Sano y los investigadores Marume y Fukida recorrieron con paso veloz los pasadizos de piedra que descendían colina abajo desde el palacio, atravesando puestos de control con centinelas. Encontraron a dos soldados del caballero Matsudaira vigilando la entrada del hipódromo. Los hombres los dejaron pasar. Cuando las puertas se cerraron a sus espaldas, examinaron lo que los rodeaba.
Una muchedumbre de hombres, que parecían espectadores de la carrera, esperaban en corrillos o sentados en las gradas. Sus ropajes chillones los convertían en puntos de color sobre el telón de fondo de pinos verde oscuro que bordeaba el recinto. Los soldados de Matsudaira deambulaban de un lado para otro, vigilando a todo el mundo. Un grupito de ellos formaba un círculo en un extremo de la pista de tierra, ovalada y sin adornos. Sano supuso que vigilaban el cadáver. En los establos, dispuestos a lo largo de una pared relinchaban los caballos. En el cielo había luz todavía, pero el sol había bajado y la colina que dominaba el complejo proyectaba su sombra sobre el circuito. El calor de la tarde había empezado a ceder paso al fresco del anochecer. En ese momento los espectadores repararon en Sano y se abalanzaron hacia él. Reconoció a unos cuantos como burócratas de poca monta, de los que ejercían cometidos vagos y disponían del tiempo libre suficiente para ver carreras de caballos. Experimentó el arrebato de emoción con que iniciaba toda nueva investigación cuando era sosakan-sama. Sin embargo, también sintió tristeza porque echaba de menos a Hirata, su vasallo mayor, que antaño prestara su experta y leal asistencia a las investigaciones de Sano. En la actualidad Hirata tenía otros deberes aparte de estar a mano cuando Sano lo necesitara.
Un hombre se adelantó de la muchedumbre.
– Saludos, honorable chambelán. -Se trataba de un fornido samurái de unos cuarenta años, con la cara morena y franca y una actitud deferente pero respetuosa. Sano lo reconoció como el dueño del hipódromo-. ¿Puedo preguntar por qué nos retienen aquí? -Unos murmullos airados de los espectadores se hicieron eco de su pregunta-. ¿Qué sucede?
– Saludos, Oyama-san -dijo Sano, y explicó-: Estoy aquí para investigar la muerte del jefe Ejima. El caballero Matsudaira cree que se trata de un asesinato.
– ¿Asesinato? -Oyama arrugó la frente de sorpresa a incredulidad. Entre los espectadores surgieron exclamaciones ahogadas-. Con el debido respeto al caballero Matsudaira, eso no puede ser. Ejima se cayó del caballo durante la carrera. Yo lo vi. Me encontraba en la línea de meta, a menos de cinco pasos de él cuando sucedió.
– Pareció desmayarse en la silla justo antes de caer -dijo un espectador-. Se diría que le falló de repente el corazón.
Sano vio varios asentimientos de cabeza y oyó murmullos de corroboración. Lo asaltaron sensaciones encontradas. Si los testigos estaban en lo cierto, aquella muerte no era un asesinato, las otras tres probablemente tampoco y su investigación sería corta. Presintió que se llevaría un fiasco. Luego pensó que por lo menos eso significaría que el régimen estaba a salvo y que se alegraría de aplacar los temores de Matsudaira. Sin embargo, por el momento debía permanecer abierto a todo.
– Mi investigación determinará si Ejima fue víctima de juego sucio o no -dijo-. Hasta que haya terminado, se trata de un caso de muerte sospechosa. El hipódromo recibirá trato de escenario del crimen y vosotros sois todos testigos. Debo pediros que declaréis sobre lo que habéis visto.
Detectó irritación en los rostros. Notó que pensaban que el caballero Matsudaira se daba demasiada prisa en ver malignas conspiraciones por todas partes y que estaba perdiendo su propio tiempo además del de ellos. Sin embargo, nadie osaba llevarle la contraria al brazo derecho del sogún. Sano pensó que su nueva condición tenía sus ventajas.
– Fukida-san, empieza a tomar declaración a los testigos. Marume-san, acompáñame-dijo a sus hombres.
El detective delgado, serio y con aspecto de estudioso empezó a ordenar a la muchedumbre en una fila. El jovial y musculoso acompañó a Sano mientras cruzaba la pista con paso resuelto. El dueño del hipódromo los siguió. Cuando se acercaron al cuerpo, los soldados que lo rodeaban se hicieron a un lado. Sano y sus acompañantes se detuvieron y contemplaron el cadáver.
Ejima yacía tumbado de espaldas, con los brazos y las piernas torcidos, sobre una raya negra ancha y difuminada pintada en la pista. Su yelmo de hierro le cubría la cabeza y la cara. Sano le veía los ojos, apagados y perdidos en la nada, por la visera abierta. Su cota de armadura metálica presentaba abolladuras. Tenía manchas de sangre y suciedad en el quimono de seda azul, los pantalones, los calcetines blancos y las sandalias de paja. -Parece que le hayan pegado una paliza -comentó Marume.
– Los caballos lo pisotearon -explicó Oyama-. Se cayó justo delante de sus cascos. Fue todo muy rápido, y los demás jinetes lo seguían muy de cerca, no hubo tiempo para que ninguno se apartara. -Por lo menos ganó su última carrera -dijo Marume.
– ¿Lo han notificado a la familia? -le peguntó Sano a Oyama.
– Sí. Mi ayudante se ha ocupado.
– ¿Lo ha tocado alguien después de que se cayera?
– Yo le di la vuelta para ver lo malherido que estaba y tratar de ayudarlo. Pero ya no había nada que hacer.
– ¿Han limpiado la pista desde su muerte?
– No, honorable chambelán. Cuando he mandado informar al caballero Matsudaira, sus hombres han venido con órdenes de que no se alterase nada.
Sano se sentía cohibido por los soldados, que aguardaban demasiado cerca para ver qué hacía.
– Esperad allí -les ordenó a ellos y a Oyama, señalando otro punto de la pista.
Cuando se hubieron alejado, le dijo a Marume:
– Suponiendo que Ejima no haya muerto de un ataque el corazón, podría haberlo matado la caída. Pero entonces la pregunta es: ¿qué provocó la caída?
– A lo mejor alguien le lanzó una piedra desde las gradas, le dio en la cabeza y lo dejó inconsciente. Todos los demás estarían demasiado enfrascados en la carrera para darse cuenta. -Marume dio unos pasos alrededor del cadáver pateando unas piedras diseminadas por la tierra-. Una de éstas podría ser el arma homicida.
Sano escuchó los esporádicos disparos que surgían del lejano campo de entrenamiento de artes marciales. Giró sobre los talones para mirar más allá de la pista. Los soldados lo observaban desde sus ventanas en los pasillos cubiertos que remataban los muros y las atalayas que rodeaban el recinto y se elevaban desde puntos más altos de la ladera de la colina.
– Alguien pudo dispararle desde allí arriba.
– ¿Quién se hubiera fijado en un disparo más? -corroboró Marume.
– No le veo ninguna herida de bala, pero podrían haberle dado en el casco y aturdido. -Sano se acuclilló y examinó el yelmo de Ejima. Estaba cubierto de arañazos y abolladuras.
– Haré que registren la zona en busca de una bala -dijo Marume.
– En cualquier caso, los testigos no se limitan a las personas que se encontraban dentro del recinto cuando murió Ejima -dijo Sano-. Tendremos que reunir a todos los soldados que se hallaban de servicio en cualquier punto desde el que se vea el hipódromo. Sin embargo, antes quiero interrogar a los testigos que estaban más cerca de Ejima.
Él y Marume se acercaron al dueño del hipódromo.
– ¿Habéis terminado de inspeccionar el cuerpo? -preguntó Oyama-. ¿Puedo hacer que se lo lleven? -Sonaba ansioso por liberar su recinto de la contaminación física y espiritual que extendía la muerte.
– Todavía no -dijo Sano, porque necesitaba un examen más concienzudo del cadáver y no quería que se lo llevaran a toda prisa para el funeral y la cremación-. Yo me encargaré de su retirada. Ahora quiero hablar con los jinetes que competían en la carrera con Ejima. ¿Dónde están?
– En los establos -contestó Oyama.
Dentro de los largos cobertizos de madera con techumbre de juncos los mozos lavaban y secaban a los caballos, les peinaban las crines y les vendaban las patas heridas. El aire olía a estiércol y heno. Los cinco jinetes charlaban en voz baja acuclillados en un rincón. Se habían quitado la armadura, que colgaba de unos soportes que también contenían sus arreos de montar. Cuando Sano se acercó, se apresuraron a arrodillarse y a hacer reverencias.
– Levantaos -dijo Sano-. Quiero haceros unas preguntas sobre la muerte del jefe Ejima. -Observó que los jinetes eran todos robustos samuráis con edades comprendidas entre los veinticinco y los treinta y cinco años. Todavía estaban sucios de la carrera y apestaban a sudor. Cuando se pusieron en pie, les dijo-: Primero identificaos.
Entre ellos había un capitán y un teniente del Ejército, un administrador del palacio y dos primos lejanos del sogún. Cuando Sano les pidió que describieran lo que habían visto durante la carrera, el capitán habló en representación de todos:
– Ejima se desplomó en su silla y luego cayó al suelo. Nuestros caballos lo arrollaron. Cuando paramos y desmontamos, ya estaba muerto.
Eso encajaba con la versión de los espectadores.
– ¿Habéis visto si lo golpeaba algo antes de desplomarse? -preguntó Sano-. ¿Como una piedra o una bala?
Los jinetes sacudieron la cabeza.
– ¿Habéis tocado a Ejima?
Vacilaron, mirándose de refilón con expresión de inquietud. Sano les dijo:
– Vamos, ya sé que las carreras de caballos son un deporte duro. -Se acercó al soporte y pasó el dedo por una fusta, formada por un corto y recio látigo de cuero con mango de hierro-. También sé que los caballos no son los únicos en probar esto. Ahora hablad.
– De acuerdo. Yo le di -confesó el capitán a regañadientes. -Yo también -admitió el teniente-. Pero sólo intentábamos frenarlo.
– No le pegamos tan fuerte. Yo salí bastante peor parado de sus golpes que él de los míos. -El capitán se tocó con cuidado la cara, hinchada alrededor de la mandíbula.
– No nos andamos con chiquitas, pero nunca hacemos daño aposta a un rival -aclaró el teniente-. Es el código de honor del hipódromo. -El resto de los hombres asintieron, unidos contra la acusación implícita de Sano-. Además, era un amigo. No teníamos ningún motivo para matarlo.
– Aunque apuesto a que muchos otros sí -dijo el capitán. Sano les dio las gracias por su ayuda y salió con Marume de los establos. -Yo creo que dicen la verdad -comentó éste-. ¿Los creéis?
– De momento -respondió Sano, que se reservaba el juicio hasta que los indicios apuntaran otra cosa-. El capitán está en lo cierto al sugerir que Ejima era un buen candidato a ser asesinado.
– ¿Porque era uno de los altos cargos del caballero Matsudaira?
– No sólo eso -dijo Sano-. Su cargo lo convertía en blanco. Encabezaba una organización que espía a la gente.
Nadie estaba a salvo de la metsuke, sobre todo en aquel turbulento clima político, en el que las palabras o los actos más inocuos de un hombre podían tergiversarse hasta volverse pruebas de deslealtad al caballero Matsudaira y motivo de destierro o ejecución.
– Si Ejima ha sido asesinado -prosiguió Sano-, el culpable tal vez tenga relación con alguien afectado por una investigación de la metsuke. -Y Sano recordaba que Ejima había disfrutado con su sucio trabajo. El regodeo con que acometía la ruina de una persona podría haber enfurecido a sus parientes y amigos.
– Era lo que se dice un hombre con un montón de enemigos -dijo Marume.
– Pero un móvil no significa necesariamente un asesinato -observó Sano como recordatorio para los dos-. No cuando hay tan pocas pruebas. -Se resistía a dejarse llevar por su corazonada de que, había gato encerrado: hasta el instinto samurái era susceptible a la influencia de las preferencias personales-. Antes de seguir adelante, deberíamos interrogar a todos los testigos. -Miró al otro lado de la pista, donde el detective Fukida seguía manos a la obra con los espectadores, y luego alzó la vista hacia los soldados de los muros y torretas-. Más importante aún, tenemos que determinar la causa exacta de la muerte de Ejima.
Eso era algo que Sano, pese a toda su experiencia y su flamante autoridad, no podía hacer por sí mismo. Y el alcance de la investigación se extendía mucho más allá del hipódromo y los hombres presentes en el escenario de los hechos, para incluir a los adversarios de Ejima además de los del caballero Matsudaira. Eso podía suponer centenares de sospechosos potenciales. Sano necesitaba más ayuda de la que podían ofrecer Marume y Fukida, de alguien en quien tuviera absoluta confianza.
– Manda llamar a Hirata-san -ordenó a Marume-. Dile que venga a verme aquí enseguida.