras su personal le resumía las novedades de los despachos de las provincias. La antesala estaba ya abarrotada de funcionarios, pero ese día no podía permitir que la rutina cotidiana le robara todo su tiempo; no podía remover papeles cuando un asesino andaba suelto y el equilibrio del poder dependía de él.
Mandó retirarse a su personal y le dijo a su principal asesor:
– Salgo.
– Hay gente esperando para veros, honorable chambelán -le recordó su subalterno. Era un hombre inteligente, capaz y honesto llamado Kozawa, de aspecto erudito y trato deferente-. Y aquí tenéis más correo para leer y responder. -Señaló un cofre abierto lleno de pergaminos que se había materializado junto al escritorio de Sano.
No habría mejor momento que ése para empezar de cero. Sano respiró hondo y dijo:
– Ordénalo todo y a todos. Reserva los asuntos importantes para mí. Encárgate tú de los secundarios.
– Sí, honorable chambelán -respondió Kozawa, aceptando las instrucciones con total naturalidad.
– Quiero que se me informe, directamente y en el acto, de cualquier caso de muerte repentina entre los funcionarios del bakufu -añadió Sano. Si se producía otro asesinato como parte de un complot contra el caballero Matsudaira, quería enterarse lo antes posible-. Que nadie toque el cuerpo. Que nadie entre o salga del lugar de la muerte antes de que llegue yo.
– Como deseéis, honorable chambelán. ¿Dónde puedo localizaros si surge la necesidad?
– Estaré un rato en la mansión del jefe Ejima. Después de eso, no lo sé.
Cuando salió de su despacho, los detectives Marume y Fukida y el resto de sus ayudantes lo siguieron. Combatió la sensación de que acababa de soltar las riendas y se avecinaba un desastre, resolviera o no el caso.
La residencia del jefe Ejima en el distrito administrativo de Hibiya era grande e imponente, como correspondía a su elevado rango. Una mansión de dos pisos rodeada por un alto muro eclipsaba las casas colindantes; la entrada tenía un doble portalón y dos niveles de tejado. Cuando Sano llegó con su comitiva, un extraño vacío rodeaba la casa. Funcionarios, oficinistas y soldados atestaban las calles del barrio, pero las de delante de la residencia de Ejima estaban desiertas, como si todos rehuyeran el lugar donde el señor yacía muerto hacía poco, para evitar la contaminación y los malos espíritus. Sano y sus hombres hicieron alto ante la puerta, que los criados estaban adornando con colgaduras de luto. Las telas negras ondeaban con la brisa; el humo del incienso funerario mancillaba el radiante día primaveral.
El detective Marume se dirigió a los dos guardias de la garita:
– El honorable chambelán desea hablar con la familia de vuestro señor. Llevadnos ante ella.
Una ventaja que Sano disfrutaba como chambelán era que su cargo inspiraba un respeto inmediato y una obediencia ciega. Los guardias llamaron a unos criados que acompañaron a Sano, Marume, Fukida y el resto al interior de la casa. Dejaron los zapatos y las espadas en el recibidor y luego atravesaron un pasillo, que olía al humo del incienso que surgía de la sala de recepciones. Al acercarse a ella, Sano oyó voces dentro. A través de un tabique de celosía y papel distinguió el resplandor de las linternas y las sombras borrosas de dos figuras humanas.
– No tienes ningún derecho sobre su casa -dijo una voz de hombre, alzada por la ira.
– Vaya si lo tengo -replicó una estridente voz femenina en tono desafiante-. Era su mujer.
– ¡Su mujer! -La voz del hombre rezumó desdén-. No eres más que una puta que se aprovechó de un hombre solo.
La mujer soltó una chillona carcajada.
– No soy la única que se aprovechó de mi marido. Tú no eres sino un pariente pobre al que adoptó como hijo. No lo habría hecho nunca si no le hubieses dado coba para echarle mano a su dinero.
– Sea por lo que sea, soy su hijo y heredero legal. Ahora yo controlo su fortuna.
– Pero me prometió una parte a mí -replicó la mujer, con su furia teñida ya de desesperación.
– Qué pena que nunca escribiera su promesa en el testamento. No tengo que darte ni una mísera moneda de cobre. Es todo mío -dijo el hombre en tono triunfal.
– ¡Bastardo asqueroso!
El criado que había escoltado a Sano llamó al marco de la puerta y anunció con tono cortés:
– Disculpad, pero tenéis visita.
El hombre soltó un reniego entre dientes. Su sombra se acercó al tabique. Corrió la puerta y se reveló como un joven samurái corpulento de casi treinta años. Se quedó mirando a Sano con la boca abierta.
– Honorable chambelán -dijo-. ¿Qué…? ¿Por qué…?
El hijo adoptivo del jefe Ejima tenía cejas pobladas y una frente estrecha y maciza que le confería una apariencia primitiva a pesar de los negros ropajes ceremoniales que llevaba. Saltaba a la vista que lo turbaba que Sano hubiera oído la discusión.
– Disculpadme por la intromisión -dijo éste-, pero debo hablar con vosotros sobre la muerte de vuestro padre.
Apareció la mujer al lado del hijo. Tenía la edad aproximada del joven… y tal vez dos décadas menos que su difunto marido. El cabello negro y lustroso le colgaba en una trenza por encima del hombro. Tenía unas facciones hermosas afiladas por la astucia. Llevaba un quimono gris de satén recatado pero caro.
– Por supuesto. Mil disculpas por mis malos modales -dijo el hijo, mientras le hacía una reverencia-. Me llamo Ejima Jozan.
La dama Ejima hizo otra reverencia. Observaba a Sano con ojos negros chispeantes de recelo.
– Pasad, por favor. -Perplejo en apariencia por esa visita del brazo derecho del sogún, Jozan retrocedió al interior de la habitación para dejar paso a Sano y sus hombres.
Las persianas de la sala estaban cerradas. El ataúd de madera oblongo y sellado descansaba sobre una tarima. Los incensarios humeantes decoraban una mesa que también contenía un jarrón de ramas de anís chino, ofrendas de comida y una espada para ahuyentar a los malos espíritus. Jozan y la dama Ejima habían estado riñendo por la mansión del difunto mientras velaban su cadáver, como aves carroñeras disputándose la comida.
– Mis condolencias por vuestra pérdida -dijo Sano.
Jozan le dio las gracias. Habló la dama Ejima:
– ¿Puedo ofreceros un refrigerio?
Su trato era más llano de lo normal para una mujer de alto rango. Sano recordaba haber oído que Ejima se había casado con una cortesana del barrio del placer de Yoshiwara. Tras rechazar el ofrecimiento con educación, dijo:
– ¿Hay algún miembro más de la familia en casa aparte de vosotros dos?
– No -respondió Jozan-. Los demás viven lejos de Edo.
– Lamento decir que traigo malas noticias -anunció Sano-. La muerte de Ejima-san fue un asesinato.
La dama Ejima emitió un gritito de sorpresa.
– Pero yo pensaba que había muerto en un accidente durante una carrera de caballos.
Jozan sacudió la cabeza, aturdido.
– ¿Qué pasó?
– Lo mataron con un toque de la muerte. Al parecer alguien ha usado contra vuestro padre esa antigua técnica de artes marciales. -Sano observó a la viuda y el hijo adoptado. El bello rostro de la dama adquirió una expresión fija e inescrutable. Jozan parpadeaba. Se preguntó si estaban alterados o pensaban en cómo los afectaría el asesinato.
– ¿Quién fue? -preguntó Jozan-. ¿Quién mató a mi padre?
– Eso todavía está por esclarecer. Estoy investigando el asesinato de Ejima-san y necesito vuestra cooperación.
– Estoy a vuestra disposición. -Jozan hizo un aspaviento, como si se alegrara de ofrecer a Sano todo lo que pidiera.
– También yo haré lo que esté en mi mano para ayudar a encontrar al asesino de mi marido -dijo la dama.
Al hijo se le demudaron las facciones. Apartó la cara y la escondió detrás de la manga.
– Disculpadme, por favor -dijo con la voz ahogada por un sollozo-. La muerte de mi pobre padre ya ha sido todo un golpe, ¡pero ahora esto! Es una tragedia espantosa.
Su madrastra le agarró el brazo y se lo apartó de la cara de un tirón.
– ¡Serás hipócrita! ¿Qué más te da a ti cómo muriera, mientras heredes su dinero?
– ¡Cállate! ¡No me toques! -Jozan la apartó de un empujón y se volvió hacia Sano, horrorizado de que el chambelán de Japón oyera semejante acusación-. Os ruego que no le hagáis caso. Está histérica.
Sano observó que los ojos de Jozan estaban limpios de lágrimas y negros de ira contra la dama Ejima.
– ¡Mi amado, mi queridísimo marido, que ya no volverá! -aulló ella-. Cuánto lo quería. ¿Cómo voy a vivir sin él?
Jozan la miró con aborrecimiento.
– Tú eres la hipócrita. Fingías amar a mi padre, pero sólo te casaste con él por su rango y su riqueza.
– ¡Eso no es verdad! -gritó la dama Ejima-. Siempre tuviste celos porque me interpuse entre él y tú. ¡Ahora intentas calumniarme!
Sano reflexionó sobre que muchas veces el culpable de un asesinato se encontraba dentro de la familia de la víctima. Parecía inverosímil que Jozan o la dama Ejima conocieran la técnica del dim-mak, pero un caso anterior -un asesinato en la capital imperial- le había enseñado que la destreza en artes marciales no siempre se presentaba en personas de aspecto previsible.
– Ya me he hartado de ti -dijo Jozan, perdida la paciencia-. Sal de la habitación.
– Aquí tú no das las órdenes -bufó la dama Ejima-. Me quedo. Cualquier asunto relacionado con mi marido me incumbe.
– A decir verdad, quiero que os quedéis los dos -terció Sano.
La dama Ejima dedicó a Jozan una sonrisa de suficiencia. Él resopló en un siseo, le lanzó una mirada que prometía que se arrepentiría más tarde y se volvió, abochornado, hacia Sano.
– Mil disculpas por nuestro deshonroso comportamiento -se excusó-. No pretendíamos ofenderos. ¿Cómo podemos ayudaros?
– Necesito saber quién habló con Ejima y todos los lugares en que estuvo durante los dos últimos días. ¿Podéis reconstruir sus movimientos para mí?
– Sí -respondió Jozan-. Yo le hacía de secretario. Le organizaba los compromisos.
– Empecemos por las horas previas a la carrera de caballos.
– Mi padre y yo desayunamos juntos y luego trabajamos con informes y correspondencia en su despacho, aquí en casa.
– ¿Cómo pasó la noche anterior?
Respondió la dama Ejima:
– Estuvo conmigo. En nuestro dormitorio.
– ¿Toda la noche?
– Bueno, no. Llegó a casa muy tarde.
– Asistió a un banquete en la residencia del primer consejero judicial -aclaró Jozan.
Sano vio que el panorama de la investigación se ampliaba más allá de la familia de Ejima y el público de la carrera de caballos.
– ¿Y antes de eso?
– Pasamos el día en el cuartel general de la metsuke. -Se trataba de un complejo de oficinas en el palacio-. Mi padre tuvo reuniones con subordinados y citas con visitantes.
Las subsiguientes preguntas revelaron que Ejima había pasado la noche previa con su esposa y la velada en otro banquete.
– Por la tarde bajamos a la ciudad para que mi padre pudiera encontrarse con algunos informadores -prosiguió Jozan-. Sería impropio que acudieran aquí o al cuartel general.
Sano entendía por qué deseaban mantener en secreto su labor de informadores: se trataba de subalternos del bakufu contratados para delatar a sus superiores, quienes los castigarían con dureza por espiar.
– ¿Dónde tuvieron lugar esos encuentros?
– En seis salones de té de Nihonbashi.
El asunto crecía ya para abarcar más territorio todavía y un sinfín de potenciales sospechosos.
– Necesito las señas de esos salones de té. También los nombres de todo aquel con el que se vio Ejima.
– Desde luego.
Jozan fue por su libro de registro. Sano echó un vistazo superficial a los pulcros caracteres de las entradas. Jozan había recogido los nombres de los quince invitados del banquete, los veinte que habían tenido reuniones o citas con su padre y el de sus informadores.
– ¿Visteis si alguna de estas personas tocaba a vuestro padre aquí? -Sano se dio un golpecito con el dedo en el punto de la cabeza donde le había salido el cardenal a Ejima.
– No. Pero no lo estuve mirando todo el rato. Supongo que podrían haberlo hecho. Además, esas citas fueron privadas. -Jozan señaló los nombres de tres personas que Ejima había visto en el cuartel general de la metsuke y los de todos los informadores-. Habló con ellos a solas, mientras yo esperaba fuera del despacho y los salones de té.
– ¿Quién más, aparte de los que constan en este libro, estuvo cerca de vuestro padre en los últimos dos días? -preguntó Sano.
A Jozan lo arredraba ostensiblemente la idea de intentar hacer memoria.
– Su personal. Criados y guardias, aquí y en palacio. La gente de los salones de té.
“Y la muchedumbre de las calles de la ciudad”, pensó Sano.
– Poned por escrito todos los que podáis recordar. Mandadme la lista.
– Desde luego -dijo Jozan, descorazonado pero solícito.
Sano se dirigió a la dama Ejima:
– ¿Se os ocurre alguien más que pudiera haber tocado a vuestro marido? -Ella sacudió la cabeza. A Sano no se le escapaba que la viuda y Jozan habían pasado tiempo a solas con Ejima y disfrutado de las mejores oportunidades para tocarlo. Dirigió la siguiente pregunta a los dos-. ¿Alguna de las personas con las que se vio Ejima tenía algún motivo para quererlo muerto?
Jozan adoptó una expresión vacilante; era evidente que no quería acusar a destacados funcionarios.
– No que yo sepa.
– Quiero los informes de la metsuke sobre cualquiera que haya sido ejecutado, degradado, desterrado o perjudicado de cualquier otro modo a resultas de indagaciones de Ejima desde que lo nombraron jefe. Deseo verlos en mi oficina hoy.
Jozan titubeó; la metsuke aborrecía entregar documentos confidenciales, compartir secretos y menoscabar su poder único. Sin embargo, no podía rechazar una orden del segundo del sogún.
– Muy bien.
Además, Sano lo consideraba lo bastante listo para saber que él era un sospechoso y le convenía sembrar sospechas en otras partes. Preveía mucho trabajo tedioso investigando a las personas que habían tenido algún contacto con Ejima o un motivo de queja contra él. Por suerte, gran parte podía delegarlo.
– Debo llevarme prestado vuestros registros -le dijo a Jozan, que asintió. Al echarle un segundo vistazo, reconoció muchos nombres. Uno le llamó la atención: el capitán Nakai, un soldado del Ejército Tokugawa. Nakai había combatido por el caballero Matsudaira durante la guerra de las facciones. Sano recordaba que era una estrella de las artes marciales que se había distinguido al matar a cuarenta y ocho soldados enemigos. Y había tenido una cita privada con Ejima.
En la calle, después de dar las gracias a Jozan y la dama Ejima por su cooperación, Sano dio instrucciones a sus detectives:
– Los funcionarios presentes en el banquete viven todos aquí en Hibiya o dentro del castillo. Me pasaré a verlos y luego iré a la sede de la metsuke para hablar con los subordinados de Ejima. Marume-san y Fukida-san, vosotros vendréis conmigo. Entretanto… -Le pasó el libro de registro a otro ayudante, un joven samurái llamado Tachibana, también ex detective-. Tú y los demás reunid a todos estos que tuvieron citas privadas con Ejima y mandadlos a mi residencia. -Otra ventaja de ser chambelán era que casi todo el mundo estaba obligado a acudir de inmediato a su llamado. Se guardaría a los informadores para más tarde-. Dad prioridad al capitán Nakai.
– Sí, honorable chambelán -dijo Tachibana, ansioso por demostrar su valía.
Al partir a caballo con Marume y Fukida, Sano se sintió entusiasmado de comprobar que la investigación avanzaba. A lo mejor podría resolver el caso y aplacar al caballero Matsudaira y la oposición antes de que estallara la guerra. Sin embargo, se preguntó con resquemor si Hirata aguantaría lo bastante para investigar los asesinatos anteriores.
También se preguntó qué estaría haciendo Reiko.